Fue un jueves santo de hace la
friolera de hace treinta y cinco años, cuando decidimos ir después de trabajar
a la procesión de los borrachos un grupo bastante numeroso de jóvenes. Llenamos
tres coches, no recuerdo bien si íbamos en total catorce. Llegamos a Cuenca
después de las diez de la noche y viendo la multitud de personas que habían
tenido la misma idea, quedamos en que en caso de perdernos acudiríamos a dónde habíamos
aparcado los coches, cerca del parque de San Julián.
La ciudad estaba abarrotada de gente de todos
los lugares de España, había muchos vascos, catalanes y sobre todo madrileños,
pero también de Valencia, de la provincia de Cuenca y extranjeros. La primera decisión fue ir a cenar, sentarse,
misión imposible, pasar a un bar a comerse un bocadillo resultaba casi
imposible, mucho menos mantenernos unidos, a pesar de ello lo conseguimos durante
el tiempo que duró la cena, un bocadillo de jamón con un bote de cerveza en la
calle. Compramos unas cuantas botellas de resolí, que ese día se vendían en
botellas de plástico y nos propusimos pasar una noche inolvidable, a ser
posible todos juntos.
No había pasado ni una hora,
cuando al menos dos amigos ya habían desaparecido. A mitad de noche eran ya cinco los ausentes. A
las dos de la mañana me tocó a mí. Cuando íbamos cerca de la Torre Mangana, creo
que por una calle que llaman Zapaterías, me entraron unas ganas impresionantes
de hacer aguas menores, por cierto la calle en cuestión bajaba casi como un
río. Sentí cierto reparo y me acerqué cerca de la Torre. Al final decidí retirarme dirección al Júcar, a esas alturas el resolí ya me estrechaba las calles y yo
también me despisté del grupo. En los
árboles que hay cerca del río terminé por mojarme los pantalones, porque fue
iniciar mi apresurada micción y escuchar voces destempladas de una pareja que
se encontraba haciendo cochinadas y que yo no había visto. Por suerte no estaban en mucha disposición de
salir corriendo detrás de mí, y entonces yo corría mucho y reía más.
Entre risas, pronto me encontré más
perdido que una aguja en un pajar, solo entre la gente. Más sola estaba la
persona que escuché llorar. Acurrucada en el suelo vi a una muchacha, me
acerqué a ella intrigado pensando que le habría ocurrido algo grave, en cierto
modo así era. Al acercarme pude ver un ojo medio amoratado, y rastros de haber
recibido una paliza. Me brinde a ayudarla; pero ella se obstinaba en seguir,
sola, llorando en el suelo. Al final terminé sentándome yo también a su lado, sintiéndome
en cierto modo ridículo, ya que ella rechazaba toda ayuda y parecía que en
realidad la estaba molestando, no era esa mi intención y le hable de ir a la policía,
si le habían pegado o violado, como en esos momentos creía yo. Al final viendo
que no conseguiría convencerla y que sus únicas palabras eran que la dejase de
molestar, decidí guardar silencio y marcharme, realmente me sentía patético y medio
borracho. Entonces comenzó a hablar.
—He perdido a mi novio —me dijo
entre sollozos, como si hubiese perdido la cartera o a un chiquillo pequeño, no
sé...
—No te preocupes, por eso, seguro
que lo encuentras —Dije aturdido, pensando que se había perdido al igual que
yo, pero en mi poca lucidez del momento no la entendí.
—Es que lo quiero, lo quiero
mucho. —continuó con sus lastimeros pucheros, levantándose del suelo.
—Pero te ha pegado.
—Pero es porque me quiere, porque
no soporta que mire a otros chicos. Estaba muy borracho, hemos discutido, y el
pronto…
—¡Copón con el pronto!
Sin darnos cuenta comenzamos a
pasear por las calles desiertas de Cuenca, que aunque parezca mentira, esa
noche también las hay. Ella hablaba y yo
escuchaba e intentaba rebatirle el supuesto amor de su novio, al tiempo que
poco a poco me iba percatando de su belleza y de su cuerpo bien proporcionado y
armonioso. Llevaba una falda corta y en sus piernas unas medias negras. Siempre me he preguntado, y no me he atrevido
a preguntar, el motivo por el qué muchas chicas se empeñan en lucir piernas en
invierno, con el frío que hace. Me dijo que sus padres tenían una empresa en
Bilbao y que su novio era hijo de un importante industrial de Vizcaya. Entonces
me fije más en sus ropas y las medallas de vírgenes que llevaba colgadas del cuello,
y que yo por supuesto no conocía. Me preguntó qué en que trabajaba, no quise
decirle que era albañil, afortunadamente estaba, como quien dice, recién
licenciado de la mili, y mis manos aún no había cogido la espereza que provoca
el cemento. También me dijo que asistía a todos los desfiles de moda y su
peluquero era uno de los mejores de Bilbao. Y yo con estos pelos desgreñados, pensé. Aunque ella tampoco es que fuese muy peinada,
posiblemente el novio se habría llevado alguna greña entre sus dedos, mientras
que las lágrimas habían provocado que se le corriese todo el maquillaje. Pareció darse cuenta de mis pensamientos y
dijo de acercarnos a algún sitio para desmaquillarse.
—Debo estar horrorosa. —Dijo.
—No, estás preciosa, me atreví a
opinar, vamos de toma pan y moja.
Se echó a reír por primera vez,
mostrando unos dientes bien alineados y una sonrisa que quitaba el sentido, al
menos a mí me lo pareció en esos instantes. Confieso que no me gustaba ese
alarde que desplegaba en algunos momentos, presentándose como alguien superior,
como una muchacha que había tenido y tenía todo y que lo único que parecía
preocuparle era haber perdido a su maltratador novio, que además justificaba
como la cosa más normal del mundo. Verla reír me hacía soñar, pero estaba
seguro que de haberle dicho que yo era un simple albañil sin estudios, sin
coche. Que había llegado a Cuenca con otros cuatro amigos —para así compartir
gastos —en un Renault 7, no en un Mercedes como ella. Que no se nos había
pasado por la cabeza pasar por la noche en un hotel, ni siquiera en una pensión
de mala muerte, porque entontes no nos llegaba para seguir la fiesta. Mientras
que ellos se habían alojado en la suite de un hotel de cuatro estrellas. Le
preocupaba su aspecto, porque ella siempre estaba en “perfecto orden de revista”.
En más de una ocasión pensé en dejarla allí y regresar con mis amigos,
pero por otra parte, pensaba que me necesitaba, y yo siempre fui muy gili para
esas cosas, el perfecto paño de lágrimas que se usa y se tira después.
—Podríamos ir a un bar —propuso.
—¿Un bar imposible? Están
abarrotados. Como no se a una fuente o
al río —Dije aprovechando que el río estaba a muy pocos metros de por dónde paseábamos.
O tal vez, puedes ir al hotel.
—Lo que me faltaba. Ni por asomo,
y que esté el allí. Ahora no quiero verle siquiera, necesito aclarar las ideas.
Está claro que lo quiero, y mucho. Además, en septiembre nos casamos, pero
ahora prefiero andar, respirar…
—Pues vamos al río, a mí también
me vendrá bien lavarme la cara y despejarme un poco.
Sin darnos cuenta, en menos de cinco minutos,
estábamos al lado del río lavándonos la cara. Ella limpiándose los lamparones
del maquillaje, y yo intentando despejarme. Llevaba despierto desde las siete
de la mañana, eran más de las tres y me encontraba cansado y atontolinado por
el resolí. El agua estaba muy fría y creo que nos ayudó bastante a despejarnos.
Nos quedamos sentados allí al
lado del Júcar, en un banco de piedra, y sin darnos cuenta comenzamos a reír
sin saber por qué. Ella sacó un
cigarrillo, papel de fumar y una china de hachís. La miré extrañado y riendo me
preguntó si yo no fumaba. Fui a decirle
que ni siquiera tabaco y menos porros, a pesar de haber realizado el servicio
militar en la legión; pero me sentí ridículo y estúpidamente, le dije que sí.
Afortunadamente no me dijo que lo liase yo. Ella lo hizo con gran maestría y lo
encendió dándole una profunda bocanada. Contrariamente a lo que se pueda
pensar, yo comencé a fumar muy joven, con unos doce años; pero a los diecisiete
ya no fumaba. Por tanto, no me resultaba
extraña la acción de fumar. Yo también
le di una profunda calada. Tras el
segundo porro, me tendí en la hierba, y ella a mí lado primero, después
acurrucó su cabeza en mi pecho, llorando y riendo alternativamente y quejándose
de lo ingrata de la vida, de los muchos desengaños sufridos. Yo la abrace intentando consolarla, atrayéndola
hacía mí, quedando ella con la mitad de su cuerpo sobre el mío. Sin darme cuenta comencé a acariciarle los
cabellos, solo los cabellos. Sentir su cuerpo sobre el mío, notando sus pechos
contra mí vientre, me excitó contra mi voluntad más de lo deseado. Sin darme cuenta, las caricias consoladoras
quisieron ser licenciosas, frenadas por mi timidez. Siendo incapaz de atreverme a dar el paso,
porque debo decir que al fin y al cabo ella me estaba hablando de su novio, de
sus viajes por el extranjero, de que de Cuenca se irían a la Feria de Sevilla, de
lo mucho que lo quería y de lo bien que lo pasaba con él. Me quedé quieto, dejé
de acariciarle los cabellos notando como una parte de mi cuerpo no podía
controlar y las palabras no me salían de los labios. Mi sorpresa fue cuando ella, estando en la
posición que se encontraba se había percatado de mi excitación bajo su cuerpo.
Pensé todo, menos los que ocurrió, comenzó a desabrochar los botones de mi
pantalón. En un par de horas comenzaría “el Camino del Calvario", yo
inicié el camino al paraíso.
Cuando desde la iglesia del
Salvador comenzaron a resonar las desafinadas trompetas tambores de las Turbas,
desperté con ella mirándome al lado riendo. Aunque mantenía los pantalones puestos, permanecían
desabrochados y con el pájaro helado y arrugado al aire. Muerto de vergüenza,
apresuradamente fui a abrocharme, siendo incapaz de coordinar los movimientos
de mis helados y nerviosos dedos, dejando los botones cojos. Ella desternillándose
de risa, los desabrochó de nuevo, pensando yo que la noche tendría continuidad
a ritmo de tambores y trompetas, pero no fue así, los abrochó, pero en perfecto
orden. Me dio un beso en los labios y me
preguntó que cómo me llamaba. Se lo dije y cuando le pregunté su nombre, me
contestó que no importaba. De nuevo me besó y su mano acarició lo abrochado,
mientras me besaba, lo frío y arrugado quería salir de nuevo. Pero ella con
ironía, sin dejar de acariciarme, movió la cabeza diciendo:
— Qué
pena que me tenga que ir ya, qué pena que Bilbao y Valencia estén tan lejos. Ha
sido una noche que jamás olvidaré. ¡Muchas gracias!
— Pero…—Protesté
yo, que me las prometía felices.
— Se
hace de día. ¿Quién me iba a decir que
después de tener reservado el mejor hotel de Cuenca, hubiese terminado echando...
bueno, haciendo el amor sobre la hierba? He reído mucho y disfrutado. Maravilloso, por Dios, inolvidable noche.
Me dio un nuevo beso y me pidió que no la siguiese y no
lo hice. A escasos metros estaba el
convento de los Descalzos, donde según cuenta la leyenda un joven se encontró
con una bella dama, a la cual llevó a pasear en la noche. Y llegado el momento
al levantarle las faldas se encontró en lugar de unas bellas piernas de mujer,
una peluda pata de cabra terminada en pezuña. Asustado corrió agarrándose a la
cruz y desapareciendo el diablo dando un alarido. Entonces, por suerte, yo no
conocía la leyenda, ni que estaba tan cerca de tan siniestro lugar. Puedo
asegurar que ella no tenía patas de macho cabrío, aunque a su novio lo
transformó en cabrón.
Busqué a mis amigos y los encontré pronto, se
extrañaron que no estuviese borracho, pues camino llevaba cuando dejamos de
vernos. Fuimos a la plaza de toros a buscar a dos compañeros que había recogido la Cruz Roja y allí la volví a
ver, muy elegantemente vestida, agarrada a la cintura de un chicarrón del norte y ropa cara.
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