Hace 24 años que se marchó la persona que más me animó a escribir:
Vicenta López, la Ciriaca, mi madre.
Junto a su recuerdo siempre perenne en mi corazón, tengo
algunas de nuestras muchas conversaciones que tuvimos, difuminadas y
tergiversadas por la memoria, cada vez más antojadiza y olvidadiza.
Posiblemente, sin su apoyo jamás habría escrito. Porque
publicar es otra cosa muy diferente. Después de muchos intentos por publicar el
cielo se me abrió a la esperanza. No es preciso decir que ni yo me lo creía.
Ser seleccionado en un importante certamen literario era algo que no entraba ni
en mis mejores sueños y lo fui. Ya me veía como un escritor de verdad.
Todos los sueños de aquel joven albañil se disolvieron, como
siempre se dice, cual azucarillo en café caliente.
No me publicaron, ni tan siquiera contestaron a mi carta,
simplemente me devolvieron los dos manuscritos con los que participé. Lo que me
quitó las ganas de volver a participar y a escribir.
Tiré la toalla comprendiendo que me faltaba mucho para ser
capaz de vivir de la escritura: cultura, academia y dinero.
Mi escuela terminó a los 13 años, y desde los 11 ya trabajaba,
mi bachillerato fue de 12 a 14 horas trabajando en la obra durante el invierno
y en el hotel en el verano. Mis estudios fueron la calle, mi carrera, las que
hacía con la policía detrás, y mis lecturas, todo lo que caía en mis manos.
Pero carecía de toda formación académica y de dinero para seguir intentándolo.
Me rendí a la evidencia y cambiaron mis metas. Trabajaría de albañil y
ahorraría para montar un bar, tirando mis sueños a la letrina del olvido. Un
día guardé mi máquina de escribir en su funda y todos mis escritos en una
maleta de cartón, con intención de deshacerme de ellos.
Mi madre, aunque analfabeta, era capaz de leer los
pensamientos, al menos los míos, como la madre que me parió que era:
—¿Piensas trabajar siempre de albañil, quemado por el sol, los
riñones rotos y las manos más ásperas que el papel de lija? ¿Eso es lo que
quieres? —me preguntó, susurrando sus preguntas como un lamento.
—No, madre, no quiero estar siempre en la obra, no. Ahorraré
cuartos y montaré un bar, pero no pienso perder ni un minuto más de mi vida
escribiendo. Me falta cultura, no sé escribir…
—¿Un bar?, serás esclavo de ti mismo. No podrás escribir, que
es lo que más te gusta. ¿No te das cuenta que si dejas de leer y escribir, todo
lo que te he contado no servirá para nada? ¿Dónde quedan tus ilusiones de estos
años? Eres como padre, con la diferencia de que él no sabía escribir lo que se
le emperejilaba. A escribir se aprende del mismo modo que se aprende a labrar o
a hacer un tabique en la obra…
Yo tenía la decisión tomada. No volvería a escribir jamás, y
del mismo modo que un día dije que no volvería a fumar, con el paquete de
Fortuna recién comprado. Con la escritura fue lo mismo, una vez cerrada la
maleta de cartón de los sueños, la olvidé por muchos años. Más tozudo que yo,
nadie.
—De escribir no se come. Es una pérdida de tiempo. Leer me
relaja, y es a lo más que puedo aspirar. Ahora me toca intentar hacer lo que le
he dicho, montar un bar y leer lo que escriban otros. Con eso me conformo.
—Eso es lo que dices, pero yo sé de sobra que volverás a
escribir.
—No madre, no volveré a escribir nunca más —le contesté
besando mi pulgar.
—No jures, que tú no eres de jurar, no vaya a ser que te
acuerdes de este día y ya no haya marcha atrás.
Años después, poco antes de morir, ya en el hospital, me
recordó mi vieja maleta de cartón donde guardé todos mis escritos:
—Tienes una maleta llena de papeles en casa. No dejes que se
pierdan. En ellos están todo aquello que soñaste ser. Algún día podrás.
—No madre. No quiero saber nada de esos papeles. Los sueños
son para los críos. Yo ya tengo hijos que mantener y poco tiempo para perder
haciendo garabatos.
—Volverás a escribir y te acordarás de todas nuestras
conversaciones. Ya lo verás.
Muchos años después, un mal día, gracias a aquella maldita
reforma laboral que condenaba a los jóvenes a la esclavitud y a los mayores de
55 los desahuciaba laboralmente, me vi en la calle después de 38 años
trabajando, me vi en la calle. Entonces recurrí, para no caer en la depresión,
a la escritura, abrí aquella maleta de cartón y del teclado hice una doble
herramienta, la fábrica de sueños y de la palabra como forma de lucha contra la
injusticia.
Y claro, me acordé, como todos los días, de mi madre, Vicenta
López, la «Ciriaca», que sigue estando aquí, muy dentro, en mi corazón,
diciéndome:
—Escribe, que no se pierda todo lo que te conté.
Madre, siempre en el recuerdo.