Gracias a Jorge Garrosa, editor de la revista cultural Mansiegona, he tenido la oportunidad de participar con un relato de juventud, inspirado en uno de los más maravillosos parajes de la geografía conquense, castellana y española, el paraje natural de Solán de Cabras.
Allá por el año 1990 tuve la oportunidad
de pasar un par de noches en el balneario, donde pude recorrer el Camino del
Rey (Fernando VII) y el Camino de la Reina (María Josefa Amalia de Sajonia). Me
llamó la atención una placa que recuerda la estancia de ambos reyes en tan
maravilloso paraje, donde buscaba el rey felón engendrar un heredero gracias a
las aguas de Solán de Cabras.
Me dio por escribir entonces un relato
sobre María Josepha, Amalia, Beatrix, Xaveria, Vincentia, Aloysia, Franziska de
Paula, Franziska de Chantal, Anna, Apollonia, Johanna, Nepomucena, Walburga,
Theresia, Ambrosia, tercera esposa del rey felón, y que, a pesar de las aguas
termales y de los vanos intentos del monarca, tampoco tuvo descendencia.
De Amalia de Sajonia, cuenta la historia
que nunca conoció el amor, o tal vez, contra todo pronóstico sí conoció el
amor, y además fue en Solán de Cabras (Beteta, provincia de Cuenca).
Este es un cuento de amor, no de príncipes
y princesas, sino de reyes y reinas, que intenta mostrar y demostrar, que los
reyes y reinas, también son humanos, y en ocasiones, incluso, más humanos que
sus sumisos súbditos...
El
viaje de Amalia de Sajonia a Solán de Cabras
Yo,
María Josepha Amalia Von Sachsen, pasaré a la historia con más pena que gloria,
por lo que ocurrido en mi noche de bodas[1]. Casi diez años después estoy a las puertas de
la muerte, y aunque, estamos en la florida primavera, siento la nieve fría en
mis pies, en mi pecho y en mi corazón donde albergo añoranzas de un efímero
amor, y que hoy quiero recordar para desmentir aquello que sin duda dirán de
mí:
—La
reina Amalia nunca conoció el amor.
No les
faltará razón a quien lo piense, no conocí en diez años tiernas caricias,
dulces palabras, susurros llenos de ternura, el amor de un hombre, salvo unos
efímeros; pero, intensos momentos en el paraje de Solán de Cabras.
Llegué
a España para ser reina, siendo todavía una niña, para desposarme con un rey
veinte años más viejo que yo. De nada sirvieron mis deseos de desposarme con
Jesús Nuestro Señor, y tomar los hábitos como era mi ferviente deseo. Acepté
con resignación cristiana los deseos de mi amado padre, al que nunca perdonaré
que me entregase a un monstruo que sumió mi corazón en las penumbras del temor,
convirtiendo mi vida en un permanente naufragio, en el cual la desesperación y
el anhelo por morir fue mi principal ambición.
Mi
noche de bodas, fue de todo menos de miel, mucho se ha hablado de ella, y de lo
acontecido, siempre con algún adorno grotesco que no viene a cuento. Toda novia
espera un gran descubrimiento que le haga gozar, yo ni siquiera esperaba eso,
nadie me dijo nada de que el pecado fuera necesario, nadie. Cuando me lo
dijeron, y me hablaron del placer, de que podría llegar a ver Dios a través de
las caricias del hombre amado, del cariño del esposo, acepté con cristiana
resignación. Sí, hasta su Santidad así me lo aseguró.
Nunca disfruté de ese placer, el yacer con mi
no amado esposo era como estar en la sala de torturas de la Inquisición, un
martirio para llegar a la santidad, un infierno en vida, un ganarse el cielo a
través del martirio. Jamás recibí una caricia de mí no amado esposo, a no ser
que su brutal manoseo babeante pueda llegar a llamarse caricias. Nunca una palabra de amor escuché de sus
labios, como no fuese para alguna de sus muchas amantes.
Pronto
supe que cuando una mujer le entraba por el ojo, sin encomendarse ni en Dios ni
en el diablo, terminaban yaciendo con él, por las buenas o por las malas. Bien
es sabido lo sucedido a Gertrudis Romero, la bella viuda, y que fue viuda
gracias a él. Dio orden de envenenar a su marido, y con amenazas y chantajes de
todo tipo la tuvo en su lecho. Nunca conocí persona más abominable ni retorcida
que mi nada amado esposo.
Sentir su pesado cuerpo sobre mi vientre, me
provocaba terror y espanto. Sus fétidos
besos[2],
náuseas de vomitar hasta las primeras leches que mamé. Los preliminares, un
sudor frío que me hacía ansían la muerte. Afortunadamente el suplicio al que me
sometía duraba lo que dura un abrir y cerrar de ojos, entraba cual punzante y
doloroso puñal abriendo mi vientre en dos, se derramaba y salía con la misma
violenta premura.
Después de seis años de frustración y resignación, sabiendo
que me estaba ganando el cielo a base de vivir en el infierno, cierta noche, el
rey entró en mi dormitorio, no para descargar su pecaminosa lujuria sobre mí y
marcharse, sino para decirme, que por fin sus consejeros habían dado con la
solución para mi infertilidad. Que mi yermo vientre se tornaría fecundo valle
del que saldría su heredero. Callé, tampoco habría servido de nada negarme.
Como todas las escasas noches que entraba en mi alcoba, no quise ser muralla y
antes de que me empujase él, fui hacia la cama y me levanté las enaguas. La
tortura cuanto antes pase mejor. Para que me fuese más leve pensaba en el canto
de ruiseñores y los jilgueros, allá en Aranjuez, al tiempo que rezaba una
oración al Señor, para que, como siempre, terminase antes de empezar. Fue
entonces, una vez más, con sus palabras, me pegó otra bofetada de las suyas:
—No
seas obscena. No pienso tocarte mientras no haya garantías de que seas capaz de
engendran algo que no sea mi mal genio.
¿Cuánto
pánico puede llegar a acumular una mujer tras la puerta de su alcoba? Imagino a
esas mujeres que no precisan de guardar la apariencia, en eso tengo suerte,
nunca me pegó ahí donde nadie lo pudiera siquiera adivinar.
—Pienso
respetar tu cuerpo y guardar abstinencia contigo —dijo, y salió de la estancia,
dejándome tirada sobre la cama, solo le faltó escupirme para mostrarme su
desprecio.
Esto era algo nuevo para mí, no entrando más
de dos o tres veces al mes en mi alcoba, siempre actuaba igual, desgarraba mis
vestidos y me ensartaba con brutal violencia, ni un beso, ni una caricia, ni
tan siquiera una palabra de cariño, como ya dije antes.
Me
informó de que existían unas aguas milagrosas que actuaban sobre la fertilidad
de las mujeres estériles. Y que por tanto no pensaba tocarme hasta que tuviese
garantías de que sería para tener su heredero. También me dijo que la nuera del
conde de Torremúzquiz, era la prueba viviente de ello. Y, sin más, se marchó en
busca de lo que en mi despreciaba, casi tanto como yo.
Durante
los meses restantes hasta el viaje, no me visitó una sola noche, ni tan
siquiera para humillarme o someterme a la tortura cotidiana del apuñalamiento
de mi vientre. Mi habitación se convirtió en un desierto para su presencia y su
omnipotencia algo que parecía no existir para mí, hasta a las recepciones de
embajadores acudía con sus amantes. Tuve claro, que yo para él era tan solo la
matriz que necesitaba para tener un heredero que no fuese bastardo, como él[3]. Él, confiaba ciegamente en los criterios que
le aseguraban que aquellas aguas tenían propiedades para fecundar mi vientre;
por tanto, mientras tanto prefería yacer en otros lechos, con otras mujeres que
fuesen más complacientes y sumisas que yo.
Para
mí, lejos de provocarme celos, era como un resplandor de tranquilidad que me
ayudaba a dormir en paz y armonía, conmigo y con Dios.
Tal
conforme me dijo, fue. Pronto comenzaron los preparativos para mover todo el
sequito de la Corte, además de los Guardias de la Real Persona, más de ciento
cincuenta personas[4]
entre sirvientes, ministros, camareras, y hasta el obispo de Cuenca para
bendecir cada una de nuestras copulaciones. En los días previos fue avanzándome
como habían planeado que sería el tratamiento «termal», que sería diario con
garantía de fecundación.
¿Dónde
esconderse, cuando todos los ojos están pendientes de ti, si antes de suspirar
ya tienes gente alrededor? ¿Qué soy? ¿qué me importan los días y las noches si
no soy dueña de mi persona? Le habría gritado con todas mis fuerzas:
¡vete!¡Fuera de mi vida! Vete de mi vida, eres indigno de mi persona mostrenco
con cetro y corona. Pero nada podía decir, y tampoco pensar siquiera, temía que
el secreto de confesión no estuviera guardado por mi confesor, que babeaba ante
el rey cada vez que mi no amado esposo abría la boca.
Escuché a toda la Corte hablar de mi
obligación de parir un varón, un heredero, como si fuese la más sagrada
eucaristía, la confirmación al bautizo de la primera noche en su lecho. Nadie
tenía en cuenta mis deseos y necesidades. La necesidad y la prioridad es
España, eso dicen, y esa prioridad que necesitaba la patria era dar un heredero
al rey.
—Si ha
de ser como él, mejor que no nazca nunca — pensaba yo.
Y
llegó la hora del viaje, y sus burlas, hasta sobre el nombre del pueblo Beteta:
—Ve
teta, mejor que ver, palpar, y no una, sino dos o más… —el muy ignorante,
babeaba con tan solo pensarlo, sin recatarse ante mi presencia.
Nunca,
en diez años, hube de soportarlo tanto tiempo en un espacio tan reducido como
era el coche donde viajamos a Solán de Cabras, sin más compañía que el marqués
de Sotomayor y la camarera mayor y la marquesa viuda de Vedmar. Fue un viaje
muy pesado y agotador, por malos caminos. Terrible para mí, por su presencia,
soportando sus gracias, que a mí no me hacían reír, más que nada porque tenían
como único objeto hacer reír a su amante favorita, la camarera mayor, y a la
vez humillarme a mí.
—Me
parece que de este viaje vamos a salir todos preñados. Todos… menos la reina.
—Se quejó limpiándose el sudor al salir de Sacedón. Sudando como lo que era.
Por
fin llegamos a Solán de Cabras. Algunos lugareños se habían trasladado hasta
las inmediaciones para aclamar a sus reyes, era preciso ver la cara que ponían
algunos al vernos, sobre todo algunas muchachas, a una de ellas le escuché, o
creí escucharle:
—No se
parece a las monedas, es feo y gordo[6].
Fernando
VII, el rey felón, pintado por Vicente lópez Portaña.
La
cara de asombro de los lugareños era absoluta, sin saber muy bien si aplaudir o
regresar corriendo en dirección a Beteta, Masegosa u otros lugares más
distantes. Nunca habían visto tantos carruajes ni tan lujosos. Por aquellas tierras, en su tiempo, pasaron
muchos soldados durante la guerra de la independencia, tanto españoles como
franceses, más desarrapados que uniformados. Sin embargo, ver a los Guardias de
la Real Persona: alabarderos, coraceros y lanceros, tan lujosamente uniformados
y gallardos, que iban abriendo paso en caballos de bella estampa, les producía
aún más admiración que los lujosos carruajes, e incluso, más que la misma
presencia de los reyes de España.
Beteta |
A los reales sitios de Solán de Cabras, llegamos a última
hora de la tarde muy cansados, y para mi alegría, incumplió su promesa de
llevar a cabo el ritual prometido y fanfarronamente repetido durante el viaje.
Fuimos fugazmente a los baños, más que nada para quitarnos el polvo del camino,
cenamos y, me preparé por si acaso le apetecía a su majestad; aunque, ya sabía
que no vendría. Durante la cena, mientras bostezaba fingiendo cansancio, miraba
con torpe disimulo a una chiquilla de no más de dieciséis años. Conociéndole,
supe que ella sería su próxima virgen y mártir que pasaría por su lecho, porque
él nunca aceptaba el no por respuesta, ya buscaría la forma y el modo.
Al día
siguiente continuamos el ritual: toma de aguas, paseos, cada cual, por su lado,
cada cual, con sus acompañantes. Temiendo su presencia, más que
deseándola. A la hora de la siesta pasó
el señor obispo por mi alcoba, sin llamar, bendiciendo el lecho y a mi persona.
Al rato llegó su majestad, que, habiendo bebido más buen vino, que las
milagrosas aguas de Solán de Cabras, y habiendo pasado la noche en vela con
aquella chiquilla, antes de llegar ya estaba dormido. Debo confesar que nada
hice por despertarle. Los siguientes
días cambió la historia, por la mañana tomábamos los baños por separado, yo con
la marquesa de Vedmar y doña Carlota Sánchez. Nos sentábamos en las mesas por
separado. No dijo nada su majestad sobre
dormir la siesta, así que, nada más comer, las azafatas, la condesa de Vedmar y
doña Carlota Sánchez y mi moza de retrete, por si surgía cualquier incidencia,
decidimos dar un paseo por aquellos bellos parajes, a falta de algo más
interesante que hacer. Incluso, tome la decisión de prescindir de la escolta de
los Guardias de la Real Persona, pues salvo el canto de los ruiseñores y las
chicharras, dudaba, que aparte de las cabras, hubiese otros moradores. Pensé,
que, tal vez, su majestad cogería el mismo camino que nosotras; pero no, él
tomó otro distinto, y con escolta, no solo de los Guardias de la Real Persona,
que le debían obediencia ciega, sorda y muda.
Caminamos
hastiadas por aquellos parajes, entre pinos, tilos, algún avellano; incluso
algún cerezo, desde donde contemplábamos a lo lejos el volar de algunos
pájaros, águilas o gavilanes. La visión era bella, pero la conversación tediosa
y por repetitiva monótona; pero, ¿qué hacer, aparte de rezar, si no nos daban
otra opción? Él rey, sí disfrutaba otros
entretenimientos dentro de los reales sitios o fuera de ellos. Además de las noches,
alguna siesta, tampoco la pasó en soledad. Otras veces aprovechaba para ir a
cazar, y algunos días no aparecía hasta la noche. Por las noches, cumplía su
compromiso, y yo, resignada el mío.
Ya,
cuando el hastío resultaba insoportable en aquel maravilloso lugar, ocurrió
algo imprevisto que cambió todo. Quise realizar el trayecto yo sola, necesitaba
rezar, encontrarme con Dios. Así que pedí a mis damas de compañía que se
quedasen abajo, cosa que agradecieron, ni sus pies ni los míos estaban hechos
para pisar piedras. Quería meditar en soledad, sobre muchas cosas, sobre mi
condición de esposa, de reina y tal vez de madre. Ninguna de las tres anhelaba,
ni mucho menos me entusiasmaba, y a todas me resignaba, siempre que Dios
tuviese a bien librarme de las obligaciones de cada una de ellas. Rezando subí la empinada senda hasta el
mirador, adentrándome algunos pasos entre la arboleda.
Me
encontraba de rodillas con las palmas unidas y los ojos puestos en el cielo
cuando apareció un cabritillo inmaculado, que, interpreté como la señal divina
de que Dios escucharía mis suplicas, me quedaría preñada, y mi no amado esposo,
al tener su heredero, me permitiría retirarme a un convento para dedicar mi
vida al Señor o me llevase con él. Como si se tratase del bien y el mal, cuando
acariciaba aquel blanco cabritillo, apareció una serpiente. Yo, que tanto
ansiaba la muerte, el pánico paralizó todo mi ser, hasta el punto de ser
incapaz de gritar. Solo pude musitar:
—Señor
Jesús, ven a mí, tú eres mi pastor y señor…
Entonces
apareció él, Jesús. Se trataba de un joven pastor, de no más de veinte años.
Con su bastón golpeó la cabeza de la serpiente, separándola del cuerpo como si
fuese un cuchillo, y la retiró muerta de mi vista. Temblando me abracé a él, sintiendo en sus brazos
la protección que nunca antes había sentido en los de mi no amado esposo.
Llegué incluso a besarle en la mejilla, agradecida.
—Tranquila
señora. Es solo una culebra, no era ni siquiera peligrosa. Solo era eso, una
culebra —me susurró al oído, mientras pasaba delicadamente su mano por mi espalda
para tranquilizarme, sin propasar ni medio dedo su final.
Entre
temblores, lloros e hipidos, le agradecí al joven pastor su valentía, vi sus
ojos verdes, risueños, llenos de vida, me quedé embelesada en sus agradables
facciones, en sus ojos… y sentí un deseo desconocido: besarle los labios. Solo
el fuerte olor a cabra que desprendía, y mi decencia cristiana, me impidió
hacerlo. Aunque no me consta, no lo recuerdo, ni tengo constancia de ello, algo
debí gritar, pues los gritos de mis damas de compañía escuché llamándome
alarmadas.
—Por
favor, váyase buen rustico, no ponga en duda mi virtud. Mañana a esta hora
venga, le recompensaré —le rogué, como antes había rogado al Señor.
Al
instante desapareció con el cabritillo en brazos. Me recompuse como pude y comencé
a bajar intentando aparentar tranquilidad. Aquella noche, mientras su majestad
tomaba posesión de mi cuerpo, pensé en aquel joven pastor, que además tenía por
nombre Jesús. Especulé que me lo había mandado el Buen Pastor, el mismo Señor
Jesús, como respuesta a mis plegarias.
El pensar en Jesús me hizo más llevadero el ser poseída por aquel ser
grotesco, que era mi no amado esposo.
No fui
capaz de regresar al día siguiente, sentía remordimientos de conciencia por
desear ser abrazada, besada y amada por aquel cabrero, que olía a cabras y,
que; a pesar de todo, me producía menos nauseas que su católica majestad. Fingí
estar indispuesta, y aquella tarde me quedé en mis aposentos, fantaseando, por
primera vez en mi vida, con un hombre. Por la noche llegó el rey, y se me hizo
más placentero, que otras veces, pensando en el cabrero. Aquella noche soñé con
él, y entre sueños noté que algo fluía desde mi interior, desperté asustada;
pero, la sensación no podía ser más placentera. Entonces, pensé, que eso era lo
que sentían las mujeres cuando eran amadas de verdad, cuando en lugar de sufrir
por compartir lecho con alguien a quien no amas, lo haces con la persona amada
y gozas de los deleites del amor.
Al
segundo día, que sería el último que estaría en Solán de Cabras, no pude evitar
caer en la tentación. Preparé unas monedas y una sortija para recompensar a mi
buen pastor. Pedí a mis damas, de nuevo, que me dejasen sola, y que nadie me
molestase en mi recogimiento y soledad.
Apenas
llevaba unos minutos de rezos, pidiéndole al Señor que se cumpliese en mí su
voluntad, cuando apareció él, Jesús. Llevaba camisa y pantalón humildes pero
limpios, pulcramente afeitado, y no olía a cabras, sino a romero y tomillo, los
jilgueros cantaban alegres aquella tarde de finales de agosto, las chicharras
anunciaban la tormenta que estaba a punto de suceder, me dejé llevar y solo
pude musitar antes de besar sus labios con aroma a hierbabuena…
—Señor,
hágase en mi tu voluntad.
Y la
voluntad del Señor, se cumplió, la de Jesús también, y así como nunca antes vi
el cielo en los brazos de mi nada amado y zafio esposo. Aquel día lo tengo por
el más dichoso de mi existencia, pues sin necesidad de morir toqué el cielo y
supe lo que era la gloria en la tierra varias veces y todas en el mismo día,
gracias a un rustico pastor de manos ásperas y ternura infinita que sin
necesidad de buscar encontró el modo para que aquellas manos de cabrero fueran
las que más tiernas y placenteras caricias recibí de hombre alguno. Sus labios, fueron colibrís aleteando en cada
uno de los pliegues de mi piel, sin dejar rincón por recorrer. Mis labios
fueron diestros aprendices en explorar aquel cuerpo con aroma a espliego y
queso fresco, y como tal lo saboreé hasta desfallecer. Habría muerto con gusto
antes de volver con aquel monstruo con corona, sin importarme ser la pastora
que Jesús me pedía con la mirada, con sus caricias y besos, pero mi felicidad,
como mi vida fue efímera…
—¡Majestad,
majestad! —escuché el grito desesperado
de doña Carlota.
Difícil
de justificar mi mal ajustado vestido, mucho menos la expresión entre asustada
y placentera de mi rostro, temía no poder disimular mi gozo. Inútil hubiera sido, más cuando doña Carlota
llegó a ver a Jesús esconderse. Con disimulo me ayudó a adecentarme.
—¿Ha
tropezado su majestad? —preguntó con maldad.
—Tropecé
doña Carlota, pero no sentí dolor —contesté sin fingir el arrepentimiento que
no tenía.
Ya
abajo escuché la risa de mi esposo, por algo que le decía a su amante. Al verme
movió la cabeza.
—Vaya
la presencia de reina malparida que Dios me ha dado…
—No
haga caso majestad, que mucho tardaba en mugir el toro…—me dijo al oído doña
Carlota.
Y a partir de ese momento, escuchar a mi esposo era como escuchar mugir a un toro o gruñir a un cerdo. He de decir, que, si bien no volví a ver a Jesús en persona, me bastaba para llegar al cielo pensar en él en la soledad de mi alcoba, mientras, mugía el buey.
[1] Amalia de
Sajonia llegó para casarse con su primo Fernando VII, procedente de un
convento, sin la menor noción sobre sus «deberes» conyugales. Al entrar en la alcoba excitado el rey, con
su descomunal miembro, sufría macrosomía genital, Fernando VII poseía un pene
de tales dimensiones que sus médicos le fabricaron una almohadilla circular con
un agujero central para que pudiera llevar a cabo la cúpula sin provocar
desgarros. Fue tal el pavor que despertó los impulsos sexuales de Fernando VII,
que tras correr por la habitación huyendo de él, cuando este consiguió «darle
caza»,
la pobre chiquilla se hizo aguas menores y mayores encima, provocando la ira
del rey felón, que llamó a la princesa María Teresa de Braganza, la cual se
negó ya que era hermana de Isabel de Braganza, la anterior esposa de
Fernando. Entonces encomendaron la
misión a la camarera mayor, la cual también se negó, alegando que «nunca
se había fijado en las cosas que su marido le hacía en la cama».
Al final la chiquilla accedió, aunque para posteriores relaciones hubo de
intervenir el mismo Papa.
[2] El rey
un fumador empedernido de cigarros, lo que le hacía tener un aliento fétido.
[3] María
Luisa de Parma, esposa de Carlos IV y que tuvo como amante a Godoy, entre
otros, dijo a su confesor:
—Con la muerte de mi marido se acaba la dinastía
Borbón, pues ninguno de mis hijos fue engendrado por él.
[4] 164
personas, además de los Guardias de la Real Persona (Guardia Real).
Leer en la Revista Mansiegona nº 12
Fernando VII, el rey felón, pintado por Vicente lópez Portaña. |
Beteta |
Solán de Cabras |
No hay comentarios:
Publicar un comentario