Fermín Arenas 1933 |
Son muchas
las ocasiones que he intentado escribir sobre aquellos días. Siempre me he
encontrado con la misma resistencia mental, como si una fuerza me impidiese
escribir o recordar aquellos días tan tristes para mí y que tanto influyeron no
solo en mi niñez sino también en mi desarrollo personal posterior. Quienes han crecido con la presencia de un
padre y una madre jamás podrán llegar a comprender lo que significa y marca la
ausencia de cualquiera de sus progenitores. Mucho más si dicha ausencia ha sido
provocada por un hecho trágico, cuando todavía eres un niño y necesitas a ambos.
Aunque, en esos momentos no lo sabes, después compruebas que le necesitarás el
resto de tu infancia, de tu juventud de tu vida y que no los tendrás, y que ahí
no sirve el amigo imaginario para suplir su ausencia. Sabes que serán muchos
los días que querrás hablarles, preguntarles tus dudas infinitas y que no
estarán, entonces sentirás envidia de quienes sí tienen ese padre o esa madre
que tú no tienes y añoras.
Añoro sus
risas, su barba de tres días, el verle afeitarse frente al espejo con la cara
enjabonada, su risa desdentada, y sin embargo perenne, sus caricias, aquellas
cortezas de tocino que él no podía comer por culpa de sus encías medio deshabitadas,
el cigarro entre sus labios, su mirada profunda, sus historias en la era
contadas con dulce tono que pretendía transmitir risas, alegrías; pero, que en
ocasiones denotaban una tristeza que ni él podía disimular. Añoro tantas cosas de él, que necesitaría
media vida para narrarlas.
Resultaba habitual que durante los meses de verano acompañase
a mis padres al campo, todavía dormido me subían en el carro o a la galera y
medio sonámbulo veía entre los varales de la galera correr los árboles como si
fuesen liebre perseguidas por un galgo, al menos esa era la sensación que
sentía. Llegaba todavía adormecido, permaneciendo un buen rato en la galera
mientras mis padres comenzaban a arrancar los frutos de la cicatera tierra seca
de la Mancha, que no da frutos como no sea a cambio de la sangre y el
sacrificio de sus agricultores.
Aquel nefasto día de agosto no acompañé a mis padres, los
yeros ya estaban cogidos, solo necesitaban acarrearlos, siendo todo el espacio
en la galera necesario, así que me dejaron al cuidado de mi hermana Felipa, a falta
de un mes para dar a luz.
Aquel día del mes de agosto a media mañana un viento de
solano se paseaba arrasando el sur de Castilla, las mulas que tiraban la galera
eran todavía jóvenes y a pesar del cansancio, del calor y del peso, caminaban
raudas ansiando la llegada a la cuadra. Eran tiempos de proliferación de cuevas
de champiñón. Las cercanías de Pinarejo en dirección Villar de la Encina, se
habían quedado huecas, los montones de tierra roja se amontonaban sobre las
antiguas tierras de labor, porque el oro estaba bajo de la tierra, en cuevas
excavadas a pico y pala formando inmensas galerías semejantes a las catacumbas
romanas. Cada una de esas galerías tenía
unas chimeneas para que salieran los gases y entrase el oxígeno, a esas chimeneas
se les llamaba suspirones, los cueles estaban tapados con telas de nailon de
color verde y se alineaban a ambos lados del camino clavadas sobre maderas. Una de esas telas, no conveniente sujeta, fue
arrancada por aquel maldito viento de solano, escapando y planeando en
dirección a las mulas que tiraban de la galera cargada de yeros, los animales
asustados se espantaron provocando el vuelco de la galera. Mi madre quedo
atrapada entre el pescante y la mula “Cordobesa” que en su intento por escapar
de la situación coceaba a mi madre sin piedad, dejándola tan maltrecha, que
parecía muerta. Mi padre aterrorizado,
como pudo la auxilió, salvándola de una muerte segura, y que gracias a la
determinación de mi padre vivió muchos años más. Él apenas sufrió unos rasguños en uno de los
codos. En teoría estaba bien y continuó la dura tarea él sólo sin la ayuda de
mi madre, la cual se encontraba postrada en la cama.
Recuerdo la noticia aún con rabia, fue dura la forma de
enterarme, muy dura, para un crío que todavía no había cumplido los ocho años,
fue dura por su muerte y por el modo de comunicármelo, es la primera vez que
escribo esto, durante mucho tiempo sentí la culpabilidad en mi cerebro infantil.
Me costó asimilar y comprender que no estuvo en mi la falta.
Estaba jugando con otros críos, en un patio que tenía un pozo
y una higuera que daba sabrosos higos blancos, y que, en aquellas fechas los
críos comenzábamos a hojear sin dar mucha opción a los mayores de probarlos
hasta que hubiese muchos, lo cual como era natural no agradaba mucho a su dueño.
Además, posiblemente jugábamos armando escándalo, carreras, risas y voces. Cuando
llegó aquel hombre, tras regañarnos a todos por el jaleo, de repente se encaró
conmigo, me miró fijamente y sin misericordia me espeto:
Creo recordar que
salí corriendo en dirección a mi casa, en la puerta en la esquina de Volazo me
impidieron el paso unas mujeres consternadas por lo sucedido. No recuerdo
quienes eran, solo recuerdo que intentaron consolarme sin conseguirlo, subí
corriendo por las escaleras que llevaban hasta el mirador de la Divina Pastora —escaleras
que había hecho mi padre a pico y pala —llegué a tiempo de ver aquel coche gris
que había traído a mi padre desde Cuenca.
Cuando ya pude verle, estaba amortajado para el velatorio. Recuerdo a mi
madre llorando, no recuerdo a nadie más, y a mi padre, allí de cuerpo presente,
frío y serio, nunca fue lo uno ni lo otro, siempre fue una persona muy cariñosa
y sonriente, hasta cuando tenía el cigarrillo entre los labios. Mi madre me abrazo entre sollozos y me dijo
que le diese un beso a mi padre para despedirme de él, se lo di y nada recuerdo
aparte de que no quería ni quise comer aquel día.
Nunca supe
realmente a que fue debida la muerte de mi padre, sé que pasaron dieciséis días desde el accidente, siempre se me dijo
que había sido a consecuencia del susto al pensar que mi madre estaba muerta,
volviéndosele la sangre agua, posiblemente se trató de leucemia.
El entierro fue por la
tarde del día 7 de septiembre, todo el recorrido fue acompañado por una increíble
tormenta de verano con rayos, truenos y relámpagos. De lo que ocurrió después
tan solo recuerdo el nacimiento de mi sobrino en el mismo día y mes en que seis
años después moriría en Santiago de Chile el gran poeta Pablo Neruda.
Con la muerte de mi padre, desaparecieron muchas cosas que
habían sido importantes para mí, y que aún hoy continúan siéndolo, su muerte me
marcó tanto que conservó más recuerdos de los pocos años que viví junto a él
que de los siguientes cuatro o cinco años. De esos años posteriores recuerdo la
gran envidia que sentía de otros críos cuando los veía pasear o jugar con sus
padres y todavía hoy sueño con su presencia y sería capaz de reconocer su voz,
sintiéndome orgulloso de ser hijo de Fermín Arenas, un campesino castellano que
soñaba con un futuro de libertad, y que junto con su mujer, mi madre, me
inculcaron ese amor a la libertad.
©Paco Arenas