Nada más placentero para quienes amamos la lectura que
poder oler la tinta, el papel, acariciar el lomo y sobre todo disfrutar de la lectura…
Sin embargo, ¿Cuántos libros compramos que después no
leemos? Un libro es como una comida exótica que al primer bocado te encanta o
rechaza tu paladar. Los libros son caros, afortunadamente existen las
bibliotecas públicas, pero no son suficiente, y no siempre está disponible el
libro que deseamos leer. La solución comprar el libro, arriesgándote, como esa
comida exótica, a que no te guste.
Esa es la razón, por la cual, quiero ofrecer al posible lector
que pruebe Caricias rotas, que le pegue un buen bocado y después decida si
realmente desea comprarlo.
Solo añadir que la segunda edición que saldrá en fechas próximas, incluye el prólogo del escritor y psicólogo de reconocido prestigio Antonio Andújar Castro, al cual agradezco su colaboración.
A continuación puedes leer los cuatro primeros capítulos, el libro completo puedes comprarlo a través de Amazon en versión digital o papel, también poniéndote en contacto conmigo a través del correo electrónico fmlarenas@hotmail.com
Solo añadir que la segunda edición que saldrá en fechas próximas, incluye el prólogo del escritor y psicólogo de reconocido prestigio Antonio Andújar Castro, al cual agradezco su colaboración.
A continuación puedes leer los cuatro primeros capítulos, el libro completo puedes comprarlo a través de Amazon en versión digital o papel, también poniéndote en contacto conmigo a través del correo electrónico fmlarenas@hotmail.com
También puedes descargarte los cuatro primeros capítulos gratis
Paco Arenas
Caricias rotas
A ellas
Las cadenas y los muros del hogar
son casi siempre invisibles.
Luis Rojas Marcos, psiquiatra
Nunca dejes de sonreír, ni siquiera
cuando estés triste, porque nunca sabes quién se puede enamorar de tu sonrisa.
Gabriel García Márquez
“—No quiero que borres su huella,
sino que marques la tuya, no quiero olvidar sus risas que tanto ame, sino
escuchar las tuyas y llegar a amarlas tanto como ame las suyas…”
Caricias
rotas (Paco Arenas
Índice
Prólogo
de Antonio Andújar Castro
1 Cuentos de hadas escondidos en un
portarretratos de plata
2 Mi amor, no volverá a ocurrir,mi amor…
3 Perder el miedo
4 Maquillaje
5 La primera señal
6 Rosas rojo pasión…
7 Las cicatrices del alma no las cubre un
pintalabios
8 Luna de “hiel”
9 Quiero matarte a besos
10 Magaluf
11 Noche memorable
12 Al vaivén de las olas
13 El santuario profanado
14 Ríos de lava
15 Las estrellas brillan tristes en la noche
16 Ensaimadas ensangrentadas
17 Los hombres, a veces, son muy
especiales
18 El marido perfecto
19 Fútbol, toros
y amigos
20 La visita
21 Cosas de familia
22 Ilusiones rotas en una caja de zapatos
23 La vida a patadas
24 La vida es bella
25 Sé que en algún lugar del mundo,
existe una rosa única…
Antonio Andújar Castro
(Psicólogo
y escritor)
Cuando finalicé la lectura de Caricias rotas tuve que
seguir meditando. Tampoco lo quise evitar mientras leía sus páginas, no podía
avanzar si no me paraba a pensar. Por eso me adentré con sigilo en la trama,
con respeto, con la mente abierta y la atención dispuesta a lo que pudiera
hallar. Necesitaba detenerme con cautela en las estaciones de mis sentimientos
y reflexionar, con abstracción, sobre los pensamientos y las emociones del ser
humano, hombre y mujer, pero también sobre nuestros instintos más naturales,
desnudos y expuestos con inteligencia por el autor. Y es entonces cuando podía
aparecer el vértigo. Pero era necesario leer y sentir, entender tanto la
superficialidad como el fondo de la obra. Debía avanzar y experimentar la
emoción del sufrimiento, porque la vida misma también lo es, pero no siempre si
sabemos canalizarlo y derivarlo hacia el camino más adecuado.
La lectura de Caricias rotas me ha provocado un gran
interés y preocupación. Interés por entender la naturaleza de los actos, los
modelos educativos reflejados en los personajes o en las personas de la vida
real. Y preocupación por la extensión que está alcanzando la temática reflejada
en la obra, a nivel social, en los sectores más jóvenes de la población y, en
general, en cualquier edad. Preocupante involución. La historia que ha querido
plasmar el autor ocurrió hace algunas décadas, pero ni es lejana ni es irreal.
Es conveniente que esta lectura tenga un gran alcance
y que caiga en manos de lectores y lectoras. Puede ocurrir que alguien que se
deje llevar por la trama de este interesante libro esté sufriendo algún tipo de
acoso o maltrato, o conozca de alguien que esté pasando por cualquiera de estas
situaciones, las que pueden considerarse graves y las que son muy peligrosas.
Si es así, hay que actuar, frenar el desprecio, la bofetada o la vejación. Vale
la pena dar el paso y denunciar. Sí hay que denunciar. Tanto quien agrede como
quien es agredido o agredida merecen cambiar su vida.
Prestemos atención a nuestras expresiones: “No es fácil decidir qué hacer” “Sin él o ella estoy perdido/a” “Las consecuencias pueden ser terribles”
u otras frases que tendríamos que reflexionar y permitirnos cambiar antes de
volver a decirlas. En una gran mayoría de casos, quien maltrata o es maltratado
o maltratada muestra una gran debilidad y precaria autoestima. Necesita
reordenar sus pensamientos acerca de los demás y de uno mismo, y vivir en paz,
pues una vida bajo el yugo de la agresión u opresión es una vida vacía,
perdida, expuesta a ser dañada o aniquilada.
Soy hombre, psicólogo, pero ante todo soy una persona,
alguien que desea vivir dignamente y con respeto hacia mí mismo y hacia los
demás. No aceptemos la invasión de nuestro espacio ni el de los demás.
Defendamos el asertividad y la comunicación en todas sus razonables formas, así
como el derecho a opinar y a expresar nuestros sentimientos. No admitamos la
más mínima ofensa o ultraje, identifiquemos cuándo una conducta o una petición
es o no sensata. Sintamos compasión por la vida de los demás, no los
utilicemos, no descarguemos en ellos nuestras rabias e inseguridades,
repensemos antes de actuar. Y, sobre todo, actuemos con dignidad sobre nuestro
cuerpo y nuestra mente.
El agresor y el agredido tienen confundidos los
sentimientos, alterados los pensamientos, las conductas, pero para todo ello
hay soluciones. La vida es diferente a vivir en un infierno. Y antes de volver
a unirnos a una pareja, pensemos bien por qué y para qué lo hacemos. Vivir con
uno mismo puede ser más enriquecedor si la factura personal ha de tener tan
elevado coste.
Caricias rotas me ha hecho reflexionar mucho. ¿Qué se
ha hecho en nuestro país con la mentalidad de muchas mujeres, o de muchos
hombres? Es dramático que esto lleve ocurriendo siglos y que además se siga
dando en la supuesta era de la modernidad.
Gracias al escritor Paco Arenas por la escritura y
enfoque de la novela, la cual recomiendo enormemente, pues desprende un gran
aprendizaje.
Antonio Andújar Castro (Psicólogo y escritor)
Capítulo 1º
Cuentos de hadas escondidos en un portarretratos
de plata
Mientras agitaba el portarretratos
de plata con la foto de la boda, la niña, miraba embelesada la figura de su
madre proyectada contra la pared del dormitorio por la lamparilla de noche.
—¿Cuándo iremos a Mallorca?
Aurora con gesto trémulo se volvió
hacía la niña con mirada condescendiente llena de ternura. Un escalofrío
recorría todo su cuerpo cada vez que debía hablar de su marido, del padre de la
chiquilla, de su verdugo. En no pocas ocasiones rehuía la mirada de la
chiquilla, sus ojos le recordaban tanto a él.
—Algún día, cariño mío, algún día.
Y su voz intentaba esconder el dolor que le producía hablar de él, tras la inicialmente
forzada sonrisa y las caricias que tiernamente prodigaba a la niña.
—¡Jo, mamá! Siempre me dices que
algún día y nunca llega ese día —protesta la chiquilla contorsionando los labios
en un gracioso mohín que claramente quería mostrar a su madre el disgusto por
la promesa jamás cumplida.
—Ya lo verás, iremos algún día en
un barco blanco, con piscina de agua salada y delfines saltando las olas sobre
la espuma blanca…
—¿Y podré tocar los delfines?
¿podré ir montada a caballito sobre ellos? —preguntaba la chiquilla, bailándole
los ojos en las orbitas y dando pequeños saltitos sobre la cama.
Aurora terminaba por reír de las
ocurrencias de la chiquilla mientras se va preparando poco a poco para narrar
esas historias inventadas que salían de sus labios de manera improvisada, casi
dictadas por la desbordante fantasía de la niña.
—Y Joaquín lanzó una cuerda sobre
el capitán de los delfines, montando sobre él, hasta que después de muchos
chapuzones logró domarlo, y así conseguir que Lourdes pudiese cabalgar por los
siete mares montada en el más bonito de los delfines.
En esos cuentos, con su marido y su hija como
protagonistas, intentaba olvidarse de la historia real. Por desgracia para
ella, esos cuentos se transformaban después en pesadillas, cuando el recuerdo
se imponía a la fantasía. No siempre resulta fácil ignorar lo sucedido, saltar
el alto muro del miedo, dar el paso de cruzar la puerta, resulta más cómodo
cerrar los ojos y esperar lo inevitable.
Tal vez, cuando se ha perdido toda
esperanza, sea preciso refugiarse en las oraciones murmuradas en silencio
suavemente, para así no notar la tirantez que te produce la última llaga
producida por el penúltimo puñetazo. Cuando no hay escaleras que subir, y tu
vida se ha convertido en un tobogán, terminas llegando al suelo, entonces, la
única solución sea levantarse, mirar al frente y caminar, con miedo; pero hacía
adelante. Puede ser que te consideren
débil por no haber dado el paso antes, cuando el primer grito atronó en tus
tímpanos, cuando la primera humillación te hizo bajar la cabeza, cuando su mano
se estrelló en tu rostro, cuando esperabas de esas manos una tierna caricia.
No se puede romper el hielo con un
beso, pero si doblegar sentimientos, atrapándote en el helado elemento. Ser
valiente, dar el paso, en ocasiones es firmar la sentencia de muerte. No, nadie
puede juzgar el miedo, ni tan siquiera después de muerto el verdugo. Imposible
desmenuzar el pasado sin sentir como se desgarran las carnes de dolor. Cerrar los ojos no es la solución, Aurora lo
sabe, lo sabía entonces y a pesar de todo cerró los ojos y, todavía está
pagando las consecuencias de su ceguera, de su silencio y sus miedos.
En ocasiones piensa que tuvo suerte, no fue
necesario aguantar dos años, o tres, o toda la vida, bastaron unos meses, y,
sobraron todos. Su maltratador jamás hubiese cambiado, por mucho que ella
llegase a creerlo. ¿Qué habría ocurrido si hubiese sido valiente? Tal vez
estaría muerta, como tantas otras, o quizás debería haber escuchado a Pedro
Tur. No lo hizo, cuando por fin decidió abrir los ojos, ya no había
remedio. Imposible volver atrás para
rectificar viejos errores.
—Ahora vamos a dormir, es muy tarde
y mañana no hay quien te levante —se excusaba Aurora muchas noches para evitar
rememorar viejos episodios dolorosos rebozados con mentiras de cuentos de
hadas.
—Mamá, dime otra vez lo guapo que
era papá, solo una vez más, y me voy a dormir a mi cama, o mejor me quedó aquí
a tu lado, con Lola durmiendo a nuestros pies —anima Lourdes a su madre,
acariciando la gata negra que comienza a acondicionar el lugar donde piensa
dormir, con sus manecillas, como si estuviese amasando la masa de una pizza.
La niña, antes de que su madre conteste
se mete bajo las sábanas y se acurruca junto a su madre, colocándole el oído al
corazón y acercando aquella foto enmarcada en un portafotos de plata al rostro
de Aurora.
Aurora suspira con jovial
condescendencia, es una pregunta que le resulta fácil de contestar, a pesar del
dolor que le provoca evocarlo, una pregunta que ha contestado en multitud de
ocasiones a la chiquilla que la mira atolondrada, orgullosa, colocando sus
manecitas debajo de su barbilla, una vez a cogido su madre la foto. Aurora, a
pesar de los años transcurridos siente dolor, fuerza una sonrisa, sabe que la
chiquilla la está mirando atenta. Se sobrepone ante las sombrías imágenes de
los recuerdos que le atormentan.
—Papá era el hombre más guapo del
universo…
—¿Más guapo que Leonardo DiCaprio?
—pregunta sin dejarle continuar.
—Mucho más, ¿dónde va a parar? —Ríe
Aurora, al ver el baile de los ojos de la chiquilla, y el tintineo de su voz
cantarina.
—¿Más que Brad Pitt?
—Mucho más, fíjate —responde Aurora
señalando con el dedo la cara del padre de la chiquilla —era el hombre más
guapo que jamás conocí, tenía unos ojos muy hermosos y profundos, casi tanto
como los tuyos…
Y Aurora comienza a describir a su
marido, retratándolo como el mejor galán del mundo, el hombre más elegante y
cariñoso que puede pisar la tierra, el hombre del que todas las mujeres se
enamoran. Le habla de acciones heroicas, con príncipes, castillos encantados y
dragones que echaban fuego por la boca, de las cuales el intrépido Joaquín,
siempre salía victorioso gracias a su gran inteligencia. Solo un ligero
estremecimiento en el tono de su voz denotaría que se está inventando todo
aquello que cuenta a la niña.
Nunca le hablará de su luna de
miel, y si algo dice será un cuento de príncipes azules encantados, sin lugar a
cenicientas que terminen sufriendo la crueldad de la bestia, de una bella
bestia. Le hablará del viejo tren de Sóller, de todo su encanto, de la belleza
de Mallorca, de la playa de Sa Calobra, del Nudo de la Corbata, de aquel
acantilado desde que se tiraba al mar para demostrar su hombría y celebrar la
victoria del amor. Le ocultará que meses
después fantaseó con la posibilidad de que se hubiese dado un mal golpe al caer
sobre las aguas de la playa de Sa Calobra.
Le dirá con tierna voz, que ella, Lourdes, fue una bendición del cielo, un
regalo de la Virgen de Lourdes, gracias a la devoción de sus padres,
mintiéndole, al decirle que fue engendrada al lado de la Virgen de Lourdes, en
los mismos muros de la ermita de Betlem en Artà...
—Papá me regaló este collar de
perlas Majorica —mentirá a la chiquilla enseñándole un collar de imitación que
le compró su madre — pero la más bella de las perlas que me regaló en Mallorca,
tú.
—Mamá, tú sí que eres una perla, la
más guapa de las mamás. Cuéntame otra vez cosas de papá…y tuyas —y la niña se
alzará sobre sus pies, abrazará y besará a su madre, para de nuevo quedarse
embelesada escuchando por enésima vez historias inventadas, que ella tomaba por
verdaderas.
Relatará los largos paseos por Cuenca, por la
orilla del Júcar, o por la hoz del Huécar cruzando el puente de San Pablo, que
para Lourdes se convertía en mágico y encantado, con duendes y hadas por
doquier, en un mundo mágico, un mundo inventado.
No menos mágicas le resultaban las Casas
Colgadas, o los rascacielos del barrio de San Martín, Aurora no escatimará
elogios a la joya que representa la catedral mocha de Cuenca. Tendrá, incluso,
el atrevimiento de compararla a la catedral parisina de Notre-Dame, y viendo la
película de Disney, “El jorobado de
Notre-Dame”, Joaquín será el Capitán Febo, y Aurora será la zíngara
Esmeralda. Le contará cuentos inventados o adaptará leyendas tradicionales en
el entorno de la Torre Mangana, o de la Cruz del diablo en la ermita de Las
Angustias. En los cuentos y leyendas, Joaquín, el padre de la chiquilla, será
el valiente protagonista, Aurora llenará la cabecita de la niña de fantasías
épicas propias de los más hermosos cuentos de princesas encantadas y príncipes
valientes.
En cada viaje a Cuenca, tendrá que ir con la
chiquilla por aquellos parajes encantados, rememorando los momentos románticos,
que también los hubo. Disfrutarán ambas de aquellos paseos vestidas con una
sonrisa de inocencia y orgullo en la niña y de mentira y dolor en la madre,
pero sin rabia. En ocasiones, Aurora, llegaba a creerse aquellas historias de
cuentos de hadas, casi tanto como entonces, cuando a Joaquín lo veía como un
príncipe encantado. Disfrutarán madre e hija de aquellos churros con chocolate
en el Mercado municipal, comerán una milhojas a medias de Casa de Lerma
saboreando el dulce merengue, menos empalagoso que los momentos vividos cuando
lo hacía con Joaquín, aunque mucho más tiernos.
Callará lo ocurrido en Valencia, y
la bella ciudad del Turia, quedará durante años como una laguna en la mente de
Aurora, hasta que Lourdes se marche a estudiar a Valencia. Para entonces ya no
será preciso inventarse historias, Lourdes ahora quiere vivir las suyas
propias.
Nada dirá de que muchas noches se
acostaba muy tarde esperando su llegada, temiéndola al mismo tiempo.
Durmiéndose con sueño ligero, estremeciéndose al escuchar la llave en la
cerradura, al escuchar sus pasos acercarse a la cama, mientras ella procuraba
refugiarse bajo las sábanas, tapándose los hombros, hasta la cabeza para fingir
un sueño imposible.
No le dirá que deseaba que llegase tan
borracho que no tuviese fuerzas ni para llegar a la cama y se quedase con el
televisor encendido en el sofá. O, por el contrario, deseando que no llegase
borracho ese día y que se conformase con tomar su cuerpo como una posesión, un
islote conquistado en el que clavar su bandera, sin que pretendiese arrasar su disfrute
a golpes, ya fuese por desfogue o por no haber sido capaz de cumplir su
objetivo:
—Se me quitan las ganas hasta de
follar, pareces un mueble, una muñeca de plástico pone más pasión —le dijo
alguna vez echándole su apestoso aliento a güisqui escoces.
No le contará que, por la mañana,
no podía ni abrir los párpados de sueño, o de golpes. Que quedaba aletargada
acurrucada sobre su propio vientre,
sin desear levantarse y enfrentarse al espejo.
Sí, Aurora, durante años, muchos
años, callará casi todo lo que enturbie la imagen que ha fabricado para Lourdes
de su marido, callará la verdad. Intentará mantener el dolor escondido en un
viejo armario bajo llave, junto con todas las fotos que guardó en una caja de
zapatos, el uniforme de gala de Joaquín, con la medalla al mérito, y todos los
recuerdos de él, todos menos aquella foto de la boda enmarcada en un portafotos
de plata, que le servirá para inventarse miles de historias ficticias y
maravillosas, que jamás existieron; pero que le hacían soñar a su hija.
Veintidós años contando la misma
mentira, que poco a poco, conforme crecía Lourdes fue diluyéndose en el tiempo,
así como las exigencias de la chiquilla que conforme crecía sentía menos
necesidad de cuentos de hadas y príncipes azules. Llegó el día que Joaquín
parecía un recuerdo del pasado, un sueño olvidado de Lourdes, una pesadilla
amortiguada de Aurora. Sí, de vez en cuando surgía alguna vaga referencia a
Joaquín; sin embargo, no se alargaban a más de dos o tres palabras:
—Si papá estuviese… ¿Qué pensaría
papá?
O cuando Aurora le regañaba, o le
prohibía salidas nocturnas al inicio de la adolescencia, o discutían por
cualquier motivo, siempre surgía el eterno reproche:
—Pues papá me dejaría. Papa lo
comprendería, él lo entendería…
Para entonces, en la niña que fue
había desaparecido y Aurora estaba pagando las consecuencias del padre
fabricado, como si él se vengase de antiguas cuentas pendientes.
—De aquellos polvos llegan estos
lodos. Para entonces, la foto enmarcada en marco de plata tan solo se tocaba, o
se movía de la mesita o de la cómoda, para limpiarle el polvo, de vez en
cuando. Como mucho, si alguna amiga iba
a su casa, para que Lourdes presumiese de la varonil belleza del padre, también
de la de su madre, pero el héroe épico era él; aunque su heroicidad saliese de
aquella foto de cartón y de la fantasía desbordante de su madre.
No, ya no era preciso contar
historias inventadas, improvisadas o no, que prologaban la agonía de Aurora. En
los últimos años nadie se acordaba de llevar dos veces al año flores al
cementerio para depositarlas sobre la tumba de Joaquín, en el aniversario de su
nacimiento y en el aniversario de su muerte. Lourdes tenía otro hombre al que
mirar, José, su novio, con el que lleva viviendo dos años en Valencia. Su
padre, a quien por fortuna nunca conoció, había quedado como un recuerdo de
cuentos infantiles, olvidados en la adolescencia. Mientras que, para Aurora, liberarse de
narrar esas mentiras a su hija le produzco la tranquilidad que jamás había
tenido. Ya no era preciso tiernas caricias que terminaron rotas contra el
azogue de un espejo.
Capitulo 2º Mi amor, no volverá a ocurrir, mi amor
Aurora
que necesitó tomar pastillas para dormir durante muchos años, desde poco
después de que saliera del hospital con Lourdes agarrada al pecho. Imposible
dormir, descansar, vivir, la presencia de Joaquín, aún después de muerto, le
resultaba amenazante. No quedándole más remedio que recurrir a los ansiolíticos
y dejar de amamantar a Lourdes. Cuando ya parecía que la pesadilla comenzaba a
menguar, la chiquilla comenzó a preguntar por su padre, a provocarle recuerdos,
a traerle viejas pesadillas olvidadas.
De nuevo regresaron con cada
historia, cuento o leyenda que contaba a la chiquilla, en sus noches se
transformaban en pesadillas nocturnas y alucinaciones, cuando estaba despierta.
Con las mentiras, que hasta a ella lograron engañar, fue liberándose
paulatinamente del tormento de recordad a su maltratador, poco a poco logró
reducir la dosis a la mitad. Con la
adolescencia de Lourdes, cesaron los cuentos, las historias y leyendas, hasta
el punto de que en los últimos años pocas cosas alteraban su sueño. Sobre todo, desde que su hija, Lourdes, se
fue a estudiar a Valencia.
Tras terminar la carrera universitaria, por
fin, después de mucho peregrinar buscando trabajo, lo ha encontrado, y ha
decidido dar un paso más en su relación de pareja. Lourdes vive con su novio en
Valencia y parece que es feliz, y ella, Aurora, se ha acostumbrado a la rutina
del día a día, a echarla de menos, a esperar la llamada diaria de su hija, tras
la cual, escuchando su felicidad a través del teléfono, piensa que ya no
necesita ningún tipo de medicamento para poder conciliar el sueño; no obstante,
su médico no opina lo mismo. Ella, en un acto de rebeldía sublime, tal vez, por
llevarle la contraria al médico, muchas noches “se olvida tomarlas”, hasta el
inicio de la primavera...
No debería haberle pillado por sorpresa,
debería haberlo advertido. Conocía bien a su hija y sabía que tenía algo
importante que decirle, y que quería hacerlo en persona.
—El sábado iremos José y yo a pasar
el fin de semana contigo, no quiero que te pille por sorpresa. No compres ni
prepares nada para comer, iremos de bufé. La ocasión lo merece…
—¿La ocasión?
—Hasta aquí puedo leer.
Y ya no le quiso contar nada, ni
adelantar cuál era su intención. Llegaron el sábado y continuó el misterio
hasta los postres. Lourdes y José se cogieron de la mano, se dieron un beso en
los labios y la miraron fijamente.
—Mamá, en septiembre me caso.
—En septiembre nos casamos, añadió
él.
Se levantaron de la mesa para
abrazarla, ella fue incapaz, le temblaban las piernas, y apenas pudo titubear:
—¡Enhorabuena, felicidades!
Nada debería haber alterado la vida de Aurora, al fin y al cabo, Lourdes
llevaba dos años viviendo con su novio en Valencia, y era feliz, bastaba
mirarla a los ojos para comprobarlo. Él, José, parecía un chiquillo con juguete
nuevo, de radiante y risueño que estaba. Sí parecían felices. Sin embargo, a Aurora se le aparecieron todos
los fantasmas del pasado, y no como cuentos de príncipes azules y hadas
encantadas, sino con las escenas que durante tanto tiempo había intentado
olvidar y que ahora se mostraban ante ella como negros cuervos revoloteando
cual nefastos presagios de futuro. No tenía motivo para pensar que la historia
se pudiese repetir, en nada se parecía José a Joaquín, salvo en la profesión;
aunque era ingeniero de caminos, a falta de trabajo se había incorporado a la
Benemérita. Aurora intentó contener las lágrimas, a pesar del esfuerzo para que
no brotasen del lagrimal, se echó a llorar. Su hija pensó que, por la emoción,
ella no le dijo que por desesperación y miedo.
—No llores mamá. Si es solo un mero trámite, por si te damos nietos…
¿sabes?
—Desde que te fuiste ando perdida, no hay camino que no ande que no te
recuerde de mi mano. Ya eres una mujer que piensa en tener hijos...
Finge alegría, emoción, intenta disimular su contrariedad. Oculta todo
su dolor detrás de sus ojos, y la desolación tras su sonrisa. El temor se
apodera de ella. Deja de partir por la mitad las duras pastillas de color rosa.
De nuevo, el Valium le resultaba imprescindible. Le cuesta conciliar el sueño a
pesar del efecto sedante del Diazepam. Tanto como en las peores noches después
de la muerte de su marido.
Nunca había llegado tarde al
trabajo, y terminan despidiéndola, porque en la mañana no hay quien la
despierte.
Esa noche descarta tomarse el
Valium, no quiere dormirse de madrugada, quiere levantarse temprano. Abre la
ventana, como un rito cotidiano y necesario, para que entre el inexistente
frescor de las noches de verano. El diazepam le provoca el sueño, pero esa
noche no lo toma. Termina cerrando la ventana, la humedad del ambiente es
incluso más molesta que el tímido aire mediterráneo del norte de la provincia
de Castellón.
Enciende el ventilador, que, a pesar de
silencioso, no deja de provocar un molesto zumbido en su cerebro. Lo termina
por colocar a los pies de la cama, lo más lejos que puede, produciéndole una
agradable sensación que recorre todo su cuerpo, subiéndole desde las plantas de
los pies hasta la cabeza. Está despierta cuando comienza a sonar el despertador
a las cinco de la mañana. No obstante, actúa como si le pillase de improviso,
como si realmente le hubiese despertado el radio reloj, con su frecuencia mal
modulada. Sin incorporarse alarga la mano para apagar la radio. Se acurruca
sobre sí misma prometiéndose que en el momento que tuviese tiempo lo
reemplazaría por otro que sintonizase bien todas las emisoras, al menos las de
música.
—No sé para que lo puse, si sabía que no iba a pegar ojo en toda la
noche —piensa en voz alta —son las cinco.
Cuando por fin se levanta tiene la extraña sensación de comenzar una
nueva historia, la necesidad de romper con un pasado que le atormenta y del que
todavía guarda su perfume. No siente pena ni nostalgia por el pasado que le
persigue como un fantasma con nombre y rostro, ya no forma parte de sus
pesadillas, salvo de manera esporádica, tampoco de sus deseos; no obstante,
quiere romper con ese mundo para siempre, sin estridencias ni riesgos
innecesarios, tampoco con prisas ni obsesiones. Siente una cálida sensación de
bienestar al mirar al suelo donde reposa el mando del televisor que muchas
noches permanece encendido hasta después de quedarse dormida.
Se levanta con ademanes pausados, con una
parsimonia inusual en ella, sin prisa, despojándose del viejo camisón de seda
rojo de encaje, que le regaló su marido a las pocas semanas de la boda, y que
pensó en quemar mil veces. Lo mantiene unos segundos entre las manos, indecisa,
toca su suave textura, casi acariciándolo con la punta de los dedos.
—Lo bueno siempre es bueno. Él siempre me regaló lo mejor. Tenía tanto
por lo que pedir perdón —dice esbozando una sonrisa llena de amargura.
Tira el camisón contra las sábanas,
parece que con rabia; pero no es esa la sensación que siente, más bien de
liberación, al tiempo que un ligero temblor recorre su cuerpo, cuando Lola, su
gata negra que duerme siempre a sus pies y que Aurora no se había percatado de
su presencia salta de improviso, asustada por aquello que le caía encima.
Camina dando la vuelta completa a la cama situándose frente al ventilador
notando, ahora, el aire fresco sobre su cuerpo desnudo. Suspira y se sienta de
nuevo en la cama, al lado de la mesita de noche, sacando unas braguitas y un
sujetador sin estrenar, dejando ambas prendas sobre la mesita de noche,
mientras sus dedos pasan por encima del resplandeciente cristal de la misma,
como buscando el polvo inexistente. Sus dedos se detienen en los botones del
radio reloj, que de nuevo se pone en funcionamiento. Comienza a buscar en el
dial una emisora musical.
—Hoy puede ser un gran día,
plantéatelo así, aprovecharlo o que pase de largo, depende en parte de ti. Dale
el día libre a la experiencia para comenzar, y recíbelo como si fuera fiesta de
guardar. —canta Serrat su canción, que ella tararea a la par, hasta que el
vecino de al otro lado de la pared, da dos golpes contra la misma.
—¡Qué son las cinco! Y además sábado —escucha la voz de su vecino
acompañando a los golpes.
—Perdona Pepe, el radio despertador. No me había dado cuenta y he
comenzado a cantar…—sintiéndose estúpida al decirlo, porque el tono de su voz
es bastante más fuerte que el de la radio.
Apaga la radio de inmediato, y deja de cantar. Piensa que su vecino le
soltará alguna fresca, pero no es así, está más interesado en dormir que en
armarla.
—Sí. Hoy puede ser un gran día, nada tiene por qué ser igual —musita en
voz baja, mientras agudiza el oído hasta llegar a percibir el rumor de un
lejano oleaje, tal vez, imaginario.
Resulta infrecuente que el pasado forme parte de un futuro incierto,
cuando el peligro de antaño yace en el nicho de un lejano cementerio, como el
mar que ella pretende percibir a nueve kilómetros de la costa.
Aurora no puede evitar que ciertas
sensaciones olvidadas se presientan de manera palpable como posibles. En
ocasiones como una amenaza, una espada de Damocles dispuesta a dar el último
golpe de gracia desde el olvido, desde la tumba. Sin embargo, esa mañana
calurosa de finales de verano quiere pensar que, del mismo modo, cabe la remota
posibilidad de escuchar el rumor de las olas, los malos presentimientos se
transformen en esperanza ilusionante para su hija. Tal vez, solo tal vez,
también para ella hoy puede ser un gran día, dejaría por fin ese siniestro
pasado. Sí, sería fría y daría los pasos necesarios para dar por finalizada una
etapa de su vida, pensaba.
Mas, no resultaba fácil. Imposible mantener la frialdad precisa ante
instantes tan decisivos como es la boda de tu hija. Resulta quimérico evitar
que te asalten recuerdos de rosas ensangrentadas, de mejillas maquilladas en
extremo, cual flores marchitas, a las cuales en un último intento rocías con
agua sus pétalos. Más cuando sabes que más que marchitas, están tumefactas de
tantos golpes recibidos.
Incluso, después de tantos años podía sentir el dolor, el calor y el
escozor de los golpes. No quiere imaginarlo, sin embargo, a su mente le llega
el recuerdo de la sangre corriendo por su piel, de sus labios o nariz. No en
vano en alguna ocasión se quedó frente al espejo observando el lento manar de
la sangre; sin hacer nada, deseando que la hemorragia fuese tan intensa que la
dejase seca. Recuerda, y han pasado veintidós años, aquella ocasión que no se
percató de los sigilosos pasos por el pasillo hasta el cuarto de baño, pensaba
que se había marchado, como hacía siempre después de cada paliza. Tan confusa
estaba que no escuchó la puerta al abrirse.
De repente, como un recuerdo en
blanco y negro de un viejo televisor roto, vio reflejada en el espejo, detrás
de ella, la imagen de él, de su muy amado, adorado y después temido
marido. Se asustó, pensando que le
regañaría o que tal vez le volvería a pegar; pero no, aquel día se equivocó.
Él se apiado de ella. Una suave
caricia con delicadeza infinita recorrió su espalda, después los labios de él
se posaron en su cuello como si fuesen mariposas que intentasen no levantar la
más mínima partícula de polvo con el aletear de sus alas. Sus labios fueron
deslizándose hasta los suyos, ensangrentados. Su mano izquierda la abrazaba con
exquisita suavidad, mientras que la derecha resbalaba hasta sus senos cual
pluma de colibrí. Ella cerró los ojos, notó su cuerpo mojado contra el suyo. La
puerta que había escuchado, momentos antes, no era la de la calle, sino la del
otro cuarto de baño. Se terminaba de duchar y no se había secado, las gotas de
agua permanecían en su cuerpo como si se tratase de cristal líquido. Era tal la
ternura que desprendía, el susurro tan suave de sus palabras, que no sintió
dolor en las llagas sangrantes de sus labios.
—No volverá a ocurrir, mi amor. No volverá a ocurrir —repetía lloroso,
mientras mordisqueaba sus labios, más que besándolos, acariciándolos.
—Vete, por favor vete —pidió ella sin fuerza. Aquella fue una de las
primeras palizas recibidas, después de las sufridas durante la luna de miel.
—Perdóname, por Dios y por la Virgen. Te juro por la Virgen de Pilar que
no volverá a ocurrir…
—He dicho que te vayas. Por lo que más quieras.
—Tú eres lo que más quiero. Si no te quisiese tanto. Nada como tú me
hace sentir, vivir, ansiar la vida…
Y su voz regada con lágrimas que parecían sinceras sonaba a promesas
firmes de caricias futuras y amor sincero. Después de aquella paliza la trató
con un cariño grandioso. Fue tal la
ternura que costaba imaginar que minutos antes hubiese sido él quien le pegase
una brutal paliza.
Sin dejar de besarla, de acariciarla, cogió gasas y algodones. Comenzó a
curarle las heridas cuidadosamente, el labio, la ceja, la nariz; regalándole
los oídos…
El temor iba desapareciendo ante cada nueva caricia. Notaba como su
cuerpo ardía en llamas, olvidando el dolor, provocando el deseo, transformando
la indignación y rabia en locura demencial de ser poseída por su verdugo.
A pesar de todo ese despliegue de
seducción, la táctica, por repetitiva, con el tiempo deja de ser eficaz. Llega
el día que deja de ser la mujer que sufre el síndrome de Estocolmo. No por ello
se transforma en la mujer luchadora que se revela. Más bien, se convierte en la
sumisa esposa que prefiere respirar la paz dúctil y frágil de quien aprendió a
aceptar como irremediable y normal la agresión del guerrero cruel, sin
presentar batalla. Se acostumbra a esa cruel normalidad que después del beso
apasionado —cual pérfida memoria —olvida el golpe inmediato, la bofetada o el
puñetazo.
Un día decide que no quiere más rosas rojas, ni pasión fingida. Ya nada
importa o tal vez sí, importa ella, puede que ni ella. Fue a finales del
invierno cuando decide que no puede más. Él tenía turno de tarde y no
regresaría hasta la hora de cenar. Está muriendo ahogada en una angustia que la
consume por dentro y le duele por fuera. Necesita aire, aire fresco, abre todas
las ventanas de par en par. En la calle sopla un aire frío que hiela hasta las
entrañas. A pesar de todo, deja que entre el aire y va abriendo ventana tras
ventana mientras baila al ritmo de una canción de Boney M. Observa con
melancolía la calle mientras decide por qué ventana saldrá ella. Duda, tiene
miedo, le invade una tristeza infinita. No sabe lo que desea, se siente
confusa, quisiera huir de la pesadilla; pero sería una cobardía. La ventana de
una de las habitaciones da a la plaza donde varios niños juegan a la pelota o la
comba. Se imagina su cuerpo aplastado contra la acera, su barriga de embarazada
reventada, con su hija expulsada de la placenta y convertida en una masa amorfa
y sanguinolenta. Observa a los niños, escucha sus risas, ve a una pareja de
adolescentes riendo con sus mochilas colgadas a la espalda, indiferentes a su
tragedia e intenciones.
Piensa en el drama de esos niños al
verla en tal estado. A algunos los
conoce, sabe sus nombres, el timbre de sus voces, el tintineo de sus risas ha
sentido las manos en su barriga de embarazada; incluso ella los acariciado
pensando que su hija podría ser como ellos.
No puede, decide esperar a la noche, cuando él esté a punto de llegar y
no jueguen los niños en la calle. Cierra las ventanas, apaga el tocadiscos, se
deja caer en la cama y se duerme. Recibirá una llamada desde el cuartel.
—Cariño, no prepares la cena. Ponte guapa que esta noche cenamos en el
restaurante de la playa. Te recojo a las nueve y media.
Y él la llevará a un bufé recién
inaugurado, siendo él quien se levante a llenar los platos, de manera
exagerada, que después irían a la basura. Desplegaba sus encantos como un pavo
real, ocultando tras su sonrisa, tras sus bellos ojos de comediante la pasada
realidad, o la siguiente que estaba por llegar.
Fueron casi ocho meses de muerte
cotidiana, pensando que iba a morir, ya fuese por una paliza, por un mal golpe,
o por su propia decisión. Estar viva y sentirse o imaginarse muerta, temiendo
su llegada como un martirizador infierno o anhelándola como una necesidad para
que fuesen sus manos quien a través de la muerte la liberase del sufrimiento.
Ser consciente de no tener nadie a quien contar sus secretos, su angustia, un
martirio que debía llevar ella sola sobre sus espaldas. Sentir el deseo de vivir y a las pocas horas
o minutos, incluso, de morir. Desear la muerte de él como una necesidad vital o
llorar arrepentida, llorando de rodillas ante una imagen de la Virgen, por su
asumida perversa maldad. Estar sometida al caprichoso péndulo de un reloj cruel,
que te empuja a tomar una decisión u otra, vacilando en cada paso.
Tomarse la vida como un estado
neutro, en el cual no importa la vida, tampoco la muerte, ni tan siquiera, en
ocasiones, el ser que va creciendo en tu interior. Pidiéndole a Dios que estén
equivocados los médicos y no sea mujer para que no sufra lo que estás sufriendo
tú. También que no sea hombre para que no sea como él. Casi ocho meses deseando
amarlo, inventándose sueños que terminaban siempre en la melancolía del
desengaño, frente al espejo. Tanto tiempo curándose las heridas en la bañera,
intentando borrar el rastro de sus palabras con el ruido del agua, de su
violencia y abuso. Infinidad de días y
noches con el agua ardiente disparada contra su cuerpo dolorido, contra el
interior de su sexo, provocando la asfixia en su boca. Todo lo que fuese
preciso para borrar el rastro de lo sucedido, el rastro de él.
Perder
el miedo
Sí, veintidós años después, el
miedo todavía duele y la encadena. Aún
le quema la piel lo suficiente para temer a una nueva relación, que no quiere
ni imaginársela.
—Mamá, tienes que salir, enamorarte, rehacer tu vida. Papá fue tu gran
amor. Él seguro que desde el cielo estaría contento si encontrases un hombre
que te quisiera tanto como te quiso él. No te puedes quedar sola. Yo me caso y
tendré que hacer mi vida…
Le había dicho su hija días antes, y de una u otra manera durante los últimos años. Cuando en realidad, desde que se fuese a estudiar a Valencia, en los últimos cuatro años podría decirse que vivía en su casa porque estaba empadronada en ella y la visitaba algunos fines de semana, al principio todos, ahora con novio, no tenía tiempo. Aurora piensa que su hija tiene razón, que casi veintidós años de luto habían sido más que suficientes, que ella también tenía derecho a hacer su vida.
Aurora cierra los ojos mientras se pone la bata, sin abrochársela. Hace
calor y está sola en la casa, perfectamente podría seguir con el camisón, más
fresco que la bata de algodón y poliéster, o desnuda como estaba. Camina por la
casa como sonámbula, dibujando sus labios una extraña sonrisa de complicidad;
aunque no vaya dirigida a nadie, ni siquiera a su gata negra que le acompaña de
un lado a otro sin comprender el deambular de su ama.
Al llegar a la habitación de matrimonio —donde
jamás ha vuelto a dormir desde entonces —en la que tiene un gran armario
empotrado con la ropa, se desprende de la bata que dos minutos antes se puso,
quedándose tan solo con esas bragas color carne de “vieja” que tan poco le
gustan a su hija. Abre la ventana para que se ventile la habitación, que por
inhabitada desprende olor a naftalina.
El aire fresco de la madrugada le
hace estremecer. Mira a la calle sin percatarse de que está desnuda. Recorre
con su mirada la misma, fijando sus ojos en una pareja de jóvenes que están
comiéndose a besos —ajenos a su mirada —en un coche que hay aparcado en la
acera de enfrente. Piensa en aquellos tiempos en que cualquier esquina,
cualquier zaguán, era el lugar ideal para besos con sabor a miel, del mismo
modo que después fueron amargos como la hiel. Nota un fresco penetrante, y se
abraza sobre sí misma.
El chico de la pareja se fija en
ella, deja de besar a su chica, y empuja la cabeza de la chica hacía abajo,
mientras no cesa de mirarla a ella con cara de complacencia. Cuando se percata
de que el chico la observa, de manera rápida se aparta de la ventana, la cierra
de golpe y siente la necesidad de volver a ponerse algo encima. Abre de manera
precipitada la puerta del armario y se coloca una bata ligera. Nota que por primera vez en muchos años se siente
excitada, solo con imaginarse a la pareja haciendo el amor. Sin embargo, no
piensa en la pareja, sino en la que realmente ahora le importa.
— ¿Dónde me han dicho que van de viaje de novios? ¿Seychelles? A saber,
dónde está eso?
Mira el reloj que está en la pared,
piensa que siempre va mal, se descuelgan las manecillas y ella por mucho que
intenta colocarlas en su sitio se vuelven a descolgar, atrasándose algunos
minutos.
Es sábado y falta todavía más de
una hora para que amanezca. Ha madrugado, como siempre; sin embargo, hoy
romperá la rutina cotidiana: cambiará de ropas, cambiará de vida, se queda
realmente sola en casa y no quiere estar sola. En un par de horas su hija
estará tocando al timbre, en lugar de utilizar sus llaves, que nunca
encuentra. Camina hasta el cuarto de
baño con la gata acariciándole las piernas, casi haciéndole tropezar, pega un
respingo que provoca que el animal de un salto hacia atrás.
Vista al tras luz con sus piernas flacas, su
cuerpo delgado y esbelto, su cintura de avispa, parece una joven que aún no ha
cumplido los veinte; sin embargo, está a punto de cumplir los cuarenta y dos.
No tiene ese cuerpo que parece joven y bien cuidado por haber seguido un
régimen estricto, sino por el sufrimiento de muchos años, que en cierto modo la
ha marcado y trastornado durante más de veintidós, cerrándole el estómago y las
ganas de vivir.
Tiempo de convivir con la muerte de
cerca a la idea del suicidio, primero con él, después con su recuerdo y el
amargo sentimiento de culpabilidad que la familia de él supo inculcarle. Sí no
se tiró al tren que pasa a escasos quinientos metros de su casa fue por ella,
por Lourdes, su hija, la sangre de su sangre, de él, de su amor, su marido, su
torturador. Gracias a ella, a pesar de su recuerdo, camina.
Deja salir el agua fría de la ducha,
tocándola de vez en cuando para comprobar la temperatura. Ya no se ducha con
agua muy caliente, prefiere tibia. Mientras el agua resbala por su cuerpo
piensa que hoy se casará su hija, que se quedará sola sin ganas ni valor de
seguir viviendo, pero consciente que tiene derecho a vivir de verdad. Su hija ya no le necesita. No está dispuesta
a llegar a ser una carga, un estorbo para su felicidad futura. Tampoco está
dispuesta a ser la abuela que se encarga de llevar los nietos al colegio. No
quiere ser la mujer que agoniza ante el temor de que a Lourdes le pueda ocurrir
lo mismo.
Todas las discusiones de los
últimos años han sido por sus recomendaciones, por sus consejos de madre
asustada, de desconfiada de los hombres. Veintidós años son muchos años para
guardar luto, para notar como arde el corazón en llamas ahogadas por el temor y
la duda. Han sido tantas las lágrimas derramadas que se quedó seca y enjuta
muriendo en vida y mostrando al mismo tiempo una sonrisa radiante ante su hija.
Creyéndose las mentiras que salían de sus labios. Hablándole de una felicidad
perenne que todavía le mantenía viva; hasta el punto de tener henchido el
corazón e incluso el sexo de felicidad y gozo. Mentiras, que por repetidas mil
veces a su hija quedarían en la mente de la niña, de la adolescente y de la
mujer como verdades incuestionables. Pero ahora esa niña quedó muy atrás, la
adolescente aprendió a maquillarse, y la mujer en unas horas se casaría para formar
su propia familia.
Esa mujer que está a punto de casarse
no sabe que su madre pasa largas horas despierta en aquella habitación a
oscuras, en silencio. Durante muchos
años tuvo claro que llegado ese momento no quería condicionar la vida de su
hija, y la solución estaba a quinientos metros, en la vía del tren. Había
llegado a imaginar con la tranquilidad pasmosa de quien contempla un paisaje de
amapolas sobre los trigos, mil veces con esa posibilidad, sin llegar ni a
emocionarse. No llegó a hacerlo porque pensó que como siempre le echarían la
culpa al maquinista, y que tal vez ese hombre era un buen hombre con una
familia que mantener. Se puso en su piel, contemplando como espectadora en una
pantalla imaginaria como era detenido después de haber frenado en la curva y
haber provocado muertos heridos por su culpa. No lo hizo, a pesar de haber
escrito una emotiva carta explicando su penúltima decisión.
De nada servía una fría o emotiva
carta que su hija releería una y mil veces, culpándose de la muerte de su
madre. Porque así sería, no le cabía la menor duda, y eso era peor que todas
las mentiras tejidas durante años. Era preciso desahogarse de una vez, contar
la verdad asfixiada bajo tantas mentiras. Era preciso divorciarse de su pasado,
antes que tomar cualquier decisión.
Lo ha pensado durante estos últimos días antes de la boda, por fin haría
caso a su hija. Abriría las ventanas para que entrase aire fresco en su vida,
dejando atrás todo. Veintidós años son muchos años en la vida de una viuda que
ha guardado fidelidad al supuesto héroe de una inexistente historia romántica,
al esposo hermoso bello, agradable y atento.
No, ahora, no era el momento de
sacar a la luz la verdad: al malnacido que le pegaba, la ultrajaba y hasta
después de su muerte la acusaba a través de los bellos ojos que heredó su hija.
Porque Aurora de joven había sido muy guapa, y todavía lo era, aunque ella
pensase lo contrario. Su figura fue la de mujer hermosa de generosas carnes en
su justa medida. Mujer que los hombres se giraban al verla pasar y le regalaban
algún piropo gracioso, o de mal gusto que le hacían sonrojar, e incluso
avergonzar. Ahora está muy delgada, que todavía lo parece más aún por las ropas
que viste de cuando no lo estaba, cuando todos los hombres se giraban a su paso.
Su figura es proporcionada, similar a una adolescente empeñada en que los
michelines no desborden su silueta por encima de su apretado short y no se note
mucho que su pecho se ha desarrollado mucho más que su delgado y todavía cuerpo
juvenil. Cuerpo lozano que contrasta con sus ojos tristes, sin el más mínimo
rastro de maquillaje y con unas ojeras pronunciadas por su insomnio permanente.
Por eso ha vaciado todos los armarios. Ha vaciado de los mismos las ropas
oscuras y tristes que guardan un luto que jamás debería haber durado más de las
veinticuatro horas, las precisas para enterrar al difunto esposo; y que, sin
embargo, se habían prolongado en el tiempo transformando las horas en días,
estos en semanas, meses y años...
Siempre con la decisión de vestirse con los colores alegres de la
primavera, de emprender una nueva vida, siempre con la sensación de que ella
era la única culpable de lo sucedido y que por tanto debía guardar obediencia y
respeto a lo que él hubiese deseado en caso de no haber muerto en aquel
¿desgraciado? Accidente.
—Gracias Dios mío por habértelo llevado tan pronto —dice, mientras sigue
sacando ropa del armario y tirándola al centro de la habitación.
Mira para todos lados, con miedo a que alguien la escuche. Se queda
mirando la luna del armario, observa con detenimiento su cuerpo desnudo, posa
como una modelo. Ríe, enseñando su dentadura bien alineada. Dibuja un rictus
amargo al fijarse en la cicatriz de su labio.
—Como dice Lourdes. Tengo que vivir, perder el miedo… —hace el gesto
como de abrazarse a un hombre, colocando sus manos cruzadas detrás de su nuca,
para después bajarlas como acariciándose. Como hacía él. De repente se le nubla
la mirada, parece asustada — ¡Dios mío! Estoy loca. ¿Cómo voy a meter a un
hombre en mi vida? Aurora, no seas ingenua. Los hombres van a lo que van, a
echar un polvo y si te he visto no me acuerdo. A joderte, y da gracias si
además no te joden la vida…
En estos veintidós años nunca fue capaz de traicionar su recuerdo. Se
cruzaba con hombres que parecían buenos, que eran guapos, interesantes, que le
mandaban flores y siempre la misma cerrazón, siempre con el candado echado a su
corazón.
—También hay hombres buenos —le dijo su hija tres años antes, cuando le
explicó sus miedos —. Está claro que ninguno va a ser tan buen marido como
papá, ni tan guapo, ni romántico y cariñoso. La ilusión que me habría hecho
conocerlo, habría sido tan buen padre, como marido… ¿Verdad mamá?
—Sí, hija sí. Seguro que habría sido un buen padre. Por eso no quiero
otro hombre en mi vida, ni en la tuya…
—¡Mamá! ¿Ni siquiera a mi novio? —Protestó Lourdes.
—En tu vida sí, en la mía no. Con tu padre tuve más que suficiente, me
lleno tanto, que a nadie considero digno de ocupar su lugar, ni en mi vida ni
en mi cuerpo…
— ¡Guau! ¡Qué bonito! Me has dejado impresionada.
Sin embargo, es una excusa, un intento de engañarse a sí misma. En
realidad, siente un temor impresionante ante la posibilidad de quedarse sola en
la casa, aunque ya lo esté. Está convencida que jamás será capaz de emprender
una nueva vida, volver a enamorarse y encontrar un hombre con el que compartir
su vida.
Lo que más desasosiego le produce
es encontrar otro hombre como él, muy hombre, según decían todos quienes le
conocieron. Ella sabía sobradamente que sí, que era muy hombre de acuerdo con
los cánones establecidos por la sociedad en que creció y se desarrolló. A pesar
de todo, una auténtica pesadilla para ella, pesadilla que había perdurado en el
tiempo —a pesar de su muerte —en el subconsciente. Durante esos años tuvo
sobradas razones para temer que en caso de abrir su corazón pudiese
reproducirse de nuevo, tomando como víctima inocente también a su hija.
No, Aurora no quiso permitir que
eso ocurriese. Cerró su corazón con puertas de acero, e intentó ser dura como
un pedernal, dejando grietas de ternura reservadas tan solo a su hija, solo
para ella; y de amor filial para sus padres, que hasta su muerte siempre
estuvieron a su lado ayudándole en todo momento. Estaba segura de que entonces
su decisión fue la aceptada. Del mismo modo que ahora estaba convencida de que
debía tomar nuevas decisiones. Todo antes de que nadie, ni su hija, pudiese
sentir lástima por ella, a pesar del riesgo que suponía el encontrar otro
hombre muy hombre.
Camina por la vivienda descalza y
desnuda, sin secarse siquiera, sintiendo un frío placentero. De vez en cuando
tose colocándose las manos sobre los senos, que todavía guardan texturas
juveniles en su cuerpo maduro. Se estremece de pensar que él los acarició,
beso; pero que también apago cigarrillos en ellos, y aplastó con cruel
brutalidad. No quiere pensar en él.
Llega al cuarto de su hija, donde
en la cama espera el bonito vestido de madrina, tan blanco como el de la novia,
con esas casi invisibles florecillas azules y rosas y se imagina a unas manos delicadas
que se lo quitan. Mira la hora, tiene tiempo de sobra. Contempla el vestido con
deleitación imaginándose la escena, ríe.
Tiene todavía que desayunar, después se vestirá.
Se acerca de nuevo a la ventana del
dormitorio, la pareja continúa en el coche. Se atreve a mirar, a agudizar la
vista, la muchacha está con la cabeza hacia atrás y él tiene la mano debajo de
la falda, puede ver los movimientos circulares de la mano del adolescente bajo
la tela. Se estremece, no quiere pensar. Ella ya no es una adolescente, eso
quedó muy lejos. Ha renunciado al placer durante tantos años, y piensa que tal
vez ese debe ser el inicio de un tiempo nuevo, de una vida nueva, a la que ella
también tiene derecho. No comprende lo que le ocurre, jamás había sentido la tentación
de hacerlo en su adolescencia, su primera vez fue en una playa mallorquina,
precisamente cuando ya estaba casada y supuestamente no lo precisaba. Durante
el resto de su matrimonio llegó a renunciar al placer, llegando a ver todo lo
relativo al sexo como algo sucio, por culpa de él. Tardó años en buscar el
placer provocado por las caricias, ya fuesen propias o ajenas. Una cruel sensación
le acompañaba como una maldición, su vida se había convertido en una existencia
de ausencias, de remordimientos, de mentiras que ella misma se repetía para
renunciar a vivir, como siempre soñó. Su vida se había ido apagando como la
paja en ceniza, siendo ella la pirómana que echaba gasolina para que así
fuese.
Rechazó a cuantos hombres le rondaron, el
miedo era superior al deseo, la idea de meter a un hombre en su vida y en la de
su hija siempre le horrorizó. Durante los primeros años de viudez no conoció
otras caricias que las de consuelo recibidas por sus padres, abuela u hermanos.
No obstante, ella no era piedra insensible a las gotas de lluvia, y como la
piedra toma forma gracias al agua, ella en sus noches de insomnio, en sus
sueños, también fue moldeando su cuerpo con sus manos, conociéndolo, amándolo,
sin que otras caricias ajenas a las suyas le diesen placer. Muy a su pesar, el
protagonista de sus fantasías casi siempre era él. Pero, salvo en aquella playa
mallorquina de Cala Millor, jamás se había acariciado pensando o soñando con
otro que no fuese Joaquín. Ahora lo está haciendo, de pie, espiando a una pareja
de jóvenes con menos años que su hija. Observa las risas de la muchacha cuando
él saca el preservativo, y ella lo coge para vestir de protección el acto y
tras nuevas risas comienzan a hacer el amor. Aurora se quita la última prenda
que le queda, y la tira sobre el montón de ropas oscuras. Quiere pensar en la
pareja, que ahora están haciendo el amor, abrazados, unidos, dentro del
estrecho habitáculo del automóvil. Cierra los ojos y ahí está él, llega al
orgasmo pensando en él. Se maldice así misma y regresa a la ducha.
Ahora no debe esperar que caiga
caliente, hierve literalmente, ha sido una constante en su vida, la ducha de
agua ardiendo, hasta notar quemarse la piel de escozor, como si ese fuego
líquido le liberase de otros. Restriega con fuerza la manopla de baño para
borrar toda reminiscencia de sus caricias, de sus besos, de sus golpes. Cual
Venus en la Cloaca Máxima sale desnuda, sin secarse, dejando las huellas
húmedas en el parqué, ella que en tantas ocasiones había regañado a su hija por
hacer algo parecido. Se tumba en la cama frente al ventilador. Disfruta del
aire sobre su piel mojada. Cuando se levanta de nuevo nota tirantez en la piel.
Da una vuelta en torno al vestido de madrina y
coge tan solo los zapatos blancos de tacones, similares a los de la novia. Abre
la mesita de noche de su hija, respira hondo, duda. Al final saca un tanga,
sonríe y camina con él en la mano hasta es la única ventana que todavía
permanece cerrada, la única que enfrente tiene otro bloque de viviendas. Mira
hacia abajo, el coche ya no está. Ya ha amanecido, corre las cortinas para que
entre el sol, sin abrir los cristales, al tiempo que piensa que lo primero que
debe hacer la semana siguiente es tirar aquellas viejas cortinas decimonónicas
a la basura.
—No sirven ni para trapos —musita mientras ve su imagen reflejada en el
cristal de la ventana, con esa sonrisa cómplice que va únicamente dirigida a la
imagen que le devuelve el cristal.
Repasa con la mirada cada uno de
esos muebles que le han acompañado durante los últimos veintidós años,
desaparecerán todos de su vida; así como la persona que los eligió. Ha tomado
una decisión, una más después de otra multitud de decisiones y deseos acumulados
en el tiempo, y que están dispuestos a salir como el agua de los globos en una
batalla infantil: explotando al chocar con su piel y refrescando su marchita
vida. Se sienta en la cama con las
piernas abiertas, al ponerse el tanga ríe, se mira en el espejo, se gusta.
De repente se le ensombrece el
rostro al tiempo que entorna los ojos suspirando con pesar. Cuando los abre siente miedo. Entonces puede
ver en la ventana de enfrente un adolescente ensimismado, mirándola. No ve lo que
está haciendo; pero, lo supone. Se alegra, a pesar de la turbación inicial de
ser capaz de provocar esa reacción juvenil. De nuevo se levanta y camina con
parsimonia hasta la ventana, sin taparse, riéndose de su atrevimiento y osadía.
Advierte como el adolescente
levanta el cuello para observarla mejor. Disfruta al bajar la persiana de
golpe. Se sienta de nuevo en la cama. Coge el vestido de madrina y lo pone
sobre su cuerpo desnudo. Sus ojos se detienen frente al espejo del tocador, ya
no ríe, parece asustada en la semi penumbra de la habitación. Han pasado ya más
de veintidós años y todavía le tiemblan los labios, las manos, los ojos.
Todavía, después de tanto tiempo, se estremece. Está frente al espejo, ese
espejo que sustituye al que un día rompió en mil pedazos con su rostro
aplastado contra el reflejo de sus ojos asustados. Siente —como entonces —ganas
de llorar; pero no llora, se queda en silencio, se podría decir que, observando
el silencio, o tal vez su fisonomía de antes de aquel día. Mira su reflejo abstraída en un pasado que
permanece muy presente, que ha estado ahí todos los días con todas sus noches.
Sin querer, unas lágrimas se escapan de sus ojos. Puede ver con claridad cómo
se le corre el rímel dibujando surcos en sus mejillas. No puede ser, ella. No
está maquillada; sin embargo, ve con los ojos de veintidós años atrás, muy
bella; pero llorando. Cierra los ojos,
se estremece y los abre con rabia, se ve vieja y fea, arrugada como un higo,
piensa. Frase que ha repetido mil veces para enfado de su hija, que dice lo
contrario:
—Mamá no te maquilles, que, si lo haces con lo guapa que eres, y con tu
cuerpo gentil, vas a parecer mi hermana, y José me va a dejar para tirarte los
tejos—le dijo el día en que le presentó su novio.
Capítulo 4º Maquillaje
A través de sus párpados ve el
semblante de aquella mujer que fue en la penumbra de su cuarto de ventanas
cerradas y luz parpadeante. Está recién maquillada para una fiesta a la que
nunca asistió. En aquel momento debería haber estado feliz, sin embargo, se ve
llorando. Al abrirlos ve el reflejo traidor que el paso de los años ha dibujado
en su rostro. Una indescriptible sensación de melancolía trasmite su mirada, se
ve vieja y cansada; no obstante, es todavía bella, destacando sus ojos hermosos
y muy grandes, que lo parecen más debido a su extrema delgadez. Intenta sonreír
al espejo y dibuja una mueca de amargura.
Cierra con pesar los ojos
intentando ver a aquella joven Aurora que soñaba con un hogar feliz en un
ambiente romántico y hermoso, al lado del amor correspondido del hombre de su
vida. No quiere, sin embargo, recordar a
aquel hombre que le había prometido llevarla al paraíso y transformo su vida en
un auténtico infierno. No existe remedio
para esa melancolía, tal vez, si lograse olvidar; pero, aunque pretenda
rechazar la imagen del pasado está muy presente, enturbiando el día a día.
Llora riendo al mismo tiempo:
—Menos mal que no me maquillo, se me habría
corrido el rímel —y ríe de nuevo frente al espejo. Ríe como si estuviese loca de remate. En
ocasiones, entonces, llegó a pensar desquiciada, cuando el perturbado era él.
Cuando ya no estaba nada más que en sus pesadillas nocturnas, y en sus peores
recuerdos, cuando ya no era una amenaza física, él, para todo el mundo, menos
para ella, era el marido que todas hubiesen querido tener. Ninguna lo conocía
realmente. En cierta ocasión escuchó murmurar a una vecina en la escalera:
—Desde que se le mató el marido no levanta cabeza. Era tan buen
muchacho, y tan galán como un príncipe de cuento de hadas. Y claro, la pobre
quedó un poco trastornada; pero es buena muchacha a pesar de todo…
Maldijo por lo bajo a la vecina chismosa, de la misma manera a sí misma,
porque razón no le faltaba a la vecina. Ella había dado pie a ello. No se pone
las sandalias playeras para no manchárselas de arena, para que los finos
cristales de la misma no penetren en su corazón y lo desgarrasen como sandia
madura. No se pinta los labios ni se maquilla los ojos desde hace ni se sabe
para no recordar lo que jamás olvidará.
Nadie recuerda haberla visto
maquillada, ni tan siquiera su hija. Ella sí lo sabe, recuerda con precisión no
solo el día, sino incluso la hora y el minuto exacto. Se sonroja al observar
los mil accesorios y potingues de maquillaje y las pinturas que ha dejado su
hija sobre la mesa del tocador, como siempre desordenadas y desparramadas fuera
del neceser.
—Mamá, te dejo el maquillaje para que puedas elegir lo que mejor te
parezca. Quiero que vayas muy guapa, ya no tengo miedo a que me quites el
novio. Solo me faltan tres días para la boda.
Y salió por la puerta a vivir sus tres últimos días de soltera con su
novio en un hotel de cinco estrellas, sin miedo, sin supersticiones ni
perjuicios. Se fueron a adelantar la luna de miel, a hacer el amor como
desesperados, porque estaba a punto de bajarle la regla y tenía miedo de que en
la noche de bodas no pudiesen hacerlo. Aurora lo sabía porque se lo había
escuchado decir a su hija por teléfono:
—Cariño, tenemos que aprovechar. Me toca el domingo, y nos casamos el
sábado…así que… tú verás...
A los quince minutos llamaba por teléfono, José, su novio. En otros
quince minutos salía por la puerta, dejando a su madre con la palabra en la
boca:
—Mamá, que José me ha invitado al
balneario de la playa a despedir juntos nuestra soltería. El sábado a las once
te recojo. Te dejo las pinturas en el tocador, no las recojas, ya las recogeré
yo. Por favor úsalas, vas a ser la madrina más guapa del mundo…
—Pero… ¿no te vas a vestir aquí?
—Mamá, que no tengo tiempo, lo llevarán al hotel y la peluquera también
irá al hotel…, todo está planeado y previsto. Te quiero. Maquíllate…
Y no espero más razones, se metió en el ascensor con aquella maleta que
no parecía pesar nada, no necesitaba mucha ropa:
—Dos mudas y el bikini. Si total, vamos a salir de la habitación solo
para el balneario, comer y cenar…
En esos años ella solo toca el maquillaje
para guardarlo u ordenarlo, “para limpiar el polvo” dice siempre. Lo recoge y
va metiéndolo en el neceser, dejando fuera aquello que piensa que tal vez le
pueda gustar.
—Tendré que practicar —piensa —después de tantos años.
Ahora sí se librará de él, para siempre.
Ya no tendrá que mentir a nadie, ha tomado la penúltima decisión sobre quien
fue su marido. Siente unas
impresionantes ganas de llorar y lo hace mientras recoge todos los accesorios
del maquillaje. Al introducirlos en el estuche ve un impresionante porro liado
con el mechero al lado. Ella jamás ha fumado ni tabaco, ha escuchado alguna vez
que hachís produce ganas de reír.
—Mejor reír que llorar.
Y sin pensárselo dos veces prendé el porro, y entre toses comienza
fumarlo. Le produce más angustias que placer, no obstante, se lo termina de
fumar. Cuando acaba se limpia las lágrimas y mira fijamente su rostro, limpio;
pero sin rastro de rímel, ni colorete, ni tan siquiera el más discreto
pintalabios. Sus ojos se quedan fijos en la imagen que le devuelve el espejo.
Suspira y cierra los ojos:
—Pues no estoy tan vieja, todavía estoy muy buena… ¡madre mía!¡Qué
ordinaria! Parezco una cría…—piensa que debe reír por la ocurrencia y ríe con
ganas.
No quiere cerrar los ojos, no obstante, los cierra y puede ver el espejo
roto, ensangrentado. Nota a pesar del tiempo
el sabor metálico de la sangre en sus labios, puede escuchar el portazo que da
él al marcharse. Puede verse con el trozo de cristal en la mano frente al
espejo, con su abultado vientre recibiendo la sangre que maná de su frente, sus
labios y mejillas. Es tan fresca la imagen, tan real, que parece estar viéndose
allí, en ese instante, a punto de clavar el trozo de espejo en su vientre.
Mueve la cabeza, se niega a llorar, eso paso hace mucho tiempo. Ahora ya sabe
que es posible vivir, que no temblará al escuchar el sonido de las llaves en la
cerradura.
Mira la foto sonriente de Lourdes, su vida, su pesadilla durante casi
ocho meses. No quería que su hija viese
la luz, no quería ella ver la luz del nuevo día. No puede evitar cerrar los
ojos y ver como su mano aprieta el cristal hasta notar el corte y el escozor,
hasta que la sangre comienza a brotar de sus dedos. Ve como suelta el cristal y
lo mira fijamente mientras cae al suelo rompiéndose y reflejando su imagen
ensangrentada. Mira la foto de su hija, tan gozosa con la torre Eiffel detrás.
Ahora se alegra de no haber tenido
las fuerzas suficientes. Al lado de la foto de su hija está la de la boda, en
el mismo lugar que ella la colocó nada más ir a vivir a aquel piso. Ahí está
él, mirándola con esos ojos que encandilan, sonriente, seguro de sí mismo, como
su hija. Fue por él, a pesar de todo,
que tantas veces no cumplió su amenaza contra sí misma.
Ella sí lo quería a él, y ella
creía que él también, a pesar de todo la quería. Estaba segura de que era ella
la culpable de lo que le sucedía. Hasta ese fatídico momento en que tomó la
decisión de desaparecer del mundo de los vivos se habían producido otros
intentos de suicidio, de desaparecer para siempre. Siempre a la hora de caminar
hacia ese viaje sin retorno había pensado en él, en sus padres, y alguna vez en
ella misma, que era la única culpable.
—Vamos a ver, Aurora empecemos por el principio, nos queremos, podemos
equivocarnos… ¿Quién no se equivoca? Lo importante es que nosotros nos
queremos…
Por entonces ya sentía miedo, sin embargo; a pesar de todo, si ella lo
miraba a los ojos estaba perdida y terminaba por creerle una vez más. Lo veía
encantador con ese traje a medida que tan bien le sentaba, con su voz suave y
sensual. Por eso no quería mirarlo a los ojos, no quería creerlo. Puede verlo
con la cabeza gacha y las mejillas enrojecidas como si hubiese bebido vino en
demasía, o sufriese una turbación adolescente. Ella observaba su rostro,
sintiéndose culpable, intentando adivinar sus pensamientos. Puede sentir sus
dedos enredándose dulcemente en sus cabellos, cariñoso, sin gritar, y sobre
todo calmado, acariciándole con cada una de sus palabras sacadas de algún
poema.
—Eres preciosa —comenzaba con una dulzura inimaginable —eres mi vida,
por mucho tiempo que viva, no será lo suficiente para darle a Dios las gracias
por ponerte en mi camino…
Ella agachaba la cabeza, pidiendo a Dios que le diese la luz, el
conocimiento necesario para saber cómo tratar a su marido. Rezaba todas las
noches, todos los días. Y cuando su marido la veía llorar, sorbía con una
dulzura inimaginable sus lágrimas.
—Te quiero, y aunque digan que las niñas al llorar se ponen feas, tú
eres aún más hermosa. ¡Oh Dios mío! ¿Qué diosa del Olimpo se te podría igualar?
Eros se habría enamorado de ti. El mismo Narciso que despreció a la más hermosa
de las ninfas, hubiese caído a tus pies rendido, repitiendo tu nombre a cada
paso…
Y sus labios se convertían en su paño de lágrimas, deslizándose por su
cara, por su cuello. Su tono, su mirada y caricias tenían el poder de doblegar
su voluntad. Y ella se convertía en el rehén de sus dulces palabras, como el
preso que sabe que puede escapar y por extrañas razones, que ni él comprende no
llega hacerlo jamás. Joaquín, su dulce y cruel Joaquín, era capaz de manipular
sus sentimientos con tal maestría que siempre Aurora llegaba a la conclusión de
ser ella la única culpable de todo lo que pasaba. Le pasaba siempre, por mucho
que, en los momentos de soledad, cuando él estaba trabajando, de borrachera o
de amores de pago, tuviese claro quién era el culpable de todo lo que le estaba
pasando. Hubiese querido poder compartir esas reflexiones con alguien, pudo y
no quiso o le falto el valor.
— ¿Pero en quién confiar? ¿Cómo decirle a su padre que llevaba razón
cuando le exhortaba para que no se casase con aquel guapo muchacho? ¿Cómo
explicar a nadie que era una marioneta de sus caprichos?
Sí, pronto despertó de aquella
ensoñación, que no duró los quince días del viaje de novios. En aquel viaje pereció la ilusa; pero
sobrevivió la sumisa esposa enamorada, que buscaba siempre una disculpa o una
razón para justificar la conducta de él.
A pesar de todo, sobrevivió sin arrojarse por el precipicio. Veintidós años evocando el pasado, fabricando
una mentira en el presente que pretendía trasmitir al futuro.
Algunas veces, cuando alguien
intenta persuadirle de que debe rehacer su vida ella desvía la conversación,
evadiéndose, girando la cabeza o marchándose dejando a su interlocutor con la
palabra en la boca.
—Todo llegará en su momento, no hay
que tener prisa. Ya tomaré la decisión en su momento, sin prisas…—solía decir,
si quien le aconsejaba era su padre, madre o después su hija.
Había tardes que se arreglaba, se
vestía con su mejor vestido, pensando en ir a alguna sala de fiestas, o incluso
a tomar algo en un bar de copas. Entonces, cuando ya estaba decidida, se ponía
ante el espejo para maquillarse, y antes de que el lápiz perfilase el contorno
de sus ojos, comenzaba a pensar en todo lo que había pasado, todo el
sufrimiento. Dudaba si surgiese de nuevo el amor y se repitiese la historia,
sería capaz de tomar las decisiones correctas, Era consciente de que en su
momento no las tomó. Eran otros tiempos, pero eso no era excusa para haber
aguantado el suplicio, que desde el principio sufrió.
Él, como suele decirse, le sorbió
el seso, y hubiese puesto la mano en el fuego sin dudar de que era el ser más
maravilloso de la tierra, el, hombre perfecto. Estaba perdidamente enamora, sin
voluntad para ser capaz de pensar, de discernir entre lo que debía hacer y lo
que le convenía.
Con él a su lado, incluso después
de las primera humillaciones y despropósitos, todo parecía formar parte de un
mundo idílico que se iría formando conforme ella aprendiese a ser la mujer que
él necesitaba.
En este momento en el cual rememora
ese tiempo, y quiere olvidar todo lo que ocurrió después, no se percata de que,
intenta meter todos los malos recuerdos en el viejo baúl que le dejó su abuela,
y sacar a la luz, esos instantes placenteros. No obstante, basta ponerse ante
el espejo, y los malos recuerdos escapen de esa caja de pandora cerrada con
mil, candados.
Fin del cuarto capítulo.
El libro completo puedes comprarlo a través de Amazon en versión digital o papel, también poniéndote en contacto conmigo a través del correo electrónico fmlarenas@hotmail.com
Otra opción, pedirlo a tu biblioteca habitual
Otra opción, pedirlo a tu biblioteca habitual
Obras publicadas:
No hay comentarios:
Publicar un comentario