EL LAZARILLO DE TORMES
2 primeros capítulos
Paco Arenas
Recomendable para leer en PDF en formato libro con los pies de página:
Más recomendable para leer en formato libro físico :
Descripción del producto
El Lazarillo de Tormes (Lectura fácil)
(Varias veces en el TOP 100 de guías de estudio y de repaso)
La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, adaptada al castellano actual para que sea fácil su lectura y comprensión, con 145 anotaciones para facilitar el estudio o aclarar conceptos, siendo totalmente prescindibles para realizar la lectura con fluidez.
(Varias veces en el TOP 100 de guías de estudio y de repaso)
La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, adaptada al castellano actual para que sea fácil su lectura y comprensión, con 145 anotaciones para facilitar el estudio o aclarar conceptos, siendo totalmente prescindibles para realizar la lectura con fluidez.
Contenido del libro
Adaptación
al castellano actual- lectura fácil “El Lazarillo de Tormes”— Paco Arenas /
Paco Martínez©
El
Lazarillo, la España del siglo XVI, la novela picaresca y la sociedad de la
época—Paco Arenas / Paco Martínez©
Adaptación
lectura fácil - Copyright © 2016 Paco Arenas/Paco Martínez.
Diseño
de cubierta: ©
Paco Arenas /Paco Martínez
Ilustración
de Portada: [Cuadro] Homero y su Lazarillo, William Adolphe Bouguereau.), sobre
fondo de Toledo, fotografía propia.
Ilustraciones
interiores: Maurice Leloir 1853/1940
La
obra original, así como las ilustraciones son de dominio público según Real
Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril y el de Berna para la Protección de
las Obras Literarias y Artísticas
Prólogo de
esta edición del Lazarillo de Tormes
En el año 1554 se publica una
novela singular, en cuatro ciudades diferentes: Burgos, Medina, Alcalá y
Amberes, sin un autor que firme su autoría. Se trata de “La vida del Lazarillo de Tormes,
de sus fortunas y adversidades”,
que de inmediato comenzó a circular por todos los territorios, en no pocas
ocasiones copias manuscritas. Por primera vez, un personaje humilde cuenta su
vida en primera persona, desde su más tierna infancia hasta su matrimonio de
conveniencia en condiciones bastantes singulares. Con gran sentido del humor y
mirada satírica, Lázaro nos habla de la triste realidad de un país sumido en la
miseria y la corrupción. El Lazarillo es una obra de obligada lectura, que como
todos los clásicos se ve dificultada por el lenguaje en que está escrita. Por
tanto, es preciso adaptarla al castellano actual, manteniendo la estructura
original, para que así sea posible leerla de manera fácil y sin ningún tipo de
traba lingüística; no obstante, siendo respetuoso al máximo con la obra. No se
trata de una adaptación libre, sino de eso, de una adaptación escrita al modo y
formas actuales, siempre que con ello no se altere la esencia. También he
procurado hacerla útil para los estudiantes, incluyendo un anexo e innumerables
anotaciones en pies de página, que no buscan aclarar el significado de las
palabras, porque eso ya está hecho con la adaptación, sino aclarar cuestiones e
interpretaciones de la obra.
Paco Arenas.
Prólogo
Siempre es bueno no dejar en el
olvido aquellas cosas de la vida que merecen contarse, tanto lo malo como lo
bueno, si ello sirve para pasar un buen rato de entretenimiento. Como es bien
sabido, ya lo dice Plinio[1]:
"No hay libro por malo que sea que no contenga algo bueno". Y esto es tanto más cierto, aunque cada uno
tengamos un gusto diferente, y el con el manjar más sabroso que deseamos, otros
vomitarían solo con pensar que lo podrían llegar a comer. Lo que para uno es
basura, para otro puede ser el más preciado de los tesoros. Por lo cual nada se
debe tirar ni destruir, siempre que pueda ser reutilizado, al menos que nos
resulte realmente detestable.
Todo aquel que escribe lo hace con
intención de ser leído, de buscar el placer de quien lo leyese; no siendo el
arte de escribir algo que resulte fácil, nadie que lo haga lo hace para un solo
lector, en no pocas ocasiones lo escrito se queda olvidado en un cajón o es
pasto de las llamas, ya sea para prender la lumbre o por cualquier otra
cuestión de justicia o injusticia.
Quienes escriben desean ser recompensados, siendo lo menos importante el
dinero, sino ser leídos y que aquellos que les leyesen encontrasen algo bueno
entre sus líneas y por supuesto, como todo el que cocina, algo de alabanza.
No hay nada que más placer le
produzca a quien hace cualquier cosa, que ser alabado por ello. ¿Acaso alguien
puede llegar a pensar que el soldado que se lanza contra el enemigo en la
batalla detesta la vida? Es el deseo de
alabanza, de gloria lo que le hace enfrentarse al peligro. Lo mismo ocurre en
todos los aspectos de la vida, tanto el cocinero, como el carpintero, el
estudiante o el sacerdote, buscan hacer la mejor comida, la mejor mesa, el
mejor examen o la salvación del mayor número de almas, pero lo que realmente
buscan en el fondo de sus corazones es que les digan: ¡Qué exquisito manjar!
¡Qué formidable mesa! ¡Merece matrícula de honor! ¡Qué espléndido sermón! Y, a este propósito, dice Tulio:[2]
“La honra cría artes”.
Siempre habrá quien sin sentido
elogie y falsamente nos diga que somos los mejores cocineros, carpinteros,
estudiantes, sacerdotes, los más guapos e inteligentes. Siempre nos agradará más que si nos dicen lo
contrario, aunque sea la verdad, por mucho que seamos conscientes que nos están
mintiendo y critiquemos, lo falso que es fulano o zutano.
Pido clemencia al lector, por si no se ven reflejadas
fielmente las palabras. Busco complacer
el deseo de saber de mis hazañas, no iniciando la historia ni por el medio ni
por el final, sino por el principio de mis días, esperando que quien lo lea
tenga una visión completa de mi persona. No fui hombre a quien la fortuna le
favoreció, más bien al contrario, siempre hube de remar a contra corriente,
aunque al final terminé llegando a buen puerto, por mucho que algunos piensen
que merezco azotes o galeras.
Tratado Primero
Donde cuenta
Lázaro su vida y sus peripecias con el ciego
Sepa quién lo leyese, que a mí me llaman Lázaro de Tormes,[3]
y aunque a nadie le importe, por no ser persona de relevancia, debo señalar que
soy hijo de Tomé González y de Antonia Pérez, ambos nacidos Tejares, una aldea
cercana a Salamanca.
Nací en un molino[4]
de harina que por entonces existía en la ribera del rio Tormes, por lo que
puedo decir sin faltar a la verdad que nací en el mismo río. No es de extrañar
que terminase siendo el río quien me bautizó y diese apodo. Mi padre —que Dios guarde en su seno y si
es su deseo le perdone —trabajó en el mencionado molino, durante más de quince
años y más hubiese trabajado de no ser por su confianza. Mas ahora vamos a mi nacimiento. Aquella
noche mí madre quiso pasarla con mi padre en el molino, estando yo a punto de
nacer, que no pillándole de improviso se arriesgaron más de lo debido. Sabido es por todos que las aguas se buscan y
en sintonía con las aguas del Tormes, mi madre rompió las propias en el mismo
molino, sin dar tiempo a avisar ni a comadronas ni a parteras. Mi atribulado padre entre costal y costal
ayudó a mi madre en el recibimiento. Hecho que fue muy comentado y que terminó
dándome mote.
Dicen que la confianza mata y la
desconfianza encarcela, como así sucedió a mi pobre padre. Pensó
equivocadamente que un poco de grano que tomase de cada costal no se notaría, y
sin embargó muchos pocos se convertían en mucho, que siempre se dijo que grano
a grano se hace un granero. Confiaba en
su maña y, tanta era su confianza, que cada día cogía un poco más trigo. La
gente no es ciega ni necia y siempre está vigilante cuando piensa que le pueden
tocar la bolsa. Cuando lo poco va en aumento lo que mengua a la vista se ve, y
en la romana se pesa. Fue acusado, no sin razón de sangrar los costales y por
evitar males mayores confesó su culpa.
Necio hubiese sido negar las evidencias, por lo cual fue conducido a
prisión. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama
bienaventurados,[5]
hasta que por entonces se preparó una expedición contra los turcos y mi padre
se marchó a la misma como mulero[6]
de un caballero, muriendo junto a su señor en el famoso desastre de los Gelves,[7]
quedándome yo huérfano con tan solo ocho años. Si yo quedé huérfano, mi madre
quedó viuda sin un hombre que cuidase de ella ni trajese el jornal a casa.
Sin medios en Tejares, decidió
arrimarse a los buenos[8]
para, con el tiempo ser uno de ellos.
Así emprendimos el camino a Salamanca, donde con pocos medios, alquiló
una casa. Siendo Salamanca ciudad universitaria, encontró el modo de ganarse la
vida haciendo lo que mejor sabía: guisar y dar de comer a estudiantes. No daba para mucho y pronto también se dedicó
a lavar la ropa de los mozos que trabajaban en las caballerizas del Comendador
de la Magdalena,[9]
por lo que eran frecuente sus visitas a las mismas. Es allí donde conoció a un
hombre moreno,[10]
de nombre Zaire, que era el encargado de cuidar a los animales que se
encontraban en el establo. Él le hacía reír y olvidar a mi desdichado
padre. Tanto fue, que en no pocas
ocasiones venía por las noches a nuestra casa y se marchaba por la mañana.
Otros días, llegaba de mañana y con la excusa de querer comprar huevos,
comenzaba con la conversación[11]
y terminaba durmiendo en mi casa. Debo decir que a mí al principio me daba
miedo, tanto por el oscuro color de su cara, que nunca había visto en mi corta
existencia antes, como por su mal semblante, que sin embargo no se correspondía
con su cariñosa manera de comportarse, tanto con mi madre como conmigo. Con el
tiempo me fui acostumbrando a su presencia e incluso deseándola, entre otros
motivos, porque siempre traía algo para comer que mejoraba sustancialmente la
mesa y de vez en cuando alguna golosina.
Durante los fríos inviernos de Salamanca traía leña para calentarnos
—por el interés te quiero Andrés — Así fue como llegué a quererle como un hijo
quiere a su padre y como no recordaba haber querido al mío.
Con el tiempo, como suele ocurrir,
de tanto compartir posada y mantel, terminamos viviendo en la casa del
comendador, donde mi padrastro tenía la suya. De esta relación mi madre me
trajo un hermanito, negrito como su padre, con el que yo disfrutaba y daba saltos
de alegría.
Pero el pobre, la misma sensación
que había tenido yo al conocer a Zaide, tenía él hacía su padre, viendo que
tanto mi madre como yo éramos blancos, y, su padre más negro que el cieno,
tanto como él mismo. Le tenía miedo. Por
mucho que mi padrastro intentaba hacerle entrar en razón y mostrarle cuan
iguales eran, no lo lograba, y el negrito al verle, asustado, gritaba:
—¡Hideputa![12]
—Respondía él riendo.
Y yo, aunque todavía un niño, pensaba:
—¿Cuántos debe de haber en el mundo
que huyen de otros porque no se ven a sí mismos?
Nunca los jornales que pagan los
amos dan para comer sin pasar hambre y la oportunidad hace al ladrón, sin que
con ello en mi casa nunca llegase a sobrar ni un mendrugo de pan, ni sisando,
ni con mi padre ni tampoco con mi padrastro.
Fue así como la suerte del pobre Zaide, fue pareja a la de mi padre
natural, y a oídos del mayoral llegó la relación. Echando en falta mantas y
aparejos de los caballos de las cuadras, al tiempo que veía como aumentaba el
consumo de cebadas y piensos, mientras que mantas, sábanas y delantales, decía
que se perdían. Aunque lo hacía con tiento, tanto va el cántaro a la fuente que
se termina rompiendo. El mayoral se puso
a investigar y tirando del hilo encontró el ovillo y pudo comprobar que cuando
mi padre no tenía otra cosa de la que echar mano, esclavo del amor por mi madre
y de la necesidad de alimentarnos, hasta las herraduras quitaba a los caballos.
No debiera sorprendernos esto cuando otros que tiene la vida con riquezas
regaladas, comendadores, clérigos o frailes o arciprestes, no tienen
miramientos, que unos hurtan para casa y otros para sus devotas[13]y
solo por avaricia, sin necesidad, sisan sin contemplaciones, lo mismo al pobre
que al rico. ¿Qué no ha de hacer un esclavo del amor porque su mujer y sus
hijos no pasen hambre?
Para su desgracia y la nuestra todo quedó
probado. Con amenazas, a mí me
preguntaron y yo, que era un niño, con miedo confesé todo lo que sabía y más,
dando detalles hasta de las herraduras robadas que por mandato de mi madre
vendía a un herrero. Así terminó mi vida en familia, mi padrastro fue condenado a sufrir cien
latigazos, expuesto a escarnio público.
No contentos con los azotes le
pringaron, daba autentica angustia contemplar cómo sobre las heridas de los
azotes derramaban pringue hirviendo para que el dolor fuese más intenso. Mientras
que a mi madre le condenaron a la misma pena de cien latigazos por haberse
emparejado con un hombre de otra religión, además de prohibirle acercarse a
casa del comendador.
Por miedo a que la cosa fuese a mayores y
pudiese terminar echando la soga al caldero,[14]
mi padrastro cumplió la sentencia y la separación con gran tristeza por su
parte y con mucho pesar de mi madre y nosotros al otro extremo de Salamanca, a
servir en el mesón de La Solana.[15] Donde con más penas que glorias fui creciendo
junto a mi hermano. Mi madre no podía encargarse de mi crianza, entre el
trabajo y mi hermano no daba abasto, así que yo puedo decir que me crie
solo. No era mi dieta variada ni mucho
menos abundante, que, si dijese que me hartaba, el demonio me llevaría a al
infierno por mentir y echaba de menos aquellos alimentos que Zaide nos regalaba
de las cocinas del comendador. En el
mesón de la Solana realizaba para los huéspedes pequeños encargos ya fuese para
ir a comprar vino, velas, pan y rara vez queso, que no eran de muy alta cuna
los mismos y andaban con la faldriquera más seca que magra, siempre algo me
daban por mis labores, siendo servicial haciendo todo lo que me mandaban, como
ya digo no pasaba hambre, pero tampoco engordaba.
Aunque no era mucho el beneficio
sacaba con ello me conformaba, siendo que, aunque en ocasiones protestaba, ya
hubiese querido yo que lo que me deparaba el futuro hubiese tenido algún
parecido a aquellos años.
En esas circunstancias estábamos cuando llego al mesón un
ciego que necesitaba criado, fijándose en mí para que fuese su sirviente y así
adiestrar[16] a
mi nuevo amo y a mí él en la escuela de la vida, no teniendo oficio ni
beneficio, mi madre aceptó de buen grado, alabando a mi progenitor como un gran
hombre que murió defendiendo la fe de Dios. Segura de que era lo mejor para mí
y pidiéndole al ciego que me tratase bien ya que yo era huérfano.
No es necesario decir que el ciego
así lo prometió y juró y puso a Dios por testigo y a todos los santos
apóstoles, hasta el punto que mi madre creyó que su hijo marchaba con un santo
eremita que tarde o temprano subiría a los altares por su virtud. Así pues, me
marché con él con mi madre convencida de que me trataría más que como criado
como si fuese su propio hijo y entre lágrimas de mi madre y pucheros míos y de
mi hermanito, me entregó a él.
Así comencé mi andadura siendo los
ojos y el bastón de aquel viejo ciego que era mi nuevo amo. No estuvimos muchos días en Salamanca, ya que
las ganancias cada vez menguaban más, así que el ciego pronto decidió que
debíamos marcharnos a otro lugar donde el oficio fuese más rentable.
Naturalmente antes de irme de la ciudad del Tormes fui a despedirme de mi
madre, la cual me dio su bendición entre lágrimas, que compartimos, sabiendo
que ya nunca volveríamos a vernos.
— Intenta portarte bien que con un
buen amo te he colocado, a partir de ahora debes aprender cuanto te enseñe para
valerte por ti mismo.
Las enseñanzas de mi amo pronto
comenzaron, antes de salir de Salamanca, nada más cruzar el puente de salida de
la ciudad. Donde se encuentra una
estatua que tiene una forma parecida a un toro, aunque muchos dirán que es un
verraco, habrá quien diga que es un marrano.
Allí recibí mi primera lección, que
por mucho que viva nunca olvidaré, siendo digna de mención por ser mi segundo
bautizo.
—Lázaro, hijo mío, acerca tu oreja
al oído de ese toro y podrás escuchar un gran ruido en su interior. —me dijo señalándome
al animal de piedra.
Ingenuo
de mí, con la inocencia de mis pocos años, arrimé mi cabeza a la del verraco
intentando escuchar aquel estruendo que esperaba, como cuando arrimas la oreja
a una caracola y crees escuchar el ruido del mar, pero el ruido que escuché fue
el de mi cabeza chocar con fuerza contra la cabeza del animal de piedra. Fue tal el golpe que me dio contra el mismo
que más de tres días me duró el dolor.
—Necio. El criado de un ciego debe ser más listo que
el mismo diablo —dijo riéndose de mí el malvado ciego.
En aquel instante, de una sola
zancada, creí que cruzaba el Tormes de una orilla a otra, desde la ingenuidad
infantil a la realidad de la vida, comenzando mi carrera universitaria sin
tocar un libro a fuerza de coscorrones.
Sabiendo que las siguientes lecciones no serían menos dolorosas y que
debía ser avispado porque el golpe dado contra el toro de piedra no era nada
comparado con los que me habría de dar la vida.
El ciego, como todo maestro, viéndome que andaba dispuesto a aprender,
aunque solo fuese por evitar cabezazos, se alegraba mucho y poniéndose en pose
como profesor de Salamanca me decía:
—Yo no te puedo dar oro ni plata,
mas consejos para vivir son muchos los que te daré.
Y así fue como después de Dios,
este ciego, dio luz a mi vida y me enseñó todo lo que en una universidad no
hubiese aprendido, sacando la carrera de la vida con matrícula de honor. No
siendo necesario decir que desde que Dios creó el mundo haya habido un ciego
que sea más astuto y sabio en su oficio. Sabía más de cien oraciones, que
rezaba con tono melódico y firme, que hacía girar la cabeza a los devotos de
las iglesias donde rezaban las mentadas oraciones. Su rostro humilde, devoto y sereno que ponía
cuando oraba, sin hacer gestos ni con la boca, ni los ojos, le daban un aspecto
de santidad que le producían grandes rendimientos económicos y pena y
remordimientos entre los feligreses que le escuchaban y no echaban.
Mi maestro, tenía mil formas y maneras de ganar dinero: Decía saber oraciones para curar casi todos los males, para las mujeres que no podían tener hijos, para las que estaban de parto, para las malcasadas, para ser bien amadas por sus maridos e incluso era capaz de aventurarse a adivinar el sexo de los bebés que vendrían al mundo. Sabia, o más bien decía saber de todo. Ni el mejor médico, según él, sabía la mitad que él, para los dolores de muela, o cualquier mal, y sin miedo, se aventuraba a dar consejo sobre cualquier materia, siempre a largo plazo, seguro que cuando el remedio debiera actuar, él estaría tan lejos que nadie le iría a buscar: “Tomad está hierba, haced esto u esto otro.”
Hablaba con tal seguridad,
demostrando conocer todas las propiedades de las hierbas medicinales, que
siendo ciego parecía ser él quien mejor vista tenía para aconsejar y acertar en
la diana. Estos consejos no los daba de
balde, aunque no pusiese precio, sabía manejar las palabras con tal habilidad,
que raro era aquel o más bien aquella que no fuese generoso a la hora de darle
limosna, eran pocos los hombres, aunque alguno hubiese que lo hiciese, pero con
las mujeres era un maestro, hasta el punto que eran ellas quienes parecían las
ciegas y no él. Tal era su labia embaucadora que ganaba más en un mes, que cien
ciegos en un año.
Leyendo esto más de un criado me
tendría envidia y desearía buscar el modo de quitarme del servicio de mi amo,
pensando que, si el amo gana tanto, el criado ganaría de acuerdo a ello y
comerá ricos manjares. No se llamen a
engaño, que por mucho que nos diesen hermosos panes y sabrosas longanizas, era
tal su avaricia, que en mi vida vi cosa igual.
No exagero ni un ápice si digo que me mataba de hambre y de ella hubiese
muerto de no haber seguido su consejo, aprendiendo de sus maldades. Siempre busqué la forma y manera de llevar a
mi boca la mayor cantidad de comida y a ser posible lo mejor, errando tantas
veces como acertando.
Guardaba mi amo la comida que le
daban en un talego de tela dura, pan, queso, longanizas o tocino, el cual
cerraba con una argolla de hierro, con su candado y su llave. Resultando imposible abrir o sacar ni una
migaja de pan, por lo cual yo me conformaba con lo poco que él me daba, siempre
con avaricia, tal que antes de comenzar a saborear ya no me quedaba nada. Aunque pidiese y rogase no iba a conseguir
nada, fingía estar satisfecho con las sobras que me daba para darle
confianza. Mi madre que fue diestra con
la aguja fue mi solución, así que, aprovechando mis conocimientos con hilo y
aguja, encontré el modo de comer más y mejor sin que el avaro de mi amo,
confiado en el candado, lo echase en falta.
Cuando él andaba descuidado, yo descosía el talego lo suficiente para
sacar los mejores torreznos,[17]
longanizas, queso y pan, para una vez terminado el festín volver a coser hasta
el último pespunte sin que se notase.
— ¿Qué diablos ocurre, que desde
que estás conmigo me dan la mitad de lo que antes recibía? A buen seguro que en
ti está el problema.
No siempre terminaba las oraciones
por las que le pagaban, una vez comenzada la oración y recibida la limosna, en
no pocas ocasiones quien pagaba se marchaba. Como
él no lo podía saber al ser ciego, me adiestró para que estuviese pendiente y
sin llamar la atención le estirase del extremo de la capucha, cosa que yo
rápido realizaba, porque así llegaban nuevas ganancias, tanto para él como para
mí, que ya me las apañaba yo para antes de que él escuchase el sonido de la
moneda al caer, cogerla yo en el aire, si se me presentaba la ocasión. Mi boca
se convirtió en una magnifica faldriquera. En el momento que yo le estiraba de
la capucha de inmediato comenzaba a vender a voces su mercancía de oraciones varias:
—Oraciones
para el mal de ojo, para el buen casamiento, oración de la emparedada…
Pero también todo tipo de remedios
para que pariesen varón y no hembra o remedios de belleza para las feas,
prometiendo remedios para lograr aquello que la naturaleza no les dio, pero
siempre todo a largo plazo, prometiendo resultados milagrosos con sus mejunjes,
era tal su persuasión, que algunas ya se veían más bellas casi antes de usar sus
ungüentos.
A la hora de comer, gustaba el
ciego de hacerlo con vino, a mí también me gustaba, acostumbrado en el mesón de
La Solana. No me estaba tan buena la comida si no lo hacía con unos buenos
tragos de vino; aunque era tan poca la que llegaba a mis tripas, que la
engullía más que la comía sin saborearla siquiera.
El muy mezquino no me daba la
ocasión de catarlo, lo reservaba solo para él.
Se servía el vino en una jarrilla de barro y lo dejaba, al principio
entre los dos, yo rápido y en silencio de vez en cuando me tomaba mis buenos
tragos, dándole un par de besos callados;[19]
pero el muy ladino lo notaba y mantenía agarrada la jarrilla sin soltarla ni un
instante. Por lo cual nuevamente hube de espabilarme. Tuve a bien coger una
paja larga de centeno, la cual metía en la jarra y chupaba, procurando estar
atento que no me pillará en la acción.
Con su buen oído
pronto se dio cuenta de la estratagema, sin decir nada, desde ese momento se
colocaba la jarra entre sus piernas tapándola con la mano. Más no cejé en mi empeño y me moría de ganas
por ello, sabiendo que resultaba inútil la estratagema de la paja ideé
otra. Realicé un minúsculo agujero a la
jarra en su parte inferior, en el cual coloqué una bolita de cera para taparlo,
con la excusa del frío que hacía, siendo que la lumbre la acaparaba él, yo me
arrimaba entre sus piernas debajo de la jarra, con el calor del fuego la cera
se derretía, yo procuraba que ni una sola gota se perdiese, cuando él empinaba
la jarra no quedaba ni una gotilla. Esta circunstancia escapaba a su
conocimiento y maldecía el suceso al jarro, al diablo y al vino.
—Yo no sé nada, que bien agarrado y
tapado tenéis el jarro. —Le decía yo con voz candorosa, haciéndome el inocente,
seguro de que le podía engañar fácilmente, pero sabe más el diablo por viejo
que por diablo y así fue.
Por mucho que usase oraciones y
hablase de espíritus y encantamientos, no creía en ellos y siempre buscaba y
utilizaba la lógica para sí, como el mejor de los filósofos atenienses, y no
iba a ser yo, alumno aventajado, quien le diese lecciones a él. Y buscando, buscando, encontró el agujero.
Como siempre, dispuesto a dar lecciones, con gran maestría lo disimuló y fingió
no enterarse para darme la próxima lección de manera magistral, como la hacen
los buenos maestros, para que no se olvidase en todos los días de mi vida.
Fue al día siguiente, mientras yo
disfrutaba con deleite de las gotillas que mi paladar saboreaba, mirando hacia
el cielo, con los ojos cerrados para así disfrutar con mayor placer de aquel
buen vino que alegraba mi mísera comida.
Mi amo vio la ocasión para vengarse de mi estratagema. Levantó el jarro,
fingiendo que iba a beber, bajándolo con toda su fuerza y golpeándome en la
boca con tal fuerza que se rompió contra mis dientes —sin parte de ellos me
quedé —clavándose trozos de la jarra en mi cara. Durante mucho tiempo hubo de curarme las
heridas, más los dientes no recuperé y si algún cariño tenía para él, para
siempre lo perdí. Por mucho que mi
corazón quisiese perdonarle me resultaba imposible, pues el cruel ciego sin
motivo ni razón me regalaba golpes recordándomelo, e incluso cuando me curaba
con vino las heridas del jarrazo se burlaba, notándosele más placer que
arrepentimiento, haciendo chanza de mi desgracia, sin que yo le encontrase la
gracia por ningún lado.
— ¿Qué te parece, Lázaro? Lo que te
enfermó te sana y da salud y a buen seguro te dará vida.[20]
Era tal el empeño que ponía en golpearme, que no
disimulaba ni cuidaba, ni con la presencia de gentes, y, si alguno preguntaba
el motivo, el cuento del jarro lo utilizaba de recurrente chascarrillo para
justificarse, comparándome a mí con el demonio y a él con el brazo justiciero
de Dios:
— ¿Creen ustedes que este zagal, es
sólo un muchachito inocente? Pues escuchen, escuchen y vean si ustedes piensan
si lo que hace no es inspiración del mismo diablo…
Cuando terminaba la historia, le reían la broma y animaban
a continuar dándome golpes como único modo de enderezar el árbol joven que
crece torcido. Aderezaba de tal modo la historia que al final terminaban
santiguándose y dándole la razón toda aquella persona que le escuchaba:
—Castigadle, castigadle, que Dios os dará su recompensa.
Desde
entonces tanto mi mente como mi imaginación no descansaban ni un instante
buscando idear alguna estratagema para vengarme. Buscaba la ocasión y el
momento más adecuado para mis intereses y así librarme de él.
Si mis ojos eran los suyos, aunque yo me fastidiase, le
llevaba por los peores caminos, por los charcos más profundos, si había piedras
por ellas andaba, hubiese perdido con gusto un ojo si con ello le dañaba los
suyos.
No es que le engañase, pues él tenía gran entendimiento y por
mucho que yo le jurase que no lo hacía por malicia ni le guiaba por los peores
caminos, no me creía, pero no quedándole otro remedio lo aceptaba por no tener de
ningún modo ocasión de comprobarlo.
Al salir de Salamanca, iniciamos el
camino que debía llevarnos a Toledo, porque según él, era la gente más rica que
había, aunque no fuese muy amiga de dar limosnas, pero siendo amigo de dichos y
refranes, repetía: “más da el duro que el
desnudo”. Así que emprendimos el
camino que nos llevaría a ciudad imperial, parando en los mejores lugares,
donde él sabía que tendría buena acogida y ganancias, aunque en alguna ocasión
se equivocaba y en esos raros casos que esto ocurría, antes de tres días
cogíamos camino el camino de San Juan[21]
hacía otro lugar.
Llegamos así a Almorox,[22]
un pueblo cercano a Toledo, en tiempos de vendimia. Un cosechero viendo nuestra estampa: un ciego
y un escuálido muchacho. Se compareció
de nosotros y le dio, a modo de limosna, un hermoso racimo de uva, de la que
iban en los cestos maltratados,[23]
que de madura que estaba se desgranaba en la mano.
No pudiendo guardar el racimo en el
talego, se hubiese convertido en mosto, sin llegar a vino, echando a perder lo
que en él llevaba, tuvo a bien que nos sentásemos a comérnoslo en armonía, a
modo de disculpa, porque en aquel día me había dado más golpes de lo que era en
él habitual, que no eran pocos ya de normal. Así que nos sentamos en una pared
de piedra a la sombra de una encina y me dijo:
—Muchacho quiero demostrarte mi bondad. Deseo que los dos comamos las uvas de este racimo en igualdad, comiendo tú tantas uvas como coma yo. Como no hay forma de partirlo, lo haremos de la siguiente manera: Tú cogerás un grano y yo otro y así nos iremos turnando, siempre que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo y de esta manera no habrá engaño. Y así comenzamos los dos, cogía él una uva y yo otra, respetando las reglas, yo pendiente de sus dedos. Pronto pude comprobar que él cogía de dos en dos, fui prudente; pero no por mucho tiempo ya que él continuaba cogiendo uvas a pares. Dando por sentado que yo estaba obligado a hacer lo mismo, entusiasmado, pronto aumenté la ración y lo mismo cogía de dos en dos que de tres en tres para igualar las que antes se me adelanto. Terminado el racimo estuvo con el escobajo[24] en la mano como sospesándolo y moviendo la cabeza dijo:
—Lázaro me has engañado. Juro por
Dios que tú has comido las uvas de tres a tres.
—No he comido nada más que lo
pactado, –contesté yo— ¿Por qué sospecháis eso?
— ¿Sabes por qué sé que las comiste
tres a tres? Que comía yo dos a dos y tú callabas.
Me contestó el muy astuto ciego, ante su razonamiento no me
quedó más remedio que callar por su acertada deducción, riéndome para mí.
De Almorox pasamos a Escalona, donde tomamos posada de
balde…[25]
en casa de un zapatero que nos dio cobijo a cambió de inútiles consejos. Cierto
día de mucho sol, andábamos a la sombra de los soportales, donde había muchas
cuerdas y utensilios de esparto colgados de las vigas, tropezando la cabeza de
mi amo con ellas, no siendo de su agrado el tropiezo, tocó con las manos para
ver de qué se trataba, llevándose luego la mano al cuello me dijo:
—Salgamos rápido de aquí, de entre
tan malos manjares, que ahogan sin necesidad de comerlos.
Yo, que iba distraído en otros
menesteres, pensando más en manjares reales que en otras cuestiones de orcas,
cuando miré lo que era, al darme cuenta que sogas, capachos y cinchas no eran
cosas de comer le pregunté:
—Tío, ¿cómo dice usted eso?
A
lo cual me respondió él a modo de sentencia premonitoria:
—Calla, sobrino; según la carrera
que llevas, te darás cuenta que lo que digo es tan verdad como que estamos aquí
ahora mismo.
Intrigado por la sentencia, que
parecería una condena, caminamos hasta llegar a la puerta de un mesón, donde a
ambos lados de la puerta había cuernos para atar los arrieros sus animales. Era a ese mesón a dónde íbamos para que él
rezase la oración de la emparedada, antes de entrar agarró un cuerno lanzando
un gran suspiro al tiempo que decía:
— ¡Oh, mala cosa eres y peor tienes
la forma! Cuántos desean poner tu nombre sobre cabeza ajena y que pocos desean
tener sobre la propia la corona, ni tan siquiera quieren oír tu nombre, de
ninguna de las maneras.
Sus sentencias no siempre las comprendía
a la primera, y aunque pareciese tonto, terminaba haciendo lo que él quería,
preguntarle para que a mi costa hiciese chanza.
—Tío, ¿qué es eso que dice usted?
Con el cuerno bien agarrado, como
si quisiese con ello reafirmar sus palabras, dijo:
—Calla, sobrino, que algún día te
dará este, que tengo en mano, alguna mala comida y cena.[26]
—No lo comeré —dije —y por tanto no
me la dará.
—Yo te digo siempre la verdad; si
vives habrás de ver en que poco me llego a equivocar en aquello que te digo;
pero tranquilo, que duelen al salir; pero al final ayudan a comer…
Debó reconocer que, si bien nunca
creí en las profecías, aquel ciego bien podía haberse ganado en muchas
ocasiones la vida mejor que Jonás. Sin ver se metía en el interior de la mente
de las personas, conociendo de antemano lo que en su interior había, sin
necesidad de estar en el vientre de la ballena. Era tal su conocimiento del
comportamiento humano, que en ocasiones con escuchar a su futura víctima una
sola vez ya sabía cómo iba actuar o si iba a dar limosna o no, y, en ocasiones
hasta la cantidad, ahorrándose un tiempo precioso si sabía que no iba a secar
nada del negocio. Así me lo profetizó y como sabrá vuestra merced más adelante,
en poco se equivocó.
Llegamos por fin al mesón donde hubiese rogado a Dio, no
llegar nunca, por lo que me sucedió después.
Allí rezó por las mesoneras, bodegueras, turroneras y rameras. Era muy
dado a la oración por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca imploró
al Altísimo.[27] Le dieron una longaniza para que la asase.
Siendo que ya habíamos quedado los dos solos, me dio una longaniza para que la
asase pinchada en un palo. Llegándome hasta mí el delicioso olor con el que me
debería de conformar; pues para mí no le habían dado y si se lo daban se lo
quedaba. Cuando estaba a medio asar la estrujó entre el pan para que se quedase
impregnado de la pringue[28]
y estuviese después más jugoso. Como no tenía vino, metió la mano en la
faldriquera para sacar una moneda, mandándome a la taberna a comprar.
Cuando fui a por vino, él continuó
asando y dándole vueltas al nabo que de seco no había servido ni para cocido,
por malo. En el camino me comí la
longaniza, y cuando regresé junto al ciego, este tenía, entre dos rebanadas de
pan pringadas, apretando el nabo, que todavía no había probado, ni con la boca
ni con la mano, esperando el vino para comenzar el camino. Cuando tal acción fue realizar se encontró
con la sequedad del nabo, siendo que esperaba la sabrosa longaniza, lo cual le
enfureció sobremanera.
— ¿Qué es esto, Lazarillo?
—¡Desdichado de mí! —Dije yo —
¿Cómo queréis echarme la culpa de algo? ¿Acaso no vengo de traer el vino? Alguien ha estado aquí y le ha gastado una
broma.
—No, no —dijo él—que yo no he
dejado el asador de la mano ni un momento; es imposible. Nadie podría haberlo
hecho.
De nuevo hube de jurar de estar
libre de aquel trueque, mas no era fácil engañar al ciego, sin ver, nada se le escapaba
ni se le podía esconder. Su astucia con creces sustituía la vista que le
faltaba.
Se levantó furioso y
me agarró del pescuezo para olerme el aliento y como si fuese un podenco, me
agarró los labios abriéndome la boca y metiendo su larga y afilada nariz, que
con el enojo; para mí que le había crecido, olisqueando mi aliento, como suele
hacer un buen perro de caza y tocándome con su punta la misma campanilla. Todo
fue una, la longaniza que no había terminado su camino hasta el estómago y su
asquerosa nariz en mi paladar, casi ahogándome, provocó tales nauseas, que
antes de que el ciego sacase sus luengas napias de mi boca, la longaniza
regresó a su legítimo dueño, saliendo la misma y su trompa a un tiempo de mi
boca.
¡Oh, Dios todopoderoso! Hubiese
deseado, en aquella mala hora, estar sepultado, porque muerto ya me veía. Fue tal la rabia que se desató, que no diré
que estaba ciego por la ira, porque no veía. Pero sí poseído por Satanás y toda
su corte, que con mi vida hubiese acabado de no ser por los gritos que di. Cuando me arrancaron de sus zarpas, me había
dejado la cara y el cuello como si fuesen campos recién labrados y mi cabeza
sin los cuatro cabellos que me quedaban.
A quienes llegaron en mi auxilio
narraba mis travesuras, parecía que, con la gracia, que yo no encontraba en
modo alguno en ninguna de sus palabras. Añadiendo siempre algún detalle de su
cosecha que me humillaba aún más, tanto por falso como exagerado, donde yo
quedaba como un mal nacido, un simple, malvado y necio. Siendo la risa de todos
tan grande que todo aquel que le escuchaba hacía corro alrededor y siempre daba
ganancias y lástima, al mismo tiempo, al ciego.
Aunque yo llorase o fuese maltratado, nadie salía en mi defensa, que
como gracia era humillado o recibía los golpes como un bufón de comedia, solo para
provocar la risa y dar beneficios al espectáculo. Desde entonces, siempre pensé
que de las desgracias o las injusticias nunca nadie debiera reírse.
Fueron muchas las veces que lamenté
mi cobardía y flojedad por no haber cerrado la boca y con mis dientes haberle
dejado sin narices, con medio camino hecho, sabiendo que eran de un malvado, a
buen seguro que habrían hecho mejor asiento que la longaniza en mi estómago,
sin que hubiese lugar a demanda por no aparecer el cuerpo del delito.[30]
Ojalá hubiese tenido el valor de hacerlo.
Con el vino que le traje para
beber, me lavaron la cara y la garganta, sobre lo cual el malvado ciego también
hacía su gracia para gozo de los presentes:
—La verdad, es que me gasto más
vino con este mozo en lavatorios, al cabo del año que yo bebo en dos. Le debes
más al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró; no obstante, el vino
mil veces te ha dado la vida.
Y de nuevo repetía, las veces que
me había descalabrado, y las todavía más veces que con el vino me curase, y los
motivos que le habían llevado a ello, para entre risas terminar con esta
sentencia:
—Yo te digo que, si un hombre en el
mundo ha de ser bienaventurado por el vino, ese serás tú.
Cada momento que pasaba estaba más
convencido que debía dejarle, en muchas ocasiones había pensado e ideado, el
modo y el momento, pero mi falta de determinación me había impedido dar el paso. Este suceso fue definitivo, ya no estaba
dispuesto a soportar más humillaciones, aunque niño y desamparado quedase. Por
mal que me fuese nunca sería peor que estar al lado de aquel ciego que tanto de
la vida y las personas me enseñó.
A los pocos días salimos por la
villa a pedir limosna, después de haber estado toda la noche lloviendo a
cántaros. Por el día continuaba
lloviendo de manera suave; pero constante, así que andábamos con sus oraciones
debajo de los soportales para evitar mojarnos, y con la gente metida en sus
casas sin salir, y si salía, lo hacía corriendo, sin entretenerse a escuchar
rezos. Enojado por la falta de
misericordia de las gentes, presagiando que la lluvia no iría a menos sino por
el contrario iría a más, me dijo:
—Lázaro, esta lluvia cada momento
que pasa es más insistente y conforme se acerqué la noche más fuerte
lloverá. Dejemos por hoy la faena y
vayamos a la posada al calor de la lumbre.
Para ir a la posada debíamos de
pasar por un arroyo que se había formado provocado por la lluvia. Viendo por
fin mi oportunidad de venganza, no lo dudé ni un momento y sin ningún
remordimiento ni propósito de enmienda le dije:
—Tío, el arroyo es muy ancho. Si
queréis, yo veo por donde atravesarlo más fácilmente, sin apenas mojarnos. Porque
por allí se estrecha mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto.[31]
—Eres muy prudente; por esto te quiero bien.
Llévame a ese lugar por donde el arroyo se estrecha, que estamos en invierno y
sienta mal el agua, y más llevar los pies mojados.
Le llevé derecho a una columna de
piedra, de las que sostenían los voladizos de aquellas casas de Escalona y le
dije:
—Tío, este es el paso más estrecho,
por dónde menos agua pasa, apenas hay que saltar un poco.
Como la lluvia comenzaba a caer con
fuerza y se estaba calando hasta los huesos, con la prisa que llevábamos de
escapar de la que nos caía encima, y lo principal, porque Dios le cegó en
aquella hora el entendimiento y no supo adivinar mi venganza, me creyó y me
dijo:
—Ponme bien derecho, y salta tú
primero el arroyo.
Y así lo hice, le coloqué bien derecho, enfrente del pilar de un
soportal. Procuré que aquellas narices que me hicieron tirar la longaniza
quedasen más chatas que el hocico de un gato.
Dando un salto me coloqué en el lado opuesto del mismo animándole a que
saltase.
—¡Vamos! Salte todo lo que pueda a
esta orilla del arroyo.
Apenas le había acabado de decir estas palabras, cuando con
las prisas por no mojarse y dando unos pasos hacia atrás para tomar impulso
necesario se abalanzó en una veloz carrera embistiendo como un toro bravo, con
toda su fuerza, dando con la cabeza contra el duro pilar de piedra.
Sonó tan fuerte como si una gran
calabaza se hubiese tirado desde lo alto de la torre de una iglesia. El pobre
ciego rebotó y cayó de espaldas, medio muerto y con la cabeza como si fuese una
sandía madura. Sé que
puede parecer cruel e insensible mi
acción, y mucho más, mi celebración de aquellos instantes, de la cual hoy me
arrepiento; pero en esos momentos no pude menos que celebrar mi ocurrencia con
alegría; pero juro por Dios y la Virgen que bien cara fue mi penitencia.
— ¿Cómo oliste la longaniza y no el
poste? ¡Ole! ¡Ole! —Le dije yo con gran alegría.
En mi defensa he de decir que son
muchos los días que le recuerdo y que las enseñanzas que me dio me han sido muy
útiles a lo largo de la vida, posiblemente fue mi mejor maestro y de no haberle
conocido no habría llegado a ser lo que soy ahora. No supe ni quise saber nada de él, nunca
después tampoco me preocupé por saber.
Fue tal mi ligereza por huir de él que antes de caer la noche llegue a
Torrijos.
Tratado Segundo
El hambre
como compañera fiel junto al clérigo
Tan solo un día permanecí en Torrijos. No creí que fuese
lugar seguro por ser ciudad donde habitualmente hay mercado y acuden gentes de
otros pueblos que podrían reconocerme, y marché al día siguiente a un pueblo
con un hermoso castillo de nombre Maqueda. En un sitio y otro vivía de lo que
me daban las buenas gentes, ofreciendo más de las cien oraciones que el ciego
me enseñase. Fue así, como un mal día me encontré con un sacerdote, por lo que
pasé con él, parece como si Dios me lo hubiese mandado para que pagase la
penitencia por todos mis pecados habidos y por haber.
Al escucharme recitar las oraciones
devotamente, me preguntó que si yo sabría ayudar en misa. Viéndole tan lustroso creí ver el cielo
abierto, y que mis hambres pretéritas pasarían al olvido, al lado de aquel que
yo pensaba mi salvador.
Al instante le dije que sí, y no
mentía, que de tanto como me enseñó aquel malvado ciego, en lo que más ahínco
puso era en el rezo de oraciones en las iglesias. Aprendí todos los rituales
que fuesen precisos para llegar al corazón de las personas piadosas, sobre todo
a las pecadoras, más dispuestas a dar limosnas para ganarse un rincón en el
cielo. A buen seguro, que ni monaguillos
ni sacristanes me igualarían en el oficio.
Ignoraba que había escapado de la sartén para caer directamente en las
brasas.
A pesar de ser el ciego la viva
imagen de la avaricia, era un Alejandro Magno[32]
comparado con este sacerdote. No es
necesario por tanto decir más, en su persona se juntaban todas las miserias y
avaricias. No sé si eran de nacimiento o iban incorporadas con su hábito de sacerdote.[33]
En su casa tenía un viejo baúl,
cerrado con una llave, que siempre llevaba atada a la sotana con un cordón de
cuero. En aquel baúl guardaba el pan,
que no había otra cosa para comer en toda la casa, ni tocino, ni queso ni
ninguna otra cosa, ni en la chimenea, ni tampoco en la alhacena.
Me contrarió mucho esta
circunstancia, no ya por no comerlo, que, acostumbrado con el ciego a ver y no
catar, tenía asumido, que solo con pan duro me habría de alimentar; pero si lo
hubiese visto, me hubiese sentido mucho mejor; aunque solo fuese por la esperanza
de algún día poder comerlo.
En toda la casa, en la cámara[34]
de la parte alta de la casa, había colgada una orca de cebollas; la cámara
—Como no podía haber sido de otro modo — también estaba cerrada con llave. Como
gesto de magnificencia hacia mi persona, estaba autorizado a comer una cebolla
cada cuatro días. Si se daba la
circunstancia de que yo le pidiese la llave habiendo personas presentes, se
desataba la llave con ademán ceremonioso, regañando con gesto que pretendía ser
bondadoso, y tras entregármela me decía:
—Toma, toma, pero tráela enseguida,
que si no harás otra cosa que golosinear.
Eso lo decía como si en la cámara
se guardasen los más ricos manjares, las mejores conservas de Valencia, y me
diese la llave para que me sirviese a placer; pero allí no había otra cosa que
una triste horca de cebollas colgadas de un oxidado clavo del techo. Además,
las tenía tan bien contadas, que al instante lo hubiese notado, de haberme
permitido la licencia de coger alguna extra.
Así que el hambre, fiel compañera de mis días desde que naciera en aquel
viejo molino del rio Tormes no me habría abandonar y este clérigo parecía que
iba a ser quien rezase mi último responso junto a mi sepultura.
Su poca caridad conmigo la
remediaba con mucha para él. Pues con dos maravedís no tenía suficiente para
pagar la carne que habitualmente comía y cenaba. En honor a la verdad debo
admitir que partía el caldo conmigo, pero la carne, ni el olor me llegó, ni una
sola vez la probé; quedándome como el blanco de los ojos,[35]
consolándome con un poco de pan. El muy
maldito me daba tan solo la mitad de lo que yo necesitaba.
Es
costumbre en estas tierras el comer cabeza de cordero al horno, siendo muy
aficionado mi nuevo amo a ellas. Me mandó comprar una que costaba tres
maravedís. La cocía y se comía los ojos,
la lengua, los sesos y la carne de las quijadas y cuando ya la tenía bien
roída, como si fuese un perro, me lo daba en un plato diciendo:
—Toma, come y triunfa, que para ti
es el mundo. Es una comida digna de un
rey. Que Dios te conserve la vida que llevas.
Y se quedaba tan a gusto. Él,
satisfecho, y además con la conciencia bien tranquila, ya que parecía que la
había compartido conmigo cristianamente, cuando de roída que estaba, hasta sus
dientes quedaba marcados en los huesos de las quijadas.
— ¡Qué Dios te dé lo que tú me das
a mí! —pensaba yo.
Cuando llevaba tres semanas con él,
ni mis piernas me sostenían, a buen seguro que debía de pasar dos veces por el
mismo lugar para hacer sombra, de flaco que estaba. La ropa con la que me
conoció parecía que se la había robado a un difunto de ancha que me estaba, a
pesar de que con el ciego ya pasaba bastante hambre.
Me veía sin lugar a dudas en la sepultura y
ahí hubiese ido rápido, de no haber llegado en mi auxilio Dios, comparecido de
tanta penitencia, trajo a mi cabeza el ingenio necesario.
Al contrario que con el ciego, no había
cosa en la que le pudiese engañar, pues nada había que le pudiese robar, ni talega
que pudiese descoser, ni vino que pudiese beber.
Además, no podía escapar a su
vista, ni cegarle, que como al ciego, que en paz descanse, si de aquel golpe
murió; aunque fuese muy astuto, al faltarle lo más preciado, que es la vista,
era fácil darle el quiebro; pero éste parecía tener ojos hasta en el cogote. Nadie
tenía tanta vista ni tan buena, y si te miraba a los ojos parecía como si
adivinase tus pensamientos, adelantándose a ellos. Resulta triste; pero con
aquel sacerdote me costaba tomar decisiones, convencido de que me descubriría
en un santiamén, de ahí que fuese tan grande mi miedo a los infiernos, con lo
que me solía regalar los oídos, dándome sentencias que infundían pavor. Me
hablaba de las consecuencias de los siete pecados capitales, de las llamas del
infierno por cualquiera de ellos, siendo que al menos el de la gula no lo podía
yo tener en aquella casa.
Cuando durante la misa pasaba la
cestilla no había moneda que echasen en la canastilla que no controlase. Le
bailaban los ojos de manera extraordinaria, como si tuviesen azogue. Tenía tan
controlados a los feligreses como a mis manos por igual; sin que por ello
perdiese el hilo de la liturgia.
Nunca me mandaba a recados donde
pudiese sisar,[36]
ni a la taberna, ni al mercado, hasta el punto que casi olvidé el sabor del
vino. El poco que le sobraba de la ofrenda, lo guardaba bajo llave, y le duraba
toda la semana. Nunca pude cogerle una blanca y menos un maravedí, durante todo
el tiempo que viví a su lado o más bien morí.
—Nosotros los sacerdotes debemos
ser moderados en el comer y en el beber, por eso yo no me desmando como hacen
otros. —Decía para esconder su mezquindad, que él bien lustroso y gordo que
estaba.
Mas el muy avaro mentía como un bellaco, cuando íbamos a
convites o velatorios, donde los familiares pagaban comida y bebida, un lobo no
hubiese comido de igual manera ni un saludador[37]
hubiese bebido con tal ansia.
Que Dios me perdone, pues nunca
quise mal a nadie, pero todos los días rezaba para que alguien muriese, pues
era en los funerales donde realmente me hartaba de comer y beber, además bien,
buenos cocidos, con sus chorizos y morcillas, huesos de espinazos, pan tierno y
otros manjares de esta tierra, que según la época ponían en la mesa para ayudar
a los familiares a sobrellevar su dolor.
Así que cuando íbamos a las casas a
dar el sacramento, más si era la extremaunción, cuando el sacerdote mandaba
rezar a los presentes, yo no era el último en comenzar mis rezos, y buscaba en
mi corazón la forma de pedirle al Señor sin ofenderle, que, el moribundo, no continuase
viviendo en este valle de lágrimas. Que terminasen sus sufrimientos y se lo
llevase de este mundo cruel. Y cuando uno escapaba, que Dios me perdone, yo le
daba mis bendiciones al diablo para que se lo llevase al infierno. Sin embargo,
cuando moría le bendecía en la misma medida para que Dios lo acogiese
bondadosamente y le hiciese un hueco a su lado. Sin mentir, puedo asegurar que
nadie lo hubiese hecho tan fervorosamente como lo hacía yo. Mala dicha la mía, que en seis meses que pasé
allí, tan solo murieron veinte. Los días de enterramientos eran días de
empacho, no acostumbrado a tanto, en ocasiones me sentaba mal y tal como
entraba salía. Mucho peor me sentaba los días sucesivos, que de haber
disfrutado tantas y ricas delicias, saboreando hasta el dulce sabor de los
mazapanes, pasaba a ignorar todo lo disfrutado, comido y bebido,
convirtiéndoseme en obsesión los manjares y el vino saboreado. Tanto como rezaba para que otros llegasen a
la sepultura, rezaba para ir yo a ella, viendo que iba a pasar muchos días en
blanco hasta que la gracia de Nuestro Señor, viéndome desfallecer y desear mi
propia muerte se llevará a su seno algún infeliz, ya fuese al paraíso o al
infierno, según decidiese, que a mí no me importaba gran cosa, pues sabía que
por unas horas se acabarían mis penas y estaría casi en el paraíso, para
después por muchos días regresar al infierno del hambre sin pasar por el
purgatorio. [38]
Tenía motivos para la desesperanza y muchas ocasiones pensé en abandonar a amo
tan mezquino, que con creces superaba al primero. —Que Dios le perdone, tanto a él como a mí
—Si no cogí las de Villadiego fueron por dos razones, la primera mi falta de peso,
tan escuálido estaba, que no confiaba que mis piernas fuesen capaces de
sostenerme en el viaje hasta el siguiente pueblo, que, si el ciego me tenía
muerto de hambre, este otro me llevaba camino de la sepultura sin remisión
alguna, si de uno escapé buscando solución, con el segundo lo que encontré fue
un problema mucho mayor.
¿Y si dejaba a éste y daba con otro
peor? ¿No sería caminar posiblemente hacía una muerte segura? Con estas cavilaciones me andaba, pensando que
no habría sitio en el cielo para mí, pues era pecador. Aunque obligado por el
hambre, no creo que me aceptase San Pedro en su seno. Más bien iría a acompañar
al ciego en al infierno, si del coscorrón hubiese fenecido y entonces seguro que
no escapaba de su venganza.
Con todo esto no me atrevía a dar
un paso más del necesario, pensando lógicamente que paso que diese sería para
bajar un escalón más, aunque fuese difícil encontrar amos más ruines, a buen
seguro que los habría y yo moriría sin que nadie recordase que había pasado por
este mundo, que, de tan flaco, ni sombra hacía.
Dios aprieta, pero no ahoga y está obligado a ayudar a los verdaderos
cristianos y viendo que iba de mal en peor, me mandó un ángel en forma de
calderero, seguramente enviado por Dios,[39]
apenado por mí sufrir. Por fin había escuchado mi lastimera suplica e intentaba
darme una oportunidad, por no quererme ni en su seno ni en la caldera de
Satanás.
Quiso mi fortuna que diese la casualidad de que mi amo
marchase por un día a Toledo, cuando paso aquel ángel suyo y llamó a mi puerta,
y al abrirle vi el cielo abierto y el mismo Dios iluminó mi ingenio.
—Buen hombre, gracias a Dios que ha
llegado hasta mí, de lo contrario me vería muerto —le dije.
—Nunca creí que en arreglar un
caldero o un puchero fuese la vida de alguien en ello —me contestó.
Viéndome así, con cara de lástima,
tan delgado de pura hambre, se ofreció a ayudarme y yo no habría de dejar pasar
la oportunidad, que las ocasiones las pintan calvas y mis tripas como la piel
de las botas ya tocaban pez con pez.[40]
—Usted lo podría arreglar, y no
estaría haciendo nada malo — dije en voz baja, no porque nadie pudiese oírme,
sino porque no había tiempo suficiente para poder gastarlo en frases
ingeniosas, inspirado por el Espíritu Santo —señor, he perdido la llave que
llevaba colgada en el cuello y me temo, con razón, que mi amo me azote sin
piedad.[41]
Por vuestra vida, mirad a ver si alguna de las llaves que lleváis ajusta a la
cerradura.
Comenzó a probar el ángel calderero
una y otra llave del gran manojo que de ellas llevaba, ayudándole yo con mis
pobres oraciones, cuando de repente, cuando menos lo esperaba, vi la cara de Dios,
dentro del baúl abierto, y no tomó su nombre en vano, pues es sabido que el pan
es el cuerpo de Nuestro Señor, fue tal mi alegría, que le dije:
—No tengo dinero para pagarle por la llave, pero coja de
ahí el pago.
Afortunadamente fue prudente, por
pena cogió tan solo un bodigo,[42]
el que mejor le pareció y más tierno estaba.
Miedo me dio, y no poco, de que quisiese coger más y mi amo los tuviese
contados y notase su falta. Sin importarme que cogiese el más tierno, sabiendo
que mi amo siempre iba dejándolo para el último. Yo acostumbrado a migajas no
iba a quejarme por lo duro que estuviese, aunque me faltasen la mitad de los
dientes, por culpa del suceso del jarro de vino estrellado en mi cara por el
malvado ciego, que con buena hambre no hay pan duro ni para un mellado como yo.
Él se marchó contento después de darme la
llave, y yo mucho más me quedé. Yo para que no notase la falta, corté un poco
del ya comenzado por el clérigo.
Me fui acostumbrando a aquellos
pequeños hurtos de panecillos. A medida
que mi estómago recibía alimento, iba
creciendo, así como mi hambre, y no veía el instante de que mi amo se marchase
para poder abrir el arca y contemplar mi paraíso panal, besándolos y casi sin
atreverme a darle bocado, terminaba cogiendo alguno que en un santiamén
desaparecía de mis manos como por arte de magia. Bien convencido estaba de que por fin de esos
momentos y los sucesivos iban a remediar mi hambre para siempre.
Poco dura la alegría en casa del
pobre, dicen por estas tierras, y así debe ser.
A mitad de noche me levanté
acuciado por el hambre y me encuentro a mi amo sacando los panes del arca, para
de nuevo ir metiéndolos de uno en uno, contándolos y recontándolos. Mientras yo escondido rezaba a Dios y todos
los santos, todas las oraciones con la misma petición:
— ¡Dios mío, ciégale! ¡San Juan,[43]
ciégale! —Y así todo el santoral.
Terminado el enésimo recuento,
cerró el baúl y comenzó a echar cuentas con los dedos, contando días y panes,
para al final decir:
—Si no tuviera a tan buen recaudo esta
arca, yo diría que me faltan panes; no quiero sospechar, y de hoy en adelante
llevaré bien la cuenta de los que quedan, meto y saco, quedan nueve y un
pedazo.
— ¡Nuevas malas te dé Dios! —Le
maldije para mí.
Regresé al jergón abatido como si
la saeta de un cazador me hubiese atravesado el corazón, y cuanto más pensaba
él en lo sucedido, más pensaba yo en los panes y más hambre me entraba
devorándome las entrañas, viéndolos tan redondos y blancos, cual hostia
consagrada notaba deshacerse en mi paladar, de tanta hambre que me entraba
sabiendo que ya no tendría oportunidad de volver catar aquel pan, aunque
pudiese a abrir el cajón. Al día
siguiente abrí el arca, sin atreverme a probarlos siquiera. También quise
contarlos, aunque estaba seguro que estaban bien contados y recontados y a lo
más que me atreví fue a cortar del pedazo una rebanada que de fina que era se
transparentaba.
Así pasé aquel día agobiado por el
hambre y por la pena, rogando a Dios con mil plegarias de ciego, que del mismo
modo que me había mandado un ángel en forma de calderero, me mandase otro;
aunque fuese en forma de diablo. Y Dios
siempre misericordioso me ayudó a cavilar, aunque tal vez fuese el hambre quien
azuzase me ingenio.
—Este arcón es muy viejo y grande,
además está roto por algunos lados, por donde podrían entrar ratones y comer
pan; pero claro no podrán sacarlo entero, como es natural, porque entonces el
malvado clérigo notaría la falta y me pillaría de inmediato. Y eso, no puede ni debe ocurrir, porque lo
necesito para vivir, que nadie puede saber lo que se sufre cuando las tripas te
piden yantar y tú no tienes nada que echarles.
Como estaba
convencido de que él estaba seguro de tener el pan a buen recaudo, cogí tres o
cuatro de los panes y unos trozos los comía y otros los desmigaba sobre unos
manteles de poco valor que allí tenía. Cuando llego la hora de comer, y abrió
el arca vio los destrozos causados. Convencido de que eran ratones, porque para
ello me había encargado de realizar mi faena con esmero, dejando los panes como
ellos suelen hacerlo. Miró el baúl de
cabo a rabo, sin dejar nada al azar, encontrando ciertos agujeros, por los que
al momento supuso que habían entrado los ratones. A gritos me llamó, diciéndome:
—Lázaro,
Lázaro, mira qué cosa tan terrible le ha sucedido a nuestro pan esta noche,
mira, mira…
Llamaba el muy ladino “nuestro pan”, cuando él se tragaba el
pan y a mí me dejaba solo las migajas. Yo, como era de esperar; habiendo
aprendido a aguantar la risa con el ciego, muy grave, fingiendo sorpresa le
pregunté qué cosa había podido causar tal desastre.
—Ratones. ¿Qué otra cosa podría
ser? —Dijo. —Se meten por todos lados.
Mi travesura me salió mucho mejor
de lo esperado, —gracias a Dios —comenzamos a comer, y en lugar de darme el
trozo miserable que normalmente me daba, me dio todas las partes que pensaba
que los ratones habían masticado, diciéndome:
—Come, come. El ratón es un animal
muy limpio.
Apenas habíamos terminado de comer
—que, gracias a mis manos y a mis uñas, podía decir eso, pues normalmente nunca
comenzaba —cuando le vi caminando de un lado a otro, quitando clavos de las
paredes y buscando trozos de madera con los que tapar el arcón, terminando por
remendar concienzudamente el mismo, sin dejar el más pequeño resquicio. Cada
vez que tapaba un agujero cerraba la llave de mi felicidad y abría la puerta a
mi pesar y mis problemas. Tanto trabajo y empeño solo me había servido para una
comida, al menos no había sido necesario que muriese nadie, ni tan siquiera el
ratón. Viéndole tan atareado dije para mí:
— ¡Oh, Señor! Lo que es una vida
llena de miseria, de ensayos y de mala suerte. Qué cortos son los placeres de
esta vida tan dura que nos ha tocado vivir.
Una vez terminada su labor de
carpintero, mientras que solo yo escuchaba mis lamentos, dijo:
—A partir de ahora, malditos
ratones traicioneros, marchar a medrar en otra casa, que aquí lo vais a tener
difícil.
Tan pronto como se marchó fui a ver
su obra, dándome cuenta que ni tan siquiera el más pequeño de los mosquitos
podía atravesar su laboriosa reforma. Aun así, abrí con mi ya inútil llave el
arcón y de algunos panes empezados por los ratones, saqué algún provecho,
aunque tan mínimo que de ninguna manera calmó mi pena ni mucho menos mi hambre,
sabiendo que era hambre para hoy y más para mañana. Mi amo se volvió más cuidadoso y no pasaba
día sin que abriese el baúl varias veces y repasase bien sus paredes por si
observaba alguna rendija.
Dicen que el hambre despierta el
ingenio y yo tenía a espuertas. Día y noche estuve cavilando la forma en que a
partir de aquel momento me las habría de ingeniar para que el responso de mi
funeral no fuese el próximo que diese clérigo.
Así fue como el hambre iluminó mis desvelos nocturnos con el ingenio
necesario, que ya había comenzado a llegar y planear durante toda la tarde sin
resultados.
Me preparé un cuchillo,
aprovechando que mi amo dormía, por sus ronquidos y resoplidos no me quedaba
duda. En el lugar que vi la madera más débil, con sumo cuidado abrí un agujero
sin mucha dificultad en la madera, que de pura vieja estaba medio carcomida y
se deshacía ante la cuchilla.
Después abrí el arcón y obré de
igual modo que los ratones. Quedando satisfecho lo cerré y volví al catre, ya
con mis tripas en silencio y tranquilas, tanto que incluso puedo asegurar que
llegué a dormir un rato, aunque no muy bien, pensando que sin duda era porque
no había comido lo suficiente, porque no creo que me quitasen el sueño los
problemas del Rey de Francia.[44]
Al día siguiente, mi amo, cuando se
dio cuenta del daño causado comenzó a jurar y a maldecir a los ratones:
—¿Cómo es
posible si en esta casa no habido nunca ratones?
A buen seguro que no se equivocaba
en nada, pues es sabido que los ratones nunca se quedan en aquellas casas donde
no hay nada para comer. Se puso a mirar
por todos lados, de nuevo buscó maderas y tapó el agujero. En cuanto llegó la
noche allí estaba yo, con mi cuchillo dispuesto, y lo que tapaba él por el día,
abría yo por la noche. Así estuvimos
unos días, de ahí es de donde viene el dicho: Cuando una puerta se cierra, otra
se abre y por la rendija entra la luz.
Parecía estábamos haciendo el
trabajo de Penélope porque todo lo que tejía de día yo, destejía por la noche,
sin que ninguno de los dos esperásemos a Ulises. Y después de unos días y
noches teníamos el baúl como la despensa de los pobres, en ruina total. No quedaba rastro de la madera original y de tantas
chapas, clavos y tachuelas que tenía, parecía la armadura de un caballero. Al final se convenció que sus esfuerzos no
daban resultado y dijo casi las mismas palabras que yo había pensado que diría:
—Este baúl está tan maltratado y es
de madera tan vieja y delgada, que cualquier ratón la franquea. Está en tal
estado que si andamos más con él, nos no servirá para nada. Y lo que es lo
peor, aunque hace poco apaño, menos hará si no está y comprar otro vale por lo
menos tres o cuatro reales. Lo mejor es
poner ratoneras para pillar a esos malditos ratones.
Sin dilación se puso a buscar una
ratonera entre el vecindario, a los cuales también les pedía cortezas de queso,
dándole buenos trozos, e incluso, uno muy generoso, llegó a darle un queso
entero; aunque luego él ponía en la ratonera solo la corteza, lo suficiente
gorda para que la pudiese al menos olerla el ratón.
Piense Vuestra Merced lo generoso que se
mostraba con el rastrero ratón y lo poco esplendido que lo hacía con mi
persona, porque debo decir que a mí no me dio ni para probarlo. Ello dio un nuevo alimento a mi escasa dieta
y me alegró mucho, pues no eran muchas las oportunidades que tenía de probar el
queso y siempre era de agradecer no comer solo pan con pan, que, aunque se diga
que es comida de necios, más vale eso que nada; aunque no necesitase yo muchos
lujos a la hora de comer, con cualquier cosa me conformaba. ¿Qué remedio me
quedaba? Me comí aquellas cortezas y
como si fuese un ratón pellizqué panes.
Los días siguientes, al amanecer, eran un calco los unos de los otros,
despertaba por las voces aireadas del clérigo muy sobresaltado, pues no llegaba
a comprender como podía el ratón haberse comido el queso sin ser atrapado por
la ratonera, un día y otro también. Hizo
juramentos que no parecían propios de un sacerdote, aunque fuesen contra el
diablo y los malditos ratones, benditos para mí.
Nuevamente acudió en auxilio de los vecinos, pues no
encontraba explicación a lo sucedido. No era posible que el ratón no cayese
ningún día en la trampa, comiéndose como se comía todos los días el queso, y el
pan con más confianza, y aun así no quedar atrapado. Todos los vecinos coincidieron en que no
podía ser un ratón quien causase tal problema, ya que era muy difícil que no
quedase atrapado en ninguna ocasión. Hacían comprobaciones con un palo, y nunca
fallaba el artefacto, lo cual les dejaba más perplejos. Fue entonces cuando un vecino dijo:
—Recuerdo que alrededor de su casa
alguna vez se ha visto una culebra, debe ser la
culpable. Seguro que es una culebra. Tiene
bastante sentido, aunque salte la trampa. Como es tan larga tiene fuerza
suficiente como para estirando poco a poco sacar la cabeza. Come pues a placer y cuando se sacia se
marcha tan tranquila.
Como nadie encontraba una
explicación mejor, todo el mundo dio por sentado de que se trataba de una
culebra, para inquietar a mí amo que sentía repugnancia hacía dichos animales,
y ahora hasta con precaución cogía el pan a la hora de comer, siendo mayor el
trozo que me daba que cuando pensaba que eran ratones.
Ya no durmió tan tranquilo a pierna suelta, para mi
desgracia cada dos por tres despertaba angustiado, con cada ruido que
escuchase, por pequeño que fuese, pensando que se trataba de la culebra royendo
el arca y con un garrote que tenía preparado junto a la almohada se levantaba y
golpeaba fuertemente al baúl, esperando espantar a la culebra.
Era tal el estruendo que producía, que
despertaba a todo el vecindario y a mí no me dejaba dormir.
En otras ocasiones levantaba las
pajas de mi jergón y las revolvía si el ruido le había parecido escucharlo
donde yo estaba o porque los vecinos le habían dicho que las culebras buscan
lugares cálidos, que incluso llegaban a meterse en las cunas de los niños
poniéndoles en peligro, llegando incluso a atacarles. La mayoría de las ocasiones yo me hacía el
dormido y por las mañanas me preguntaba:
— ¿No has escuchado nada esta
noche? Pues estuve toda la noche tras de ella y juraría que marchó hacía tu
cama, pues siendo como son de sangre fría buscan el calor
—Ruego a Dios que no me muerda, pues me causan auténtico
terror. —Contestaba yo con la mayor
frialdad que era capaz de fingir. Tanto
empeño mostraba en capturar a la culebra como en no dejarme dormir por la
noche. No me atrevía a acercarme ni tan
siquiera a roer una migaja de pan, ni tan siquiera acercarme al arca.
Otra cosa era cuando de día
marchaba a la iglesia o a la ciudad. Entonces “el culebro”, se acercaba y con toda la tranquilidad del mundo
tomaba lo que me apetecía.
Por mucho que me preguntase yo no
sabía nada ni había escuchado nada. Cuando llegaba la noche se ponía como un
basilisco a revolver Roma con Santiago intentando descubrir el enigma de la
culebra silenciosa y rastrera.
A mí me preocupaba que de tanto
buscar terminase encontrándome la llave; por lo cual me pareció mucho más
seguro metérmela por la noche en la boca, algo que no me resultaba muy
engorroso, pues durante el tiempo que viví al lado del ciego ya la usaba como
bolsa, hasta el punto que llegue a tener hasta doce o quince maravedís en
monedas de medias blancas, sin que me
estorbasen para comer; porque de otra manera nunca hubiese sido dueño de una
mísera blanca, sin que el maldito ciego no hubiese dado con ella, no dejaba
costura ni remiendo que no buscase, de vez en cuando, con sus largos y
huesudos dedos.
Así que todas las noches me
guardaba la llave en la boca sin miedo a pudiese tropezar con ella. Mas cuando la desgracia ha de llegar, elijas
el camino que elijas terminas por llegar a tu destino. Mis pecados, abusos y
burlas, quisieron que Dios me dejase de lado, así una noche cuando me
encontraba en los brazos de Morfeo, la llave cambio de posición en mi boca —que
debía de tener abierta —colocándose de tal forma que, al soplar sobre el hueco de
la misma, salía de ella un fuerte silbido similar al de una serpiente, llegando
hasta los oídos de mi amo.
Con toda su fuerza descargo el
garrote contra mí, con intención de matar a la bicha, y por poco me mata a mí,
que bien me descalabro y dejo sin sentido.
Por suerte al parar el silbo pensó que le había dado de pleno a la
culebra, pero luego pensando que me podía haber dado a mí —debería haberlo
pensado antes —comenzó a llamarme por mi nombre, tratando despertarme. Cuando sus manos buscaron, al tiento, y
notaron sangre, se dio cuenta de su gran error, fue entonces en busca de un
candelabro de inmediato. Cuando regreso
me encontró medio gimiendo, sin haber terminado de recuperarme, con la llave
asomando por mi boca y silbando levemente al ser mí respirar muy débil.
Espantado el cazador de culebras,
se fijó en la llave que salía de mi boca, la miró con detenimiento tras
sacármela de la boca y al compararla con la suya pudo comprobar que coincidía y
antes de ampararme marchó a probarla y al ver que abría el arcón, yo tenía
todas las pruebas en mi contra y él debió de pensar:
—Al ratón y la culebra que me daban
guerra y mi comían mi hacienda he hallado.
Nada puedo decir con certeza de lo que ocurrió en los tres
días sucesivos por haber permanecido sin sentido, apartado del mundo como Jonás
en el vientre de una ballena.[45] Todo esto que he contado se lo escuche decir
a mi amo, que también relato con todo lujo de detalles a cuantos quisieron
oírle. Cuando por fin volví en mí, me encontré tumbado en el jergón con mi
cabeza vendada y llena de aceite y ungüentos, me asuste tanto que pensé estar
muerto o cerca de estarlo, porque la cabeza parecía como fuese a estallar, tal
era el dolor que sentía y viéndole dije:
— ¿Qué es esto?
El cruel clérigo respondió:
—Parece que por fin cacé los
ratones y las culebras que me estaban arruinando, alégrate por ello.
Al momento pude adivinar todo, lo
que había sucedido. Acto seguido entró
una anciana que era sanadora junto con unos vecinos y comenzaron a quitarme los
vendajes y a curarme los garrotazos. Al
comprobar que yo ya había recuperado mis cinco sentidos se alegran rodos mucho
y dijeron:
—Bueno, parece que ha recobrado sus
sentidos. Gracias a Dios no debe ser muy grave.
Comenzaron a relatar de nuevo todo
lo que me había pasado sin dejar de reír. Mientras yo — pobre pecador— lloraba
desconsolado. No es todo lo malo que me
dieron de comer, y aunque no me dieron lo suficiente, lo que me dieron me
sirvió de consuelo y alivio a mis penas.
Sin embargo, poco a poco, me fui recuperando y quince días más tarde ya
estaba en condiciones de levantarme, fuera de peligro, poco más o menos curado,
pero todavía con mucha hambre, pues los vecinos ahora le facilitaban la comida
al clérigo para que me la diese en lugar de ser ellos quienes me la
proporcionasen.
Al día siguiente de levantarme, mi
amo me cogió de la mano y me llevó hasta la puerta y cuando ya estábamos en la
calle me dijo:
—Lázaro, a partir de ahora no eres mi sirviente. Eres libre
de hacer lo que te plazca, no te quiero en mi casa. Búscate otro amo que yo no quiero en mi
compañía tan diligente servidor. Veté
con Dios. Sólo es posible que hayas sido
mozo de un ciego, que te compré quien no te conozca.
Se santiguó como si yo estuviese endemoniado, se metió
dentro de su casa y cerró la puerta sin esperar respuesta, por supuesto que
tampoco la disculpa que yo no estaba dispuesto a solicitar.
Recomendable para leer en PDF en formato libro con los pies de página:
Más recomendable para leer en formato libro físico :
[1]
Plinio el Joven: (Cayo Plinio Cecilio Segundo) Escritor latino, autor de una
colección de epístolas de interés literario que proporciona una nítida imagen
de la vida pública y privada durante la época de Trajano. Sobrino e hijo
adoptivo del erudito Plinio el Viejo.
[2]
Marco Tulio Cicerón, fue un jurista, político, filósofo, escritor, y orador
romano. Es considerado uno de los más grandes retóricos y estilistas de la
prosa en latín de la República romana.
[3]
Muy importante esta puntualización: A mí me llaman Lázaro “de” Tormes, como un
modo de aparentar ser noble. Como obra erasmista que es, recuerda el consejo
que da Nestorio a Harpalo: “No uses vestidos de lana, sino de seda o, por lo
menos, fustán. Y por supuesto, no permitas que te llamen Harpalo de Comense,
sino Harpalo de Como, porque es lo que corresponde a los nobles…
[4]
En el original: Aceña
[5]
Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el
Reino de los Cielos. Realmente parodia el Evangelio, porque el padre de Lázaro
es perseguido por ladrón.
[6]
En el original: acemilero, encargado de cuidar las mulas del amo. ” Acémila”,
equivale a mula.
[7]
Bien puede referirse a la Batalla de los Gelves (1510) o la Expedición de Los Gelves
(1520)
[8]
Un refrán dice: “Arrímate a los buenos y serás uno de ellos”.
[9]
Caballero d miembro de Orden Militar responsable del archivo de la misma. En
este caso correspondiente a la de La Magdalena, perteneciente a una iglesia de
Salamanca que fue de la Orden de Alcántara.
[10]
Negro.
[11]
El autor juega con el doble significado de “conversación”, que era también como
se designaba al amancebamiento. En aquellos tiempos el amancebamiento era
legal, salvo que uno de los amancebados estuviese casado o fuese de otra
religión, cosa que sucedía con el padrastro de Lázaro, que era un esclavo
musulmán. Todavía hoy, en La Mancha, se
dice “hablan” cuando una pareja comienza su relación: “fulano habla con
fulana”.
[12]
Entonces esa palabra no estaba mal vista.
[13]
Quiere decir que lo que recogen para sus conventos en realidad es para sus
“devotas”, sus amantes e hijos ilegítimos. Tanto en La Celestina como en El
Lazarillo, es una constante la referencia a los frailes y clérigos de todo tipo
que o tenían amantes o buscaban el servicio de alcahuetas o prostitutas; pero
también la convivencia con ellas, véase capítulo final de El Lazarillo.
[14]
A Zaire, le echaron pringue de tocino derretido para que le doliese más y como
ofensa contra la religión del condenado. La ley fijaba la condena en cien
latigazos y pérdida de sueldo temporal. Sin embargo, cuando se trataba de
esclavos moros o negros, les derretían pringue de cerdo, por considerar los musulmanes
impuros al mismo. A su madre la condenaron a cien azotes y la expulsión de la
casa del comendador. Podría haber sido mucho peor, el cohabitar con un hombre
de otra religión se consideraba incesto y herejía. Para que la cosa no fuese a
mayores, y terminase por “echar la soga al caldero”, la frase puede significar
ahorcado; sin embargo, la ley condenaba al esclavo a ser quemado, después de
los latigazos y la pringue.
[15]
Se dice, que en realidad no estaba en el otro extremo, sino donde se encuentra
en ayuntamiento de Salamanca.
[16]
No solo se refiere a ser instruido, sino que era normal que llevase al ciego
cogido con la diestra, es decir con la mano derecha. Aquí también juega con
ironía, es un ciego quien le hace ver la luz, quien lo adiestra en la carrera
de la vida, mientras que él sirve de destrón o mozo de ciego.
[17]
Pedazo de tocino frito.
[18]
La blanca era una moneda de vellón castellana, de origen medieval valorada en
cinco dineros novenes (blanca cinquén) o, lo que es igual, medio maravedí.
Lázaro se metía monedas de media blanca en la boca y como era costumbre besar
la moneda que daban de limosna, él aprovechaba la ocasión para de cada blanca
que recibía cambiarla por monedas de media blanca; pero el ciego no era sordo
ni tonto.
[19]
Besos callados, procurando no hacer ruido.
[20]
Lázaro se ganaría la vida vendiendo vino.
[21]
Diversos refranes hablaban de cambiar de lugar, casa o criado el día de San
Juan, como propicio para ello.
[22]
Partido judicial de Escalona(Toledo)
[23]
Golpeados.
[24]
Raspa que queda del racimo después de quitarle las uvas.
[25]
Gratis.
[26]
Con claridad le profetiza que terminará siendo cornudo.
[27]
Este párrafo aparece en la edición de Alcalá. Siempre las mujeres han sido más
devotas que los hombres y también más generosas y temerosas.
[28]
Grasa que suelta la longaniza o chorizo.
[29]
Rayo, se usa vulgarmente referido al de poca intensidad; pero también a persona
o cosa muy veloz, como un rayo o centella.
[30]
Las narices del ciego.
[31]
Seco.
[32]
El ciego comparado con el clérigo, muy generoso.
[33]
La bocamanga del hábito sacerdotal era muy estrecha, como signo de limpieza de
conciencia. Entonces hablar de manga estrecha equivalía a lo que ahora sería
puño cerrado.
[34]
Piso superior de las casas castellanas.
[35]
Sin comer nada.
[36]
Hurtar.
[37]
Saludador: “salud-dador”. Curandero que se creía que tenía propiedades
curativas en el aliento o la saliva. Cuanto más bebían más propiedades tenía el
efecto de su aliento. Y como como se daba la circunstancia de que era el último
recurso, se aprovechaban al máximo.
[38]
El final de la Edad Media, se produzco una gran falta de Fe, por la gran
hambruna sufrida por el pueblo, mientras los estamentos religiosos y nobles
continuaban sus privilegios de siempre.
[39]
En todo momento, Lázaro considera a
Dios como una utilidad, una ayuda que en cualquier momento le podría echar una
mano.
[40]
Parte interior de las botas de vino, tocan pez con pez cuando no tienen nada.
[41]
Los amos tenían potestad para azotar a sus criados.
[42]
Panecillo de los que ofrecen en las iglesias como ofrenda.
[43]
San Juan es patrón de los criados.
[44]
La batalla de Pavía tuvo lugar el 24 de febrero de 1525, en la ciudad de Pavía,
entre el ejército francés al mando del rey Francisco I y las tropas imperiales
españolas del emperador Carlos I, con victoria de estas últimas. 2 de agosto de
1525. Prisionero de los españoles, Francisco I fue llevado a Madrid, quedando
prisionero. El rey francés, escribió una carta a su madre expresándole su
desgracia: "De todo, no me ha quedado más que el honor y la vida, que está
salva". Creo que, sin duda, esta cita debería resolver en cierto modo una
incógnita, sobre en qué periodo transcurre la acción del Lazarillo, o tal vez
no, ya que escribe mucho después. Sin
embargo, si se toma la Expedición de lo Gelves (1520) como la real, concuerda
mejor la historia, tendría Lázaro cuando vive con el clérigo 13 años y 26
cuando se celebran Cortes en Toledo en 1538.
[45] Jonás permaneció tres días y tres noches en
el vientre de una ballena.
Recomendable para leer en PDF en formato libro con los pies de página:
Más recomendable para leer en formato libro físico :