Después de
la muerte de mi padre la negra noche se cernió sobre mi memoria infantil, mi
mundo se desmoronó sin apenas darme cuenta, imposible recordar lo que para
cualquier niño de campo supondría llegar a una gran ciudad como Valencia, ver
por primera vez el mar, subir en un barco que me llevaría hasta Ibiza, donde escucharía otras lenguas y otros acentos
de mi propia lengua, ver gentes extremadamente rubias que reían por nada y se
peleaban por todo...
Hasta la
muerte de mi padre mi territorio existencial se había limitado a ese pequeño
pueblo de Castilla, del norte de la Mancha. Mi único héroe fue un campesino
analfabeto montado en una mula roma, y mi madre como su dulcinea palpable y
real, que miraban juntos al horizonte mucho más de lo que les alcanzaban los
ojos.
Su muerte
trastocó todo, él que durante muchos años soñó con exiliarse a la República
Argentina, ahora se conformaba con ir a Ibiza; pero, era hijo de la Tierra,
llevaba Castilla grabada en lo más profundo de sus entrañas. Por desgracia en Castilla no llovía desde que
el enano del Pardo arrasó a sangre y fuego las tierras de toda España, por eso
quería exiliarse a la República Argentina, a México o a Cuba, solo anhelaba no
sentir miedo y poder cantar sus canciones sin amenazas y en su propia lengua,
porque Fermín Arenas cantaba mal, pero cantaba mucho para compensar, con miedo
a que las piedras lo pudiesen escuchar.
Con su
muerte un mundo nuevo surgía ante mis ojos, mundo que nunca habían pasado más
allá de San Clemente, entonces ni siquiera había pisado Cuenca. Recuerdo
aquella época de pesadillas constantes, de dormir y despertar viendo a mi padre
muerto, de cuerpo presente y a mi madre llorando rota de dolor cada vez que
alguien lo nombraba. Fue todo muy brusco, como una revolución que termina en
fracaso para transformarse en una constante pesadilla infantil. Aquellos meses
desaparecieron de mi memoria, como he dicho antes, no recuerdo las sensaciones al llegar a
Valencia, tampoco las de subir a aquel barco, ni al llegar a Ibiza. No recuerdo
nada de lo que sentí en aquellos meses, yo que soy capaz de recordar minios
detalles de mi infancia campesina desde casi antes de echar los dientes, borré
de mi memoria los meses que siguieron a la muerte de mi padre. Todo queda en mi
mente como un vago rumor de lo que después me contaron. A veces, chispas
mágicas iluminan el olvido transformándolo en recuerdos que se empeñan en salir
a la luz.
Hoy, no sé por qué extraña razón, me ha
ocurrido eso, he recuperado parte de esa amnésica nebulosa de los meses que
siguieron a su muerte, tal vez, cincuenta años después, me esté recuperando del
drama que para mi supuso la muerte de Fermín Arenas, el mundo sin él. Hoy he
vuelto a ver su sonrisa de medio lado, con el cigarrillo cogido entre la
comisura de sus labios, he escuchado con claridad su voz, tal vez, recitando un
poema de Miguel Hernández aprendido en las trincheras:
Para la libertad, sangro, lucho, pervivo
Para la libertad, mis ojos y mis manos...
Súbitamente
me he visto en esa primera página no escrita de cuando vi por primera vez el
mar, tampoco en la siguiente cuando llegué a la isla, sino una tercera, o sabe
Dios, cuál. Me he visto de la mano de mi madre frente a la casa del director de
las escuelas nacionales, he sentido el temblor ante lo incierto y anhelado,
lejos de mi tierra, sin gente conocida, sin apenas amigos, abrumado por la
soledad de un niño sin escuela y con su madre trabajando, mirando a un mundo
desconocido lleno de asfalto, que mis pies campesinos pisaron por primera vez
en aquella isla. Junto con nosotros
venía otra paisana y su hijo, los dos habíamos llegado casi al mismo tiempo a
la isla, creo que nosotros unas semanas antes.
Sé que era la hora de después de comer. Debía de ser sábado, porque
recuerdo que era de día y que mi madre trabajaba los siete días de la semana en
un restaurante, pero los sábados comenzaba después de las seis de la tarde. Ya
había ido mi madre a la escuela en otras ocasiones sin lograr hablar con el
director, siempre le habían dicho que no había plazas, que las clases estaban
saturadas; pero que mejor, fuese a hablar directamente con el director, el
señor T, un viejo y reaccionario falangista soltero y amargado, que presumía de haber tirado del carro de
Franco sin subirse a él, a pesar de todo, logró que la historia, que impartía
él, fuese mi asignatura preferida de aquellos años. Cuando no estaba borracho era un magnifico
profesor.
Nuestras
madres llamaron a la puerta de la casa del señor T. salió su madre con
inesperado ímpetu para una persona de su edad.
Les preguntó a nuestras madres primero en catalán qué queríamos, viendo
que no la entendíamos volvió a preguntar en castellano.
—Mi hijo
está descansando. Me dicen lo que quieren y ya se lo digo.
Entonces
salió él, maldiciendo que le hubiésemos molestado, abominando de su profesión
de maestro, al tiempo que mordía una manzana roja y escupía las semillas a
nuestros pies con unas palabras impropias de alguien que está al mando de una
escuela. Sentí miedo de aquel hombre
grosero y desagradable, al tiempo que noté un hedor desagradable, desconocido
para mí, que no me gusto, en esos
momentos sentí ganas de salir corriendo.
—Miren
señoras, váyanse por donde han venido, aquí no podemos hacer nada más, los
peninsulares se han vuelto locos, no sabemos dónde sentar a tantos ignorantes.
Enséñenles ustedes a leer a sus hijos, total para trabajar en la obra tampoco
necesitan tanto…
Y se dio la
media vuelta metiéndose en la casa sin mediar más palabras, recuerdo, ahora,
que todos bajamos la cabeza, nuestras madres no sabían leer ni escribir, y él
lo sabía, porque ya habían estado antes. Su madre se persignó disculpándole,
las nuestras no, porque eran ateas.
—Está muy
cansado.
Mi madre me
dijo mucho después que lo que estaba era muy borracho. Lo cierto es que nos
marchamos y entonces nos llamó la madre del director.
—Hay un
maestro muy bueno, el señor M, que tal vez les de clases, eso sí, tendrán que
pagar.
Nos dio la
dirección y hasta su casa nos encaminamos. Era un maestro represaliado por la
dictadura que daba clases de repaso de lengua castellana y matemáticas. Íbamos
dos horas al día, pero teníamos mucho tiempo libre. Jugábamos en la calle y
hacíamos gamberradas más de las recomendables.
Un día de
lluvia de finales de la primavera me refugié debajo del balcón donde se encontraba
una librería en la calle del nombre más bonito, calle del Progreso. Siempre me
gustó la lluvia, me quedé embelesado viendo el arco iris que se dibujaba sobre
la bahía. Una de las dependientas salió
y me dijo que pasase a la librería para resguardarme de la lluvia, entonces vi
por primera vez libros que no eran de la escuela y «tebeos», Pumby, Zipi y Zape, Mortadelo y
Filemón, Carpanta, El botones Sacarino, Rompetechos…
Comencé a leer las portadas, una tras
otra, eran divertidas. Hice intención de de coger uno, pedí permiso con la
mirada a la dependienta que me había dicho que pasase. Negó con la cabeza.
—Valen cuatro pesetas, y si los lees
no los compras —me dijo.
Curiosamente ese día llevaba un duro,
o cinco pesetas, porque detrás de la calle el Progreso estaba la vaquería y mi
madre me había mandado a comprar leche. Ese
día no bebí leche, siendo yo el único que bebía leche en mi casa, pensé que
nadie lo notaría. No contaba con que la leche, entonces, era preciso hervirla y
siempre lo hacía mi madre. A pesar de todo, regañina incluida, ese día tuve mi
primer «tebeo»,
con el tiempo fui comprando más, pero la mayor parte de los «tebeos» que leía lo hacía de balde o gratis;
aunque eso sí, leía solo la primera página, la que ponían en el escaparate.
Como de vez en cuando compraba alguno, en no pocas ocasiones las empleadas se
hacían las despistadas y me dejaban leer alguna página interior.
Cierto día, llegó a mi casa la madre
de mi paisano.
—Vicenta, han cogido a mi hijo en la
escuela.
—¿Y eso? —le preguntó mi madre.
—María, la andaluza que trabaja en El
Pitango, le llevó un lomo al director y cogieron a su hijo, yo le he llevado
dos kilos de chorizos y me ha cogido los chorizos y al chiquillo.
Ni corta ni perezosa, mi madre me puso
de punta en blanco, cogió un queso manchego que le acababan de traer del pueblo
y nos encaminamos de nuevo en dirección a la casa del maestro, siguiendo las
instrucciones de nuestra paisana fue directa al grano. También salió su madre, y directamente le
entregó mi madre el queso.
—¡Qué bien huele! A mi hijo le encanta
el queso manchego, es el mejor queso del mundo.
Lo llamó y salió de inmediato, al ver
el queso, nos hizo pasar a su casa, mostrándose muy cariñoso, me dijo que en
septiembre podría entrar, pero que me debería poner al día en el curso que me
correspondía, y por supuesto, que estaba abierto a nuevos regalos. Aquel queso
lo recordó mi madre muchos años, en mi casa que nunca faltaba el queso de la
tierra, en esos meses no hubo queso. Ignoro si hubo más regalos, creo que no. Yo no
era un chiquillo que diese problemas, me gustaba mucho leer, la historia, la
naturaleza, y hasta la religión, y además dibujaba raro o bien. Mi punto flaco
lo tenía en las matemáticas, y sigo todavía sin aclararme mucho con las cuentas...
Tal vez, una vez que he encontrado el
hilo de esos primeros meses, lluevan sobre mi cabeza nuevos recuerdos, y
aquello meses borrados de mi mente, estén solo dormidos, esperando una ráfaga
de viento para volar a través de mis dedos. Tal vez, algún día, recuerde la
primera vez que vi el mar…
©Paco Arenas
Obras publicadas:
Un placer el haberte hallado Te encontré en mi camino hoy
ResponderEliminarun abrazo escritor desde Miami
Muchas gracias
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