miércoles, 24 de enero de 2018

EL LAZARILLO DE TORMES, PDF (Lectura fácil castellano actual, la España del siglo XVI, la novela picaresca y la sociedad de la época)


 EL LAZARILLO DE TORMES

2 primeros capítulos




Paco Arenas

Recomendable para leer en PDF en formato libro con los pies de página:




Más recomendable para leer en formato libro  físico :







Descripción del producto

El Lazarillo de Tormes (Lectura fácil)
(Varias veces en el TOP 100 de guías de estudio y de repaso)
La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, adaptada al castellano actual para que sea fácil su lectura y comprensión, con 145 anotaciones para facilitar el estudio o aclarar conceptos, siendo totalmente prescindibles para realizar la lectura con fluidez.
 Contenido del libro

  




Adaptación al castellano actual- lectura fácil “El Lazarillo de Tormes”— Paco Arenas / Paco Martínez©
El Lazarillo, la España del siglo XVI, la novela picaresca y la sociedad de la época—Paco Arenas / Paco Martínez©
Adaptación lectura fácil - Copyright © 2016 Paco Arenas/Paco Martínez.
Diseño de cubierta: © Paco Arenas /Paco Martínez
Ilustración de Portada: [Cuadro] Homero y su Lazarillo, William Adolphe Bouguereau.), sobre fondo de Toledo, fotografía propia.
Ilustraciones interiores: Maurice Leloir 1853/1940
La obra original, así como las ilustraciones son de dominio público según Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril y el de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas






Prólogo de esta edición del Lazarillo de Tormes





En el año 1554 se publica una novela singular, en cuatro ciudades diferentes: Burgos, Medina, Alcalá y Amberes, sin un autor que firme su autoría. Se trata de “La vida del Lazarillo de Tormes, de sus fortunas y adversidades”, que de inmediato comenzó a circular por todos los territorios, en no pocas ocasiones copias manuscritas. Por primera vez, un personaje humilde cuenta su vida en primera persona, desde su más tierna infancia hasta su matrimonio de conveniencia en condiciones bastantes singulares. Con gran sentido del humor y mirada satírica, Lázaro nos habla de la triste realidad de un país sumido en la miseria y la corrupción. El Lazarillo es una obra de obligada lectura, que como todos los clásicos se ve dificultada por el lenguaje en que está escrita. Por tanto, es preciso adaptarla al castellano actual, manteniendo la estructura original, para que así sea posible leerla de manera fácil y sin ningún tipo de traba lingüística; no obstante, siendo respetuoso al máximo con la obra. No se trata de una adaptación libre, sino de eso, de una adaptación escrita al modo y formas actuales, siempre que con ello no se altere la esencia. También he procurado hacerla útil para los estudiantes, incluyendo un anexo e innumerables anotaciones en pies de página, que no buscan aclarar el significado de las palabras, porque eso ya está hecho con la adaptación, sino aclarar cuestiones e interpretaciones de la obra.

Paco Arenas.


 

                  Prólogo





Siempre es bueno no dejar en el olvido aquellas cosas de la vida que merecen contarse, tanto lo malo como lo bueno, si ello sirve para pasar un buen rato de entretenimiento. Como es bien sabido, ya lo dice Plinio[1]: "No hay libro por malo que sea que no contenga algo bueno".  Y esto es tanto más cierto, aunque cada uno tengamos un gusto diferente, y el con el manjar más sabroso que deseamos, otros vomitarían solo con pensar que lo podrían llegar a comer. Lo que para uno es basura, para otro puede ser el más preciado de los tesoros. Por lo cual nada se debe tirar ni destruir, siempre que pueda ser reutilizado, al menos que nos resulte realmente detestable.
Todo aquel que escribe lo hace con intención de ser leído, de buscar el placer de quien lo leyese; no siendo el arte de escribir algo que resulte fácil, nadie que lo haga lo hace para un solo lector, en no pocas ocasiones lo escrito se queda olvidado en un cajón o es pasto de las llamas, ya sea para prender la lumbre o por cualquier otra cuestión de justicia o injusticia.  Quienes escriben desean ser recompensados, siendo lo menos importante el dinero, sino ser leídos y que aquellos que les leyesen encontrasen algo bueno entre sus líneas y por supuesto, como todo el que cocina, algo de alabanza.
No hay nada que más placer le produzca a quien hace cualquier cosa, que ser alabado por ello. ¿Acaso alguien puede llegar a pensar que el soldado que se lanza contra el enemigo en la batalla detesta la vida?  Es el deseo de alabanza, de gloria lo que le hace enfrentarse al peligro. Lo mismo ocurre en todos los aspectos de la vida, tanto el cocinero, como el carpintero, el estudiante o el sacerdote, buscan hacer la mejor comida, la mejor mesa, el mejor examen o la salvación del mayor número de almas, pero lo que realmente buscan en el fondo de sus corazones es que les digan: ¡Qué exquisito manjar! ¡Qué formidable mesa! ¡Merece matrícula de honor!  ¡Qué espléndido sermón!  Y, a este propósito, dice Tulio:[2] “La honra cría artes”.
Siempre habrá quien sin sentido elogie y falsamente nos diga que somos los mejores cocineros, carpinteros, estudiantes, sacerdotes, los más guapos e inteligentes.  Siempre nos agradará más que si nos dicen lo contrario, aunque sea la verdad, por mucho que seamos conscientes que nos están mintiendo y critiquemos, lo falso que es fulano o zutano.
Pido clemencia al lector, por si no se ven reflejadas fielmente las palabras.  Busco complacer el deseo de saber de mis hazañas, no iniciando la historia ni por el medio ni por el final, sino por el principio de mis días, esperando que quien lo lea tenga una visión completa de mi persona. No fui hombre a quien la fortuna le favoreció, más bien al contrario, siempre hube de remar a contra corriente, aunque al final terminé llegando a buen puerto, por mucho que algunos piensen que merezco azotes o galeras.





Tratado Primero


Donde cuenta Lázaro su vida y sus peripecias con el ciego



Sepa quién lo leyese, que a mí me llaman Lázaro de Tormes,[3] y aunque a nadie le importe, por no ser persona de relevancia, debo señalar que soy hijo de Tomé González y de Antonia Pérez, ambos nacidos Tejares, una aldea cercana a Salamanca.
Nací en un molino[4] de harina que por entonces existía en la ribera del rio Tormes, por lo que puedo decir sin faltar a la verdad que nací en el mismo río. No es de extrañar que terminase siendo el río quien me bautizó y diese apodo.    Mi padre —que Dios guarde en su seno y si es su deseo le perdone —trabajó en el mencionado molino, durante más de quince años y más hubiese trabajado de no ser por su confianza.  Mas ahora vamos a mi nacimiento. Aquella noche mí madre quiso pasarla con mi padre en el molino, estando yo a punto de nacer, que no pillándole de improviso se arriesgaron más de lo debido.  Sabido es por todos que las aguas se buscan y en sintonía con las aguas del Tormes, mi madre rompió las propias en el mismo molino, sin dar tiempo a avisar ni a comadronas ni a parteras.  Mi atribulado padre entre costal y costal ayudó a mi madre en el recibimiento. Hecho que fue muy comentado y que terminó dándome mote. 
Dicen que la confianza mata y la desconfianza encarcela, como así sucedió a mi pobre padre. Pensó equivocadamente que un poco de grano que tomase de cada costal no se notaría, y sin embargó muchos pocos se convertían en mucho, que siempre se dijo que grano a grano se hace un granero.  Confiaba en su maña y, tanta era su confianza, que cada día cogía un poco más trigo. La gente no es ciega ni necia y siempre está vigilante cuando piensa que le pueden tocar la bolsa. Cuando lo poco va en aumento lo que mengua a la vista se ve, y en la romana se pesa. Fue acusado, no sin razón de sangrar los costales y por evitar males mayores confesó su culpa.  Necio hubiese sido negar las evidencias, por lo cual fue conducido a prisión. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados,[5] hasta que por entonces se preparó una expedición contra los turcos y mi padre se marchó a la misma como mulero[6] de un caballero, muriendo junto a su señor en el famoso desastre de los Gelves,[7] quedándome yo huérfano con tan solo ocho años. Si yo quedé huérfano, mi madre quedó viuda sin un hombre que cuidase de ella ni trajese el jornal a casa.
Sin medios en Tejares, decidió arrimarse a los buenos[8] para, con el tiempo ser uno de ellos.  Así emprendimos el camino a Salamanca, donde con pocos medios, alquiló una casa. Siendo Salamanca ciudad universitaria, encontró el modo de ganarse la vida haciendo lo que mejor sabía: guisar y dar de comer a estudiantes.  No daba para mucho y pronto también se dedicó a lavar la ropa de los mozos que trabajaban en las caballerizas del Comendador de la Magdalena,[9] por lo que eran frecuente sus visitas a las mismas. Es allí donde conoció a un hombre moreno,[10] de nombre Zaire, que era el encargado de cuidar a los animales que se encontraban en el establo. Él le hacía reír y olvidar a mi desdichado padre.  Tanto fue, que en no pocas ocasiones venía por las noches a nuestra casa y se marchaba por la mañana. Otros días, llegaba de mañana y con la excusa de querer comprar huevos, comenzaba con la conversación[11] y terminaba durmiendo en mi casa. Debo decir que a mí al principio me daba miedo, tanto por el oscuro color de su cara, que nunca había visto en mi corta existencia antes, como por su mal semblante, que sin embargo no se correspondía con su cariñosa manera de comportarse, tanto con mi madre como conmigo. Con el tiempo me fui acostumbrando a su presencia e incluso deseándola, entre otros motivos, porque siempre traía algo para comer que mejoraba sustancialmente la mesa y de vez en cuando alguna golosina.  Durante los fríos inviernos de Salamanca traía leña para calentarnos —por el interés te quiero Andrés — Así fue como llegué a quererle como un hijo quiere a su padre y como no recordaba haber querido al mío.
Con el tiempo, como suele ocurrir, de tanto compartir posada y mantel, terminamos viviendo en la casa del comendador, donde mi padrastro tenía la suya. De esta relación mi madre me trajo un hermanito, negrito como su padre, con el que yo disfrutaba y daba saltos de alegría.


Pero el pobre, la misma sensación que había tenido yo al conocer a Zaide, tenía él hacía su padre, viendo que tanto mi madre como yo éramos blancos, y, su padre más negro que el cieno, tanto como él mismo. Le tenía miedo.  Por mucho que mi padrastro intentaba hacerle entrar en razón y mostrarle cuan iguales eran, no lo lograba, y el negrito al verle, asustado, gritaba:
—¡Madre, coco!
—¡Hideputa![12] —Respondía él riendo.
  Y yo, aunque todavía un niño, pensaba:
—¿Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos?      


Nunca los jornales que pagan los amos dan para comer sin pasar hambre y la oportunidad hace al ladrón, sin que con ello en mi casa nunca llegase a sobrar ni un mendrugo de pan, ni sisando, ni con mi padre ni tampoco con mi padrastro.   Fue así como la suerte del pobre Zaide, fue pareja a la de mi padre natural, y a oídos del mayoral llegó la relación. Echando en falta mantas y aparejos de los caballos de las cuadras, al tiempo que veía como aumentaba el consumo de cebadas y piensos, mientras que mantas, sábanas y delantales, decía que se perdían. Aunque lo hacía con tiento, tanto va el cántaro a la fuente que se termina rompiendo.  El mayoral se puso a investigar y tirando del hilo encontró el ovillo y pudo comprobar que cuando mi padre no tenía otra cosa de la que echar mano, esclavo del amor por mi madre y de la necesidad de alimentarnos, hasta las herraduras quitaba a los caballos. No debiera sorprendernos esto cuando otros que tiene la vida con riquezas regaladas, comendadores, clérigos o frailes o arciprestes, no tienen miramientos, que unos hurtan para casa y otros para sus devotas[13]y solo por avaricia, sin necesidad, sisan sin contemplaciones, lo mismo al pobre que al rico. ¿Qué no ha de hacer un esclavo del amor porque su mujer y sus hijos no pasen hambre?


 Para su desgracia y la nuestra todo quedó probado.  Con amenazas, a mí me preguntaron y yo, que era un niño, con miedo confesé todo lo que sabía y más, dando detalles hasta de las herraduras robadas que por mandato de mi madre vendía a un herrero. Así terminó mi vida en familia, mi padrastro fue condenado a sufrir cien latigazos, expuesto a escarnio público.
No contentos con los azotes le pringaron, daba autentica angustia contemplar cómo sobre las heridas de los azotes derramaban pringue hirviendo para que el dolor fuese más intenso. Mientras que a mi madre le condenaron a la misma pena de cien latigazos por haberse emparejado con un hombre de otra religión, además de prohibirle acercarse a casa del comendador.
 Por miedo a que la cosa fuese a mayores y pudiese terminar echando la soga al caldero,[14] mi padrastro cumplió la sentencia y la separación con gran tristeza por su parte y con mucho pesar de mi madre y nosotros al otro extremo de Salamanca, a servir en el mesón de La Solana.[15]  Donde con más penas que glorias fui creciendo junto a mi hermano. Mi madre no podía encargarse de mi crianza, entre el trabajo y mi hermano no daba abasto, así que yo puedo decir que me crie solo.  No era mi dieta variada ni mucho menos abundante, que, si dijese que me hartaba, el demonio me llevaría a al infierno por mentir y echaba de menos aquellos alimentos que Zaide nos regalaba de las cocinas del comendador.  En el mesón de la Solana realizaba para los huéspedes pequeños encargos ya fuese para ir a comprar vino, velas, pan y rara vez queso, que no eran de muy alta cuna los mismos y andaban con la faldriquera más seca que magra, siempre algo me daban por mis labores, siendo servicial haciendo todo lo que me mandaban, como ya digo no pasaba hambre, pero tampoco engordaba. 
Aunque no era mucho el beneficio sacaba con ello me conformaba, siendo que, aunque en ocasiones protestaba, ya hubiese querido yo que lo que me deparaba el futuro hubiese tenido algún parecido a aquellos años.

En esas circunstancias estábamos cuando llego al mesón un ciego que necesitaba criado, fijándose en mí para que fuese su sirviente y así adiestrar[16] a mi nuevo amo y a mí él en la escuela de la vida, no teniendo oficio ni beneficio, mi madre aceptó de buen grado, alabando a mi progenitor como un gran hombre que murió defendiendo la fe de Dios. Segura de que era lo mejor para mí y pidiéndole al ciego que me tratase bien ya que yo era huérfano.

No es necesario decir que el ciego así lo prometió y juró y puso a Dios por testigo y a todos los santos apóstoles, hasta el punto que mi madre creyó que su hijo marchaba con un santo eremita que tarde o temprano subiría a los altares por su virtud. Así pues, me marché con él con mi madre convencida de que me trataría más que como criado como si fuese su propio hijo y entre lágrimas de mi madre y pucheros míos y de mi hermanito, me entregó a él.
Así comencé mi andadura siendo los ojos y el bastón de aquel viejo ciego que era mi nuevo amo.  No estuvimos muchos días en Salamanca, ya que las ganancias cada vez menguaban más, así que el ciego pronto decidió que debíamos marcharnos a otro lugar donde el oficio fuese más rentable. Naturalmente antes de irme de la ciudad del Tormes fui a despedirme de mi madre, la cual me dio su bendición entre lágrimas, que compartimos, sabiendo que ya nunca volveríamos a vernos.
— Intenta portarte bien que con un buen amo te he colocado, a partir de ahora debes aprender cuanto te enseñe para valerte por ti mismo.
Las enseñanzas de mi amo pronto comenzaron, antes de salir de Salamanca, nada más cruzar el puente de salida de la ciudad.   Donde se encuentra una estatua que tiene una forma parecida a un toro, aunque muchos dirán que es un verraco, habrá quien diga que es un marrano.
Allí recibí mi primera lección, que por mucho que viva nunca olvidaré, siendo digna de mención por ser mi segundo bautizo.
—Lázaro, hijo mío, acerca tu oreja al oído de ese toro y podrás escuchar un gran ruido en su interior. —me dijo señalándome al animal de piedra.
Ingenuo de mí, con la inocencia de mis pocos años, arrimé mi cabeza a la del verraco intentando escuchar aquel estruendo que esperaba, como cuando arrimas la oreja a una caracola y crees escuchar el ruido del mar, pero el ruido que escuché fue el de mi cabeza chocar con fuerza contra la cabeza del animal de piedra.  Fue tal el golpe que me dio contra el mismo que más de tres días me duró el dolor.
—Necio.  El criado de un ciego debe ser más listo que el mismo diablo —dijo riéndose de mí el malvado ciego.
En aquel instante, de una sola zancada, creí que cruzaba el Tormes de una orilla a otra, desde la ingenuidad infantil a la realidad de la vida, comenzando mi carrera universitaria sin tocar un libro a fuerza de coscorrones.  Sabiendo que las siguientes lecciones no serían menos dolorosas y que debía ser avispado porque el golpe dado contra el toro de piedra no era nada comparado con los que me habría de dar la vida.  El ciego, como todo maestro, viéndome que andaba dispuesto a aprender, aunque solo fuese por evitar cabezazos, se alegraba mucho y poniéndose en pose como profesor de Salamanca me decía:
—Yo no te puedo dar oro ni plata, mas consejos para vivir son muchos los que te daré.
Y así fue como después de Dios, este ciego, dio luz a mi vida y me enseñó todo lo que en una universidad no hubiese aprendido, sacando la carrera de la vida con matrícula de honor. No siendo necesario decir que desde que Dios creó el mundo haya habido un ciego que sea más astuto y sabio en su oficio. Sabía más de cien oraciones, que rezaba con tono melódico y firme, que hacía girar la cabeza a los devotos de las iglesias donde rezaban las mentadas oraciones.  Su rostro humilde, devoto y sereno que ponía cuando oraba, sin hacer gestos ni con la boca, ni los ojos, le daban un aspecto de santidad que le producían grandes rendimientos económicos y pena y remordimientos entre los feligreses que le escuchaban y no echaban.




Mi maestro, tenía mil formas y maneras de ganar dinero: Decía saber oraciones para curar casi todos los males, para las mujeres que no podían tener hijos, para las que estaban de parto, para las malcasadas, para ser bien amadas por sus maridos e incluso era capaz de aventurarse a adivinar el sexo de los bebés que vendrían al mundo. Sabia, o más bien decía saber de todo. Ni el mejor médico, según él, sabía la mitad que él, para los dolores de muela, o cualquier mal, y sin miedo, se aventuraba a dar consejo sobre cualquier materia, siempre a largo plazo, seguro que cuando el remedio debiera actuar, él estaría tan lejos que nadie le iría a buscar: “Tomad está hierba, haced esto u esto otro.”
Hablaba con tal seguridad, demostrando conocer todas las propiedades de las hierbas medicinales, que siendo ciego parecía ser él quien mejor vista tenía para aconsejar y acertar en la diana.  Estos consejos no los daba de balde, aunque no pusiese precio, sabía manejar las palabras con tal habilidad, que raro era aquel o más bien aquella que no fuese generoso a la hora de darle limosna, eran pocos los hombres, aunque alguno hubiese que lo hiciese, pero con las mujeres era un maestro, hasta el punto que eran ellas quienes parecían las ciegas y no él. Tal era su labia embaucadora que ganaba más en un mes, que cien ciegos en un año.
Leyendo esto más de un criado me tendría envidia y desearía buscar el modo de quitarme del servicio de mi amo, pensando que, si el amo gana tanto, el criado ganaría de acuerdo a ello y comerá ricos manjares.  No se llamen a engaño, que por mucho que nos diesen hermosos panes y sabrosas longanizas, era tal su avaricia, que en mi vida vi cosa igual.  No exagero ni un ápice si digo que me mataba de hambre y de ella hubiese muerto de no haber seguido su consejo, aprendiendo de sus maldades.  Siempre busqué la forma y manera de llevar a mi boca la mayor cantidad de comida y a ser posible lo mejor, errando tantas veces como acertando.
Guardaba mi amo la comida que le daban en un talego de tela dura, pan, queso, longanizas o tocino, el cual cerraba con una argolla de hierro, con su candado y su llave.  Resultando imposible abrir o sacar ni una migaja de pan, por lo cual yo me conformaba con lo poco que él me daba, siempre con avaricia, tal que antes de comenzar a saborear ya no me quedaba nada.  Aunque pidiese y rogase no iba a conseguir nada, fingía estar satisfecho con las sobras que me daba para darle confianza.  Mi madre que fue diestra con la aguja fue mi solución, así que, aprovechando mis conocimientos con hilo y aguja, encontré el modo de comer más y mejor sin que el avaro de mi amo, confiado en el candado, lo echase en falta.  Cuando él andaba descuidado, yo descosía el talego lo suficiente para sacar los mejores torreznos,[17] longanizas, queso y pan, para una vez terminado el festín volver a coser hasta el último pespunte sin que se notase.




Mucho confiaba yo en mi habilidad, y siempre el maestro sabe más que el alumno, por muy aventajado que este sea.  Procuraba sisar todo lo que podía, y me procuraba medias blancas y cuando a mi amo le mandaban rezar, de las blancas que le daban procuraba yo hacer el trueque de ellas[18] —dando por seguro que al ser ciego no se daría cuenta —Pese a su falta de vista, bien que tenía desarrollado el oído y el tacto y al llegar el momento de recoger las monedas siempre se quejaba.
— ¿Qué diablos ocurre, que desde que estás conmigo me dan la mitad de lo que antes recibía? A buen seguro que en ti está el problema.
No siempre terminaba las oraciones por las que le pagaban, una vez comenzada la oración y recibida la limosna, en no pocas ocasiones quien pagaba se marchaba. Como él no lo podía saber al ser ciego, me adiestró para que estuviese pendiente y sin llamar la atención le estirase del extremo de la capucha, cosa que yo rápido realizaba, porque así llegaban nuevas ganancias, tanto para él como para mí, que ya me las apañaba yo para antes de que él escuchase el sonido de la moneda al caer, cogerla yo en el aire, si se me presentaba la ocasión. Mi boca se convirtió en una magnifica faldriquera. En el momento que yo le estiraba de la capucha de inmediato comenzaba a vender a voces su mercancía   de oraciones varias:
—Oraciones para el mal de ojo, para el buen casamiento, oración de la emparedada…
Pero también todo tipo de remedios para que pariesen varón y no hembra o remedios de belleza para las feas, prometiendo remedios para lograr aquello que la naturaleza no les dio, pero siempre todo a largo plazo, prometiendo resultados milagrosos con sus mejunjes, era tal su persuasión, que algunas ya se veían más bellas casi antes de usar sus ungüentos.
A la hora de comer, gustaba el ciego de hacerlo con vino, a mí también me gustaba, acostumbrado en el mesón de La Solana. No me estaba tan buena la comida si no lo hacía con unos buenos tragos de vino; aunque era tan poca la que llegaba a mis tripas, que la engullía más que la comía sin saborearla siquiera. 

El muy mezquino no me daba la ocasión de catarlo, lo reservaba solo para él.  Se servía el vino en una jarrilla de barro y lo dejaba, al principio entre los dos, yo rápido y en silencio de vez en cuando me tomaba mis buenos tragos, dándole un par de besos callados;[19] pero el muy ladino lo notaba y mantenía agarrada la jarrilla sin soltarla ni un instante. Por lo cual nuevamente hube de espabilarme. Tuve a bien coger una paja larga de centeno, la cual metía en la jarra y chupaba, procurando estar atento que no me pillará en la acción.



 Con su buen oído pronto se dio cuenta de la estratagema, sin decir nada, desde ese momento se colocaba la jarra entre sus piernas tapándola con la mano.  Más no cejé en mi empeño y me moría de ganas por ello, sabiendo que resultaba inútil la estratagema de la paja ideé otra.  Realicé un minúsculo agujero a la jarra en su parte inferior, en el cual coloqué una bolita de cera para taparlo, con la excusa del frío que hacía, siendo que la lumbre la acaparaba él, yo me arrimaba entre sus piernas debajo de la jarra, con el calor del fuego la cera se derretía, yo procuraba que ni una sola gota se perdiese, cuando él empinaba la jarra no quedaba ni una gotilla. Esta circunstancia escapaba a su conocimiento y maldecía el suceso al jarro, al diablo y al vino.
—Yo no sé nada, que bien agarrado y tapado tenéis el jarro. —Le decía yo con voz candorosa, haciéndome el inocente, seguro de que le podía engañar fácilmente, pero sabe más el diablo por viejo que por diablo y así fue.
Por mucho que usase oraciones y hablase de espíritus y encantamientos, no creía en ellos y siempre buscaba y utilizaba la lógica para sí, como el mejor de los filósofos atenienses, y no iba a ser yo, alumno aventajado, quien le diese lecciones a él.   Y buscando, buscando, encontró el agujero. Como siempre, dispuesto a dar lecciones, con gran maestría lo disimuló y fingió no enterarse para darme la próxima lección de manera magistral, como la hacen los buenos maestros, para que no se olvidase en todos los días de mi vida.

Fue al día siguiente, mientras yo disfrutaba con deleite de las gotillas que mi paladar saboreaba, mirando hacia el cielo, con los ojos cerrados para así disfrutar con mayor placer de aquel buen vino que alegraba mi mísera comida.  Mi amo vio la ocasión para vengarse de mi estratagema. Levantó el jarro, fingiendo que iba a beber, bajándolo con toda su fuerza y golpeándome en la boca con tal fuerza que se rompió contra mis dientes —sin parte de ellos me quedé —clavándose trozos de la jarra en mi cara.  Durante mucho tiempo hubo de curarme las heridas, más los dientes no recuperé y si algún cariño tenía para él, para siempre lo perdí.  Por mucho que mi corazón quisiese perdonarle me resultaba imposible, pues el cruel ciego sin motivo ni razón me regalaba golpes recordándomelo, e incluso cuando me curaba con vino las heridas del jarrazo se burlaba, notándosele más placer que arrepentimiento, haciendo chanza de mi desgracia, sin que yo le encontrase la gracia por ningún lado.
— ¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud y a buen seguro te dará vida.[20]
 Era tal el empeño que ponía en golpearme, que no disimulaba ni cuidaba, ni con la presencia de gentes, y, si alguno preguntaba el motivo, el cuento del jarro lo utilizaba de recurrente chascarrillo para justificarse, comparándome a mí con el demonio y a él con el brazo justiciero de Dios:
— ¿Creen ustedes que este zagal, es sólo un muchachito inocente? Pues escuchen, escuchen y vean si ustedes piensan si lo que hace no es inspiración del mismo diablo…
Cuando terminaba la historia, le reían la broma y animaban a continuar dándome golpes como único modo de enderezar el árbol joven que crece torcido. Aderezaba de tal modo la historia que al final terminaban santiguándose y dándole la razón toda aquella persona que le escuchaba:
—Castigadle, castigadle, que Dios os dará su recompensa.
Desde entonces tanto mi mente como mi imaginación no descansaban ni un instante buscando idear alguna estratagema para vengarme. Buscaba la ocasión y el momento más adecuado para mis intereses y así librarme de él.
Si mis ojos eran los suyos, aunque yo me fastidiase, le llevaba por los peores caminos, por los charcos más profundos, si había piedras por ellas andaba, hubiese perdido con gusto un ojo si con ello le dañaba los suyos.
No es que le engañase, pues él tenía gran entendimiento y por mucho que yo le jurase que no lo hacía por malicia ni le guiaba por los peores caminos, no me creía, pero no quedándole otro remedio lo aceptaba por no tener de ningún modo ocasión de comprobarlo.
Al salir de Salamanca, iniciamos el camino que debía llevarnos a Toledo, porque según él, era la gente más rica que había, aunque no fuese muy amiga de dar limosnas, pero siendo amigo de dichos y refranes, repetía: “más da el duro que el desnudo”.  Así que emprendimos el camino que nos llevaría a ciudad imperial, parando en los mejores lugares, donde él sabía que tendría buena acogida y ganancias, aunque en alguna ocasión se equivocaba y en esos raros casos que esto ocurría, antes de tres días cogíamos camino el camino de San Juan[21] hacía otro lugar.
Llegamos así a Almorox,[22] un pueblo cercano a Toledo, en tiempos de vendimia.  Un cosechero viendo nuestra estampa: un ciego y un escuálido muchacho.    Se compareció de nosotros y le dio, a modo de limosna, un hermoso racimo de uva, de la que iban en los cestos maltratados,[23] que de madura que estaba se desgranaba en la mano.
No pudiendo guardar el racimo en el talego, se hubiese convertido en mosto, sin llegar a vino, echando a perder lo que en él llevaba, tuvo a bien que nos sentásemos a comérnoslo en armonía, a modo de disculpa, porque en aquel día me había dado más golpes de lo que era en él habitual, que no eran pocos ya de normal. Así que nos sentamos en una pared de piedra a la sombra de una encina y me dijo:



—Muchacho quiero demostrarte mi bondad. Deseo que los dos comamos las uvas de este racimo en igualdad, comiendo tú tantas uvas como coma yo.  Como no hay forma de partirlo, lo haremos de la siguiente manera: Tú cogerás un grano y yo otro y así nos iremos turnando, siempre que me prometas no tomar cada vez más de una uva.  Yo haré lo mismo y de esta manera no habrá engaño. Y así comenzamos los dos, cogía él una uva y yo otra, respetando las reglas, yo pendiente de sus dedos. Pronto pude comprobar que él cogía de dos en dos, fui prudente; pero no por mucho tiempo ya que él continuaba cogiendo uvas a pares. Dando por sentado que yo estaba obligado a hacer lo mismo, entusiasmado, pronto aumenté la ración y lo mismo cogía de dos en dos que de tres en tres para igualar las que antes se me adelanto.  Terminado el racimo estuvo con el escobajo[24] en la mano como sospesándolo y moviendo la cabeza dijo:
—Lázaro me has engañado. Juro por Dios que tú has comido las uvas de tres a tres.
—No he comido nada más que lo pactado, –contesté yo— ¿Por qué sospecháis eso?
— ¿Sabes por qué sé que las comiste tres a tres? Que comía yo dos a dos y tú callabas.
Me contestó el muy astuto ciego, ante su razonamiento no me quedó más remedio que callar por su acertada deducción, riéndome para mí.
De Almorox pasamos a Escalona, donde tomamos posada de balde…[25] en casa de un zapatero que nos dio cobijo a cambió de inútiles consejos. Cierto día de mucho sol, andábamos a la sombra de los soportales, donde había muchas cuerdas y utensilios de esparto colgados de las vigas, tropezando la cabeza de mi amo con ellas, no siendo de su agrado el tropiezo, tocó con las manos para ver de qué se trataba, llevándose luego la mano al cuello me dijo:
—Salgamos rápido de aquí, de entre tan malos manjares, que ahogan sin necesidad de comerlos.
Yo, que iba distraído en otros menesteres, pensando más en manjares reales que en otras cuestiones de orcas, cuando miré lo que era, al darme cuenta que sogas, capachos y cinchas no eran cosas de comer le pregunté:
—Tío, ¿cómo dice usted eso?
A lo cual me respondió él a modo de sentencia premonitoria:
—Calla, sobrino; según la carrera que llevas, te darás cuenta que lo que digo es tan verdad como que estamos aquí ahora mismo.
Intrigado por la sentencia, que parecería una condena, caminamos hasta llegar a la puerta de un mesón, donde a ambos lados de la puerta había cuernos para atar los arrieros sus animales.  Era a ese mesón a dónde íbamos para que él rezase la oración de la emparedada, antes de entrar agarró un cuerno lanzando un gran suspiro al tiempo que decía:
— ¡Oh, mala cosa eres y peor tienes la forma! Cuántos desean poner tu nombre sobre cabeza ajena y que pocos desean tener sobre la propia la corona, ni tan siquiera quieren oír tu nombre, de ninguna de las maneras.
Sus sentencias no siempre las comprendía a la primera, y aunque pareciese tonto, terminaba haciendo lo que él quería, preguntarle para que a mi costa hiciese chanza.
—Tío, ¿qué es eso que dice usted?
Con el cuerno bien agarrado, como si quisiese con ello reafirmar sus palabras, dijo:
—Calla, sobrino, que algún día te dará este, que tengo en mano, alguna mala comida y cena.[26]
—No lo comeré —dije —y por tanto no me la dará.
—Yo te digo siempre la verdad; si vives habrás de ver en que poco me llego a equivocar en aquello que te digo; pero tranquilo, que duelen al salir; pero al final ayudan a comer…
          Debó reconocer que, si bien nunca creí en las profecías, aquel ciego bien podía haberse ganado en muchas ocasiones la vida mejor que Jonás. Sin ver se metía en el interior de la mente de las personas, conociendo de antemano lo que en su interior había, sin necesidad de estar en el vientre de la ballena. Era tal su conocimiento del comportamiento humano, que en ocasiones con escuchar a su futura víctima una sola vez ya sabía cómo iba actuar o si iba a dar limosna o no, y, en ocasiones hasta la cantidad, ahorrándose un tiempo precioso si sabía que no iba a secar nada del negocio. Así me lo profetizó y como sabrá vuestra merced más adelante, en poco se equivocó.

Llegamos por fin al mesón donde hubiese rogado a Dio, no llegar nunca, por lo que me sucedió después.  Allí rezó por las mesoneras, bodegueras, turroneras y rameras. Era muy dado a la oración por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca imploró al Altísimo.[27]  Le dieron una longaniza para que la asase. Siendo que ya habíamos quedado los dos solos, me dio una longaniza para que la asase pinchada en un palo. Llegándome hasta mí el delicioso olor con el que me debería de conformar; pues para mí no le habían dado y si se lo daban se lo quedaba. Cuando estaba a medio asar la estrujó entre el pan para que se quedase impregnado de la pringue[28] y estuviese después más jugoso. Como no tenía vino, metió la mano en la faldriquera para sacar una moneda, mandándome a la taberna a comprar.  





Mientras yo estaba pendiente de la longaniza que había dejado apartada para darme el dinero y comenzaba a estar asada; fue cuando el demonio puso la tentación delante de mis ojos. Viendo un nabo seco que había junto a la hoguera, mientras que él hurgaba en la bolsa, rápido como una centella,[29] saqué la longaniza del asador y en su lugar coloqué el nabo. Sabedor de que nadie nos podía ver, ya que estábamos solos.
Cuando fui a por vino, él continuó asando y dándole vueltas al nabo que de seco no había servido ni para cocido, por malo.  En el camino me comí la longaniza, y cuando regresé junto al ciego, este tenía, entre dos rebanadas de pan pringadas, apretando el nabo, que todavía no había probado, ni con la boca ni con la mano, esperando el vino para comenzar el camino.  Cuando tal acción fue realizar se encontró con la sequedad del nabo, siendo que esperaba la sabrosa longaniza, lo cual le enfureció sobremanera.
— ¿Qué es esto, Lazarillo?
—¡Desdichado de mí! —Dije yo — ¿Cómo queréis echarme la culpa de algo? ¿Acaso no vengo de traer el vino?  Alguien ha estado aquí y le ha gastado una broma.
—No, no —dijo él—que yo no he dejado el asador de la mano ni un momento; es imposible. Nadie podría haberlo hecho.
De nuevo hube de jurar de estar libre de aquel trueque, mas no era fácil engañar al ciego, sin ver, nada se le escapaba ni se le podía esconder. Su astucia con creces sustituía la vista que le faltaba.
 Se levantó furioso y me agarró del pescuezo para olerme el aliento y como si fuese un podenco, me agarró los labios abriéndome la boca y metiendo su larga y afilada nariz, que con el enojo; para mí que le había crecido, olisqueando mi aliento, como suele hacer un buen perro de caza y tocándome con su punta la misma campanilla. Todo fue una, la longaniza que no había terminado su camino hasta el estómago y su asquerosa nariz en mi paladar, casi ahogándome, provocó tales nauseas, que antes de que el ciego sacase sus luengas napias de mi boca, la longaniza regresó a su legítimo dueño, saliendo la misma y su trompa a un tiempo de mi boca.
¡Oh, Dios todopoderoso! Hubiese deseado, en aquella mala hora, estar sepultado, porque muerto ya me veía.  Fue tal la rabia que se desató, que no diré que estaba ciego por la ira, porque no veía. Pero sí poseído por Satanás y toda su corte, que con mi vida hubiese acabado de no ser por los gritos que di.  Cuando me arrancaron de sus zarpas, me había dejado la cara y el cuello como si fuesen campos recién labrados y mi cabeza sin los cuatro cabellos que me quedaban. 
A quienes llegaron en mi auxilio narraba mis travesuras, parecía que, con la gracia, que yo no encontraba en modo alguno en ninguna de sus palabras. Añadiendo siempre algún detalle de su cosecha que me humillaba aún más, tanto por falso como exagerado, donde yo quedaba como un mal nacido, un simple, malvado y necio. Siendo la risa de todos tan grande que todo aquel que le escuchaba hacía corro alrededor y siempre daba ganancias y lástima, al mismo tiempo, al ciego.  Aunque yo llorase o fuese maltratado, nadie salía en mi defensa, que como gracia era humillado o recibía los golpes como un bufón de comedia, solo para provocar la risa y dar beneficios al espectáculo. Desde entonces, siempre pensé que de las desgracias o las injusticias nunca nadie debiera reírse. 
Fueron muchas las veces que lamenté mi cobardía y flojedad por no haber cerrado la boca y con mis dientes haberle dejado sin narices, con medio camino hecho, sabiendo que eran de un malvado, a buen seguro que habrían hecho mejor asiento que la longaniza en mi estómago, sin que hubiese lugar a demanda por no aparecer el cuerpo del delito.[30] Ojalá hubiese tenido el valor de hacerlo.
Con el vino que le traje para beber, me lavaron la cara y la garganta, sobre lo cual el malvado ciego también hacía su gracia para gozo de los presentes:
—La verdad, es que me gasto más vino con este mozo en lavatorios, al cabo del año que yo bebo en dos. Le debes más al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró; no obstante, el vino mil veces te ha dado la vida.
Y de nuevo repetía, las veces que me había descalabrado, y las todavía más veces que con el vino me curase, y los motivos que le habían llevado a ello, para entre risas terminar con esta sentencia:
—Yo te digo que, si un hombre en el mundo ha de ser bienaventurado por el vino, ese serás tú.
Cada momento que pasaba estaba más convencido que debía dejarle, en muchas ocasiones había pensado e ideado, el modo y el momento, pero mi falta de determinación me había impedido dar el paso.  Este suceso fue definitivo, ya no estaba dispuesto a soportar más humillaciones, aunque niño y desamparado quedase. Por mal que me fuese nunca sería peor que estar al lado de aquel ciego que tanto de la vida y las personas me enseñó.
A los pocos días salimos por la villa a pedir limosna, después de haber estado toda la noche lloviendo a cántaros.  Por el día continuaba lloviendo de manera suave; pero constante, así que andábamos con sus oraciones debajo de los soportales para evitar mojarnos, y con la gente metida en sus casas sin salir, y si salía, lo hacía corriendo, sin entretenerse a escuchar rezos.  Enojado por la falta de misericordia de las gentes, presagiando que la lluvia no iría a menos sino por el contrario iría a más, me dijo:
—Lázaro, esta lluvia cada momento que pasa es más insistente y conforme se acerqué la noche más fuerte lloverá.  Dejemos por hoy la faena y vayamos a la posada al calor de la lumbre.
Para ir a la posada debíamos de pasar por un arroyo que se había formado provocado por la lluvia. Viendo por fin mi oportunidad de venganza, no lo dudé ni un momento y sin ningún remordimiento ni propósito de enmienda le dije:
—Tío, el arroyo es muy ancho. Si queréis, yo veo por donde atravesarlo más fácilmente, sin apenas mojarnos. Porque por allí se estrecha mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto.[31]
 —Eres muy prudente; por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar por donde el arroyo se estrecha, que estamos en invierno y sienta mal el agua, y más llevar los pies mojados.
Le llevé derecho a una columna de piedra, de las que sostenían los voladizos de aquellas casas de Escalona y le dije:
—Tío, este es el paso más estrecho, por dónde menos agua pasa, apenas hay que saltar un poco.
Como la lluvia comenzaba a caer con fuerza y se estaba calando hasta los huesos, con la prisa que llevábamos de escapar de la que nos caía encima, y lo principal, porque Dios le cegó en aquella hora el entendimiento y no supo adivinar mi venganza, me creyó y me dijo:
—Ponme bien derecho, y salta tú primero el arroyo.
    Y así lo hice, le coloqué bien derecho, enfrente del pilar de un soportal. Procuré que aquellas narices que me hicieron tirar la longaniza quedasen más chatas que el hocico de un gato.   Dando un salto me coloqué en el lado opuesto del mismo animándole a que saltase.  
—¡Vamos! Salte todo lo que pueda a esta orilla del arroyo.
Apenas le había acabado de decir estas palabras, cuando con las prisas por no mojarse y dando unos pasos hacia atrás para tomar impulso necesario se abalanzó en una veloz carrera embistiendo como un toro bravo, con toda su fuerza, dando con la cabeza contra el duro pilar de piedra.
Sonó tan fuerte como si una gran calabaza se hubiese tirado desde lo alto de la torre de una iglesia. El pobre ciego rebotó y cayó de espaldas, medio muerto y con la cabeza como si fuese una sandía madura. Sé que puede parecer cruel e insensible mi acción, y mucho más, mi celebración de aquellos instantes, de la cual hoy me arrepiento; pero en esos momentos no pude menos que celebrar mi ocurrencia con alegría; pero juro por Dios y la Virgen que bien cara fue mi penitencia.
— ¿Cómo oliste la longaniza y no el poste? ¡Ole! ¡Ole! —Le dije yo con gran alegría.


Y lo deje allí tumbado boca arriba, con la gente que al ruido del choque acudía a socorrerle, mientras que yo sin entretenerme a comprobar si estaba vivo o muerto, sin dilación, salí corriendo como alma que persigue el diablo, buscando la puerta de la villa, antes de que nadie viniese tras de mí. Salí de la ciudad, con idea de nunca más regresar, ni intención de saber más de aquel malvado ciego.
En mi defensa he de decir que son muchos los días que le recuerdo y que las enseñanzas que me dio me han sido muy útiles a lo largo de la vida, posiblemente fue mi mejor maestro y de no haberle conocido no habría llegado a ser lo que soy ahora.   No supe ni quise saber nada de él, nunca después tampoco me preocupé por saber.  Fue tal mi ligereza por huir de él que antes de caer la noche llegue a Torrijos.



Tratado Segundo


El hambre como compañera fiel junto al clérigo


Tan solo un día permanecí en Torrijos. No creí que fuese lugar seguro por ser ciudad donde habitualmente hay mercado y acuden gentes de otros pueblos que podrían reconocerme, y marché al día siguiente a un pueblo con un hermoso castillo de nombre Maqueda. En un sitio y otro vivía de lo que me daban las buenas gentes, ofreciendo más de las cien oraciones que el ciego me enseñase. Fue así, como un mal día me encontré con un sacerdote, por lo que pasé con él, parece como si Dios me lo hubiese mandado para que pagase la penitencia por todos mis pecados habidos y por haber.

Al escucharme recitar las oraciones devotamente, me preguntó que si yo sabría ayudar en misa.  Viéndole tan lustroso creí ver el cielo abierto, y que mis hambres pretéritas pasarían al olvido, al lado de aquel que yo pensaba mi salvador. 
Al instante le dije que sí, y no mentía, que de tanto como me enseñó aquel malvado ciego, en lo que más ahínco puso era en el rezo de oraciones en las iglesias. Aprendí todos los rituales que fuesen precisos para llegar al corazón de las personas piadosas, sobre todo a las pecadoras, más dispuestas a dar limosnas para ganarse un rincón en el cielo.  A buen seguro, que ni monaguillos ni sacristanes me igualarían en el oficio.   Ignoraba que había escapado de la sartén para caer directamente en las brasas.   
A pesar de ser el ciego la viva imagen de la avaricia, era un Alejandro Magno[32] comparado con este sacerdote.  No es necesario por tanto decir más, en su persona se juntaban todas las miserias y avaricias. No sé si eran de nacimiento o iban incorporadas con su hábito de sacerdote.[33]
En su casa tenía un viejo baúl, cerrado con una llave, que siempre llevaba atada a la sotana con un cordón de cuero.  En aquel baúl guardaba el pan, que no había otra cosa para comer en toda la casa, ni tocino, ni queso ni ninguna otra cosa, ni en la chimenea, ni tampoco en la alhacena. 
Me contrarió mucho esta circunstancia, no ya por no comerlo, que, acostumbrado con el ciego a ver y no catar, tenía asumido, que solo con pan duro me habría de alimentar; pero si lo hubiese visto, me hubiese sentido mucho mejor; aunque solo fuese por la esperanza de algún día poder comerlo.
En toda la casa, en la cámara[34] de la parte alta de la casa, había colgada una orca de cebollas; la cámara —Como no podía haber sido de otro modo — también estaba cerrada con llave. Como gesto de magnificencia hacia mi persona, estaba autorizado a comer una cebolla cada cuatro días.  Si se daba la circunstancia de que yo le pidiese la llave habiendo personas presentes, se desataba la llave con ademán ceremonioso, regañando con gesto que pretendía ser bondadoso, y tras entregármela me decía:
—Toma, toma, pero tráela enseguida, que si no harás otra cosa que golosinear.
Eso lo decía como si en la cámara se guardasen los más ricos manjares, las mejores conservas de Valencia, y me diese la llave para que me sirviese a placer; pero allí no había otra cosa que una triste horca de cebollas colgadas de un oxidado clavo del techo. Además, las tenía tan bien contadas, que al instante lo hubiese notado, de haberme permitido la licencia de coger alguna extra.  Así que el hambre, fiel compañera de mis días desde que naciera en aquel viejo molino del rio Tormes no me habría abandonar y este clérigo parecía que iba a ser quien rezase mi último responso junto a mi sepultura.
Su poca caridad conmigo la remediaba con mucha para él. Pues con dos maravedís no tenía suficiente para pagar la carne que habitualmente comía y cenaba. En honor a la verdad debo admitir que partía el caldo conmigo, pero la carne, ni el olor me llegó, ni una sola vez la probé; quedándome como el blanco de los ojos,[35] consolándome con un poco de pan.  El muy maldito me daba tan solo la mitad de lo que yo necesitaba.


Es costumbre en estas tierras el comer cabeza de cordero al horno, siendo muy aficionado mi nuevo amo a ellas. Me mandó comprar una que costaba tres maravedís.  La cocía y se comía los ojos, la lengua, los sesos y la carne de las quijadas y cuando ya la tenía bien roída, como si fuese un perro, me lo daba en un plato diciendo:
—Toma, come y triunfa, que para ti es el mundo.  Es una comida digna de un rey. Que Dios te conserve la vida que llevas.
Y se quedaba tan a gusto. Él, satisfecho, y además con la conciencia bien tranquila, ya que parecía que la había compartido conmigo cristianamente, cuando de roída que estaba, hasta sus dientes quedaba marcados en los huesos de las quijadas.
— ¡Qué Dios te dé lo que tú me das a mí! —pensaba yo.
Cuando llevaba tres semanas con él, ni mis piernas me sostenían, a buen seguro que debía de pasar dos veces por el mismo lugar para hacer sombra, de flaco que estaba. La ropa con la que me conoció parecía que se la había robado a un difunto de ancha que me estaba, a pesar de que con el ciego ya pasaba bastante hambre.
 Me veía sin lugar a dudas en la sepultura y ahí hubiese ido rápido, de no haber llegado en mi auxilio Dios, comparecido de tanta penitencia, trajo a mi cabeza el ingenio necesario.
      Al contrario que con el ciego, no había cosa en la que le pudiese engañar, pues nada había que le pudiese robar, ni talega que pudiese descoser, ni vino que pudiese beber.
Además, no podía escapar a su vista, ni cegarle, que como al ciego, que en paz descanse, si de aquel golpe murió; aunque fuese muy astuto, al faltarle lo más preciado, que es la vista, era fácil darle el quiebro; pero éste parecía tener ojos hasta en el cogote. Nadie tenía tanta vista ni tan buena, y si te miraba a los ojos parecía como si adivinase tus pensamientos, adelantándose a ellos. Resulta triste; pero con aquel sacerdote me costaba tomar decisiones, convencido de que me descubriría en un santiamén, de ahí que fuese tan grande mi miedo a los infiernos, con lo que me solía regalar los oídos, dándome sentencias que infundían pavor. Me hablaba de las consecuencias de los siete pecados capitales, de las llamas del infierno por cualquiera de ellos, siendo que al menos el de la gula no lo podía yo tener en aquella casa.
Cuando durante la misa pasaba la cestilla no había moneda que echasen en la canastilla que no controlase. Le bailaban los ojos de manera extraordinaria, como si tuviesen azogue. Tenía tan controlados a los feligreses como a mis manos por igual; sin que por ello perdiese el hilo de la liturgia.
Nunca me mandaba a recados donde pudiese sisar,[36] ni a la taberna, ni al mercado, hasta el punto que casi olvidé el sabor del vino. El poco que le sobraba de la ofrenda, lo guardaba bajo llave, y le duraba toda la semana. Nunca pude cogerle una blanca y menos un maravedí, durante todo el tiempo que viví a su lado o más bien morí.
—Nosotros los sacerdotes debemos ser moderados en el comer y en el beber, por eso yo no me desmando como hacen otros. —Decía para esconder su mezquindad, que él bien lustroso y gordo que estaba.
Mas el muy avaro mentía como un bellaco, cuando íbamos a convites o velatorios, donde los familiares pagaban comida y bebida, un lobo no hubiese comido de igual manera ni un saludador[37] hubiese bebido con tal ansia. 

Que Dios me perdone, pues nunca quise mal a nadie, pero todos los días rezaba para que alguien muriese, pues era en los funerales donde realmente me hartaba de comer y beber, además bien, buenos cocidos, con sus chorizos y morcillas, huesos de espinazos, pan tierno y otros manjares de esta tierra, que según la época ponían en la mesa para ayudar a los familiares a sobrellevar su dolor. 
Así que cuando íbamos a las casas a dar el sacramento, más si era la extremaunción, cuando el sacerdote mandaba rezar a los presentes, yo no era el último en comenzar mis rezos, y buscaba en mi corazón la forma de pedirle al Señor sin ofenderle, que, el moribundo, no continuase viviendo en este valle de lágrimas. Que terminasen sus sufrimientos y se lo llevase de este mundo cruel. Y cuando uno escapaba, que Dios me perdone, yo le daba mis bendiciones al diablo para que se lo llevase al infierno. Sin embargo, cuando moría le bendecía en la misma medida para que Dios lo acogiese bondadosamente y le hiciese un hueco a su lado. Sin mentir, puedo asegurar que nadie lo hubiese hecho tan fervorosamente como lo hacía yo.  Mala dicha la mía, que en seis meses que pasé allí, tan solo murieron veinte. Los días de enterramientos eran días de empacho, no acostumbrado a tanto, en ocasiones me sentaba mal y tal como entraba salía. Mucho peor me sentaba los días sucesivos, que de haber disfrutado tantas y ricas delicias, saboreando hasta el dulce sabor de los mazapanes, pasaba a ignorar todo lo disfrutado, comido y bebido, convirtiéndoseme en obsesión los manjares y el vino saboreado.  Tanto como rezaba para que otros llegasen a la sepultura, rezaba para ir yo a ella, viendo que iba a pasar muchos días en blanco hasta que la gracia de Nuestro Señor, viéndome desfallecer y desear mi propia muerte se llevará a su seno algún infeliz, ya fuese al paraíso o al infierno, según decidiese, que a mí no me importaba gran cosa, pues sabía que por unas horas se acabarían mis penas y estaría casi en el paraíso, para después por muchos días regresar al infierno del hambre sin pasar por el purgatorio.  [38] Tenía motivos para la desesperanza y muchas ocasiones pensé en abandonar a amo tan mezquino, que con creces superaba al primero.  —Que Dios le perdone, tanto a él como a mí —Si no cogí las de Villadiego fueron por dos razones, la primera mi falta de peso, tan escuálido estaba, que no confiaba que mis piernas fuesen capaces de sostenerme en el viaje hasta el siguiente pueblo, que, si el ciego me tenía muerto de hambre, este otro me llevaba camino de la sepultura sin remisión alguna, si de uno escapé buscando solución, con el segundo lo que encontré fue un problema mucho mayor.
¿Y si dejaba a éste y daba con otro peor? ¿No sería caminar posiblemente hacía una muerte segura?  Con estas cavilaciones me andaba, pensando que no habría sitio en el cielo para mí, pues era pecador. Aunque obligado por el hambre, no creo que me aceptase San Pedro en su seno. Más bien iría a acompañar al ciego en al infierno, si del coscorrón hubiese fenecido y entonces seguro que no escapaba de su venganza.
Con todo esto no me atrevía a dar un paso más del necesario, pensando lógicamente que paso que diese sería para bajar un escalón más, aunque fuese difícil encontrar amos más ruines, a buen seguro que los habría y yo moriría sin que nadie recordase que había pasado por este mundo, que, de tan flaco, ni sombra hacía.  Dios aprieta, pero no ahoga y está obligado a ayudar a los verdaderos cristianos y viendo que iba de mal en peor, me mandó un ángel en forma de calderero, seguramente enviado por Dios,[39] apenado por mí sufrir. Por fin había escuchado mi lastimera suplica e intentaba darme una oportunidad, por no quererme ni en su seno ni en la caldera de Satanás. 
Quiso mi fortuna que diese la casualidad de que mi amo marchase por un día a Toledo, cuando paso aquel ángel suyo y llamó a mi puerta, y al abrirle vi el cielo abierto y el mismo Dios iluminó mi ingenio.

—Buen hombre, gracias a Dios que ha llegado hasta mí, de lo contrario me vería muerto —le dije.
—Nunca creí que en arreglar un caldero o un puchero fuese la vida de alguien en ello —me contestó.
Viéndome así, con cara de lástima, tan delgado de pura hambre, se ofreció a ayudarme y yo no habría de dejar pasar la oportunidad, que las ocasiones las pintan calvas y mis tripas como la piel de las botas ya tocaban pez con pez.[40]
—Usted lo podría arreglar, y no estaría haciendo nada malo — dije en voz baja, no porque nadie pudiese oírme, sino porque no había tiempo suficiente para poder gastarlo en frases ingeniosas, inspirado por el Espíritu Santo —señor, he perdido la llave que llevaba colgada en el cuello y me temo, con razón, que mi amo me azote sin piedad.[41] Por vuestra vida, mirad a ver si alguna de las llaves que lleváis ajusta a la cerradura. 
Comenzó a probar el ángel calderero una y otra llave del gran manojo que de ellas llevaba, ayudándole yo con mis pobres oraciones, cuando de repente, cuando menos lo esperaba, vi la cara de Dios, dentro del baúl abierto, y no tomó su nombre en vano, pues es sabido que el pan es el cuerpo de Nuestro Señor, fue tal mi alegría, que le dije:
—No tengo dinero para pagarle por la llave, pero coja de ahí el pago.

Afortunadamente fue prudente, por pena cogió tan solo un bodigo,[42] el que mejor le pareció y más tierno estaba.  Miedo me dio, y no poco, de que quisiese coger más y mi amo los tuviese contados y notase su falta. Sin importarme que cogiese el más tierno, sabiendo que mi amo siempre iba dejándolo para el último. Yo acostumbrado a migajas no iba a quejarme por lo duro que estuviese, aunque me faltasen la mitad de los dientes, por culpa del suceso del jarro de vino estrellado en mi cara por el malvado ciego, que con buena hambre no hay pan duro ni para un mellado como yo.

 Él se marchó contento después de darme la llave, y yo mucho más me quedé. Yo para que no notase la falta, corté un poco del ya comenzado por el clérigo.
Me fui acostumbrando a aquellos pequeños hurtos de panecillos.  A medida que mi estómago recibía   alimento, iba creciendo, así como mi hambre, y no veía el instante de que mi amo se marchase para poder abrir el arca y contemplar mi paraíso panal, besándolos y casi sin atreverme a darle bocado, terminaba cogiendo alguno que en un santiamén desaparecía de mis manos como por arte de magia.  Bien convencido estaba de que por fin de esos momentos y los sucesivos iban a remediar mi hambre para siempre.
Poco dura la alegría en casa del pobre, dicen por estas tierras, y así debe ser. 
A mitad de noche me levanté acuciado por el hambre y me encuentro a mi amo sacando los panes del arca, para de nuevo ir metiéndolos de uno en uno, contándolos y recontándolos.  Mientras yo escondido rezaba a Dios y todos los santos, todas las oraciones con la misma petición:
— ¡Dios mío, ciégale! ¡San Juan,[43] ciégale!  —Y así todo el santoral.
Terminado el enésimo recuento, cerró el baúl y comenzó a echar cuentas con los dedos, contando días y panes, para al final decir:
—Si no tuviera a tan buen recaudo esta arca, yo diría que me faltan panes; no quiero sospechar, y de hoy en adelante llevaré bien la cuenta de los que quedan, meto y saco, quedan nueve y un pedazo.
— ¡Nuevas malas te dé Dios! —Le maldije para mí.
Regresé al jergón abatido como si la saeta de un cazador me hubiese atravesado el corazón, y cuanto más pensaba él en lo sucedido, más pensaba yo en los panes y más hambre me entraba devorándome las entrañas, viéndolos tan redondos y blancos, cual hostia consagrada notaba deshacerse en mi paladar, de tanta hambre que me entraba sabiendo que ya no tendría oportunidad de volver catar aquel pan, aunque pudiese a abrir el cajón.   Al día siguiente abrí el arca, sin atreverme a probarlos siquiera. También quise contarlos, aunque estaba seguro que estaban bien contados y recontados y a lo más que me atreví fue a cortar del pedazo una rebanada que de fina que era se transparentaba.
Así pasé aquel día agobiado por el hambre y por la pena, rogando a Dios con mil plegarias de ciego, que del mismo modo que me había mandado un ángel en forma de calderero, me mandase otro; aunque fuese en forma de diablo.  Y Dios siempre misericordioso me ayudó a cavilar, aunque tal vez fuese el hambre quien azuzase me ingenio.
—Este arcón es muy viejo y grande, además está roto por algunos lados, por donde podrían entrar ratones y comer pan; pero claro no podrán sacarlo entero, como es natural, porque entonces el malvado clérigo notaría la falta y me pillaría de inmediato.  Y eso, no puede ni debe ocurrir, porque lo necesito para vivir, que nadie puede saber lo que se sufre cuando las tripas te piden yantar y tú no tienes nada que echarles.
Como estaba convencido de que él estaba seguro de tener el pan a buen recaudo, cogí tres o cuatro de los panes y unos trozos los comía y otros los desmigaba sobre unos manteles de poco valor que allí tenía. Cuando llego la hora de comer, y abrió el arca vio los destrozos causados. Convencido de que eran ratones, porque para ello me había encargado de realizar mi faena con esmero, dejando los panes como ellos suelen hacerlo.  Miró el baúl de cabo a rabo, sin dejar nada al azar, encontrando ciertos agujeros, por los que al momento supuso que habían entrado los ratones.  A gritos me llamó, diciéndome:
—Lázaro, Lázaro, mira qué cosa tan terrible le ha sucedido a nuestro pan esta noche, mira, mira…
Llamaba el muy ladino “nuestro pan”, cuando él se tragaba el pan y a mí me dejaba solo las migajas. Yo, como era de esperar; habiendo aprendido a aguantar la risa con el ciego, muy grave, fingiendo sorpresa le pregunté qué cosa había podido causar tal desastre.
—Ratones. ¿Qué otra cosa podría ser? —Dijo. —Se meten por todos lados. 
Mi travesura me salió mucho mejor de lo esperado, —gracias a Dios —comenzamos a comer, y en lugar de darme el trozo miserable que normalmente me daba, me dio todas las partes que pensaba que los ratones habían masticado, diciéndome:
—Come, come. El ratón es un animal muy limpio.
Apenas habíamos terminado de comer —que, gracias a mis manos y a mis uñas, podía decir eso, pues normalmente nunca comenzaba —cuando le vi caminando de un lado a otro, quitando clavos de las paredes y buscando trozos de madera con los que tapar el arcón, terminando por remendar concienzudamente el mismo, sin dejar el más pequeño resquicio. Cada vez que tapaba un agujero cerraba la llave de mi felicidad y abría la puerta a mi pesar y mis problemas. Tanto trabajo y empeño solo me había servido para una comida, al menos no había sido necesario que muriese nadie, ni tan siquiera el ratón. Viéndole tan atareado dije para mí:
— ¡Oh, Señor! Lo que es una vida llena de miseria, de ensayos y de mala suerte. Qué cortos son los placeres de esta vida tan dura que nos ha tocado vivir.
Una vez terminada su labor de carpintero, mientras que solo yo escuchaba mis lamentos, dijo:
—A partir de ahora, malditos ratones traicioneros, marchar a medrar en otra casa, que aquí lo vais a tener difícil.
Tan pronto como se marchó fui a ver su obra, dándome cuenta que ni tan siquiera el más pequeño de los mosquitos podía atravesar su laboriosa reforma. Aun así, abrí con mi ya inútil llave el arcón y de algunos panes empezados por los ratones, saqué algún provecho, aunque tan mínimo que de ninguna manera calmó mi pena ni mucho menos mi hambre, sabiendo que era hambre para hoy y más para mañana.  Mi amo se volvió más cuidadoso y no pasaba día sin que abriese el baúl varias veces y repasase bien sus paredes por si observaba alguna rendija.
Dicen que el hambre despierta el ingenio y yo tenía a espuertas. Día y noche estuve cavilando la forma en que a partir de aquel momento me las habría de ingeniar para que el responso de mi funeral no fuese el próximo que diese clérigo.  Así fue como el hambre iluminó mis desvelos nocturnos con el ingenio necesario, que ya había comenzado a llegar y planear durante toda la tarde sin resultados.
Me preparé un cuchillo, aprovechando que mi amo dormía, por sus ronquidos y resoplidos no me quedaba duda. En el lugar que vi la madera más débil, con sumo cuidado abrí un agujero sin mucha dificultad en la madera, que de pura vieja estaba medio carcomida y se deshacía ante la cuchilla.
Después abrí el arcón y obré de igual modo que los ratones. Quedando satisfecho lo cerré y volví al catre, ya con mis tripas en silencio y tranquilas, tanto que incluso puedo asegurar que llegué a dormir un rato, aunque no muy bien, pensando que sin duda era porque no había comido lo suficiente, porque no creo que me quitasen el sueño los problemas del Rey de Francia.[44]
Al día siguiente, mi amo, cuando se dio cuenta del daño causado comenzó a jurar y a maldecir a los ratones:
—¿Cómo es posible si en esta casa no habido nunca ratones?
A buen seguro que no se equivocaba en nada, pues es sabido que los ratones nunca se quedan en aquellas casas donde no hay nada para comer.   Se puso a mirar por todos lados, de nuevo buscó maderas y tapó el agujero. En cuanto llegó la noche allí estaba yo, con mi cuchillo dispuesto, y lo que tapaba él por el día, abría yo por la noche.  Así estuvimos unos días, de ahí es de donde viene el dicho: Cuando una puerta se cierra, otra se abre y por la rendija entra la luz.
Parecía estábamos haciendo el trabajo de Penélope porque todo lo que tejía de día yo, destejía por la noche, sin que ninguno de los dos esperásemos a Ulises. Y después de unos días y noches teníamos el baúl como la despensa de los pobres, en ruina total.  No quedaba rastro de la madera original y de tantas chapas, clavos y tachuelas que tenía, parecía la armadura de un caballero.  Al final se convenció que sus esfuerzos no daban resultado y dijo casi las mismas palabras que yo había pensado que diría:
—Este baúl está tan maltratado y es de madera tan vieja y delgada, que cualquier ratón la franquea. Está en tal estado que si andamos más con él, nos no servirá para nada. Y lo que es lo peor, aunque hace poco apaño, menos hará si no está y comprar otro vale por lo menos tres o cuatro reales.  Lo mejor es poner ratoneras para pillar a esos malditos ratones.
Sin dilación se puso a buscar una ratonera entre el vecindario, a los cuales también les pedía cortezas de queso, dándole buenos trozos, e incluso, uno muy generoso, llegó a darle un queso entero; aunque luego él ponía en la ratonera solo la corteza, lo suficiente gorda para que la pudiese al menos olerla el ratón.
 Piense Vuestra Merced lo generoso que se mostraba con el rastrero ratón y lo poco esplendido que lo hacía con mi persona, porque debo decir que a mí no me dio ni para probarlo.   Ello dio un nuevo alimento a mi escasa dieta y me alegró mucho, pues no eran muchas las oportunidades que tenía de probar el queso y siempre era de agradecer no comer solo pan con pan, que, aunque se diga que es comida de necios, más vale eso que nada; aunque no necesitase yo muchos lujos a la hora de comer, con cualquier cosa me conformaba. ¿Qué remedio me quedaba?  Me comí aquellas cortezas y como si fuese un ratón pellizqué panes.  Los días siguientes, al amanecer, eran un calco los unos de los otros, despertaba por las voces aireadas del clérigo muy sobresaltado, pues no llegaba a comprender como podía el ratón haberse comido el queso sin ser atrapado por la ratonera, un día y otro también.  Hizo juramentos que no parecían propios de un sacerdote, aunque fuesen contra el diablo y los malditos ratones, benditos para mí.
Nuevamente acudió en auxilio de los vecinos, pues no encontraba explicación a lo sucedido. No era posible que el ratón no cayese ningún día en la trampa, comiéndose como se comía todos los días el queso, y el pan con más confianza, y aun así no quedar atrapado.  Todos los vecinos coincidieron en que no podía ser un ratón quien causase tal problema, ya que era muy difícil que no quedase atrapado en ninguna ocasión. Hacían comprobaciones con un palo, y nunca fallaba el artefacto, lo cual les dejaba más perplejos.  Fue entonces cuando un vecino dijo:
—Recuerdo que alrededor de su casa alguna vez se ha visto una culebra, debe ser la culpable.  Seguro que es una culebra. Tiene bastante sentido, aunque salte la trampa. Como es tan larga tiene fuerza suficiente como para estirando poco a poco sacar la cabeza.  Come pues a placer y cuando se sacia se marcha tan tranquila.
Como nadie encontraba una explicación mejor, todo el mundo dio por sentado de que se trataba de una culebra, para inquietar a mí amo que sentía repugnancia hacía dichos animales, y ahora hasta con precaución cogía el pan a la hora de comer, siendo mayor el trozo que me daba que cuando pensaba que eran ratones.
Ya no durmió tan tranquilo a pierna suelta, para mi desgracia cada dos por tres despertaba angustiado, con cada ruido que escuchase, por pequeño que fuese, pensando que se trataba de la culebra royendo el arca y con un garrote que tenía preparado junto a la almohada se levantaba y golpeaba fuertemente al baúl, esperando espantar a la culebra.

 Era tal el estruendo que producía, que despertaba a todo el vecindario y a mí no me dejaba dormir.
En otras ocasiones levantaba las pajas de mi jergón y las revolvía si el ruido le había parecido escucharlo donde yo estaba o porque los vecinos le habían dicho que las culebras buscan lugares cálidos, que incluso llegaban a meterse en las cunas de los niños poniéndoles en peligro, llegando incluso a atacarles.  La mayoría de las ocasiones yo me hacía el dormido y por las mañanas me preguntaba:    
— ¿No has escuchado nada esta noche? Pues estuve toda la noche tras de ella y juraría que marchó hacía tu cama, pues siendo como son de sangre fría buscan el calor
—Ruego a Dios que no me muerda, pues me causan auténtico terror.  —Contestaba yo con la mayor frialdad que era capaz de fingir. Tanto empeño mostraba en capturar a la culebra como en no dejarme dormir por la noche.  No me atrevía a acercarme ni tan siquiera a roer una migaja de pan, ni tan siquiera acercarme al arca.

Otra cosa era cuando de día marchaba a la iglesia o a la ciudad.       Entonces “el culebro”, se acercaba y con toda la tranquilidad del mundo tomaba lo que me apetecía. 
Por mucho que me preguntase yo no sabía nada ni había escuchado nada. Cuando llegaba la noche se ponía como un basilisco a revolver Roma con Santiago intentando descubrir el enigma de la culebra silenciosa y rastrera. 

A mí me preocupaba que de tanto buscar terminase encontrándome la llave; por lo cual me pareció mucho más seguro metérmela por la noche en la boca, algo que no me resultaba muy engorroso, pues durante el tiempo que viví al lado del ciego ya la usaba como bolsa, hasta el punto que llegue a tener hasta doce o quince maravedís en monedas de medias  blancas, sin que me estorbasen para comer; porque de otra manera nunca hubiese sido dueño de una mísera blanca, sin que el maldito ciego no hubiese dado con ella, no dejaba costura ni remiendo que no buscase, de vez en cuando, con sus largos y huesudos  dedos.
Así que todas las noches me guardaba la llave en la boca sin miedo a pudiese tropezar con ella.  Mas cuando la desgracia ha de llegar, elijas el camino que elijas terminas por llegar a tu destino. Mis pecados, abusos y burlas, quisieron que Dios me dejase de lado, así una noche cuando me encontraba en los brazos de Morfeo, la llave cambio de posición en mi boca —que debía de tener abierta —colocándose de tal forma que, al soplar sobre el hueco de la misma, salía de ella un fuerte silbido similar al de una serpiente, llegando hasta los oídos de mi amo.
Con toda su fuerza descargo el garrote contra mí, con intención de matar a la bicha, y por poco me mata a mí, que bien me descalabro y dejo sin sentido.  
  Por suerte al parar el silbo pensó que le había dado de pleno a la culebra, pero luego pensando que me podía haber dado a mí —debería haberlo pensado antes —comenzó a llamarme por mi nombre, tratando despertarme.  Cuando sus manos buscaron, al tiento, y notaron sangre, se dio cuenta de su gran error, fue entonces en busca de un candelabro de inmediato.  Cuando regreso me encontró medio gimiendo, sin haber terminado de recuperarme, con la llave asomando por mi boca y silbando levemente al ser mí respirar muy débil.
Espantado el cazador de culebras, se fijó en la llave que salía de mi boca, la miró con detenimiento tras sacármela de la boca y al compararla con la suya pudo comprobar que coincidía y antes de ampararme marchó a probarla y al ver que abría el arcón, yo tenía todas las pruebas en mi contra y él debió de pensar:
—Al ratón y la culebra que me daban guerra y mi comían mi hacienda he hallado.
Nada puedo decir con certeza de lo que ocurrió en los tres días sucesivos por haber permanecido sin sentido, apartado del mundo como Jonás en el vientre de una ballena.[45]  Todo esto que he contado se lo escuche decir a mi amo, que también relato con todo lujo de detalles a cuantos quisieron oírle. Cuando por fin volví en mí, me encontré tumbado en el jergón con mi cabeza vendada y llena de aceite y ungüentos, me asuste tanto que pensé estar muerto o cerca de estarlo, porque la cabeza parecía como fuese a estallar, tal era el dolor que sentía y viéndole dije:
— ¿Qué es esto?
El cruel clérigo respondió:
—Parece que por fin cacé los ratones y las culebras que me estaban arruinando, alégrate por ello.
Al momento pude adivinar todo, lo que había sucedido.  Acto seguido entró una anciana que era sanadora junto con unos vecinos y comenzaron a quitarme los vendajes y a curarme los garrotazos.  Al comprobar que yo ya había recuperado mis cinco sentidos se alegran rodos mucho y dijeron:
—Bueno, parece que ha recobrado sus sentidos. Gracias a Dios no debe ser muy grave.
Comenzaron a relatar de nuevo todo lo que me había pasado sin dejar de reír. Mientras yo — pobre pecador— lloraba desconsolado.   No es todo lo malo que me dieron de comer, y aunque no me dieron lo suficiente, lo que me dieron me sirvió de consuelo y alivio a mis penas.  Sin embargo, poco a poco, me fui recuperando y quince días más tarde ya estaba en condiciones de levantarme, fuera de peligro, poco más o menos curado, pero todavía con mucha hambre, pues los vecinos ahora le facilitaban la comida al clérigo para que me la diese en lugar de ser ellos quienes me la proporcionasen.
Al día siguiente de levantarme, mi amo me cogió de la mano y me llevó hasta la puerta y cuando ya estábamos en la calle me dijo:

—Lázaro, a partir de ahora no eres mi sirviente. Eres libre de hacer lo que te plazca, no te quiero en mi casa.  Búscate otro amo que yo no quiero en mi compañía tan diligente servidor.  Veté con Dios.  Sólo es posible que hayas sido mozo de un ciego, que te compré quien no te conozca.

Se santiguó como si yo estuviese endemoniado, se metió dentro de su casa y cerró la puerta sin esperar respuesta, por supuesto que tampoco la disculpa que yo no estaba dispuesto a solicitar.

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[1] Plinio el Joven: (Cayo Plinio Cecilio Segundo) Escritor latino, autor de una colección de epístolas de interés literario que proporciona una nítida imagen de la vida pública y privada durante la época de Trajano. Sobrino e hijo adoptivo del erudito Plinio el Viejo.
[2] Marco Tulio Cicerón, fue un jurista, político, filósofo, escritor, y orador romano. Es considerado uno de los más grandes retóricos y estilistas de la prosa en latín de la República romana.


[3] Muy importante esta puntualización: A mí me llaman Lázaro “de” Tormes, como un modo de aparentar ser noble. Como obra erasmista que es, recuerda el consejo que da Nestorio a Harpalo: “No uses vestidos de lana, sino de seda o, por lo menos, fustán. Y por supuesto, no permitas que te llamen Harpalo de Comense, sino Harpalo de Como, porque es lo que corresponde a los nobles…
[4] En el original: Aceña
[5] Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Realmente parodia el Evangelio, porque el padre de Lázaro es perseguido por ladrón.
[6] En el original: acemilero, encargado de cuidar las mulas del amo. ” Acémila”, equivale a mula.
[7] Bien puede referirse a la Batalla de los Gelves (1510) o la Expedición de Los Gelves (1520)
[8] Un refrán dice: “Arrímate a los buenos y serás uno de ellos”.
[9] Caballero d miembro de Orden Militar responsable del archivo de la misma. En este caso correspondiente a la de La Magdalena, perteneciente a una iglesia de Salamanca que fue de la Orden de Alcántara.
[10] Negro.
[11] El autor juega con el doble significado de “conversación”, que era también como se designaba al amancebamiento. En aquellos tiempos el amancebamiento era legal, salvo que uno de los amancebados estuviese casado o fuese de otra religión, cosa que sucedía con el padrastro de Lázaro, que era un esclavo musulmán.  Todavía hoy, en La Mancha, se dice “hablan” cuando una pareja comienza su relación: “fulano habla con fulana”.
[12] Entonces esa palabra no estaba mal vista.
[13] Quiere decir que lo que recogen para sus conventos en realidad es para sus “devotas”, sus amantes e hijos ilegítimos. Tanto en La Celestina como en El Lazarillo, es una constante la referencia a los frailes y clérigos de todo tipo que o tenían amantes o buscaban el servicio de alcahuetas o prostitutas; pero también la convivencia con ellas, véase capítulo final de El Lazarillo.
[14] A Zaire, le echaron pringue de tocino derretido para que le doliese más y como ofensa contra la religión del condenado. La ley fijaba la condena en cien latigazos y pérdida de sueldo temporal. Sin embargo, cuando se trataba de esclavos moros o negros, les derretían pringue de cerdo, por considerar los musulmanes impuros al mismo. A su madre la condenaron a cien azotes y la expulsión de la casa del comendador. Podría haber sido mucho peor, el cohabitar con un hombre de otra religión se consideraba incesto y herejía. Para que la cosa no fuese a mayores, y terminase por “echar la soga al caldero”, la frase puede significar ahorcado; sin embargo, la ley condenaba al esclavo a ser quemado, después de los latigazos y la pringue.
[15] Se dice, que en realidad no estaba en el otro extremo, sino donde se encuentra en ayuntamiento de Salamanca.
[16] No solo se refiere a ser instruido, sino que era normal que llevase al ciego cogido con la diestra, es decir con la mano derecha. Aquí también juega con ironía, es un ciego quien le hace ver la luz, quien lo adiestra en la carrera de la vida, mientras que él sirve de destrón o mozo de ciego.
[17] Pedazo de tocino frito.
[18] La blanca era una moneda de vellón castellana, de origen medieval valorada en cinco dineros novenes (blanca cinquén) o, lo que es igual, medio maravedí. Lázaro se metía monedas de media blanca en la boca y como era costumbre besar la moneda que daban de limosna, él aprovechaba la ocasión para de cada blanca que recibía cambiarla por monedas de media blanca; pero el ciego no era sordo ni tonto.
[19] Besos callados, procurando no hacer ruido.
[20] Lázaro se ganaría la vida vendiendo vino.
[21] Diversos refranes hablaban de cambiar de lugar, casa o criado el día de San Juan, como propicio para ello.
[22] Partido judicial de Escalona(Toledo)
[23] Golpeados.
[24] Raspa que queda del racimo después de quitarle las uvas.
[25] Gratis.
[26] Con claridad le profetiza que terminará siendo cornudo.
[27] Este párrafo aparece en la edición de Alcalá. Siempre las mujeres han sido más devotas que los hombres y también más generosas y temerosas.
[28] Grasa que suelta la longaniza o chorizo.
[29] Rayo, se usa vulgarmente referido al de poca intensidad; pero también a persona o cosa muy veloz, como un rayo o centella.
[30] Las narices del ciego.
[31] Seco.
[32] El ciego comparado con el clérigo, muy generoso.
[33] La bocamanga del hábito sacerdotal era muy estrecha, como signo de limpieza de conciencia. Entonces hablar de manga estrecha equivalía a lo que ahora sería puño cerrado.
[34] Piso superior de las casas castellanas.
[35] Sin comer nada.
[36] Hurtar.
[37] Saludador: “salud-dador”. Curandero que se creía que tenía propiedades curativas en el aliento o la saliva. Cuanto más bebían más propiedades tenía el efecto de su aliento. Y como como se daba la circunstancia de que era el último recurso, se aprovechaban al máximo.
[38] El final de la Edad Media, se produzco una gran falta de Fe, por la gran hambruna sufrida por el pueblo, mientras los estamentos religiosos y nobles continuaban sus privilegios de siempre. 
[39]   En todo momento, Lázaro considera a Dios como una utilidad, una ayuda que en cualquier momento le podría echar una mano.
[40] Parte interior de las botas de vino, tocan pez con pez cuando no tienen nada.
[41] Los amos tenían potestad para azotar a sus criados.
[42] Panecillo de los que ofrecen en las iglesias como ofrenda.
[43] San Juan es patrón de los criados.
[44] La batalla de Pavía tuvo lugar el 24 de febrero de 1525, en la ciudad de Pavía, entre el ejército francés al mando del rey Francisco I y las tropas imperiales españolas del emperador Carlos I, con victoria de estas últimas. 2 de agosto de 1525. Prisionero de los españoles, Francisco I fue llevado a Madrid, quedando prisionero. El rey francés, escribió una carta a su madre expresándole su desgracia: "De todo, no me ha quedado más que el honor y la vida, que está salva". Creo que, sin duda, esta cita debería resolver en cierto modo una incógnita, sobre en qué periodo transcurre la acción del Lazarillo, o tal vez no, ya que escribe mucho después.  Sin embargo, si se toma la Expedición de lo Gelves (1520) como la real, concuerda mejor la historia, tendría Lázaro cuando vive con el clérigo 13 años y 26 cuando se celebran Cortes en Toledo en 1538.
[45]  Jonás permaneció tres días y tres noches en el vientre de una ballena.


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