Cada
vez que mis dedos,
de
campesino viejo,
se
arrastran por el teclado,
salen
palabras;
que
se confunden con antiguas primaveras,
olvidadas.
Caen
las letras,
una
a una,
como
granos de trigo,
tal
vez de cebada,
que
el arado entierra en los surcos perdidos de mi memoria,
esperando
con renovadas ansias
la
lluvia
y el
fulgor de la luna.
Las
nubes, esas ansiadas nubes,
llegan
generosas,
al
menos eso piensa este sembrador de letras,
al
que le faltan tantas palabras por escribir
que
no sabe si lo aguantaran sus canas
o,
por el contrario,
esas
letras,
las
que quedaron en sus recuerdos,
perecerán
entre las llamas
perdidas
de los caminos del olvido,
donde
vuelen mis cenizas
entre
viñas y olivares
de
las tierras de Castilla.
No,
no irán esas palabras olvidadas al cielo,
donde
dicen que van los poetas,
a los
campesinos nos gusta la tierra que pisamos.
Tampoco
irán al infierno,
donde
van los ricos mercaderes,
reyes,
vividores,
ladrones
y filibusteros
de múltiples calañas,
todos
con mucho dinero,
o
que viven de sudores ajenos.
Los
pobres,
los
pobres no tenemos
para
tan largos viajes.
Por
no tener,
no
tenemos siquiera vergüenza,
y si
bien damos los buenos días,
es
porque son de balde.
No
respetamos ni al rey,
tampoco
a la madre que lo parió,
y
nos importa un bledo quién fue el padre que lo engendró,
y es
que la vergüenza
se
nos fue,
o se
lo llevaron,
como
todo,
los
ladrones,
que,
con la patria por bandera,
y la
desvergüenza
de
los hipócritas como dioses,
se
llevan los pobres los sudores,
que
caen
por
los agujeros de nuestros bolsillos rotos.
Bien
sé
que
estoy loco,
no
tanto como para reconocerlo,
o
quizás estoy cuerdo,
lo
suficiente como para saber que estoy loco.
No
obstante,
las
palabras levantan polvo
y
lloran lágrimas,
tantas
que pueden provocar inundaciones
y en
medio de las más escandalosas tormentas
hacer
germinan las semillas en los corazones,
calmando
la sed
de
los sedientos ruiseñores...
Y
cuando se acaba el folio,
me
quedan tantas palabras por escribir,
que
sueño,
que
son abejas que gritan
el
sagrado nombre de la LIBERTAD.
©Paco
Arenas