domingo, 28 de febrero de 2016

Lo que nos llega a través del teléfono (Relatos de Rosa Lía)


Hace algunos años, creé el personaje de Rosa Lía, una chica joven y desenfadada, con las ideas muy claras, hija del 15M.  Aunque con muchas dudas sobre la traversalidad de algunos de sus compañeros de viajes. Joven universitaria y provocadora que hizo de la lucha contra el ATC de Villar de Cañas, su misión principal. Este animaba el cotarro en los foros de Cuenca, con el único objetivo de impedir la construcción del Cementerio nuclear. Ella fue Rosa Lía, una pinarejera de armas tomar, contestataria, ecologista y republicana. Tal vez alguna vez regrese.
Aquí tres de sus relatos encadenados, de los muchos que escribió en los foros de Cuenca.

Domingo 18 de noviembre de 2012 (15 horas)

1º Tu hermano es un haragán comunista y tú lo sabes.

Suena el teléfono, mi padre tumbado en el sofá extiende el brazo con pereza, haciendo un gesto de fastidio.  Agarra el teléfono con tal desgana que cae al suelo el terminal, se retuerce en el sofá, como haciendo un gran esfuerzo, se coloca el auricular en la oreja, separándolo al instante como si le hubiese picado una avispa.

— Matilde, tu hermano, —Grita a todo pulmón a mi madre que está fregando los platos en la cocina —siempre llama a la hora de la siesta para joder al personal.

 Mi padre no se habla con mi tío, ni tampoco friega los platos, “él no es un cocinillas como el maricón de su cuñado”, además un estudio de la Iglesia Evangelista dice que los hombres que trabajan en la cocina se vuelven gays, y el es un hombre como Dios manda, aunque mi madre el otro día dijo:

-- En los últimos tiempos los hombres como Dios manda parecen escopetas de feria.


 Mi madre tras secarse las manos coge el inalámbrico que hay junto al televisor de la cocina. Mientras que mi padre cuelga el teléfono casi con rabia, como si quisiese transmitir a quien estaba al otro lado su malestar por la interrupción de su reposo tras la sobremesa.
A mi madre a penas la escucho, habla despacio y con tono preocupado, me acerco a la cocina y observo, tengo la sensación de que está llorando.
—Como…están las cosas…a dónde vamos a ir a parar… los chiquillos, pobrecillos…—la voz entrecortada de mi madre me preocupa. Me acerco y me hace un gesto de que espere. Cuando cuelga el teléfono, sale al comedor y nos dice que han despedido a su hermano del trabajo, después de llevar dieciocho años en empresa, de esas de textil que se han ido a abrir fábrica a Indochina. Lo grave es que como tenía un buen sueldo vendió su piso de toda la vida para comprarse otro mejor y se ha metido en una hipoteca y que ya veremos lo que pasa, pues todos sabemos que los bancos, con la complicidad del gobierno se dedican a robar la casa a quienes tienen dificultades.  La reacción de mi padre, sin incorporarse siquiera.

— Lo raro es que no lo hayan despedido antes, tu hermano es un haragán y un comunista... y tú lo sabes... anda siempre de manifestaciones y hostias en vinagre, seguro que el miércoles haría huelga y claro, los amos no quieren gente problemática… mira como a mi hermano no le pasa eso, diecinueve años en la misma empresa, ni siquiera para ni a almorzar... además más de diez de encargado; pero eso sí... es muy trabajador como Dios manda y sabe que hay que trabajar duro y que el amo debe ganar los cuartos... para eso los arriesga…si el Caudillo levantase la cabeza...la Ley de vagos y maleantes, eso, eso es lo que hace falta en este país, a quien trabaja mira como no lo tiran...

De nada sirve que mi madre le explique que la empresa en la que trabajaba mi tío se ha marchado a fabricar ropa a sudoeste asiático, para utilizar mano de obra semi esclava y sacar más beneficio.
Mi padre se dirige al mueble bar, saca la botella de anís Castellana y se encasqueta una copa de aguardiente entre pecho y espalda sin saborearlo, luego alza la copa como brindando y vuelve al sofá.

—Tontunas. Mi hermano también está en una empresa de ropa, y mira, ganando buenos cuartos…

Martes 1 de enero de 2013 (15 horas)

2º Serán hijos de puta los amos... el mejor colgado.

Suena el teléfono, mi padre se encuentra tumbado en el sofá extiende el brazo con desgana, haciendo un gesto de fastidio, termina de meterse un polvorón en la boca, antes de coger el teléfono alarga la mano agarrando la copa de anís La Castellana, se enjuaga la boca con el aguardiente.
—Seguro que es el cuñado, que quiere venir a jodernos el día de Reyes, pues como sea él se va a joder, no quiero parásitos en mi casa...

La primera vez, la culpa Licurgo y Solón, con la complicidad de Charlot


Esa primera vez de la más que lejana y nunca olvidada preadolescencia, en que experimentas el placer el primer beso.

Fue a finales del invierno, no recuerdo si febrero o marzo. A ella la llamaré Mari, aunque era otro su nombre. Era una chiquilla morena y muy delgada, con el pelo cortado en melena y nada presumida. Debo decir que no era de esas chicas con la que sueñan los chicos tener una aventura. Tenía muchas cosas en común conmigo, que después diré.  A mí me parecía guapa, aunque nunca habría reconocido entre mis amigos que pudiera llegar a gustarme. A pesar de lo cual me gustaba, tal vez porque yo tampoco era uno de esos chicos con los que sueñan las chicas tener una aventura, y tenía inquietudes similares a las suyas, además de una timidez enfermiza, como la suya.


Me gustaba escucharla en clase cuando leía sus redacciones cargadas de fantasía y poesía, que algunos consideraban cursiladas, riéndose de ella. Mis redacciones más parcas y realistas, también causaban cierto interés. También disfrutaba cuando en los exámenes orales de historia, al igual que yo, no se limitaba a lo que ponía el libro de texto, sino que contaba lo que había leído en la enciclopedia o sacado de su cabeza, dejando en más de una ocasión descolocado al maestro, a ella como a mí, más de una vez, extrañado el señor Torrent, nos preguntaba:

—¿Estás seguro que eso pasó así?

Como demostrábamos estar muy bien «informados», y él era un buen maestro, de primaria, pero no estaba especializado en ninguna materia, y tanto a ella como a mí, de vez en cuando nos veía en el recreo con algún libro, aceptaba «pulpo» como animal de compañía.

 Debo decir, que al principio no me parecía simpática, ni muy habladora, ni, como ya he dicho, despertaba las fantasías de mis explosivas hormonas adolescentes. Tenía el mismo defecto o problema que yo, como ya he dicho, era muy tímida, y a pesar de ir desde que hicieron las clases mixtas en la escuela (1971) nunca habíamos intercambiado más allá de los buenos días o monosílabos. Aunque íbamos al mismos curso y clase desde hacía dos años, en el patio los niños jugábamos por un lado y las niñas por otro.  Los dos éramos tan buenos en historia, geografía y redacciones, los dos con muchas faltas de ortografía, ambos trabajábamos en nuestros ratos libres. Escribíamos nuestras redacciones dándoles un toque muy personal y en más de una ocasión doña Matilde, tanto a ella como a mí, la maestra de castellano, entonces de lenguaje, nos las hacía leer delante de toda la clase, lo cual era un reto muy grande para ambos, que como he dicho éramos muy tímidos, posiblemente los más apocados de la clase, ella en su versión femenina y yo en la masculina.

 

La culpa fue de Licurgo y Solón.

No fue en la clase de lenguaje, sino en la de historia.  Había un examen oral sobre la Grecia clásica. Todos nos poníamos muy nerviosos cuando el señor Torrent nos sacaba a la pizarra para hacer ese tipo de exámenes, y la mayoría suspendía, aquel día los dos más tímidos de la clase, tuvimos un diez, de haber sido escrito, habría bajado por las múltiples faltas ortográficas.

A los pocos días de felicitarme el señor Torrent, me echó una impresionante bronca, mi nombre junto con mis iniciales «Paco M.L», un corazón y una «y ...» aparecieron, en uno de los pupitres dónde habitualmente me sentaba.

—Martínez, ven aquí —dijo cogiéndome del cogote con fuerza el maestro y llevándome al mencionado pupitre.

Allí estaba la prueba del delito, mi nombre con las dos iniciales de mis apellidos, el corazón y una enigmática «y…» con puntos suspensivos.  Estaba escrito, con lo que entonces llamábamos «tinta china» (rotulador) de manera muy elegante, que contrastaba con mi irregular redondita.

— ¿Quién ha escrito esto?

—No lo sé, señor Torrent, yo no. Yo no escribo tan bien.

—Eso es verdad. Pero pone tu nombre y seguro que lo sabes, si no dices quien ha sido tendrás que pagar el pupitre entero. A sí que espabila —me increpó con una fuerte colleja que me tiró de bruces contra el corazón de tinta china, entonces todavía eran muchos los maestros que tenían como máxima: «La tinta con sangre entra». Yo no tenía ni idea, ya digo, que, aunque me gustaban casi todas las chicas, yo no era de esos chicos que llamaban la atención, y encima más corto que las mangas de un chaleco…

El tiempo pasó y el profesor, se olvidó de la historia y yo soñé con quién podría haber sido, primero como una pesadilla, por si tenía que pagar el pupitre con el dinero que no tenía, a pesar de estar ya trabajando, y después como fantasía romántica de quien hablaba con las chicas solo en sueños, a pesar de que con los chicos no me callaba.  Era seguro, que había sido una chica y además debía ser muy guapa, no tenía duda, pero por más que me fijaba en las letras de las chicas no era capaz de adivinar quién podría haber sido, y desde luego en la que menos pensé fue en ella, las había más guapas y simpáticas.

Unos meses después, cierta tarde, mientras estaba contemplando la cartelera del cine Torres de Sant Antoni de Portmany (entonces San Antonio Abab), en la que se anunciaba la película «Tiempos Modernos» de Charles Chaplin, que nuevamente se volvía a estrenar por segunda vez en España, casi cuarenta años después de haberse estrenado durante la República, y prohibido por la dictadura dos años después.  Venciendo su timidez, se acercó a mí, me saludo con un lacónico «Hola», le respondí al saludo, turbado y ruborizándome.

—La culpa fue de Licurgo y Solón —soltó sin venir a cuento, ni yo suponer lo qué quería decir.

La miré a los ojos desconcertado, al instante bajo la mirada avergonzada ruborizándose, y yo igualmente, turbado y con mis mejillas echando llamas rojas.

—La culpa fue de Licurgo y Solón —repitió —. Lo explicaste tan bien, que me encantó, por eso escribí tu nombre y el corazón, para que supieses que me había gustado…

—Tú, tú también lo explicaste muy bien…—Titubeé yo, pidiendo al cielo que se abriera la tierra bajo mis pies y me tragará de la vergüenza que sentí.

—¿Vas a pasar a ver a Charlot? —Preguntó.

En San Antonio, había dos cines, el Cine Torres y el Cine Regio, el Torres lo abrían todos los días de la semana, entre semana con películas de reestreno o antiguas y los fines de semana con películas más actuales, el Regio, que era del mismo dueño, por aquella época sólo abrían los fines de semana, y era más nuevo y más caro.  La verdad es que mi intención no era entrar, nunca iba al cine entre semana al cine, mi presupuesto no me permitía muchos lujos y si iba entre semana, no podría ir el fin de semana con los amigos; pero yo tenía debilidad por Charles Chaplin y por Cantinflas. No sé cómo tuve el valor para decirle que sí, supongo que porque antes de que yo pudiese contestar ella estaba pidiendo dos entradas en taquilla, «para compensar la bronca del señor Torrent», me dijo en un tono apenas audible.

Entramos en la sala de proyección en silencio, sin detenernos en el vestíbulo, para evitar que nadie se fijase mucho en nosotros.

Había escuchado y visto, que cuando se va al cine con una chica debes cogerle la mano. Tal vez la oscuridad me dio ese valor que a plena luz no habría tenido. Le cogí la mano y comencé a juguetear con sus dedos, y ella con los míos. Torpemente intenté besarla, rozándole los labios, cuanto apenas, notando como se erizaban los vellos. Temblando de nerviosismo y miedo, me atreví a besarla, aprovechando que el revisor estaba por las filas traseras enchufando con la linterna a una pareja de novios, nosotros éramos chiquillos.

  Esa primera vez con esa misma chica que escribió mi nombre junto a un corazón, en la oscuridad de la sala, me olvide de Charlot, que marchaba agitando al aire su bastón en la pantalla gris del Cine Torres, mis manos decidieron convertirse en Livingston buscando las fuentes del Nilo, la Vía Láctea o el manantial del nacimiento de la vida... 

 Mis dedos y los suyos comenzaron a caminar inseguros, jugueteando con los botones de su blusa, de su piel y mi piel, los unos y los otros cada vez más atrevidos entre indecisión y dudas se fueron adentrando debajo de las prendas, explorando los suaves precipicios de las montañas de la luna,  jugueteando con sus erizados pezones adolescentes, notando como Livingston,  bajo tu vientre decide por  su cuenta y contra tu voluntad , levantar una tienda de campaña, provocando la risa nerviosa de la chica que se percata de ello, primero acaricia, después se asusta y retira su mano de aquello, intentas retenérsela, notas como tiembla, duda, tiemblas tú también. Entonces, te retira la mano de sus senos con una sonrisa nerviosa, sin mucho empeño.  Tú lo tomas como un reto, te coge la mano con suavidad y con una sonrisa te señala la pantalla, donde Charlot se marcha solitario en dirección a un lugar indefinido, perdido en un círculo que termina impregnando la pantalla de negro. 

 La sala sigue a oscuras, adivinas sus ojos, sus labios, la besas con la torpeza, propia de esos inseguros primeros besos adolescentes, te devuelve el beso y te sientes con ganas y fuerzas de explorar África entera…

Al salir del cine, la timidez inseparable compañera de la adolescencia, provoca una terrible sensación de vergüenza, ni tan siquiera dices de acompañarla, ni siquiera te despides con un beso ni en la mejilla, ni mucho menos en los labios. Durante la noche te olvidas de Licurgo y Solón, solo puedes pensar en el nacimiento del Nilo, en la Vía Láctea de sus pechos adolescentes.

 Al día siguiente, cuando te encuentras con aquella chiquilla en la escuela no eres capaz de mirarla a los ojos, ni ella a ti.   Notas como te arden las mejillas, como el rubor sube como llamas de una chimenea recién encendida.  Como esas llamas te provocan todos los miedos del infierno, el miedo a la condena del pecado, todavía crees en el infierno, el pecado y la condena eterna, porque entonces eres tan estúpidamente ingenuo que crees en el pecado, en el cielo y en el infierno.   Estás dos o tres días que no le dices ni hola, que la miras y te ruborizas, te mira y se ruboriza. Notas como dicen los poetas, mariposas en el estómago, evitas por todos los medios que nadie se percate de lo sucedido…

Se acerca el fin de semana, sin saber cómo, o tal vez de manera intencionada, tampoco estás seguro, chocas «accidentalmente» con ella, o ella contigo, te tiemblan las piernas, le tiemblan las piernas, nervioso le dices:

—Este jueves hacen una de Cantinflas.

      Ella aturdida, tan nerviosa como tú, y tras comprobar que nadie nos miraba, duda entre lo que quiere decir, piensa que debe decir y dice, al final le salen las palabras:

—Qué bien… ¿no?

Y mira para todos lados, y miro para todos lados. Ese jueves, cada uno entra por separado al cine, habrá un segundo beso, tercero y tal vez muchos más pero ya no será la primera vez.  Livingston tal vez llegue al lago Tanganika y explore Zanzíbar y puede que consiga la victoria anhelada; pero ya no será como la primera vez en que sus labios rozaron mis labios.

Después llegará el verano, yo comenzaré a trabajar subiendo maletas en un hotel y ella en una tienda de souvenirs, de doce a catorce horas de trabajo infantil. Ya no regresaremos a la escuela, ni al cine juntos…

©Paco Arenas

©Sumas y letras



viernes, 26 de febrero de 2016

Los sueños de un campesino que soñó ser poeta (El burro manchego y el alazán boricua)



A don Jaime Flores Flores, caballero boricua de los alegres sueños

Que los burros pueden aparearse con jacas de pura raza, es algo probado. Incluso pueden preñar a la yegua, que nunca parirá un cartujano, alazán, ni tampoco un árabe..., ni tan siquiera un robusto caballo percherón de tiro, que trabajando como un burro, no deja de ser un caballo.

Está claro, que el resultado de ese apareamiento será mulo o mula, más grande y elegante que un burro, pero bastante menos que la yegua madre y sobre todo estéril y sin posibilidad de descendencia.
Que un ignorante como yo, sin haber apenas pisado la escuela, escriba libros, no deja de ser una casualidad, como la del burro flautista, que tocó la flauta por casualidad.

Burro que tiene un amigo que es un catedrático generoso y condescendiente, además de ser muy paciente con este destripaterrones. Porque si bien es verdad que el burro, ha llegado a la categoría de mulo, por más que lo intente, donde no hay no se puede sacar, y mira que el muy burro, perdón, mulo, lo intenta y cuando el sabio profesor le habla de los "vocativos", él raudo y veloz, agarra el diccionario y busca la palabreja. Y si habla el paciente profesor de conjunciones y verbos, el tozudo mulo, se jura así mismo que intentará aprenderlos. Olvida que durante el poco tiempo que fue a la escuela, nunca llego a hacerlo...

No obstante el mulo es muy tozudo, estando dispuesto a uncir los dedos al teclado y arar los surcos de su mente buscando las raíces de su pobre imaginación de campesino de tierra seca.  Escribió el gran Mario Benedetti:

"Un sociólogo norteamericano dijo hace más de treinta años que la propaganda era una formidable vendedora de sueños, pero resulta que yo no quiero que me vendan sueños ajenos, sino sencillamente que se cumplan los míos."

Este hombre, que considero mi amigo, sin conocerle, y confió plenamente en él, lo admiro y aprecio; aunque tal vez viendo mi torpeza, no le quede otra que tener paciencia o decirle al burro, perdón mulo, vaya usted con Dios y con su alfalfa se lo coma.

Y al burro, discúlpeme usted, que no es insulto, al mulo, aplicarse el cuento, que teniendo tan buen profesor ayudándolo, tal vez, aprenda a diferenciar el trigo de la avena

¡Muchas gracias, amigo, profesor Jaime Flores Flores!


©Paco Arenas

miércoles, 24 de febrero de 2016

¿Te acuerdas, amor mío, cuando corríamos por los tejados?


A ellos, nuestros mayores, que un día, también corrieron y se corrieron. Se enamoraron y enamoraron, amaron y fueron amados...

Este relato forma parte del libro © Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre 


¿Te acuerdas, amor mío,  cuando corríamos por los tejados?

—Si Dios quisiera, ¡ay!, si Dios quisiera... —se lamenta Julián subiendo por la cuesta de la calle Canónigos, bajo el puente de San Pablo. A pesar de la edad, todavía baja a por arcilla para moldear sus botijos. Hace tiempo que se jubiló. Ya no vende; pero necesita ponerse en el torno alfarero para no pensar.

Mira hacia arriba, los turistas pasan ajenos a su drama, con sus cámaras de fotos y sus móviles haciendo fotos que tal vez nunca lleguen a ver, después de la primera vez; pero, que de manera mecánica realizan, como si les fuese a escapar el momento, la vida, como un suspiro. Julián recuerda como él, con su Adelaida, fueron a Madrid, con su vieja Kodak. Gastaron dos carretes uno de veinticuatro y otro de treinta seis. Las primeras fotos fueron en la Cibeles, después en La Puerta del Sol, la puerta de Alcalá, el Botánico…

 Él no salió en ninguna, porque era quien disparaba las fotos. Casi todas salieron movidas, en las que no, salía su Adelaida, guapa como ella sola. En las de La Puerta del Sol, se veía a ella al lado del oso y el madroño. En realidad, lo único que podría haberse visto habría sido el pedestal, de no estar tapado por el cuerpo de su mujer, porque el árbol y el animal se habían quedado fuera del enfoque de la cámara, porque el objetivo de su cámara era una prolongación de su pupila, él tenía solo ojos para ella. Sin embargo, cuando enseñaba las fotos a sus hijos, a sus nietos, con orgullo les decía:

—Mira vuestra madre, lo guapísima que está en la Puerta del Sol.

—Guapa, sí que está. ¿Pero cómo sabemos que está en la Puerta del Sol?

—¡Copón! Por el oso y el madroño. —Replicaba con total convencimiento, ante la mirada perpleja de sus hijos o nietos. Todas las fotos igual, la misma historia, todas con el lugar y la fecha dónde se habían realizado en su parte posterior, de lo contario, solo él lo hubiese sabido. Adelaida le gustaba viajar, aunque tan solo dos viajes hicieron en su vida, uno a Madrid y otro a Segovia y de viaje de novios a Santiago de Compostela, todos los días lloviendo y sin salir del hotel, nada más que para ir a besar el santo a la catedral.

 Ya hubiese querido llevarla a todos los rincones de España y del mundo y hacerle fotos, solo a ella, a su gran amor, lo demás sobraba, porque para él ninguna belleza se podía comparar a su Adelaida.  Pero era en el verano cuando más botijos y piezas cerámicas se vendían, cada vez más turistas visitaban Cuenca, por sus Casas colgadas, su catedral y su gran belleza urbana y desde la creación de Museo de Arte Abstracto, también gente con muchos posibles. Ahora se arrepiente de esos viajes no realizados.

Llega cansado, más cansado que de costumbre
 al subir la cuesta ha notado como un pinchazo cerca del corazón.
Llega cansado, más cansado que de costumbre, al subir la cuesta ha notado como un pinchazo cerca del corazón.

—Si Dios quisiera. ¡Ay, si Dios quisiera! Maldita enfermedad, esa que postra los recuerdos en una cama —dice mientras le echa alfalfa al burro, después de quitarle la albarda y dejar la arcilla apartada a un lado.

—Que enfermedad tan mala, que malura…—Se lamenta el anciano, cuando le daba de comer las lentejas trituradas a quien se había olvidado de masticar. Adelaida está en la cama, con mirada ausente. Él le cuesta permanecer de pie, espera pacientemente a que ella trague la comida. Sus hijos le dicen que llevarla a una residencia; pero él:

—Mientras que yo esté en condiciones, ni hablar.

Aunque él no está en condiciones, aunque procura evitar reconocerlo, engañando a los hijos que le llaman por teléfono, o a la hija que va todos los días y les lleva la comida. Adelaida casi nunca habla, cada vez menos, aunque algunos días, sí habla y además como si estuviese bien, con claridad y hasta parece que con lucidez.

—¿Te acuerdas, amor mío, cuando corríamos por los tejados? —Le pregunta a su mujer. Porque los médicos le han aconsejado que le hable, le pregunte cosas agradables, y él muchas veces no sabe que preguntarle, porque para él todo fue agradable, todo menos su silencio de ahora. Prefiere esos días que habla, aunque sean tonterías y cosas sin sentido. A veces pone el viejo tocadiscos, y comienza a cantar ella siguiendo la voz de Jorge Sepúlveda:

Mirando al mar soñé
que estabas junto a mí
mirando al mar sólo sé que sentí
que acordándome de ti lloré y lloré...

Y él también se pone a cantar, imita delante de ella un imaginario baile que hace muchos años que no danzan. Ella sigue cantando la canción, él bailando, cuando termina la canción, Adelaida, como si estuviera bien, ríe y se burla de él.

—Qué mal bailas y que tonto estás.

Él también se ríe, y pone de nuevo la misma canción, pero, en algunas ocasiones, ella no canta, no se acuerda ni de la canción.

—¿No te acuerdas, amor mío, cuando corríamos por los tejados?

—No me he de acordar, ¿cómo puedes estar tan tonto?

Pero cada vez, son más las ocasiones en que Adelaida no se acuerda, alguna vez, parecía recordad momentos felices o tristes. Y a él entonces le entraba la risa floja:

—No tengo hombre para nada, ni siquiera para bailar. Julián, con lo que tú has sido, y ya no me respondes...

—¿Dime Adelaida, mía, ¿a qué quieres que te responda? —contesta mientras improvisa un baile con ella.

—Tonto, que estás. ¿A qué va a ser? Como marido. Que ya no lo hacemos, y mira que te ponías pesado, y ahora nada de nada…

—Mujer si ya no podemos.

—Serás tú, que yo sí que puedo —protesta ella convencida.

Y Julián la mira con ternura infinita, le acaricia las mejillas, como entonces, y besa la desdentada boca de su mujer. Con los ojos cerrados la ve bella, hermosa, guapísima, como cuando fueron a Madrid o Segovia, incluso cuando fueron a Santiago de viaje de novios.

 —Qué pena no haber llevado una cámara de fotos. Qué pena.

 Así podría ver su belleza, esa belleza que no dejaba ver en las fotografías, ni el grandioso acueducto romano de Segovia.  Ella, cuando él la besa, no ve al anciano que realiza esfuerzos sobrehumanos para mantenerse en pie junto a ella, ve al joven alfarero que hacía botijos para los turistas, intenta abrazarle, pero sus brazos no le responden, como llevan años sin responderles.

—¿Qué me pasa? —Casi grita ella, angustiada, ante su invalidez no aceptada.
—Nada, mi amor, nada —. Y él entonces con gran esfuerzo coloca los brazos de ella alrededor de su cuello.

—¿Lo vamos a hacer? —Pregunta ella, en esos momentos de «lucidez».

—Esta noche, no vaya a ser que nos escuchen los críos —le contesta él, besándola en la frente, suspirando —esta noche.

No hay críos que puedan escucharlos, se marcharon ya a Madrid, Valencia o Barcelona, de los siete que tuvieron solo dos quedan en Cuenca. Cuando estaban bien, se encargaban de ir a recoger a los nietos a la escuela, darles de comer y llevarlos a las extraescolares, ahora alguna vez reciben la visita de algún nieto. Él quiere pensar que no es por la golosina de los veinte euros que les da, siempre que van a verlos. Más les daría, si fuesen más a menudo. Su hija, Soledad, sí va todos los días, por la mañana y por la tarde, y alguna vez por la noche. Les lleva la comida y les limpia un poco, ayuda a su padre a cambiar a su madre. Sin embargo, su hijo Manuel, ¡ay!, su hijo Manuel, algún domingo va a ver a su madre, que es a su madre a la que va a ver, que es el que se entera. A él, ni lo mira, desde que le dijo que no pensaba repartir la herencia en vida.  No quiere pensar en eso, porque termina llorando, y no quiere que ella le vea llorando.

—Voy a traerte el postre. —Le dice, separándose de ella, cuando ha terminado de darle las lentejas.

—¡Si Dios quisiera, ay, si Dios quisiera! Cuando podíamos no me dejabas y ahora que ni puedo yo, ni puedes tú, ahora quieres. Si Dios quisiera. Piensa casi en voz alta.

—Si quieres morirte, muérete tú, que yo ya me buscaré uno que no me ponga excusas.

Y es que Adelaida, se ve lozana y joven, como cuando corría por los tejados detrás de Julián, después de haber escapado por la ventana a escondidas de su padre, que no quería que se ennoviase con Julián. Ese día, habla, y parece como si el alzhéimer hubiese desaparecido, y entendiese todo. No quiere morirse, quiere viajar, ir a la Isla de Pascua, a Cuba, Puerto Rico, Petra.  Como le prometió Julián.

—Cuándo me jubile, nos vamos a la Isla de Pascua, a Cuba, a Puerto Rico, a Petra…

Pero, Julián, nunca cumplió su palabra, primero un ataque al corazón, después la angina de pecho, y a continuación las obligaciones que les imponían los hijos: encargarse de los nietos. Para rematar el alzhéimer de Adelaida.  Maldice todos los días no haber hecho esos viajes y que ella, en esos momentos de «lucidez» le recuerda.

— ¿Has sacado ya los billetes para irnos de crucero?

—Sí, mi amor, ya los he sacado para septiembre, que son más baratos y no hace tanto calor.

  Daba lo mismo que le dijese para septiembre que para enero, al momento, salvo raros intervalos de tiempo, a las dos o tres horas, o a los dos o tres minutos, ya no recordaría nada. Otro día le preguntaría por otro viaje, o le diría de ir al baile.  Ese día se encuentra mal, se asfixia; pero, él no quiere morirse, antes que ella.  Solo le pide a Dios, que se apiade de ellos y se los lleve pronto, primero a ella. No quiere que la lleven a una residencia, la cuidará él mientras le queden fuerzas.

—Corazón mío, abre bien la boca. —Pide a su mujer, Julián, dándole la cuchara llena de papilla de manzana…

—No, no y no. No quiero tanta papilla.  Quiero manzana como Dios manda. —Replicó ella, cerrando la boca con fuerza, a cal y canto.

—Cariño, si tú no puedes comer nada que no sea papilla.

—Eso lo dirás tú. Hasta avellanas he partido con estos dientes —dice Adelaida, enseñando sus encías desiertas.

Arrastrando los pies, Julián, agarra la media manzana que ha dejado en un plato para él y la hace trocitos pequeños.  Coloca con dificultad la dentadura postiza a su mujer y comienza a darle aquellos diminutos trocitos de manzana, uno a uno, con un intervalo de media hora, entre trocito y trocito. Ella disfruta de la manzana como si fuese el mejor de los manjares.

—¿Ves, como sí podía? —Le echa en cara a su marido, al tiempo que sonríe —. Y ya sabes que esta noche quiero que nos acostemos juntos...y hagamos el amor, ¡eh!

— Sí, mi amor.

Cuando Julián, antes de acostarse, va a cambiar los pañales a su mujer, se da cuenta que lo que tanto ha pedido a Dios, ha llegado.  La desnuda y asea, por ahorrarle el trago a la hija. Conforme va pasando la esponja jabonosa va recordando en ese cuerpo flácido y arrugado a aquel cuerpo joven y esbelto, que corría por los tejados para poder encontrarse con él. Al limpiarla sus manos de alfarero experto, parecen querer moldear de nuevo lo que tan perfecto hizo la naturaleza.  La viste con ese vestido de madrina de boda de su hija y la peina lo mejor posible, ahora que no se queja del peine.  Cuando ha terminado con ella, va a la cuadra y le hecha alfalfa y cebada al burro, en abundancia, para varios días.

—Con tanto trajín nadie se acordará de ti, ni, aunque rebuznes.

Se ducha y se viste con aquel traje con el que se casó, hacía tiempo que no le venía; pero desde que comenzaron las enfermedades de la vejez, y sobre todo desde que comenzó aquella maldita enfermedad del olvido, se le quitaron las ganas de comer y hasta de beber vino. Ahora, ese traje que le quedaba estrecho, le viene ancho, se lo pone sin la corbata, nunca aprendió a hacerse el nudo, siempre se lo hacía ella.

Se acuesta a su lado, le da un beso en los labios y mira al cielo.

—Ahora, Señor, termina tu trabajo. Llévame con ella…

Este relato forma parte del libro © Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre 

Puedes LEER los primeros cuentos de Esperando la lluvia-Cuentosal calor de la lumbre AQUÍ
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sábado, 20 de febrero de 2016

Preguntas de un obrero que lee, Bertolt Brech


Preguntas de un obrero que lee, Bertolt Brech
Como nos gusta la historia, debemos aprender a leerla,cuestionarla y así poder disfrutarla. Porque todo en esta vida tiene  otra versión y no la voz que más grita ni la que escribe la historia, siempre tiene la razón, hay otra historia oculta, que no suele estar en los libros de historia y que es preciso conocer..

¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?
En los libros aparecen los nombres de los reyes.
¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra?
Y Babilonia, destruida tantas veces,
¿quién la volvió siempre a construir? ¿En qué casas
de la dorada Lima vivían los constructores?
¿A dónde fueron los albañiles la noche en que fue ter-
minada la Muralla China?
La gran Roma está llena de arcos de triunfo.
 ¿Quién los erigió?
¿Sobre quiénes triunfaron los Césares?
¿Es que Bizancio, la tan cantada,
sólo tenía palacios para sus habitantes?
Hasta en la legendaria Atlántida,
la noche en que el mar se la tragaba,
los que se hundían,
gritaban llamando a sus esclavos.
El joven Alejandro conquistó la India.
¿Él solo?
César derrotó a los galos.
¿No llevaba siquiera cocinero?
Felipe de España lloró cuando su flota
Fue hundida. ¿No lloró nadie más?
Federico II venció en la Guerra de los Siete Años
¿Quién venció además de él?

Cada página una victoria.
¿Quién cocinó el banquete de la victoria?
Cada diez años un gran hombre.
¿Quién pagó los gastos?
Tantas historias.
Tantas preguntas.


Bertolt Brecht

jueves, 11 de febrero de 2016

Nosotros, aquellos que saltábamos los charcos


Nosotros, aquellos que saltábamos los charcos

 

Recuerdos en blanco y negro, de un tiempo que no volverá, tiempos de calles llenas de barro, callos en las manos infantiles, piedras, juegos en las calles, canciones saltando la comba, juegos perdidos en la memoria de los tiempos, ilusiones cortadas con la hoz de la dura realidad, esos éramos nosotros...

Nosotros éramos aquellos chiquillos de pantalones remendados, que pisamos los charcos con nuestras botas de agua, a veces sin ellas, rompíamos el hielo de los charcos calándonos hasta el tuétano. Fuimos aquellos chiquillos que veíamos guerras entre vaqueros e indios preguntándonos de dónde sacaban tantos indios si en cada película masacraban a cientos, con razón no veíamos ninguno, claro que tampoco veíamos ni negros ni amarillos, aparte de las huchas del Domund, que sonaban mucho y pesaban poco.

 

 Teníamos el alma guerrera de la Celtiberia más primitiva, de los castellanos más testarudos, y por menos de nada, nos liábamos a tirarnos piedras unos contra otros, de tu calle contra la mía o de Pinarejo contra los de Santa María del Campo Rus, Villar de la Encina u Honrubia.

 

 Eran tiempos en los cuales las consolas se encontraban en los dormitorios de los padres. Los videojuegos no existían, ni tampoco en las novelas de ciencia ficción se iba a la luna, ya era suficiente ciencia ficción atravesar las cuestas de Contreras y llegar a Valencia o ir a Colmenar Viejo a hacer la mili, donde del frío en los barracones se convertían las orejas den campos de sabañones a reventar.

 

 Las pantallas, las pocas que existían solían estar en los bares o en las casas de las personas más adineradas de los pueblos y de las ciudades y por supuesto en blanco y negro y tan solo unas horas al día y solo una cadena, que ni tan siquiera se llamaba la primera. La 2 o UHF, llegaría más tarde, sus emisiones comenzaban con una interminable carta de ajuste y seguían con «El Parte» que era también un programa de ficción retratando una España de papel cuche y virtudes de unos personajes que solo existían en el NODO y TVE, ficción pura ficción, la realidad era todavía más gris. 

 

 Los chiquillos, los guachos, no veíamos prácticamente la televisión. Recuerdo que en mi pueblo, en Pinarejo, algunas veces, en el bar de «El Vivo», en el de «Paquillo», el «Torcio» o Joaquín de la «Circun», nos dejaban ver   «Virginiano», «Bonanza» y «La Ponderosa», o ya más tarde hasta «Los tres Mosqueteros».  Siempre un poco a hurtadillas, con la vista gorda de los taberneros que nos dejaban ver la tele con alguna que otra pequeña regañina, pero que terminaban dejándonos con la condición de estar callados sin armar jaleo. Muchas tardes, la televisión se acababa para nosotros si llegaban los guardias del cuartelillo de Santa María del Campo Rus, que repartían hostias como panes sin ningún motivo o razón.  Si alguien decía que llegaban, pronto salíamos disparados del bar a jugar al molino de viento o a cualquier calle por la que no pasasen.

 

 No sé si hubiese pasado algo, posiblemente se trataba de una estratagema del tabernero; pero la guardia civil desde pequeños, se nos enseñó que debíamos tener precaución o más bien miedo, cuando menos. Los hijos de los rojos, en nuestras casas siempre habíamos escuchado relatar algún que otro abuso por parte de aquella benemérita de la dictadura, que en la mayor mayoría, nada tiene que ver con la actual.

 


Los chiquillos, cuando no íbamos a la escuela, estábamos en la calle, incluso en el invierno. Si nevaba, hacíamos bolas y nos lanzábamos, o cogíamos desde lo alto de una cuesta y la íbamos haciendo cada vez más grande hasta llegar a la plaza.  No recuerdo que hiciésemos muñecos de nieve por aquel entonces, eso era cosa de los americanos que poco a poco se metían como especie invasora en nuestra cultura «indigena».

 

Jugábamos al futbol en las eras, casi todos eran del Madrid.  Yo descolocado siempre, pues nunca me gusto el balompié, me ponían de portero y era un poco del Atleti, supongo que por llevar la contraria.  

 

Veíamos a los muchachos jugar al frontón o la pelota en las paredes de la iglesia. Con el aro, en ocasiones recorríamos el pueblo de punta a punta.  Otros días más tranquilos y sosegados jugábamos al tejo, a las «cajotas» tapas de las botellas de refresco, las conseguíamos en los bares, sobre todo en el corral de Paquillo, recuerdo que había una marca de refresco que se llamaba «Canadá Dry», también había de Mirinda, gaseosas de «Los moyanos» de Pepsi, no recuerdo que hubiese de Coca-Cola.  Las de cerveza, todas eran de Mahou; y a los quintos les llamábamos botellines y a los tercios gordas.

 

 También jugábamos a «Los santos», las tapas de las cajas de cerillas, todos teníamos nuestro trompo, recuerdo a algunos que eran verdaderos maestros y eran capaces, después de tirarlo, de cogerlo varias veces en la palma de la mano y que continuase dando vueltas.  Saltar la pídola era uno de esos juegos populares, en el que yo, no solo no destacaba, sino todo lo contrario siempre fui Paco Contraria para el deporte.

 

 No eran menos favoritos otros juegos como El clavo, el güa (canicas), el escondite, y, sobre todo, ya cuando las primeras pelusas salían en las axilas y otras partes, a hacer la puñeta a las chiquillas, metiéndonos con nuestras torpes piernas entre sus saltos a la comba, alguno había que lo hacía muy bien, otros más que saltarines éramos patosos.

 

 íbamos al paleduzar con nuestras azadas o escavillos a sacar «paleduz» o regaliz.

 

A mí lo que más me gustaba era ir al viejo molino a jugar entre las ruinas del al molino a jugar a don Quijote y Sancho. Hay quien me ha dicho que ya entonces contaba historias de tan manchegos personajes. Otras veces íbamos a la veguilla a arrancar juncos, con los cuales intentábamos hacer pleita. Alguna vez, a la noguera de «Palote» o quitarle palomas al cura a la torre.

Las chiquillas, eran casi unas completas desconocidas. Ellas saltaban a la comba en sus diversas modalidades, acompañadas de la canción correspondiente:

  

 

"Al pasar la barca"

"Al pasar la barca,

me dijo el barquero:

las niñas bonitas,

no pagan dinero.

Yo no soy bonita,

Ni lo quiero ser,

Arriba la barca,

Una, dos y tres".

 

  Cantaban canciones, jugaban con muñecas, a los alfileres, la goma, y a todo aquello que no nos interesaba a los chiquillos.  La división por sexos, no solo se daba en la escuela o en la iglesia, también en la calle y en los juegos. Pocas veces jugábamos juntos y las pocas, eran muchas las veces terminábamos los juegos a insultos y empujones.

 

De los pocos juegos que compartíamos chiquillos y chiquillas estaba «la Taba», que se llevaba a cabo, normalmente sentado en alguna acera con escalones, el escondite también solía ser un juego mixto, en ocasiones «la gallinita ciega» o las tres en raya, la Oca, Parchís o el corro de la patata:

 

Al corro de la patata

comeremos ensalada

lo que comen los señores

naranjitas y limones

¡Achupé, achupé

sentadita me quedé!

 

 

Una distracción en los momentos de aburrimiento, mientras esperábamos a un compinche podía ser comer pipas, sentados al sol o a la sombra.  En época previa a la siega, cuando todavía estaban las espigas verdes, íbamos y nos comíamos algunas espigas, o cogíamos tortas de girasol.  Como no tuvimos muchos juguetes, nos los fabricábamos nosotros mismos, del hueso del albaricoque sacábamos un «sorbito», pito o silbato.   Tirar piedras podía a dar lugar a una apasionante tarde, hacerlas saltar sobre los charcos un acto de destreza. Subir a un carro de varas y hacer que se inclinase para un lado o para otro, una y otra vez, hasta que algún mayor se daba cuenta, un acto emocionante…

Claro, que eso era antes. No antes de ahora, que también, sino antes de cumplir los diez, once o doce años, que comenzábamos a alternar esos juegos infantiles con la siega, la vendimia, los ajos, la trilla y demás labores agrícolas, y sin darnos cuenta íbamos asesinando al niño que llevábamos dentro, para convertirnos en mujeres u hombres prematuros, en niños yunteros, como de manera magistral supo expresar el gran Miguel Hernández:

 

Carne de yugo, ha nacido

más humillado que bello,

con el cuello perseguido

por el yugo para el cuello.

 

Nace, como la herramienta,

a los golpes destinado,

de una tierra descontenta

y un insatisfecho arado.

 

Entre estiércol puro y vivo

de vacas, trae a la vida

un alma color de olivo

vieja ya y encallecida.

 

Empieza a vivir, y empieza

a morir de punta a punta

levantando la corteza

de su madre con la yunta.

 

Empieza a sentir, y siente

la vida como una guerra

y a dar fatigosamente

en los huesos de la tierra.

 

Contar sus años no sabe,

y ya sabe que el sudor

es una corona grave

de sal para el labrador.

 

Trabaja, y mientras trabaja

masculinamente serio,

se unge de lluvia y se alhaja

de carne de cementerio.

 

A fuerza de golpes, fuerte,

y a fuerza de sol, bruñido,

con una ambición de muerte

despedaza un pan reñido.

 

Cada nuevo día es

más raíz, menos criatura,

que escucha bajo sus pies

la voz de la sepultura.

 

Y como raíz se hunde

en la tierra lentamente

para que la tierra inunde

de paz y panes su frente.

 

Me duele este niño hambriento

como una grandiosa espina,

y su vivir ceniciento

revuelve mi alma de encina.

 

Lo veo arar los rastrojos,

y devorar un mendrugo,

y declarar con los ojos

que por qué es carne de yugo.

 

Me da su arado en el pecho,

y su vida en la garganta,

y sufro viendo el barbecho

tan grande bajo su planta.

 

¿Quién salvará a este chiquillo

menor que un grano de avena?

¿De dónde saldrá el martillo

verdugo de esta cadena?

 

Que salga del corazón

de los hombres jornaleros,

que antes de ser hombres son

y han sido niños yunteros.

 

 

 Miguel Hernández

 

 

©Paco Arenas, autor de «Águeda y el secreto de su mano zurda» y «Magdalenas sin azúcar»








   









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