Amar la
Tierra, la propia, como si fuese la tierra prometida, por mucho que ajena sea
la que pisas todas las mañanas, y la que te cobija todas las noches.
Cuenca
reflejada en nuestras pupilas como árboles en el Júcar, o nuestra propia imagen
que sueña más que recuerda el sonido estridente de las campanas, porque en
Cuenca todavía suenan las campanas en las largas tardes de verano, en las frías
madrugadas de invierno.
Cuenca,
siempre Cuenca, con todo ese espíritu castellano, ese acento a veces duro, en
ocasiones dulce, y casi siempre con un doble sentido que despista el forastero.
Cuenca tierra intima como la alcoba de los recién casados con la esposa ya en
estado de buena esperanza, celosa del fruto de su vientre, pero que ha de dejar
las sábanas manchadas.
En Cuenca
suenan las campanas y el repique llega hasta tierras lejanas, donde se le echa
de menos cada mañana.
Que nadie me
pida, ni siquiera me diga que escoja entre el sueño y el deseo, entre el estar
y el querer, porque Cuenca lo es todo, hasta en sus vaciadas entrañas, que,
aunque calla no otorga, ni se pone de rodillas llorando sus penas. Cuenca es
más que un esqueleto del pasado, más que un trozo de la olvidada Castilla,
Cuenca es agua y es rabia, que calla y obra al repique de las campanas.
©Paco Arenas