lunes, 8 de enero de 2018

El viaje de Amalia de Sajonia a Solán de Cabras (Revista Mansiegona- Descargar PDF)

  Gracias a Jorge Garrosa, editor de la revista cultural Mansiegona, he tenido la oportunidad de participar con un relato de juventud, inspirado en uno de los más maravillosos parajes de la geografía conquense, castellana y española, el paraje natural de Solán de Cabras. 

Allá por el año 1990 tuve la oportunidad de pasar un par de noches en el balneario, donde pude recorrer el Camino del Rey (Fernando VII) y el Camino de la Reina (María Josefa Amalia de Sajonia). Me llamó la atención una placa que recuerda la estancia de ambos reyes en tan maravilloso paraje, donde buscaba el rey felón engendrar un heredero gracias a las aguas de Solán de Cabras.

Me dio por escribir entonces un relato sobre María Josepha, Amalia, Beatrix, Xaveria, Vincentia, Aloysia, Franziska de Paula, Franziska de Chantal, Anna, Apollonia, Johanna, Nepomucena, Walburga, Theresia, Ambrosia, tercera esposa del rey felón, y que, a pesar de las aguas termales y de los vanos intentos del monarca, tampoco tuvo descendencia.

De Amalia de Sajonia, cuenta la historia que nunca conoció el amor, o tal vez, contra todo pronóstico sí conoció el amor, y además fue en Solán de Cabras (Beteta, provincia de Cuenca).

Este es un cuento de amor, no de príncipes y princesas, sino de reyes y reinas, que intenta mostrar y demostrar, que los reyes y reinas, también son humanos, y en ocasiones, incluso, más humanos que sus sumisos súbditos...

 

El viaje de Amalia de Sajonia a Solán de Cabras

 

Yo, María Josepha Amalia Von Sachsen, pasaré a la historia con más pena que gloria, por lo que ocurrido en mi noche de bodas[1].  Casi diez años después estoy a las puertas de la muerte, y aunque, estamos en la florida primavera, siento la nieve fría en mis pies, en mi pecho y en mi corazón donde albergo añoranzas de un efímero amor, y que hoy quiero recordar para desmentir aquello que sin duda dirán de mí:

—La reina Amalia nunca conoció el amor.

No les faltará razón a quien lo piense, no conocí en diez años tiernas caricias, dulces palabras, susurros llenos de ternura, el amor de un hombre, salvo unos efímeros; pero, intensos momentos en el paraje de Solán de Cabras.

Llegué a España para ser reina, siendo todavía una niña, para desposarme con un rey veinte años más viejo que yo. De nada sirvieron mis deseos de desposarme con Jesús Nuestro Señor, y tomar los hábitos como era mi ferviente deseo. Acepté con resignación cristiana los deseos de mi amado padre, al que nunca perdonaré que me entregase a un monstruo que sumió mi corazón en las penumbras del temor, convirtiendo mi vida en un permanente naufragio, en el cual la desesperación y el anhelo por morir fue mi principal ambición.

Mi noche de bodas, fue de todo menos de miel, mucho se ha hablado de ella, y de lo acontecido, siempre con algún adorno grotesco que no viene a cuento. Toda novia espera un gran descubrimiento que le haga gozar, yo ni siquiera esperaba eso, nadie me dijo nada de que el pecado fuera necesario, nadie. Cuando me lo dijeron, y me hablaron del placer, de que podría llegar a ver Dios a través de las caricias del hombre amado, del cariño del esposo, acepté con cristiana resignación. Sí, hasta su Santidad así me lo aseguró.

 Nunca disfruté de ese placer, el yacer con mi no amado esposo era como estar en la sala de torturas de la Inquisición, un martirio para llegar a la santidad, un infierno en vida, un ganarse el cielo a través del martirio. Jamás recibí una caricia de mí no amado esposo, a no ser que su brutal manoseo babeante pueda llegar a llamarse caricias.  Nunca una palabra de amor escuché de sus labios, como no fuese para alguna de sus muchas amantes.

Pronto supe que cuando una mujer le entraba por el ojo, sin encomendarse ni en Dios ni en el diablo, terminaban yaciendo con él, por las buenas o por las malas. Bien es sabido lo sucedido a Gertrudis Romero, la bella viuda, y que fue viuda gracias a él. Dio orden de envenenar a su marido, y con amenazas y chantajes de todo tipo la tuvo en su lecho. Nunca conocí persona más abominable ni retorcida que mi nada amado esposo.

 Sentir su pesado cuerpo sobre mi vientre, me provocaba terror y espanto.  Sus fétidos besos[2], náuseas de vomitar hasta las primeras leches que mamé. Los preliminares, un sudor frío que me hacía ansían la muerte. Afortunadamente el suplicio al que me sometía duraba lo que dura un abrir y cerrar de ojos, entraba cual punzante y doloroso puñal abriendo mi vientre en dos, se derramaba y salía con la misma violenta premura.

Después de seis años de frustración y resignación, sabiendo que me estaba ganando el cielo a base de vivir en el infierno, cierta noche, el rey entró en mi dormitorio, no para descargar su pecaminosa lujuria sobre mí y marcharse, sino para decirme, que por fin sus consejeros habían dado con la solución para mi infertilidad. Que mi yermo vientre se tornaría fecundo valle del que saldría su heredero. Callé, tampoco habría servido de nada negarme. Como todas las escasas noches que entraba en mi alcoba, no quise ser muralla y antes de que me empujase él, fui hacia la cama y me levanté las enaguas. La tortura cuanto antes pase mejor. Para que me fuese más leve pensaba en el canto de ruiseñores y los jilgueros, allá en Aranjuez, al tiempo que rezaba una oración al Señor, para que, como siempre, terminase antes de empezar. Fue entonces, una vez más, con sus palabras, me pegó otra bofetada de las suyas:

—No seas obscena. No pienso tocarte mientras no haya garantías de que seas capaz de engendran algo que no sea mi mal genio.

¿Cuánto pánico puede llegar a acumular una mujer tras la puerta de su alcoba? Imagino a esas mujeres que no precisan de guardar la apariencia, en eso tengo suerte, nunca me pegó ahí donde nadie lo pudiera siquiera adivinar.

—Pienso respetar tu cuerpo y guardar abstinencia contigo —dijo, y salió de la estancia, dejándome tirada sobre la cama, solo le faltó escupirme para mostrarme su desprecio.

  Esto era algo nuevo para mí, no entrando más de dos o tres veces al mes en mi alcoba, siempre actuaba igual, desgarraba mis vestidos y me ensartaba con brutal violencia, ni un beso, ni una caricia, ni tan siquiera una palabra de cariño, como ya dije antes.

Me informó de que existían unas aguas milagrosas que actuaban sobre la fertilidad de las mujeres estériles. Y que por tanto no pensaba tocarme hasta que tuviese garantías de que sería para tener su heredero. También me dijo que la nuera del conde de Torremúzquiz, era la prueba viviente de ello. Y, sin más, se marchó en busca de lo que en mi despreciaba, casi tanto como yo.

Durante los meses restantes hasta el viaje, no me visitó una sola noche, ni tan siquiera para humillarme o someterme a la tortura cotidiana del apuñalamiento de mi vientre. Mi habitación se convirtió en un desierto para su presencia y su omnipotencia algo que parecía no existir para mí, hasta a las recepciones de embajadores acudía con sus amantes. Tuve claro, que yo para él era tan solo la matriz que necesitaba para tener un heredero que no fuese bastardo, como él[3].  Él, confiaba ciegamente en los criterios que le aseguraban que aquellas aguas tenían propiedades para fecundar mi vientre; por tanto, mientras tanto prefería yacer en otros lechos, con otras mujeres que fuesen más complacientes y sumisas que yo.

Para mí, lejos de provocarme celos, era como un resplandor de tranquilidad que me ayudaba a dormir en paz y armonía, conmigo y con Dios.

Tal conforme me dijo, fue. Pronto comenzaron los preparativos para mover todo el sequito de la Corte, además de los Guardias de la Real Persona, más de ciento cincuenta personas[4] entre sirvientes, ministros, camareras, y hasta el obispo de Cuenca para bendecir cada una de nuestras copulaciones. En los días previos fue avanzándome como habían planeado que sería el tratamiento «termal», que sería diario con garantía de fecundación.

¿Dónde esconderse, cuando todos los ojos están pendientes de ti, si antes de suspirar ya tienes gente alrededor? ¿Qué soy? ¿qué me importan los días y las noches si no soy dueña de mi persona? Le habría gritado con todas mis fuerzas: ¡vete!¡Fuera de mi vida! Vete de mi vida, eres indigno de mi persona mostrenco con cetro y corona. Pero nada podía decir, y tampoco pensar siquiera, temía que el secreto de confesión no estuviera guardado por mi confesor, que babeaba ante el rey cada vez que mi no amado esposo abría la boca.

 Escuché a toda la Corte hablar de mi obligación de parir un varón, un heredero, como si fuese la más sagrada eucaristía, la confirmación al bautizo de la primera noche en su lecho. Nadie tenía en cuenta mis deseos y necesidades. La necesidad y la prioridad es España, eso dicen, y esa prioridad que necesitaba la patria era dar un heredero al rey.

—Si ha de ser como él, mejor que no nazca nunca — pensaba yo.

Y llegó la hora del viaje, y sus burlas, hasta sobre el nombre del pueblo Beteta:

—Ve teta, mejor que ver, palpar, y no una, sino dos o más… —el muy ignorante, babeaba con tan solo pensarlo, sin recatarse ante mi presencia.

Nunca, en diez años, hube de soportarlo tanto tiempo en un espacio tan reducido como era el coche donde viajamos a Solán de Cabras, sin más compañía que el marqués de Sotomayor y la camarera mayor y la marquesa viuda de Vedmar. Fue un viaje muy pesado y agotador, por malos caminos. Terrible para mí, por su presencia, soportando sus gracias, que a mí no me hacían reír, más que nada porque tenían como único objeto hacer reír a su amante favorita, la camarera mayor, y a la vez humillarme a mí.

—Me parece que de este viaje vamos a salir todos preñados. Todos… menos la reina. —Se quejó limpiándose el sudor al salir de Sacedón. Sudando como lo que era.

Por fin llegamos a Solán de Cabras. Algunos lugareños se habían trasladado hasta las inmediaciones para aclamar a sus reyes, era preciso ver la cara que ponían algunos al vernos, sobre todo algunas muchachas, a una de ellas le escuché, o creí escucharle:

—No se parece a las monedas, es feo y gordo[6].

Fernando VII, el rey felón, pintado por Vicente lópez Portaña.

La cara de asombro de los lugareños era absoluta, sin saber muy bien si aplaudir o regresar corriendo en dirección a Beteta, Masegosa u otros lugares más distantes. Nunca habían visto tantos carruajes ni tan lujosos.  Por aquellas tierras, en su tiempo, pasaron muchos soldados durante la guerra de la independencia, tanto españoles como franceses, más desarrapados que uniformados. Sin embargo, ver a los Guardias de la Real Persona: alabarderos, coraceros y lanceros, tan lujosamente uniformados y gallardos, que iban abriendo paso en caballos de bella estampa, les producía aún más admiración que los lujosos carruajes, e incluso, más que la misma presencia de los reyes de España.

Beteta

A los reales sitios de Solán de Cabras, llegamos a última hora de la tarde muy cansados, y para mi alegría, incumplió su promesa de llevar a cabo el ritual prometido y fanfarronamente repetido durante el viaje. Fuimos fugazmente a los baños, más que nada para quitarnos el polvo del camino, cenamos y, me preparé por si acaso le apetecía a su majestad; aunque, ya sabía que no vendría. Durante la cena, mientras bostezaba fingiendo cansancio, miraba con torpe disimulo a una chiquilla de no más de dieciséis años. Conociéndole, supe que ella sería su próxima virgen y mártir que pasaría por su lecho, porque él nunca aceptaba el no por respuesta, ya buscaría la forma y el modo.

Al día siguiente continuamos el ritual: toma de aguas, paseos, cada cual, por su lado, cada cual, con sus acompañantes. Temiendo su presencia, más que deseándola.  A la hora de la siesta pasó el señor obispo por mi alcoba, sin llamar, bendiciendo el lecho y a mi persona. Al rato llegó su majestad, que, habiendo bebido más buen vino, que las milagrosas aguas de Solán de Cabras, y habiendo pasado la noche en vela con aquella chiquilla, antes de llegar ya estaba dormido. Debo confesar que nada hice por despertarle.  Los siguientes días cambió la historia, por la mañana tomábamos los baños por separado, yo con la marquesa de Vedmar y doña Carlota Sánchez. Nos sentábamos en las mesas por separado.  No dijo nada su majestad sobre dormir la siesta, así que, nada más comer, las azafatas, la condesa de Vedmar y doña Carlota Sánchez y mi moza de retrete, por si surgía cualquier incidencia, decidimos dar un paseo por aquellos bellos parajes, a falta de algo más interesante que hacer. Incluso, tome la decisión de prescindir de la escolta de los Guardias de la Real Persona, pues salvo el canto de los ruiseñores y las chicharras, dudaba, que aparte de las cabras, hubiese otros moradores. Pensé, que, tal vez, su majestad cogería el mismo camino que nosotras; pero no, él tomó otro distinto, y con escolta, no solo de los Guardias de la Real Persona, que le debían obediencia ciega, sorda y muda.

Caminamos hastiadas por aquellos parajes, entre pinos, tilos, algún avellano; incluso algún cerezo, desde donde contemplábamos a lo lejos el volar de algunos pájaros, águilas o gavilanes. La visión era bella, pero la conversación tediosa y por repetitiva monótona; pero, ¿qué hacer, aparte de rezar, si no nos daban otra opción?  Él rey, sí disfrutaba otros entretenimientos dentro de los reales sitios o fuera de ellos. Además de las noches, alguna siesta, tampoco la pasó en soledad. Otras veces aprovechaba para ir a cazar, y algunos días no aparecía hasta la noche. Por las noches, cumplía su compromiso, y yo, resignada el mío.

Ya, cuando el hastío resultaba insoportable en aquel maravilloso lugar, ocurrió algo imprevisto que cambió todo. Quise realizar el trayecto yo sola, necesitaba rezar, encontrarme con Dios. Así que pedí a mis damas de compañía que se quedasen abajo, cosa que agradecieron, ni sus pies ni los míos estaban hechos para pisar piedras. Quería meditar en soledad, sobre muchas cosas, sobre mi condición de esposa, de reina y tal vez de madre. Ninguna de las tres anhelaba, ni mucho menos me entusiasmaba, y a todas me resignaba, siempre que Dios tuviese a bien librarme de las obligaciones de cada una de ellas.  Rezando subí la empinada senda hasta el mirador, adentrándome algunos pasos entre la arboleda. 

Me encontraba de rodillas con las palmas unidas y los ojos puestos en el cielo cuando apareció un cabritillo inmaculado, que, interpreté como la señal divina de que Dios escucharía mis suplicas, me quedaría preñada, y mi no amado esposo, al tener su heredero, me permitiría retirarme a un convento para dedicar mi vida al Señor o me llevase con él. Como si se tratase del bien y el mal, cuando acariciaba aquel blanco cabritillo, apareció una serpiente. Yo, que tanto ansiaba la muerte, el pánico paralizó todo mi ser, hasta el punto de ser incapaz de gritar. Solo pude musitar:

—Señor Jesús, ven a mí, tú eres mi pastor y señor…

Entonces apareció él, Jesús. Se trataba de un joven pastor, de no más de veinte años. Con su bastón golpeó la cabeza de la serpiente, separándola del cuerpo como si fuese un cuchillo, y la retiró muerta de mi vista.  Temblando me abracé a él, sintiendo en sus brazos la protección que nunca antes había sentido en los de mi no amado esposo. Llegué incluso a besarle en la mejilla, agradecida.

—Tranquila señora. Es solo una culebra, no era ni siquiera peligrosa. Solo era eso, una culebra —me susurró al oído, mientras pasaba delicadamente su mano por mi espalda para tranquilizarme, sin propasar ni medio dedo su final.

Entre temblores, lloros e hipidos, le agradecí al joven pastor su valentía, vi sus ojos verdes, risueños, llenos de vida, me quedé embelesada en sus agradables facciones, en sus ojos… y sentí un deseo desconocido: besarle los labios. Solo el fuerte olor a cabra que desprendía, y mi decencia cristiana, me impidió hacerlo. Aunque no me consta, no lo recuerdo, ni tengo constancia de ello, algo debí gritar, pues los gritos de mis damas de compañía escuché llamándome alarmadas.

—Por favor, váyase buen rustico, no ponga en duda mi virtud. Mañana a esta hora venga, le recompensaré —le rogué, como antes había rogado al Señor.

Al instante desapareció con el cabritillo en brazos. Me recompuse como pude y comencé a bajar intentando aparentar tranquilidad. Aquella noche, mientras su majestad tomaba posesión de mi cuerpo, pensé en aquel joven pastor, que además tenía por nombre Jesús. Especulé que me lo había mandado el Buen Pastor, el mismo Señor Jesús, como respuesta a mis plegarias.  El pensar en Jesús me hizo más llevadero el ser poseída por aquel ser grotesco, que era mi no amado esposo.

No fui capaz de regresar al día siguiente, sentía remordimientos de conciencia por desear ser abrazada, besada y amada por aquel cabrero, que olía a cabras y, que; a pesar de todo, me producía menos nauseas que su católica majestad. Fingí estar indispuesta, y aquella tarde me quedé en mis aposentos, fantaseando, por primera vez en mi vida, con un hombre. Por la noche llegó el rey, y se me hizo más placentero, que otras veces, pensando en el cabrero. Aquella noche soñé con él, y entre sueños noté que algo fluía desde mi interior, desperté asustada; pero, la sensación no podía ser más placentera. Entonces, pensé, que eso era lo que sentían las mujeres cuando eran amadas de verdad, cuando en lugar de sufrir por compartir lecho con alguien a quien no amas, lo haces con la persona amada y gozas de los deleites del amor.

Al segundo día, que sería el último que estaría en Solán de Cabras, no pude evitar caer en la tentación. Preparé unas monedas y una sortija para recompensar a mi buen pastor. Pedí a mis damas, de nuevo, que me dejasen sola, y que nadie me molestase en mi recogimiento y soledad.

Apenas llevaba unos minutos de rezos, pidiéndole al Señor que se cumpliese en mí su voluntad, cuando apareció él, Jesús. Llevaba camisa y pantalón humildes pero limpios, pulcramente afeitado, y no olía a cabras, sino a romero y tomillo, los jilgueros cantaban alegres aquella tarde de finales de agosto, las chicharras anunciaban la tormenta que estaba a punto de suceder, me dejé llevar y solo pude musitar antes de besar sus labios con aroma a hierbabuena…

—Señor, hágase en mi tu voluntad.

Y la voluntad del Señor, se cumplió, la de Jesús también, y así como nunca antes vi el cielo en los brazos de mi nada amado y zafio esposo. Aquel día lo tengo por el más dichoso de mi existencia, pues sin necesidad de morir toqué el cielo y supe lo que era la gloria en la tierra varias veces y todas en el mismo día, gracias a un rustico pastor de manos ásperas y ternura infinita que sin necesidad de buscar encontró el modo para que aquellas manos de cabrero fueran las que más tiernas y placenteras caricias recibí de hombre alguno.  Sus labios, fueron colibrís aleteando en cada uno de los pliegues de mi piel, sin dejar rincón por recorrer. Mis labios fueron diestros aprendices en explorar aquel cuerpo con aroma a espliego y queso fresco, y como tal lo saboreé hasta desfallecer. Habría muerto con gusto antes de volver con aquel monstruo con corona, sin importarme ser la pastora que Jesús me pedía con la mirada, con sus caricias y besos, pero mi felicidad, como mi vida fue efímera…

—¡Majestad, majestad!  —escuché el grito desesperado de doña Carlota.

Difícil de justificar mi mal ajustado vestido, mucho menos la expresión entre asustada y placentera de mi rostro, temía no poder disimular mi gozo.  Inútil hubiera sido, más cuando doña Carlota llegó a ver a Jesús esconderse. Con disimulo me ayudó a adecentarme.

—¿Ha tropezado su majestad? —preguntó con maldad.

—Tropecé doña Carlota, pero no sentí dolor —contesté sin fingir el arrepentimiento que no tenía.

 

Ya abajo escuché la risa de mi esposo, por algo que le decía a su amante. Al verme movió la cabeza.

—Vaya la presencia de reina malparida que Dios me ha dado…

—No haga caso majestad, que mucho tardaba en mugir el toro…—me dijo al oído doña Carlota.

Y a partir de ese momento, escuchar a mi esposo era como escuchar mugir a un toro o gruñir a un cerdo. He de decir, que, si bien no volví a ver a Jesús en persona, me bastaba para llegar al cielo pensar en él en la soledad de mi alcoba, mientras, mugía el buey.



[1] Amalia de Sajonia llegó para casarse con su primo Fernando VII, procedente de un convento, sin la menor noción sobre sus «deberes» conyugales.  Al entrar en la alcoba excitado el rey, con su descomunal miembro, sufría macrosomía genital, Fernando VII poseía un pene de tales dimensiones que sus médicos le fabricaron una almohadilla circular con un agujero central para que pudiera llevar a cabo la cúpula sin provocar desgarros. Fue tal el pavor que despertó los impulsos sexuales de Fernando VII, que tras correr por la habitación huyendo de él, cuando este consiguió «darle caza», la pobre chiquilla se hizo aguas menores y mayores encima, provocando la ira del rey felón, que llamó a la princesa María Teresa de Braganza, la cual se negó ya que era hermana de Isabel de Braganza, la anterior esposa de Fernando.  Entonces encomendaron la misión a la camarera mayor, la cual también se negó, alegando que «nunca se había fijado en las cosas que su marido le hacía en la cama». Al final la chiquilla accedió, aunque para posteriores relaciones hubo de intervenir el mismo Papa.

[2] El rey un fumador empedernido de cigarros, lo que le hacía tener un aliento fétido.

[3] María Luisa de Parma, esposa de Carlos IV y que tuvo como amante a Godoy, entre otros, dijo a su confesor:

—Con la muerte de mi marido se acaba la dinastía Borbón, pues ninguno de mis hijos fue engendrado por él.


Fernando VII, el rey felón, pintado por Vicente lópez Portaña.


Beteta

  
Solán de Cabras




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