Mi comunión tuvo algunas cosas que la
hicieron diferente a otras, tal vez porque fue mi comunión y, por tanto, el recuerdo
es muy diferente. No obstante, tuvo peculiaridades dignas de mención, aclarar
que aunque inspirada en ella, por exigencias del guion la he trasladado a una
pequeña ciudad o a un gran pueblo del sur de Castilla, o del norte de la
Mancha, al gusto del lector.
Fue en aquellos años de movimientos
aperturistas de la Iglesia Católica, iniciados por Juan XXIII y
continuados por Pablo VI, y que dieron lugar al Concilio de Vaticano Segundo,
mientras España estaba en las postrimerías de la dictadura franquista.
Ese año, creo que fue en 1969, el obispo de Cuenca decidió ir a mi
pueblo a dar la comunión, puniendo unas condiciones que a las llamadas “fuerzas
vivas” no sentaron nada bien, hasta el punto de que las conversaciones que a
continuación salen en este relato, tienen su parte de verdad, y mis inocentes y
castos oídos captaron no solo las palabras sino también el mensaje. Por
supuesto que no puedo recordar las palabras exactas, tenía nueve años; pero,
más o menos ocurrió así:
—¡Qué
escándalo, Dios mío, qué escándalo, por Dios y por la Virgen Santísima! —Se
lamentaba indignada doña Justa, persignándose, nada más salir de la iglesia de
escuchar el rosario.
—¿A dónde
vamos a parar?, doña Justa, ¿a dónde vamos a parar? —Se lamentaba doña Elvira, dándole
la razón.
—Esto ya no
tiene arreglo…—cortaba doña Faustina.
—Ni el
Caudillo, lo soluciona, ya no te puedes fiar ni del obispo —. Tomaba ahora la
palabra de nuevo doña Justa.
—Deja a Su Excelencia
en paz, es el cabrón del obispo, Dios me perdone; pero qué hago, qué hago…, al final
hasta a las más buenas cristianas nos buscan la boca —se persignaba ahora doña
Elvira.
—¿Que más
le dará que vayan de traje o de calle? ¡Virgen
Santísima! Con el dineral que me ha costado…—continuó doña Justa.
—Las
comprendo a ustedes bien, que fuimos juntas a Madrid, que no nos hemos
conformado con ir a la calle Boteros[1], ni a
Carretería[2], sino a
la calle Preciados…[3]
—era ahora doña Engracia, que había permanecido callada hasta ese momento, y
que también salió indignada con la noticia dada por el sacerdote.
—Más de más
de veinte mil duros me ha costado el vestido que le he comprado a mi
nieta, y como se lo han hecho a medida…—Apuntaba mostrando gran indignación
doña Elvira de Sotomayor.
Las otras
tres mujeres la miraron extrañadas, pues, las cuatro fueron juntas a Madrid a
comprar el vestido de comunión a sus nietas o el traje de almirante a sus
nietos; pero, aunque fue en la tienda más selecta de la calle Preciados de Madrid,
a ninguna de las chiquillas ni chiquillos les tomaron las medidas, más allá de
probarles el vestido o el traje. Doña Elvira carraspeó al percatarse de que
había metido la pata hasta el corvejón.
—Es lo que
me dije a mi consuegra —bajando la voz doña Elvira —, que es catalana, a ver si
se os va a escapar…
Todas se
besaron el pulgar, como jurando guardar silencio, solo doña Engracia se atrevió
a decir, mirándonos a nosotros:
—La que
tienes que tener cuidado eres tú, no se te vaya a escapar.
Pero los chiquillos
que salíamos del rosario, poco o nada habíamos comprendido lo dicho por el
cura, al cual, como siempre no habíamos prestado mucha atención, y mucho menos comprendíamos
la conversación de aquellas señoras beatas, o “miseras” como les llamaba mi madre, que no míseras, que todas bien
ricas eran, o al menos de tal cosa presumían en aquella pequeña localidad manchega.
Digamos que eran lo que solía decirse, gentes de bien, por ser que iban mucho a
misa, todos los días a rosarios y novenas, los domingos y fiestas de guardar a
misa, y si había procesión allí estaban ellas con el cirio en la mano.
El
escándalo al cual se refería la buena señora era que el cura, don había
comunicado que en el mismo día que tomaríamos la comunión tomaríamos también la
confirmación y que circunstancialmente vendría el obispo de Cuenca Monseñor Inocencio
Rodríguez Díez, y antes de ir, según dijo el sacerdote, se había encargado de
hacer hincapié de que ningún niño fuese disfrazado de almirante, ni ninguna
chiquilla de novia, para alivios de muchos y enfado de unos pocos.
—Mujer, por
Dios, que hay ropa tendida. —Insistió doña Engracia señalando con la barbilla
al grupo de chiquillos que estábamos pendientes de la conversación, ante los
aspavientos de tan beatas señoras.
Inocentes criaturas que miramos para todos
lados buscando esa ropa tendida, y no vimos ni tan siquiera un mal paño de
cocina puesto al sol, además, en nuestro pueblo, con tan grandes patios, nadie
tendía en la calle.
A pesar de
nuestra infantil e inocente ignorancia, no veíamos normal que aquellas mujeres
de misa de domingo, fiestas de guardar y todos los días de rosario hablasen así
de un obispo, ante algo que supuestamente había dicho el cura:
—Tengo una
gran noticia que daros. Nuestro pueblo ha sido elegido por su eminencia el
obispo de Cuenca para ser él, en persona, quien imparta la comunión y
confirmación a los chiquillos este año…
En
principio, los murmullos fueron de alabanzas al Señor y a la decisión del o
señor obispo. Si no aplaudieron las catequistas y las señoras “miseras,” fue por no ser el lugar
adecuado para ello. El problema, fue cuándo, calmadas las alabanzas y aleluyas
ante tan sabia decisión, don Constantino, el cura, prosiguió satisfecho ante
tan buena acogida:
—Y como las
buenas noticias no vienen solas, por primera vez en la historia, no tendréis que
gastaros un real en el vestido ni el traje de comunión…
—¡Qué! —Se
escuchó a una señora.
—Eso, no
puede ser —alzó la voz otra, retirándose el velo de las orejas, por si no había
escuchado bien.
—Calma,
calma —dijo el sacerdote viendo la reacción que había provocado en la bancada
de las señoras beatas —os lo aviso con tiempo. Os vais a ahorrar muy buenos
cuartos sino disfrazáis a los chiquillos ni de novias ni de marineros. Así que,
y así mucho mejor, pues siempre, no todo el mundo puede permitirse el hacer un
gasto tan grande. Ha dicho que es suficiente que vengan con la ropa limpia, y
que sea ropa que se puedan poner al día siguiente…
—¿Y quienes
ya tengamos el vestido? —Preguntó, sin poder contenerse doña Elvira.
—No pasa
nada, lo devolvéis y ya está. El señor obispo ha sido muy preciso, quien venga
disfrazado no tomará la comunión de su mano. Y contra eso yo no puedo alegar
nada…
El cura no
podía alegar nada, pero las buenas señoras alegaron y bastante y el sacerdote dio
por concluida la ceremonia ante el cariz que tomaba el asunto, y raudo se introduzco
en la sacristía no fuese a ser que sustituyese al Cristo en la cruz.
Salieron
aquellas recatadas señoras, quitándose el velo y despeinándose los cabellos, de
manera metafórica, pues solo con la lengua perdieron las composturas.
Al llegar a mi casa se lo conté a mi madre
escandalizado, a pesar de no saber muy bien el motivo. No estaba acostumbrado a escuchar tales
palabras, porque en mi casa éramos ateos convencidos, aunque entonces yo no lo
sabía, ahora tampoco lo sé a ciencia cierta, torpe que es uno. Lo cierto es que
éramos católicos por obligación. A pesar de todo, nunca blasfemábamos ni utilizábamos
determinados términos, porque según contaba mi madre, mi padre estuvo a punto
de ir a la cárcel por blasfemar en presencia de un terrateniente. Al parecer,
estaban descargando piedra del monte y le cayó una en el pie, chafándole el
dedo gordo, el cual le quedó deforme para el resto de sus días, y estuvieron a
punto de cortárselo. Y al parecer soltó eso tan manchego de “mecaguen en … y la …”. Pue sí, parece
que mi padre utilizó esa expresión al recibir el cariñoso golpe de una piedra
cuando estaban descargándolas a destajo.
Y es que mi padre tenía unas cosas…
Así que
estábamos bien advertidos al efecto y lo más que decíamos era o “chorraaaa o copón” “hostia”, como todo el mundo dice en Cuenca, hasta los más beatos. Y
eso, aunque también fuese pecado no estaba penado con cárcel, al menos para los
de derechas.
Como
siempre tuve la cabeza gorda, y a pesar de ser un despistado total, tenía muy
buena memoria, le relaté a mi madre palabra por palabra, gesto por gesto, y
visaje por visaje, y si de algo me olvidaba, allí estaba mi sobrina para
recordarme mi olvido. Eso sí, como loro que no entiende, pero, si escupe todo
lo que escucha.
— ¡Ya está!
¡Ea! Pues mucho mejor, “mía que chorra”.
Un jersey limpio y unos calzones nuevos, y nos ahorramos unos buenos cuartos
—saltó mi madre muy contenta, para mi sorpresa, que pensaba que también se
enojaría como las señoras de velo en la cabeza.
En el
pueblo, entonces, no teníamos pantalones, sino calzones a los pantalones les
llamábamos calzones. Mi madre, que no
terminaba de creérselo, me lo hizo repetir, y yo de nuevo, le dije que: “el cura había dicho que, el obispo había
dicho que, el Papa había dicho”, y que iba a ir el obispo al pueblo a darnos la
comunión, y la confirmación a los niños que ese año tomábamos la 1ª comunión, y
que quien fuese disfrazado de marinerito o de novia no la tomaría.
—¡Copón! Que,
alegría me das.
Las fuerzas
vivas del pueblo se manifestaron, es decir aquellos que podían manifestarse sin
ir a la cárcel, y al final convencieron al cura del perjuicio que representaba
tener que devolver disfraces de marinerito y de novia, además con la ilusión
que les hacía a las criaturas. El cura tomo la decisión salomónica, quienes
fuésemos vestidos de paisano la tomaríamos ese día de mano del obispo, y los
vestidos de marineros o novias a la semana siguiente, pero sin la presencia del
obispo. “La gente de bien” muy
enfadados, y hablando de escribirle una carta a su “caudillo” y mi madre, mi hermana y otras madres, muy contentas, por
el ahorro, que éramos pobres y, además, éramos ateos convencidos; aunque yo no
lo supiese. Ni entonces, ni tampoco ahora, siempre fui de muy dudar.
Por aquel
entonces, no había agua potable en las casas, y el agua se llenaba en la fuente
de la plaza, o cualquiera de las fuentes repartidas por el pueblo, o de los
pozos que tenían muchas casas. En
nuestro caso, como no teníamos ni pozo, ni fuente más cercana, en de la plaza. Cuando, mi sobrina y yo, de la misma edad
ya estábamos vestidos para la ceremonia, muy limpios y con ropa de estreno, estábamos
listos para salir a la Iglesia, a comenzar los ensayos para cuando llegase el
obispo saliese todo bordado. Pero en
esos instantes, mi hermana se dio cuenta de que no había agua ni para beber, y
ella y mi madre, atareadas que habían estado toda la mañana, todavía ni se
habían vestido con ropa decente para ir a la iglesia.
—Chiquillos,
coger cada uno un botijo cada uno y traer agua.
Había
tiempo de sobra para ir a la fuente, llenar los botijos e ir con tiempo sobrado
a la iglesia. No obstante, como críos que éramos, nos entretuvimos más de la
cuenta y lo que hubiese sido diez minutos fue casi una hora en la plaza, con
nuestros botijos de agua llenos escuchando lo guapos que estábamos. Cuando nos
quisimos dar cuenta, las campanas de la torre daban el segundo aviso para que
los chiquillos fuésemos a la Iglesia para ensayar, nosotros que ni habíamos
escuchado el primero. Corriendo subimos
la pedregosa calle de Las Eras, con riesgo de tropezar, caernos y romper los
botijos.
—Chiquillos,
venga que no llegáis —, nos animaba la gente ante nuestra desesperada carrera.
En todas
las casas manchegas, por entonces, había unos soportes de madera para sostener
los cántaros, cantareras, y otro para los botijos, en casa de mi hermana
también. Había cuatro huecos libres para los dos botijos que llevábamos, con
colocar uno en cada esquina hubiésemos evitado la tragedia. Quiso la mala
fortuna, que tanto mi sobrina como yo, decidiésemos dejar nuestro respectivo
botijo en idéntico espacio, chocó un botijo con otro y mi hermana se quedó sin
botijos hechos añicos y con el agua repartida por todo el recibidor.
—No os mato
porque es el día de vuestra primera comunión, eso os libra, que si no os iba
poner el culo más colorado que un tomate.
Menos mal
que era el día de nuestra primera comunión.
Ella se quedó sin botijos, sin agua y recogiendo con un trapo de rodillas
el agua, entonces no existía el mocho, mientras nosotros íbamos a ensayar como
ponernos ante el obispo de Cuenca.
Llego el
momento de la verdad, yo era de los más pequeños, pues era bastante canijo, luego
pegué el estirón, pero no muy grande, porque con once años ya trabajaba e iba a
la escuela y con trece, subía maletas en un hotel de Ibiza, las cuales
estiraban para el suelo, pues ya no crecí más. Así que fui de los últimos en
tomar la comunión, justo por delante de las chiquillas.
Por tanto, desde mi privilegiado puesto de la
cola veía que el obispo después de darle a cada uno de los “comuniantes” la hostia consagrada, les daba una buena y sonora
hostia en la cara. Escuchando como sonaban, y lo roja que se les ponía a todos
la mejilla; además de lo que imponía aquel obispo con cara de vinagre, pensé
que aquellas hostias harían más daño que los capones que propinaba don el cura.
En fin, que estaba asustado, llegó mi
turno, la expresión de mi cara debió conmover al obispo, porque tras la sagrada
forma apenas me rozo la mejilla.
Después, no
hubo ni regalos de comunión ni hostias en vinagre, comimos un buen cocido
manchego, y aquí paz y después gloria.
©Paco Arenas
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