Manuelita
y Antoñito estaban sentados cara al sol. Él tenía un fino libro en las manos
«El Lazarillo de Tormes». Antoñito parecía leer y Manuelita escuchaba con gesto
de extrañeza:
—En
un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme…
—¿Pero
sabes leer? —Le preguntó Manuelita, asombrada, pues hasta el día de antes con
aquel libro de «El Lazarillo» sólo habían
comentado las ilustraciones a las que ellos llamaban «santos»
—Es
muy fácil, mira: En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme,
no hace mucho vivían dos guachos de los de pies descalzos, ropa vieja y sin
zapatos, con más duelos que quebrantos su madre algunas noches les traía lo que
salvaba del gachapazo. Algo de vaca, más bien los roídos huesos que a los amos
sobraban, alguna cabeza de carnero, lentejas ya secas, y los domingos algún
palomino que se escapaba…
—Tonto,
te lo estás inventando…Eso es de don Quijote de La Mancha, el que tenía un
galgo corredor…
—Si
dice madre que el galgo se escapó de la primera página y nunca más se supo de
él, como padre...
—Tú
sí que te escapas por los cerros de Úbeda. Te lo inventas.
—Un
poco sí. Ayer cuando te quedaste dormida por la tarde, fui a los muros del
colegio de los frailes y me senté debajo de la ventana a escuchar y algo
parecido dijeron…
Manuelita
movió la cabeza, como dispuesta a decir algo. Antoñito tenían el libro en la
mano y se lo quitó, pasando detenidamente hasta una de las primeras páginas con
tanto detenimiento que parecía que ahora era ella la que lo estaba leyendo. Se
detuvo en una ilustración:
—Mira
aquí —dijo Manuelita ante la ilustración en la que se ve a Lázaro caminando
delante del ciego, con el clérigo y el escudero detrás—. Aquí está cuando
llegaron y se llevaron a padre a pasear…Padre no se escapó como el galgo
corredor de don Quijote, se lo llevaron…
—¡Mientes!
Madre dice que se fue de viaje. Se ha
olvidado de nosotros. No piensa en sus hijos, que no podemos ni comer como no
sea que cacemos moscas a cañonazos y no tenemos escopeta…
—Se
lo llevaron, no está de viaje…Mira... —con paciencia de hermana mayor, aunque no
lo pareciera señalaba la ilustración —. Padre va delante, el del bastón es el
cura don Cipriano, los de detrás quienes se lo llevaron…
—¿De
viaje?
—De
viaje no. Se lo llevaron de paseo. Me acuerdo bien. Le dijeron a madre: «No
esperes a tu hombre, que nos lo llevamos de paseíllo».
—Pues
ya fue largo el paseíllo, que casi no me acuerdo de él.
—Tú
no tenías ni dos años. ¿Cómo te vas a acordar? Está en un penal.
—¿Y
qué es un penal?
—Pues
qué va a ser, donde los hombres pasan penalidades. La palabra lo dice: penal...
Y
así pasaban las horas, esperando la noche para que Candela llegase con algo que
se le hubiese resbalado a los bolsillos, el refajo o las enaguas de casa del
señorito. Esperaban con ansia, pues algunos días era la única cena, junto con
el pan duro que en ocasiones les daba el tahonero.
—A
buen hambre no hay pan duro —les decía el buen hombre.
Su
madre limpiaba la casa de don Alberto desde antes de que saliera el sol hasta
después de que los señores hubieran cenado. Ellos esperaban ansiosos su
llegada, por si entre sus enaguas traía algo de lo que a sus amos le hubiera
sobrado o de las manos se hubiera resbalado, por el gachapazo.
El
gachapazo, que decía su madre, consistía en que algún pico de pan, tajada de
carne, manzana, plátano o naranja, que no fuera líquido, resbalaba de manera
«accidental» hasta su mandil y ella, «sin darse cuenta», antes de que se diese
el gachapazo contra el suelo, en un movimiento rápido como el rayo, lo evitaba.
Tal vez no fuera muy higiénico, y algún merengue había perdido su forma, pero
Manuelita y Antoñito cenaban, aunque fueran las once de la noche.
Candela
le echaba la culpa a su marido Manuel:
—¿Quién
le mandaría a él decirle al señorito que tenía que pagar un jornal? Ahora a
esperar a que Franco lo quiera soltar.
—Si
supiera escribir, le mandaría una carta a Franco para decirle que su marido es
un cacho de pan y que por estar en la cárcel sus hijos ni el pan pueden catar.
Hasta
tres veces se lo ha dicho al amo, también al señor cura don Cipriano, y al
Cristo crucificado todos los días sin descanso, que solo tiene pensamientos
para Manuel, sus hijos y Nuestro Señor.
Don
Alberto le dice que es muy guapa para esperar a un badulaque que la ha preñado
dos veces sin ser capaz de ganar el pan para sus hijos. No como él, que le hace
que le haga cosas que no le pediría a su mujer por ser una señora decente y
católica. No sabe que en una de las ocasiones, ella pilló a doña Heliodora acompañada
de don Cipriano en su cuarto metidos en la cama, con poca ropa y él sin sotana.
Ejercicios espirituales le dijeron… Como si ella fuera tonta. Bien sabía ella
qué tipo de ejercicios eran, pues la señora era muy escandalosa cuando se
acostaba con don Alberto, con don Cipriano también, pero él estaba de caza, que
para eso era amigo del gobernador civil. Pero ahí estaba ella, para hacer con
don Alberto lo que a su esposa no le pedía por ser muy católica, por eso ella
lo hacía con el cura, con la esperanza de que las influencias de su amo libraran
a su hombre de la cárcel.
Don
Cipriano, el cura, no es que le haga mucho caso tampoco. Le dice que tenga
resignación cristiana y que si se porta bien con él, y le hace las mismas cosas
que don Alberto le confiesa en secreto litúrgico, Dios la recompensará más
pronto que tarde y tendrá a su marido en su casa, para que se case como Dios manda.
Y ella, ¿qué va a hacer si con ello saca algo para que coman sus hijos y tal
vez logra que salga su Manuel de la cárcel? Según él, tiene un amigo cura en el
penal de Ocaña con el que ya está en contacto para que lo suelten pronto.
—Tienes
que portarte muy bien conmigo, porque mi amigo, el cura del penal de Ocaña, es
mucho de imponer la penitencia a su modo...
—Ya
había oído ella de ese cura, el propio Manuel se lo había contado:
—Mal
bicho. Satanás lo lleve al infierno, que es el primero que se pone ante el
pelotón de fusilamiento, el primero que dispara, y quien da el tiro de gracia…Si
un día vienes y no estoy, no reces por mí, que no quiero estar donde esté él.
Y Nuestro señor, ¡Ay, Nuestro Señor! Al que
tanto reza, hasta cuando limpia las letrinas de los señores ¡Ay, Nuestro Señor!
Si fuera de escayola no estaría más sordo, por más que le reza con devoción, no
muestra ninguna emoción ni pena por ella ni tampoco por sus criaturas, pero
ella reza y reza...
—Para
mí que es un muñeco que han puesto en lugar de Dios y el de verdad, el que hace
milagros lo tienen bien guardado para que ayude a los ricos, porque este, que
dicen que es del gran poder, ni escucha, ni hace milagros ni nada.
Seis
reales al día le paga don Alberto, diez cuando le hace eso que las mujeres
decentes no deben hacer y que su mujer hace con don Cipriano, pero el no lo
sabe, ella no se lo va a decir, porque así tiene los cuatro reales que luego se
los da a los chiquillos para que se compren algo para comer.
—Tu
como eres concubina de rojo, no hay peligro, de todos modos, te cocerás como
las cebollas para las morcillas en la caldera de Pedro Botero.
Ella
no conoce a ese tal Pedro Botero, pero muy bueno no debe ser. Seguro que es
amigo de su amo, porque lo nombra mucho. Lo que sí tiene claro es que el hambre
es el camino del infierno y ella se está condenando por culpa de dos que rezan
a diario el rosario y uno hasta consagra la hostia con sus pecadoras manos.
Antoñito
y Manuela pasan el día en la calle. Si hace frío en la casa. Hasta tres veces
ha intentado Candela que los cojan en los frailes para que al menos les enseñen
a leer, por lo menos a Antoñito, que Manuelita para trabajar de sirvienta no lo
va a necesitar.
—No
tienen los años y no tienes cuartos, ¿cómo lo vas a pagar?
Fray
Jonás, con esa larga barba y ese aspecto mustio y avinagrado no parece que le
pueda ofrecer nada a cambio. Al final le
dice que sí, que Antoñito podrá ir cuando cumpla los seis, pero tiene cuatro y
medio…
—¡Ay,
si saliese Manuel! Si sale Manuel de la cárcel nos vamos de aquí para no volver
en la vida, porque mis hijos tienen que aprender a leer aunque sea en
francés.
—Algún
día —susurraba Candela a los ladrillos que escuchaban, como si hablase con su
marido —, Manuel volverás y nos llevarás lejos de aquí, a un lugar donde no
tengamos que susurrar nuestros sueños.
No
quería pensar, porque entonces se hinchaba a llorar como una magdalena y al
señor no le gustaba que lo hiciese con él como una muerta.
Limpiando
en la biblioteca, Candela recordó lo que le contó Antoñito que escuchó debajo
de la ventana del colegio de frailes.
—¿Y
tú quieres ese libro?
—¿No
lo he de querer?
—Pues
para que no se dé el gachapazo, te lo traeré.
Aquel
día no tocaba limpiar la biblioteca de don Alberto, pero Candela pensó que
tenían mucho polvo acumulado. Sabía dónde estaba «El Quijote». Con muchas dudas
lo cogió y a punto estuvo de que cayera al suelo y se diera el gachapazo de
verdad. Cayó a sus enaguas a las diez de la mañana y era mucho más voluminoso
que «Lazarillo».
—Cuadrado
se me va a quedar el chumino. No puedo ni andar con un libro tan gordo, a ver cómo
lo escondo.
Se
enrolló las enaguas y parecía que estaba embarazada que hasta le costaba andar
de pesado que era el libro…
—¿No
estarás preñada? —Le preguntó don Alberto, al verle la barriga hinchada —. Aquí
se está o no se está, no quiero burras con panza sin saber de quién será…
—No
don Alberto, que son aires del Espíritu Santo, que ya sabe usted que mi Manuel
está en el penal y él no me puede embarazar.
—Yo
tampoco, que pongo cuidado, a saber, con quién vas más…
—Con
nadie don Alberto, con nadie…Son solo aires. Si le parece bien, voy a mi casa
un rato y hago de vientre a ver si se me pasa. Es que sabe usted, mi Antoñito
está con un poco de tosferina o algo así…
—No
te entretengas, que para cagar no hace falta una hora y no te acerques a la
criatura, no vaya a ser que se los pegues a los míos y hasta ahí podríamos
llegar…
Al llegar a su casa sacó del refajo primero
el libro, después un buen trozo de tocino, y lo mejor, un buen trozo de pernil
con dos bollos sin apenas tocar. El libro era «El Quijote». Ya tenían dos
libros para leer sin saber. Antoñito solo había escuchado el inicio de «El
Quijote», así que cuando se marchó su madre, después de haberse comido en un santiamén
lo que les llevó, se sentaron al sol y el chiquillo, abrió el libro, comenzándolo
igual que comenzaba «El Quijote»:
—En
un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme…
—Ya
están entretenidos con un nuevo libro. Pensó cuando de madrugada se marcho a
trabajar con ruido de tormenta. Todo el día llovió y aquella noche de abril a
mares. Tuvo que esperar a que se acostasen los señores para cerrarles las
ventanas. Después, segura que ya ni las cocineras estaban, Candela se deslizó
sigilosamente por las sombras de la noche, con la esperanza de encontrar
aquello que solo comían los señores. Sus hijos aquella noche comerían como
marqueses. Mientras tanto, en la penumbra de su hogar, Antoñito y Manuelita se
quedaron durmiendo
La
luz del alba comenzaba a filtrarse por las rendijas de la puerta cuando llegó
la madre u los hijos estaban durmiendo con el libro abierto sobre la mesa. Dejo
con cuidado la comida para no despertarlos, cuando lo hicieran, aunque fuera de
madrugada ya comerían algo.
Abrió
la puerta del cuarto oscuro y una mano se posó con fuerza en sus labios, y otra
en su pecho, que buscó ansiosa por debajo de la ropa, para antes de que se
diese la vuelta tener unos labios conocidos en los suyos. Los niños despertaron
al son del ruido del somier, pero vieron la comida y no pensaron en otra cosa
que en satisfacer su apetito. Por la mañana nada recordaban.
Al
día siguiente los niños siguieron con el nuevo libro, pensaron que su madre se
habría marchado ya y no se preocuparon por mirar en el cuarto.
—Léeme,
anda, lee o inventa lo que quieras, pero no repitas eso del lugar de la Mancha,
que ya me lo sé de memoria —le dijo Manuelita a su hermano.
—Leo,
sé leer… En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme, no hace
mucho vivían dos guachos de los de pies descalzos, ropa vieja y sin zapatos,
con más duelos que quebrantos su madre les traía lo que salvaba del gachapazo.
Algo de vaca, más bien los roídos huesos que a los amos sobraban, alguna cabeza
de carnero, lentejas ya secas, y los domingos algún palomino que se escapaba
del penal de las penalidades y volaba hasta ese lugar de la Mancha… ¿Ves ya me
he inventado algo? ¿A Padre, no lo llaman de mote Palomino?
—Sí,
pero lo que te has inventado y nada es ilusión vana. Padre no vendrá nunca. Invéntate
cosas de verdad, que luego una se ilusiona y llega el gachapazo de verdad…
Entonces
escucharon una voz grave pero risueña, desconocida casi por completo para Manuelita
y casi nunca escuchada por Antoñito.
—En
un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no he podido olvidarme ni un segundo,
vivían dos niños flacos como galgos corredores…
Alzaron
la vista y se encontraron con un hombre alto, mal vestido y sucio, pero con una
sonrisa que pronto adivinaron a quien pertenecía…
—¡Padre!
—Saltaron al unísono, con la voz y con los brazos.
—El
galgo corredor se escapó y cuando venga madre nos vamos los cuatro, pero no se
lo digáis a nadie…, tener esta perra gorda y traéis pan de la tahona.
Don
Alberto abrió el periódico en el Casino Agrario, a su lado don Cipriano, el
cura y el secretario del Ayuntamiento Nicomedes…
«Cuatro
bandoleros peligrosos se han escapado del penal de Ocaña…Manuel Ramos Isabel…»
—¿No
es ese tal Manuel, el barragán de tu sirvienta?
—Creo
que sí…—dudó don Alberto —, pero estaban casados…
—Como
si no lo estuvieran, quien no se casa por la Iglesia, se condena al infierno
perpetuo…—dijo el sacerdote con convencimiento.
—Así
es don Cipriano, así es —asintió don Nicomedes…
—Habrá
que avisar a la Guardia Civil, porque si se ha escapado, muy largo no debe
estar.
Tarde
llegaron los guardias a la casa de Candela y Manuel. El galgo corredor del
Quijote los acompañó lejos de allí hasta los cercanos Montes de Toledo. No comieron perdices, pero le dieron con el
plato en las narices a don Alberto y a don Cipriano, que sin saber qué les pasó,
se murieron aquel mismo año cuando unos guerrilleros de los Montes de Toledo entraron
en el pueblo con una guapa mujer al frente, Candela.
Manuelita
y Antoñito aprendieron a leer, primero en francés, y luego en castellano… y
hace muchos años a mí Antonio Ramos, me contó su historia para que no la dejara
en el olvido y yo con recuerdos de él y un poco de imaginación aquí he tejido
esta historia con los hilos de la MEMORIA.