martes, 14 de mayo de 2024

Caminar, siempre caminar, aunque tropieces

 


La libertad guiando al pueblo
(La Liberté guidant le peuple)


 

Caminar es tropezar y muchas veces equivocarse. Aquel que no camina no tropieza, pero no avanza y nunca escapó de la prisión quien no lo intentó.

 

Imaginad una prisión como la de If, en una isla al borde de un acantilado de la que sólo se sale al morir. Sin otra esperanza que la resignación.

 

Dantés se resigna no intenta escapar. Renuncia a la huida porque así lo dice la sentencia, la historia y que los infranqueables muros de la cárcel corroboran. Intentarlo sería un suicidio, no hacerlo es morir lentamente en vida. Dantès jamás habría sido el conde de Montecristo si no llega a conocer al sabio Faria, que lo instruye y le hace creer que es posible la huida, él lleva intentándolo toda su vida sin conseguirlo, incluso al excavar el túnel se equivoca, porque lo fácil es equivocarse, seguir intentándolo tras cada fracaso es de sabios y Faria lo es.

 

Sólo los necios se resignan a la vida que les ha tocado vivir. Faria, además le dice que el arma más poderosa del ser humano es el pensamiento. No debe esperar nada de ningún dios, rezar jamás liberó de la esclavitud ni salvó la vida, de lo contrario no habrían existido los mártires y los esclavos hubieran sido libres. El prometido paraíso que ofrecen los sacerdotes, imanes o predicadores de las distintas religiones, la verdad es cuestión de fe, nadie ha vuelto del paraíso para contarlo. Los dioses siempre estuvieron al servicio de los poderosos para esclavizar a los pueblos.

 

No pensar, cerrar los ojos ante la situación puede hacerte ser más feliz, pero jamás avanzarás. Siempre es preciso pensar, a riesgo de equivocarse. Intentar saber los motivos de tu situación y buscar las posibles salidas, por complicadas o imposible que puedan llegar a ser.

 

Tras catorce largos años de excavar un túnel en el muro de la prisión el viejo abate Faria falleció, no sin antes trasmitir sus conocimientos a Edmundo Dantès, que rezó a Dios, perdió la fe y quiso morir, hizo caso a sabio y pensó. Como sabio que ya era, podría haber seguido buscando la salida a través del muro. Habría sido lo más fácil, pero ahora sabía pensar y pensó. No buscó el camino sencillo, sino el más arriesgado: ocupar el puesto del sabio abate Faria en la mortaja, para así intentar escapar, sin embargo, los guardias no se complicaron la vida y lo tiraron al mar por el acantilado. Escapó y tras varias y tormentosas vicisitudes consigue su recompensa.

 

Esto algo de lo mucho que nos enseñan los libros, a pensar, a decir lo que se piensa a riesgo de equivocarse. Siempre habrá quien te quite la idea de iniciar el camino diciéndote que a buen seguro te equivocarás en la primera bifurcación o te arrepentirías de tu decisión. Posiblemente así sea, y la utopía está en el horizonte, tal y como dijo Eduardo Galeano:

 

«La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar.»

 

Cada paso individual o colectivo condiciona nuestro futuro o el futuro de la humanidad, el primer grito de rebeldía posiblemente fue silencioso, efímero y ligero como el plumón de un polluelo, pero condicionó otros y otros…

 

No se puede callar ante la injusticia, ni caminar hacia atrás, porque eso nos alejará del pensamiento, de la utopía de lograr un mundo más justo y hasta sacar las tetas al aire, puede llegar a ser un gran paso por la Libertad, la Justicia, la Igualdad y la Fraternidad.

 

Nunca un poema o un libro doblegó la tiranía, pero muchos poemas, muchos libros, muchos pasos, gestos, voluntades y pensamientos lograron y conseguirán seguir caminando, porque de eso se trata, de caminar, tropezando, equivocándose, pero levantándose para seguir caminando.

 

©Paco Arenas a 15 de agosto de 2023

 

 

P.D. Yo soy una persona con suerte, siendo un zoquete nunca me resigné y siempre encontré personas sabias dispuestas a enseñarme haciendo de mí un eterno aprendiz. Mi agradecimiento a todas ellas.

Madres

 


(A todas las madres, especialmente a aquellas que ven morir a sus hijos, a todos los hijos, especialmente a aquellos que ven morir a sus madres)
Nayla
La católica Nayla, nieta de Farid, era una muchacha de grandes ojos que fue violada por parte de un grupo de soldados israelíes ocho meses atrás en Ashkelon, donde trabajaba en un kibutz. Nayla llegó a ver a su hija nacer. Fue una niña sin padre, una «deshonra» para su estirpe, la vergüenza que su padre no toleró, echándola de su casa. La acogió su tía Amiram, que ya «deshonró» a su familia quince años atrás al unirse sin la bendición de su padre a un hombre, también cristiano pero ortodoxo. Nayla rezó a su dios para que su hija naciera y se llamase Zulema, «mujer de paz», porque quería que creciera en una Palestina libre y en paz. Según le contó su abuelo Khusih, vivían en Nablus, cuando él era niño, antes de que los colonos judíos arrasaran sus campos de olivos y sus viñas, y matasen o encarcelasen a su familia.
Rania, la comadrona, cortó el cordón umbilical que unía a Zulema con Nayla y con cariño se la colocó sobre el pecho a su madre. Zulema se agarró a la vida al instante, comenzando a succionar con ansia del manantial de la vida durante lo que duró el padrenuestro que rezaba su madre Nayla dando gracias a su Dios. Sin decir amén, Rania, Zulema, Nayla, el médico inglés George, la médica portuguesa María, el enfermero español Jaime, ni el resto de parturientas, niños recién nacidos, comadronas, médicos, enfermeras y pacientes del hospital llegaron a saber siquiera que no podrían ver correr a Zulema por las calles, que nombre no lo pronunciaría jamás Nayla. Que tampoco quedaría en ningún registro. Solo cinco minutos después del nacimiento de Zulema, mujer de paz, solo quedaban cadáveres y escombros, solo cadáveres sin nombre ni apellidos masacrados en directo ante los ojos indolentes de millones de espectadores en nombre de solo uno de los 300.000 dioses inexistentes a quienes rezan los habitantes del mundo. Ninguno de ellos hizo nada, tampoco quienes de rodillas asisten al genocidio dándose golpes de pecho.
Abdel
A la familia del anciano Abdel llegó caminando desde Jabalya viendo caer las bombas a su paso. Las fuerzas de ocupación les obligaron a huir al sur, a Rafat, donde les dijeron que estarían seguros. No tenían casa, algo nada nuevo para él, que desde los cinco años, cuando vivía en Nablus en paz y armonía con los pocos cristianos existentes y los muy escasos judíos, recién llegados de la mano de los ingleses. Gentes necesitadas, que hablaban distintas lenguas, unos alemanes, otros húngaros, también sefarditas de Salónica, que huían de la barbarie nazi. El padre de Abdel los sentó a su mesa, les dio techo, sin preguntarles a qué dios rezaban, solo sabía que necesitaban de su ayuda y aunque el pan no sobraba, se repartía.
Cinco años tenía cuando en víspera de la vendimia, las vides fueron arrancadas. Rezaron a Alá, pero no los escuchó. No obstante, ellos creyeron que sí, las lluvias fueron propicias y pensaron que al menos la cosecha de aceituna les compensaría las tierras expropiadas por los ingleses para dárselas a los recién llegados, que ya no eran pocos y comenzaban a ser numerosos. Antes de pisar los olivares contemplaron con sus ojos como eran cortados con el fruto en sus ramas. A punta de bayoneta fueron expulsados de su casa y tierras y ya nunca más supo lo que era llamar «mi casa» a ningún lugar. Su casa estaba en Nablus, él era musulmán, pero como los viejos judíos de Sefarad, su padre se llevó la llave de la puerta de su casa, y Abdel la guardaba como oro en paño esperando el regreso que nunca llegaba.
A Rafat llegaron ligeros de equipaje. Allí permanecieron sin agua ni alimentos viendo como morían los más débiles. Les prometieron que allí estarían a salvo, sin alimentos, sin agua, sin médicos, ni testigos que diesen testimonio que los estaban matando de hambre.
Luego llegaron las bombas sobre las frágiles y ruinosas casas donde hacinados sobrevivían y morían sus habitantes. Bajo las ruinas de una casa de Rafat, el anciano Abdel, escuchó los lloros de su tataranieto Farid, de apenas unos meses. Intentó gritar, desprenderse de los escombros que lo tenían atrapado. Puede ver al niño llorar a apenas dos metros de él, todavía abrazado a su madre inepte, su nieta Aida, a dos metros ve a su nuera Amira, madre de Aida y abuela de Farid. Las llamas, pero no responden. Entonces los lloros y balbuceos de otra muchacha, o niña, que contesta, pero no puede verla.
Ya hace dos horas que las bombas dejaron de caer, solo se escuchan los lloros de Farid y las palabras de aquella muchacha que dice que va, pero que no llega nunca. El viejo Abdel logra quitar los adobes que lo atrapan. No puede levantarse.
Vuelven a caer bombas sobre las ruinas, por si acaso quisieran acabar con todo atisbo de vida, matar moscas a cañonazos.
Entre el humo y el polvo ve a Dana.
—Ya veo a mi sobrino — la escucha decir.
Es apenas una niña de doce años, hermana de Aida, la madre del chiquillo y bisnieta suya, hija de Simón, un judío sefardita que estaba a favor la convivencia entre judíos y palestinos, por amor a Aida y que murió cuando salieron de Jabayla. Sonríe el anciano, a pesar de dibujar un rictus de dolor en su rostro. La ve caminar vacilante, cojeando, cayendo sobre los escombros hacia Farid. Llega hasta el bebé, cae más que se agacha, lo abraza, sonríe al niño y al anciano. El primero deja de llorar, el segundo intenta devolverle la sonrisa instantes antes de que el techo se derrumbase sobre ambos, pero el niño vuelve a llorar, aunque ya no lo ve, como tampoco ve a su bisnieta. El silencio atruena más que el ruido de las bombas.
Solo le quedaba morir en el hueco de la escalera en el que quedó atrapado. Ve la vieja radio a pilas a su lado, que antes del derrumbe estaba en la planta superior. Torpemente la enciende, el receptor habla de que en las universidades de todo el mundo gritan contra el genocidio, mientras los dirigentes mundiales se lavan las manos como Pilatos apoyando a quien mata en nombre de uno de los miles de dioses inexistentes creados por los hombres.
El viejo Abdel cierra su puño artrítico sobre la llave de su casa de Nablus con la rabia del último suspiro, maldiciendo a todos los dioses creados por los hombres para justificar sus crímenes.

© Paco Arenas a 5 de mayo de 2024

Paco Arenas, sus libros y relatos...

Paco Arenas-Escritor

La foto:
‘Una mujer palestina abraza el cuerpo de su sobrina’, foto del año en el World Press Photo 2024
Fuente: Mohamed Salem / World Press Photo
La organización World Press Photo ha concedido al fotoperiodista palestino de Reuters, Mohammed Salem, el premio a la foto del año en el Concurso Mundial de Fotografía de Prensa 2024. La imagen galardonada muestra a una mujer abrazando a una niña que acaba de perder la vida en la Franja de Gaza.
Debemos recordar a aquellas madres que ven morir a sus hijos y a aquellos niños que ven morir sin el abrazo de sus madres. ¡No a las guerras! ¡No al genocidio!

©Paco Arenas a 5 de mayo de 2024

 


¿Cuál era su verdadero nombre, Mari Gutiérrez, Juana Panza, Teresa Panza o Teresa Cascajo?


 


La primera como Mari Gutiérrez y una sola vez:

 

—Yo lo dudo -replicó Sancho Panza-; porque tengo para mí que, aunque lloviese Dios reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa, señor, que no vale dos maravedís para reina; condesa le caerá mejor, y aun Dios y ayuda.

En tres ocasiones como Juana Panza

 

—¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? —respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos.

—No te acucies, Juana, por saber todo esto tan apriesa; basta que te digo verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir, así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante buscador de aventuras. Bien es verdad que las más que se hallan no salen tan a gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa y nueve suelen salir aviesas y torcidas. Sé yo de experiencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido; pero, con todo eso, es linda cosa esperar los sucesos atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas a toda discreción, sin pagar, ofrecido sea al diablo, el maravedí.

 

En 31 ocasiones aparece como Teresa Panza

 

—Mirad, Teresa -respondió Sancho-: yo estoy alegre porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere así mi necesidad, junto con la esperanza, que me alegra, de pensar si podré hallar otros cien escudos como los ya gastados, puesto que me entristece el haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues lo podía hacer a poca costa y no más de quererlo, claro está que mi alegría fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la tristeza del dejarte; así que, dije bien que holgara, si Dios quisiera, de no estar contento.

—Mirad, Sancho —replicó Teresa—: después que os hiciste miembro de caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda.

 

Y, por último, en cuatro ocasiones aparece como Teresa Cascajo y así lo resuelve Cervantes en palabras de Teresa:

 

—¿Veis cuanto decís, marido? —respondió Teresa—. Pues, con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisieres, ora la hagáis duquesa o princesa, pero os he decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. Teresa me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de llamar Teresa Cascajo. Pero allá van reyes do quieren leyes, y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima, que pese tanto que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: ''¡Mirad qué entonada va la pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, e iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no la conociésemos''. Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos...

 

¿Con cuál me quedo yo?

 

Sin duda con Teresa Cascajo. Quienes hayan leído mis novelas, lo habrá comprobado. En España y en los países de habla hispana las mujeres no pierden el apellido. Incluso ahora se puede elegir qué apellido va primero. Es cierto que aparece primero como Mari Gutiérrez, y que después como Juana Panza, justificándolo Cervantes, posiblemente por haberse olvidado de ese primer nombre, es preciso tener en cuenta el tamaño de la novela, más de 1000 páginas impresas, multipliquemos por cuatro las manuscritas. Lo mismo ocurre con Teresa Panza, creo yo, se olvida de que ya la bautizó como Juana Panza. Cuando se percata lleva muchas páginas escritas, entonces llega ese giro genial que le hace decir a la mujer de Sancho que su apellido es Cascajo, como Cascajo fue su padre.

 


Cuando yo escribí Los manuscritos de Teresa Panza, dos de esos reseñadores que cobran por hacer reseñas de las editoriales, o las hacen a cambio de recibir libros gratis, cometieron el error de pensar que me refería a los manuscritos de Teresa Panza, mujer de Sancho Panza, y aunque alabaron la novela, les tuve que rectificar. En mi novela la mujer de Sancho se llama Teresa Cascajo y la segunda hija de Sancho Panza, después de Sancha y Sanchico, se llama como su madre Teresa, siguiendo la tradición española sus apellidos son Panza Cascajo.

Paco Arenas, sus libros y relatos...

©Paco Arenas

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