domingo, 8 de enero de 2023

Javier llegó como un géiser irlandés



Javier llegó como un géiser irlandés           


 

El jueves 4 de enero de 2001 era un día más del mes de invierno, aunque como suele ocurrir en Valencia, tampoco hacía frío, así que no sé si se podría decir un día primaveral de enero. Llovió el día anterior, pero apenas empapado el asfalto y en las hojas de los árboles en el momento que sopló una miaja el aire y salió el sol, no quedó ni rastro de esas clandestinas gotas de lluvia que se esfumaron sin esperar la llegada de la policía, ni el permiso del Tribunal Constitucional, que siempre llega tarde menos cuando le pagan bajo manga sus amos.

Yo estaba en el bar, como casi siempre, por mis manos habían pasado ese día varías botellas de coñac, alguna de güisqui, incontables vasos de vino y bastantes más de cerveza. También, no lo voy a negar, cientos de botellines de todo tipo, también de agua, barras de pan, embutidos, sepia, calamares y jamón, ¿cómo no, si era tabernero?

Mari Nieves, mi mujer, fue a una visita rutinaria al hospital La Fe, y aquel día no la acompañé, claro, yo estaba en el bar. Y allí llamó.

—Paco, que dicen los médicos que me quedo, que hoy nace, sí o sí.

Me restregué los ojos a puñetazos como si precisara despertad de un profundo sueño. Puse las manos como pidiéndome paciencia, tomé un trago de cerveza, y casi de coñac debería haberlo tomado. Subí a mi casa, que estaba justo encima del bar y tras pasar menos de tres minutos por la ducha, en otros cinco estaba en la puerta del hospital, si me llega a ver la policía me echa el alto. Menos mal que no me crucé con ninguno.

Javier todavía tardó un par de horas en llegar. En la sala preparto, separadas por cortinas de plástico estaban más de media docena de parturientas, algunas acompañadas por sus maridos y otras por sus madres. Una gritaba:

—¡Te la corto! Te juro que como me vuelvas a dejar preñada, te la corto.

Las enfermeras iban pasando, pidiendo calma y a la gritona le pusieron algo para tranquilizarla y le dijeron que lo mejor sería ponerle la epidural para que no lo pasará tan mal, que todavía no estaba madura.

Otra pedía permiso para levantarse e ir a echar un pitillo.

—Solo un ratico, que llevo desde el último polvo de anoche sin fumar.

—Pues miré usted, ya ha dilatado bastante, así que nos vamos, y en lugar de a echar un pol.., perdón un pitillo, al paritorio —dijo la matrona, una mujer de un metro ochenta con gafas y con aspecto de estar enojada por algo.

—Es que yo quería echar un pitillo, aunque fuese una calada solo…

Y se la llevaron camino del paritorio sin dejarle echar humo y a consecuencias de un polvo, no el de la noche anterior, sino el de cuarenta semanas antes, y es que todo momento de placer puede tener consecuencias dolorosas después, y hasta la prohibición de echar una calada a un pitillo en el hospital. Todo quedó tranquilo, en silencio, como si con la marcha de aquella muchacha el mundo se hubiese entero se hubiese despeñado por un acantilado tras la tormenta, y todos, parturientas, enfermeras y medrosos maridos temiéramos ser amonestados por la matrona. Entonces se escuchó a otra muchacha:

—Me estoy cagando.

—¿Cagando? Ahora llevo la cuña —dijo una enfermera presurosa —. ¡Criatura, si tienes la cabeza fuera!

Y no dio tiempo de que la llevasen al paritorio, casi sin decir esta boca es mía, escuchamos los lloros de una niña, porque eso dijeron, que nosotros la vimos.

A la una en punto, le tocó a Mari Nieves. Tras la enésima revista, la matrona de gafas y con cara de pocos amigos preguntó.

—¿Va a venir el marido?

—¡Hombre, pues claro! Con mi hija le tuve que ayudar a la matrona porque pilló en cambio de turno...

—Le he preguntado a ella —me cortó en un tono algo desagradable, como deseando que Mari Nieves dijera que no.

—Sí, claro —contestó ella.

—¡Toma ya! —Pensé yo, pero no dije nada, simplemente me encogí de hombros con una sonrisa, posiblemente estúpida.

—Es que hoy hay están los residentes y va a haber mucha gente en el paritorio y…, bueno, vale, pero tendrá que estar en la cabecera de su mujer sin moverse…

Y así fue como me vi desplazado, frente a las piernas abiertas de mi mujer, con Javier llegando, diez o doce estudiantes de medicina viendo el nacimiento de mi hijo mientras la matrona les explicaba el proceso. Sin querer, yo iba abandonando mi puesto y me incorporaba al grupo para ver nacer a mi hijo. De inmediato la enfermera:

—Caballero, usted a la cabecera, con su mujer.

Al minuto de nuevo la misma historia, y así hasta tres o cuatro veces.

—Empuje, señora, que ya está.

Se lo llevaron, sin ponérselo encima, como se suele hacer e hicieron con mi hija, y lo colocaron en una mesa redonda sin dejarme opción de ver a Javier. Como pude, casi a codazos, me coloqué en primera fila. La matrona me miró severa:

—¡Caballero! —casi gritó —. Le he dicho que usted con su mujer..., no puede estar aquí…

Y de repente, como un cañonazo de agua, un manantial torrencial, si eso se puede decir, salió cual géiser irlandés, directo a los labios de la matrona, mojándole hasta las gafas.

Las risas irreprimibles de los jóvenes estudiantes y hasta la de la matrona se escucharon hasta fuera del paritorio. Cuando cesaron, tras limpiarse, dijo:

—No hay temor a que esté mal de los riñones.

Y así llegó al mundo Javier un cuatro de enero de hace veintidós años, y a mí me parece que fue ayer.

En la calle brillaba el sol, era vísperas de la cabalgata de reyes y a mí me corrían manadas de caballos persiguiendo mariposas más allá del estómago.

Paco Arenas

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