jueves, 15 de diciembre de 2022

16 de diciembre de 1959, 63 años después…(Un cuento casi de Navidad)

                


16 de diciembre de 1959, 63 años después…(Un cuento casi de Navidad)

 

—Sesenta y tres años ya ¡Copón! Hay que ver cómo pasa el tiempo… ¿Verdad Vicenta?

 

No veo a nadie, pero escucho una voz que me suena familiar. A mi lado mi mujer duerme plácidamente. Todo está tranquilo, sin querer, al incorporarme, despierto a mi gato, que dormía a nuestros pies. Se estira y despereza lentamente, acercándose buscando mis mimos. De repente se para y araña el edredón, alzando las orejas como intentando escuchar algo.

 

—Sí, Fermín, muchos años —tarda en contestar la otra voz aún más conocida y familiar —. A buenas horas íbamos a tener nosotros los gatos en la cama.

 

—¡Ay, mujer, mujer! Porque estaban más a gusto con el perro como almohada al lado de la lumbre.

 

  Intentando despertarme a puñetazos, me froto los ojos, tal y conforme hacía mi madre, miro para todos lados. Simba, mi gato, se acerca más y, viendo que no estoy dispuesto a acariciarlo a esas horas, se tumba a mi lado panza arriba sobre mi pecho, mirando al techo, como yo. La noche está oscura, apenas entra una tenue luz de las lejanas farolas de la ciudad. Unas luces parpadean, posiblemente del alumbrado navideño de mi vecino.

 

—La verdad es que sí. Míralo, Vicenta.  Mira a nuestro guarín. Tiene el pelo blanco, yo nunca llegué a tenerlo blanco… ¡Mecachis la mar serena! Pronto me fui al arbollón como si fuese un gato escapando de la lluvia, pero sin ver llover…

 

—Y sin irnos a la República Argentina. ¿Tú crees que está despierto?

 

—Pues si no está despierto, está más espantado que un borrico detrás de una borrica en celo, porque tiene los ojos más abiertos que un mochuelo en Nochevieja.

 

–Qué cosas tienes Fermín, que es nuestro hijo, por mucho que esté detrás de esa barba de desastrado y esos pelajos impropios de los años que tiene, es nuestro guarín, el último de la fila…

 

Estoy soñando, no cabe duda, aunque mi gato, viendo que no le hago caso, me muerda sin fuerza a través de la ropa de cama. Despierto, si no lo estaba antes. Ahora los veo con claridad, son mis padres, Fermín «Arenas» y Vicenta, «La Ciriaca». Los veo jóvenes, mucho más jóvenes que soy yo ahora. Simba también los ve, tanto que se asusta e intenta guarecerse bajo las sábanas.  De repente, me escucho pronunciando frases inconexas, que no sé si salen de mis labios o simplemente se reproducen en mi mente.

 

—¡Padre! ¡Madre! No se queden ahí, hace frío, está nevando. ¿Saben? En la repisa de la chimenea hay una botella de aguardiente y en la mesa chocolate caliente. Lo hice anoche, está mejor de un día para otro. Si quieren ustedes también hay una fuente de borrachuelos, aguardentados y mantecados, todo casero, aunque este año, dicen que por la guerra, ha subido mucho la harina y el azúcar, el vino y el aguardiente no, pero lo de comer mucho. Padre no se preocupe por echar lumbre. Tenemos calefacción…

 

—¡Vaya tontunas! Los precios han subido no por la guerra, que no hay, sino porque los ladrones que manejan el cotarro se aprovechan de que no llueve, y si no llueve, ellos hacen su agosto. Pero dejémonos de tontunas… Venimos a tu casa a felicitarte el cumpleaños… ¿y no te vas a levantar a darnos un abrazo?  Mira que cuando despiertes no nos vas a pillar aquí —es mi padre — ¡Ahí Paco! Paco Arenas, ¿así que te llaman Paco Arenas? ¡Copón! Ya sabía yo que tú nunca aprenderías a labrar, ¡vaya, vaya!

 

 La voz de mi padre suena risueña y suave con tonos graves, tal y como la recordaba de pequeño, sin apenas abrir la boca, con su eterno cigarrillo en los labios semi apagado y su gorra campesina girada ligeramente hacia el lado izquierdo. Mi madre ríe al escucharlo, en ocasiones moviendo la cabeza de un lado a otro y en otras afirmando, como dándole la razón a mi padre.

 

—Anda, díselo a padre —me anima mi madre, haciendo un gesto a mi padre para que se callase —, que lo he traído para que lo vea con sus propios ojos —me señala —. Ahí tienes tu guarín, más viejo que te hiciste tú, sin apenas haber ido a la escuela y escribiendo libros, aunque con renglones torcidos…y con esa barba cana que parece un vagabundo…

 

—Pues eso —finjo ignorar la alusión a mi barba y contesto como si supiera bien que esa conversación tendría lugar alguna vez —.  Como dice padre y usted, no sé labrar y lo que labro es con renglones torcidos—contesto dando la razón a mis padres.

 

—¡Zarandajas! Tu madre dice que labras, y tu madre nunca miente. ¡Vaya barba! ¿Te quejabas de que yo pinchaba? Vaya modas —dice mi padre intentando aguantar la risa.

 

Me encojo de hombros y me toco la barba. Me rio también y de mis labios salen tonterías, igual que en muchas ocasiones de mis dedos:

 

—Con el timón del arado bien metido en el barzón, pero sin hincar la reja en la tierra, ni sujetar bien la manguera.  Así, que ya ven ustedes, las mulas hacen su labor, pero yo tengo la mente más distraída que un gato en septiembre cazando moscas.

 

 Terminé pronunciado cosas que despierto no habría recordado.

 

—Si es que no me tenía que haber ido tan pronto. Te habría enseñado a labrar —dijo mi padre echándose a reír a carcajadas, ante la mirada, ahora molesta de mi madre.

 

—¿A labrar? —Protestó mi madre con enojo.

 

—Mujer, ¡vaya genio! ¿Cómo crea que piense siquiera eso? Si no me llegó a morir tan pronto, ¿qué se yo? Pero a lo mejor habría ido más a la escuela.

 

—Tampoco lo sé, padre —quise apaciguar el ambiente, aunque el humo del tabaco parecía como si mis padres estuvieran en una nube —. Tampoco lo sé, esa es la verdad.  En España sigue sin llover y eso es muy malo. Son los mismos carcas, las mismas togas, los mismos ladrones, y hasta lo peor que puede tener un país, como decía usted, reyes. Y además dos…

 

—¡Pobre España! —Suspiró mi madre.

 

—¡Pobre España! —Suspiró mi padre.

 

—¡Ay! —Suspiré largamente, encogiéndome de hombros.

 

—Fermín, apaga el «fumaque» que si no este no se va a levantar a darnos un beso ¿Te habrás afeitado? —Preguntó mi madre a mi padre que era casi barbilampiño y se afeitaba una vez a la semana, por lo que su barbilla pinchaba casi seis días a la semana.

 

—Sí, mujer, sí. Ya que veníamos a felicitarlo no iba a venir sin afeitar —contestó mi padre apagando el cigarrillo con los dedos y metiendo la colilla en la petaca.

 

—Ya sabes que siempre se quejaba de que pinchabas, ¿o no te acuerdas de: «padre pinchas»?

 

—Claro que me acuerdo, maldita sea… —alzó la voz mi padre — Paco, no te olvides. Levántate y escribe, ¡copón! Escribe como si tuvieras el arado entre las manos, mirando al frente y sembrando palabras, a ver si de una puñetera vez llueve. Que yo, ya sabes, si tengo que cantar canto, aunque cante mal, pero canto mucho para compensar. Tú, lo mismo, escribe, golpea los gasones y echa palabras al viento, que llover lloverá.

 

—Ya has escuchado a tu padre —también alzó mi madre la voz, extendiendo sus brazos —. Escribe hasta que no te quede una gota de sangre en las venas. Debes ser voz de todo aquello que te conté, que no quede en el olvido. Eres barro, como barro fuimos nosotros, pero no te olvides nunca del barro que estás hecho.

 

Temblando me levanté acercándome con paso inseguro hasta ellos. Los abracé y me abrazaron, los besé y me besaron y noté el aroma de mi infancia campesina, mezcla de hierba húmeda, espliego recién cortado y masa de pan a punto de cocerse.

 

 Abrí los ojos y ya no estaban, me asomé por la ventana y pude ver con los ojos de sesenta y tres años antes, lo que no vi entonces, porque todavía no había nacido: el día amanecía con la nieve cubriendo con su manto los campos, las calles y los tejados de Pinarejo, mientras mi madre le gritaba a mi padre, que ya estaba al lado de la chimenea calentando el agua para recibir al último de sus hijos, el más cabezón y al que, por marcharse rápido, dejó en herencia su apodo, «Arenas»:

 

—Fermín, corre, calienta agua y despierta a la Dolores, a la Felipa, a la Inocenta y llama a tu hermana Eleuteria, que ya está aquí nuestro guarín...

 

Desperté con una extraña sensación, parecía que lo soñado en la noche fue real, todavía permanecía ese aroma a hierba húmeda. Fui al cuarto de baño y al ponerme delante del espejo llegó mi Simba restregándose entre mis piernas. Lo miré y en lugar de maullar, me dijo con voz nítida:

 

—Ni se te ocurra contárselo a nadie, te van a tomar por loco y ya tienes fama de serlo, además de payaso. Tú verás. ¡Ah! Feliz cumpleaños.

 

© Paco Arenas a 16 de diciembre de 2022

 

 

 

 

 

 

 

 

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