miércoles, 20 de octubre de 2021

Hubo un tiempo


Hubo un tiempo en que los frutos de la tierra se ablentaban en las eras y las palabras se murmuraban en silencio con los labios endurecidos y

los ojos pendientes de quien asomaba por las esquinas, como si  las piedras fueran capaces de escuchar  los pensamientos no pronunciados. Entonces no discutíamos de política…

Hubo un tiempo en el cual lo más extraño de otras tierras era el forastero que vendía su mercancía en la plaza, o quizás el mozo del pueblo de al lado que pretendía a una muchacha y se le echaba al pilón del pozo si no pagaba la patente, y si la pagaba también. Los negros eran una cabeza de escayola con una raja en el cogote y los indios morían por miles en televisores en blanco y negro. Entonces no éramos racistas…

 Hubo un tiempo en el que hasta los ateos iban a misa y de rodillas se persignaban como si fueran fervientes creyentes, gritando con entusiasmo al paso de la imagen de madera o escayola y con sus ásperas manos de campesinos llevaban las andas sobre sus «pecadores» hombros. Entonces todos éramos católicos por… ¿La gracia de Dios?

Hubo un tiempo en el cual los besos de los enamorados se daban en las mejillas hasta después de casados. A los críos los traía la cigüeña, algunos primogénitos nacían a los seis, siete u ocho meses del «sí quiero».  Otros por obra del Espíritu Santo, sin conocer varón o tras haber pasado por la sacristía, que esos milagros también sucedían en aquellos tiempos. 

Y, aunque parezca mentira, también hubo un tiempo en el cual los besos se daban en la calle y de rodillas a la mano del cura, con el temor en los ojos y la vista puesta en su otra mano, por si de vuelta llegaba un capón o una hostia, no precisamente consagrada, que también era cosa de aquellos tiempos.

Hubo un tiempo en el que el hombre del saco era la bella durmiente al que ningún chiquillo temía. Pero si alguien decía:«Que vienen los guardias» los chiquillos, y muchos mayores, si podíamos y nos daba tiempo, corríamos a escondernos a nuestra casa. Los guardias también daban hostias como panes, y si te pillaban en los caminos con una cesta de higos de tu higuera, de guindas de tu guindo o de melones de tu melonar, también la leña de tu monte… Por alguna extraña ley que solo ellos conocían, te quitaban los higos, las guindas, los melones y la leña, y si protestabas recibías leña y denuncia. Entonces, la benemérita imponía respeto…, y terror.

Hubo un tiempo en el que las palabras, las penas, las ideas, y hasta el amor se escondían detrás de las puertas…

Hubo un tiempo de poco pan y muchas hostias, no obstante, éramos muy felices en una España, Grande y Libre, por decreto y obligación, y quienes no estaban conformes o no lo creyeran, tenían cuatro caminos: el sumiso silencio, el exilio, la cárcel o el paredón, pero éramos tan felices, gracias a nuestro caudillo y a la gracia de Dios.

Y si un guardia, o alguien de orden, nos preguntaba nuestro nombre, con mucho respeto y pensando cada una de nuestras palabras, contestábamos:

«Paco, perdón señor guardia, Francisco Martínez López para servir a Dios y a usted»

No sé por qué al revisar las fotos que me mandó un paisano, esta inocente foto me ha dictado todo lo anteriormente escrito. Será que estoy más loco de lo que parece o que tal vez, de tanto escuchar al hombre que aparece en la foto, Joaquín el del «Tuerto» me han venido a la mente historias de las que él, con más gracia que yo, contaba.

©Paco Arenas a 20 de octubre de 2021- Autor de Magdalenas sin azúcar

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