sábado, 31 de diciembre de 2022

𝓢𝓸𝓵𝓸 𝓵𝓸𝓼 𝓹𝓪𝔂𝓪𝓼𝓸𝓼 𝔂 𝓵𝓸𝓼 𝓵𝓸𝓬𝓸𝓼 𝓱𝓪𝓫𝓵𝓪𝓷

Pocos cuadros como este del pintor francés Marcel Nino Pajot representan mejor lo que es España


𝓢𝓸𝓵𝓸 𝓵𝓸𝓼 𝓹𝓪𝔂𝓪𝓼𝓸𝓼 𝔂 𝓵𝓸𝓼 𝓵𝓸𝓬𝓸𝓼 𝓱𝓪𝓫𝓵𝓪𝓷



Saturno devora a sus hijos,

sin remordimientos,

con cerveza y mejor vino.

Ejerce su libertad

sin escuchar a la madre que los parió

a la sombra de un almendro en flor,

 como buen padre, los ama,

 es un buen patriota.

 

 

El diablo da vueltas a la noria

echando espuma de cerveza por la boca,

lleva el látigo en la mano

y como aquellos viejos tiranos

atiza al españolito desnudo

que se alimenta en pesebre vacío,

tragando hiel y sal a falta de grano

sin resolver su enigma suicida,

pero callado y agradeciendo tener amo.

 

 

España tierra pisoteada

por pezuñas de caballos

 sin herrar,

que algunos llaman «mercados».

Mecenas de misa y rosario diario,

que en nombre de la Patria

despojan y escarnecen sus entrañas

sin dejar que crezcan espigas y amapolas

donde antes hubo miradas libertarias.

 

 

España, donde la verdad impuesta por Saturno,

 jamás vomitará a sus hijos que tragó

sin llegar a digerirlos.

Don Quijote, ese loco payaso,

 se enfrenta a los gigantes

con jumento escuálido,

incapaz de deshacer el entuerto

de una España adormecida

que sufre y calla, cuando no aplaude

a quien le roba el alma.

 

 

Sancho, ese loco pensante,

trabajador y borracho, «quijotea»

sin huir ante la avalancha que se le viene encima,

y con una desnuda piedra, lucha.

Siempre supo que los tiranos ganarían la batalla.

Resiste, lucha y no calla,

no es cuestión de valentía

sino de llenar la cesta vacía.

 

 

El diablo, vestido de patriota,

tapa sus vergüenzas con hermosas palabras:

España, Libertad, Justicia, Constitución…

Sin embargo,

tiene el mismo látigo de los tiranos de antaño.

Don Quijote lo sabe y lucha,

 Sancho lo sufre y escupe a la tierra que maltrata a sus hijos,

mientras todos callan.

España ¡Qué pena!

Siempre la misma historia,

Siempre la boca callada, como siempre.

 

 

Solo los payasos hablan

y sin perder la sonrisa

gritan las verdades del barquero

en el desierto de los locos.

Los locos cabalgan sobre escuálidos jumentos

enfrentándose a gigantes,

saben que tienen la batalla perdida,

el alma y la bandera hecha jirones,

y necesitan darla, sin rendirse.

La libertad no puede ahogarse

en una caña de amarga cerveza.

 

 

Sancho y don Quijote,  

como tantos otros

payasos ilusos,

nunca callan

y ante la perdida batalla,

no se resignan a darse por vencidos.

Si han de morir de todos modos,

prefieren reír a llorar,

ser semilla de amapola,

que estiércol en el penal.

 

 

Solo los payasos hablan

tras la sonrisa pintada

 que esconde la tragedia hispana.

Los ilusos y soñadores,

con la piel hecha jirones por bandera,

no pierden la esperanza.

Los locos y los borrachos dicen la verdad...

¿Y los poetas?

Solo si están locos o borrachos,

de lo contrario,

callan como si fuera viernes de cuaresma.


© Paco Arenas-Escritor

jueves, 29 de diciembre de 2022

¿𝕯𝖊 𝖖𝖚é 𝖕𝖆í𝖘 𝖘𝖔𝖞?


 

La Corte (Marcel Nino Pajot)


Soy de un país extraño en el que se hablan hermosas lenguas y se insulta en todas las de Babilonia, lanzándolas como puñales contra todo acento discordante.

En mi país los volcanes están en calma absoluta, sin embargo, las lenguas de las personas son de ardiente lava, siempre dispuestas a abrasar en la hoguera a todo aquel que piense diferente.

En mi país rara vez hay huracanes, aunque, chocante es el día en la cual no se escuchan vientos de odio rompiendo los cristales o donde, gentes sin honor, hablan de lanzar balas al viento contra los corazones libres que piensan diferente.

Mi país tiene los más hermosos paisajes en donde recrear la mirada con embeleso, a pesar de lo cual, siempre miramos la ciénaga buscando entre el cieno los odios cocinados a fuego lento.

Es mi país, la tierra de Cervantes y otros grandes escritores, grandes genios narraron sus historias en todas sus lenguas, millones son quienes presumen de las obras maestras que nunca leyeron. En esta tierra de poetas y literatos sus más insignes plumas sufrieron prisión, exilio o muerte.

Mi país es rico, muy rico, tanto que siempre sus reyes y gobernantes, a lo largo de su historia se dedicaron a robar un día sí y otro también, y sin embargo sus habitantes se muestran generosos como si no les importase. En mi patria los ladrones son venerados y los poetas fusilados.

En mi país se habla de una constitución sacrosanta e inviolable que fue cocinada como un plato de lentejas requemadas y con gorgojo «o la tomas o te quedas sin comer».   En mi patria, quienes presumen de ser los más entusiastas defensores de esa Constitución, son sus mayores violadores, y al igual que El Quijote, tampoco la han leído, pero presumen de sus ignoradas bondades.

Soy de un país que se habla de la libertad como de una necesidad vital; y, no obstante, siempre está amenazada, en la mayoría de las ocasiones, por quienes más alto gritan su sagrado nombre, cada vez que el pueblo alcanza migajas de libertad. Para algunos, por paradójico que parezca, la libertad se reduce a emborracharse en la terraza de un bar.

Soy de un país que, también, se habla de libertad, en los cuarteles, en los despachos de los bancos, grandes empresas y en los púlpitos de las iglesias; pero, para acabar con ella.

Soy de un país, donde quienes más hablan de la patria, son aquellos que siempre están dispuestos a traicionarla y a la menor oportunidad evaden el capital a otras patrias que guardan en la cartera.

Soy de un país extraño, donde una bandera o quien nunca trabajó, son mucho más importantes que las personas que sudan el pan que se comen.

Soy de ese país donde algunos se escandalizan de que otros no feliciten la Navidad, los mismos que dicen que su rey mago preferido es el negro, pero sólo si está tiznado, y si José o María llegarán a nuestras costas, hundirían la barca antes de que arribarán a la orilla y si lograban llegar y se cobijaran en una cuadra, les llamarían «okupas», y sin duda, llamarían a los antidisturbios.

Mi país es tan extraño que habla de dignidad y rinde pleitesía a quien usurpa su soberanía.

¿De qué país soy?

©Paco Arenas

domingo, 18 de diciembre de 2022

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 16 de diciembre de 1959/16 de diciembre de 2022


—Con la nieve blanca cayendo…

—¡Copón! No va a ser la nieve negra, a ver si son tus canas, o tal

 vez ceniza o ...

—Vale, don Benito. Empiezo de nuevo. Mientras caía la blanca nieve en la calle…

—Si quieres, va a caer en la lumbre, a ver si era caspa. Desde luego, Paco…

—Sigo. Al calor de la lumbre, Vicenta paría a su octavo hijo, que no se llamaría Francisco, sino Paco…

—Claro, claro, Paco Contraria. Llevas 62 años llevando la contraria. Me dejas absorto viendo tus limitaciones narrativas.

—No le hagáis caso a este cascarrón, los piroclastos y las cenizas del volcán de Cumbre Vieja, como es canario. Sigo: nacía Paco, el guarín de Vicenta la «Ciriaca» y Fermín «Arenas», el último de la fila de ocho hijos…

—Te repites como la Morcilla…

—¿Copón! Morcilla también…, ese era el apodo de mi abuela María. Según dicen hacía las mejores morcillas de Pinarejo…

—Claro, claro, que las has probado la morcilla dulce y el chorizo de Teror. Estos manchegos siempre presumiendo de queso y de unos personajes imaginarios que nunca existieron…

—¡Oiga, don Benito! Yo no he mencionado al queso ni a don Quijote y Sancho…

  ¡Vale! Escribe, ¡copón! Pero siempre presumes del mejor ser manchego, de queso y de don Quijote...

—¡Copón!, digo yo, que para eso soy de Cuenca. 62 años llevo intentándolo…, y soy más de Sancho... ¿Me deja escribir?

—No, si ahora voy a tener yo la culpa de que no seas capaz de escribir…

—No me caliente las teclas que dejo de ser galdosiano…

—Más pierdes tú. Porque después de don Miguel de Cervantes, ninguno mejor que yo…

—¡Baja Modesto!

—No. Soy Benito, para ti, destripaterrones, soy don Benito Pérez Galdós, con tilde en la o, que siempre te olvidas.

—Vale, vale, don Benito, que yo soy el primero que lo dice: Miguel, Benito son mis mejores maestros…

—Y no te olvides de otros muchos de tus maestros, Dulce Chacón, Miguel Hernández, Federico García Lorca, don Antonio Machado, el gran Gabo y la gran Almudena Grandes… ¿Pero tú no ibas a escribir que hoy cumples 62 años? ¿Qué haces hablando con un fantasma?

—Usted perdone, don Benito, usted perdone…

—Venga, venga, hoy me puede llamar Benito, solo hoy. Por cierto, cambiando de tema, recuerdos de Marianela y Pablo, y a ver si comienzas a leer Gloria, que la tienes abandonada desde los 17 años, y todavía la tienes cogiendo polvo en la estantería...

—La culpa la tuvo Tormento. Mañana empiezo...

—Sí, claro, como el régimen de los lunes. Adelgaza un poco, que estás muy gordo. Te gusta mucho el condumio y claro, estás sentado en lugar de detrás de un arado…

—No voy a escribir detrás de un arado…

—Como presumes de campesino que nunca aprendió a labrar… ¡Copón! Escribe. Al final voy a tener que dictar lo que tienes que escribir…

—¿Acaso no dictó sus últimas obras?

—Sí, pero porque me quedé ciego con cataratas; pero tú no eres ciego, como lo fui yo, ni manco como no fue Cervantes, porque don Miguel no era manco. Tú un poco tontaco sí que eres. Eso no te lo voy a negar.

—Hasta luego, don Benito.

—¿Me echas? Sepas que me voy yo. Hasta luego, Francisco, perdón, Paco. Y no te olvides de Gloria, te gustará…

—Lo que usted diga...

¡Feliz cumpleaños! Y despierta ya, que duermes más que una manta morellana en verano metida en el armario...

Al escuchar maullar a mi gato desperté. Solo estaba soñando.

 

©Paco Arenas

jueves, 15 de diciembre de 2022

16 de diciembre de 1959, 63 años después…(Un cuento casi de Navidad)

                


16 de diciembre de 1959, 63 años después…(Un cuento casi de Navidad)

 

—Sesenta y tres años ya ¡Copón! Hay que ver cómo pasa el tiempo… ¿Verdad Vicenta?

 

No veo a nadie, pero escucho una voz que me suena familiar. A mi lado mi mujer duerme plácidamente. Todo está tranquilo, sin querer, al incorporarme, despierto a mi gato, que dormía a nuestros pies. Se estira y despereza lentamente, acercándose buscando mis mimos. De repente se para y araña el edredón, alzando las orejas como intentando escuchar algo.

 

—Sí, Fermín, muchos años —tarda en contestar la otra voz aún más conocida y familiar —. A buenas horas íbamos a tener nosotros los gatos en la cama.

 

—¡Ay, mujer, mujer! Porque estaban más a gusto con el perro como almohada al lado de la lumbre.

 

  Intentando despertarme a puñetazos, me froto los ojos, tal y conforme hacía mi madre, miro para todos lados. Simba, mi gato, se acerca más y, viendo que no estoy dispuesto a acariciarlo a esas horas, se tumba a mi lado panza arriba sobre mi pecho, mirando al techo, como yo. La noche está oscura, apenas entra una tenue luz de las lejanas farolas de la ciudad. Unas luces parpadean, posiblemente del alumbrado navideño de mi vecino.

 

—La verdad es que sí. Míralo, Vicenta.  Mira a nuestro guarín. Tiene el pelo blanco, yo nunca llegué a tenerlo blanco… ¡Mecachis la mar serena! Pronto me fui al arbollón como si fuese un gato escapando de la lluvia, pero sin ver llover…

 

—Y sin irnos a la República Argentina. ¿Tú crees que está despierto?

 

—Pues si no está despierto, está más espantado que un borrico detrás de una borrica en celo, porque tiene los ojos más abiertos que un mochuelo en Nochevieja.

 

–Qué cosas tienes Fermín, que es nuestro hijo, por mucho que esté detrás de esa barba de desastrado y esos pelajos impropios de los años que tiene, es nuestro guarín, el último de la fila…

 

Estoy soñando, no cabe duda, aunque mi gato, viendo que no le hago caso, me muerda sin fuerza a través de la ropa de cama. Despierto, si no lo estaba antes. Ahora los veo con claridad, son mis padres, Fermín «Arenas» y Vicenta, «La Ciriaca». Los veo jóvenes, mucho más jóvenes que soy yo ahora. Simba también los ve, tanto que se asusta e intenta guarecerse bajo las sábanas.  De repente, me escucho pronunciando frases inconexas, que no sé si salen de mis labios o simplemente se reproducen en mi mente.

 

—¡Padre! ¡Madre! No se queden ahí, hace frío, está nevando. ¿Saben? En la repisa de la chimenea hay una botella de aguardiente y en la mesa chocolate caliente. Lo hice anoche, está mejor de un día para otro. Si quieren ustedes también hay una fuente de borrachuelos, aguardentados y mantecados, todo casero, aunque este año, dicen que por la guerra, ha subido mucho la harina y el azúcar, el vino y el aguardiente no, pero lo de comer mucho. Padre no se preocupe por echar lumbre. Tenemos calefacción…

 

—¡Vaya tontunas! Los precios han subido no por la guerra, que no hay, sino porque los ladrones que manejan el cotarro se aprovechan de que no llueve, y si no llueve, ellos hacen su agosto. Pero dejémonos de tontunas… Venimos a tu casa a felicitarte el cumpleaños… ¿y no te vas a levantar a darnos un abrazo?  Mira que cuando despiertes no nos vas a pillar aquí —es mi padre — ¡Ahí Paco! Paco Arenas, ¿así que te llaman Paco Arenas? ¡Copón! Ya sabía yo que tú nunca aprenderías a labrar, ¡vaya, vaya!

 

 La voz de mi padre suena risueña y suave con tonos graves, tal y como la recordaba de pequeño, sin apenas abrir la boca, con su eterno cigarrillo en los labios semi apagado y su gorra campesina girada ligeramente hacia el lado izquierdo. Mi madre ríe al escucharlo, en ocasiones moviendo la cabeza de un lado a otro y en otras afirmando, como dándole la razón a mi padre.

 

—Anda, díselo a padre —me anima mi madre, haciendo un gesto a mi padre para que se callase —, que lo he traído para que lo vea con sus propios ojos —me señala —. Ahí tienes tu guarín, más viejo que te hiciste tú, sin apenas haber ido a la escuela y escribiendo libros, aunque con renglones torcidos…y con esa barba cana que parece un vagabundo…

 

—Pues eso —finjo ignorar la alusión a mi barba y contesto como si supiera bien que esa conversación tendría lugar alguna vez —.  Como dice padre y usted, no sé labrar y lo que labro es con renglones torcidos—contesto dando la razón a mis padres.

 

—¡Zarandajas! Tu madre dice que labras, y tu madre nunca miente. ¡Vaya barba! ¿Te quejabas de que yo pinchaba? Vaya modas —dice mi padre intentando aguantar la risa.

 

Me encojo de hombros y me toco la barba. Me rio también y de mis labios salen tonterías, igual que en muchas ocasiones de mis dedos:

 

—Con el timón del arado bien metido en el barzón, pero sin hincar la reja en la tierra, ni sujetar bien la manguera.  Así, que ya ven ustedes, las mulas hacen su labor, pero yo tengo la mente más distraída que un gato en septiembre cazando moscas.

 

 Terminé pronunciado cosas que despierto no habría recordado.

 

—Si es que no me tenía que haber ido tan pronto. Te habría enseñado a labrar —dijo mi padre echándose a reír a carcajadas, ante la mirada, ahora molesta de mi madre.

 

—¿A labrar? —Protestó mi madre con enojo.

 

—Mujer, ¡vaya genio! ¿Cómo crea que piense siquiera eso? Si no me llegó a morir tan pronto, ¿qué se yo? Pero a lo mejor habría ido más a la escuela.

 

—Tampoco lo sé, padre —quise apaciguar el ambiente, aunque el humo del tabaco parecía como si mis padres estuvieran en una nube —. Tampoco lo sé, esa es la verdad.  En España sigue sin llover y eso es muy malo. Son los mismos carcas, las mismas togas, los mismos ladrones, y hasta lo peor que puede tener un país, como decía usted, reyes. Y además dos…

 

—¡Pobre España! —Suspiró mi madre.

 

—¡Pobre España! —Suspiró mi padre.

 

—¡Ay! —Suspiré largamente, encogiéndome de hombros.

 

—Fermín, apaga el «fumaque» que si no este no se va a levantar a darnos un beso ¿Te habrás afeitado? —Preguntó mi madre a mi padre que era casi barbilampiño y se afeitaba una vez a la semana, por lo que su barbilla pinchaba casi seis días a la semana.

 

—Sí, mujer, sí. Ya que veníamos a felicitarlo no iba a venir sin afeitar —contestó mi padre apagando el cigarrillo con los dedos y metiendo la colilla en la petaca.

 

—Ya sabes que siempre se quejaba de que pinchabas, ¿o no te acuerdas de: «padre pinchas»?

 

—Claro que me acuerdo, maldita sea… —alzó la voz mi padre — Paco, no te olvides. Levántate y escribe, ¡copón! Escribe como si tuvieras el arado entre las manos, mirando al frente y sembrando palabras, a ver si de una puñetera vez llueve. Que yo, ya sabes, si tengo que cantar canto, aunque cante mal, pero canto mucho para compensar. Tú, lo mismo, escribe, golpea los gasones y echa palabras al viento, que llover lloverá.

 

—Ya has escuchado a tu padre —también alzó mi madre la voz, extendiendo sus brazos —. Escribe hasta que no te quede una gota de sangre en las venas. Debes ser voz de todo aquello que te conté, que no quede en el olvido. Eres barro, como barro fuimos nosotros, pero no te olvides nunca del barro que estás hecho.

 

Temblando me levanté acercándome con paso inseguro hasta ellos. Los abracé y me abrazaron, los besé y me besaron y noté el aroma de mi infancia campesina, mezcla de hierba húmeda, espliego recién cortado y masa de pan a punto de cocerse.

 

 Abrí los ojos y ya no estaban, me asomé por la ventana y pude ver con los ojos de sesenta y tres años antes, lo que no vi entonces, porque todavía no había nacido: el día amanecía con la nieve cubriendo con su manto los campos, las calles y los tejados de Pinarejo, mientras mi madre le gritaba a mi padre, que ya estaba al lado de la chimenea calentando el agua para recibir al último de sus hijos, el más cabezón y al que, por marcharse rápido, dejó en herencia su apodo, «Arenas»:

 

—Fermín, corre, calienta agua y despierta a la Dolores, a la Felipa, a la Inocenta y llama a tu hermana Eleuteria, que ya está aquí nuestro guarín...

 

Desperté con una extraña sensación, parecía que lo soñado en la noche fue real, todavía permanecía ese aroma a hierba húmeda. Fui al cuarto de baño y al ponerme delante del espejo llegó mi Simba restregándose entre mis piernas. Lo miré y en lugar de maullar, me dijo con voz nítida:

 

—Ni se te ocurra contárselo a nadie, te van a tomar por loco y ya tienes fama de serlo, además de payaso. Tú verás. ¡Ah! Feliz cumpleaños.

 

© Paco Arenas a 16 de diciembre de 2022

 

 

 

 

 

 

 

 

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