domingo, 24 de diciembre de 2017

La Navidad cuando no existía Papá Noel


Parece que Papá Noel lleva toda la vida, desde ante de terminar el verano ya nos están dando la tabarra los grandes centros comerciales; sin embargo, yo supe de él, perdonar mi ignorancia, cuando ya me afeitaba. Estuve al menos quince o dieciséis años de mi vida que no sabía que había un viejo gordo vestido de colorado que repartía juguetes a los niños del mundo anglosajón y los niños ricos de los países latinos. Por mi casa nunca pasó.

 Yo recuerdo otras navidades muy diferentes, perdidas en un falseado de mi mala memoria. En el mes de diciembre, Pinarejo eran días de mucho ajetreo en todos los sentidos.  Se juntaba la recogida de la aceituna con la matanza del gorrino y la posterior elaboración de los embutidos, en lugar de guirnaldas colgábamos chorizos y perniles. Y ya los últimos días previos a la Navidad, con la preparación de los dulces navideños, todos caseros; aunque ya comenzaban a verse polvorones, turrón siempre hubo, no tantas variedades ni mucho menos, solo cuatro o cinco, que yo recuerde: duro de Alicante, blando de Jijona, de yema tostada, frutas escarchadas, chocolate y alguno más que no recuerdo.

Ya por la mañana comenzaban mis hermanas y mi madre a preparar mantecados, aguardentados, roscos de vino, de anís, borrachuelos (pestiños) galletas de naranja…

Por la tarde los chiquillos armados con zambombas y panderetas comenzábamos a, no ir pedir el aguinaldo, en mi caso solo a las casas que sabíamos que nos iban a dar, digamos que nuestros padres intercambiaban el dinero, por decirlo de algún modo con nuestros compañeros de pandilla, claro, que, también podía ser que hubiese algún tío, tía o demás que no tuviesen hijos, ahí, ganabamos todos.

Por la noche cenábamos la familia más o menos al completo, si alguno faltaba porque cenase en casa de los suegros llegaba después. Desde ese momento todas las casas estaban en jornada de puertas abiertas, y en la mesa había preparada una botella de coñac, una de aguardiente(anís) y dulces navideños para ofrecer a las visitas. Después de la cena algunos iban a la Misa del gallo, costumbre que no tuvimos en mi casa; aunque, sí cantábamos alegres villancicos acompañados por diversos instrumentos, no solo la pandereta, alguna zambomba, también botellas vacías de anís La castellana, El mono o marcas ya desaparecidas.

No existían regalos el día de Navidad, ni tampoco esperábamos a Papá Noel, ni siquiera sabíamos que existía, al menos yo. Uno de los días preferidos por la chiquillería era el día de los Santos Inocentes, el que más y el que menos procuraba gastar una “inocenta”, a los mayores que, se hacían los despistados, y cuando les pedíamos una peseta prestada nos la daban haciéndose los tontos, entonces nosotros decíamos entre risas:

—Que los Santos Inocentes se lo paguen.

Porque siempre les tratábamos de usted.

Ellos seguían la broma fingiendo aspavientos y nosotros nos íbamos con nuestra peseta, o nuestro real, pensando que los habíamos engañado.

En nochevieja cambiaba el ritual, nos acostábamos todos más tarde y recorríamos las casas del pueblo. Al día siguiente, como en Navidad, íbamos a misa de punto en blanco, si se podía, que no era siempre, estrenando algo.

El día grande era el Día de Reyes, por la noche preparábamos nuestras zapatillas al lado de la chimenea o en la ventana, y supuestamente, se presentaban los Reyes Magos, algunas veces dejaban tan pocas cosas y tan útiles, que no hacía falta disimular mucho. Y por supuesto, no comprendías porque si tú habías sido bueno, a ti los reyes magos te traían solo un plumier como algo extraordinario, nunca juguetes, tal vez alguna cosa de comer, higos secos, nueces, mientras que a fulanito, que era peor que la quina, le traían un montón de juguetes…, y al año siguiente te esforzabas por ser mejor, hasta que un día, escamado, pillas a tu madre colocando el plumier junto a tus “abarcas desiertas” y te das cuenta que los reyes nunca se acuerdan de los pobres, ni siquiera el negro que era tu favorito .

Obras publicadas:





sábado, 23 de diciembre de 2017

Reseña El sur negro-Crónicas afrolatinas (Pedro Jorge Solans)



El sur negro-Crónicas afrolatinas, es un libro de Pedro Jorge Solans, que nos lleva muy lejos, y a la vez muy cerca de la realidad afrolatina, recorriendo casi todos los países de América Latina.

Comienza hablando de Palenque, el primer pueblo de esclavos libres de América, de las palanqueras, símbolo de la lucha por la libertad de los negros cimarrones. Nos dice de ellas que son morenas que flamean vestidos multicolores. Al hablar de ellas, uno se siente seducido por esas mujeres que nos retrata Pedro Jorge Solans, sonrientes, capaces de recitar poesías, como María Herrero. 

El libro recorre la distintas historias personales y colectivas de gente de raza negra, orgullosos de sus raíces y orígenes. No habla del puerto negrero de Cartagena de Indias[1],  donde llegaban mil negros al mes, siendo vendidos por los traficantes como si fuesen sacos de patatas por dos escudos y vendidos en los distintos lugares del interior del continente por doscientos.

Nos habla de las primeras insurrecciones, de cómo las criadas negras creaban conciencia de pueblo y educaban a los hijos de los españoles. A lo largo del libro encontramos personajes más que interesantes, poetas, cantantes, músicos, políticos, luchadores todos. Lugares como Salvador de Bahía. De tambores sanadores, de cómo los negros africanos han mezclado sus antiguas religiones con las cristianas, la importancia de San Baltasar, nos cuenta, como un lamento, qué la carne más barata del mercado es la carne negra.

Realmente, es un libro que merece la pena leer, ayuda a través de sus páginas a tomar conciencia, nos lleva muy lejos en el tiempo, y a la vez a realidades muy cercanas, nos ayuda a pensar que la tierra que pisamos, incluso ignorándolo, está empapada de sudor y sangre, de personas que fueron arrancadas a la fuerza de su tierra africana, embarcados en barcos como si fuesen ganado, hacinados, desnudos de futuro y de sueños. Y cómo, en muchos casos, impregnaron con sus culturas milenarias, las culturas de sus “amos”.

Paco Arenas





[1] Un dato curioso, no solo Cartagena de España fue estado independiente, también Cartagena de Indias fue Estado Soberano bastantes años antes, en 1811)

¿Dónde comprarlo?
Librería Latitud Sur, de Valencia Tlfno 640 84 78 53

viernes, 22 de diciembre de 2017

Marcelina, peladillas y turrón (Cuento de Navidad)



Ilustración realizada a partir de la foto original que se encuentra al final del relato
Sube la anciana Marcelina, como todas las mañanas de invierno, empujando la carretilla desde el lecho del Huécar con la carga de leña, lo único que dará calor a su hogar. Su mirada cabizbaja, que siempre miró al frente, a los ojos, ahora parece perdida entre las ramas secas de la carretilla. Parece no mirar a ningún lado, y sin embargo mira lejos, muy lejos, a cuando soñaba con tener un reloj de bolsillo — solo los hombres los usaban cuando ella lo soñaba — para no llegar nunca tarde a ningún sitio, como si tuviese que ir fuera de esta ciudad abrazada por dos ríos que es Cuenca.

—Pocas veces subiré esta angustiosa cuesta —piensa en voz alta fijándose en la desinflada rueda de la carretilla —se queja mientras nota el frío entrando por los recovecos de sus sayas, notando los pies fríos como si fuese descalza caminando sobre el hielo, sobre los charcos helados —estas zapatillas están pidiendo un recambio, me he quedado sin suelas.
Se detiene cansada antes de llegar a la altura del puente de San Pablo. Intenta estirarse, con las manos en los riñones y echando la cabeza para atrás. 
     
—¡Malditas cervicales! ¡Malditos los años! Una que es vieja ya —dice, mientras mira los turistas que en esos momentos cruzan el puente disparando sus cámaras de fotos contra las Casas Colgadas, sin mirar atrás.         

A ella no le queda más remedio que mirar atrás, cuando fue feliz, cuando hasta sobre la nieve le ardía la sangre, cuando se estremecía, y no era como ahora de frío.

—¿Dónde estará? Pobrecito mío. Sí el viera ahora el abandono que tengo, que ni me peino muchas mañanas, como no sea que tenga que salir. Pobrecito mío, lo que me quería…—piensa notando como la emoción le ahoga y una solitaria y cálida lágrima sale de su ojo bueno, del que ve.

Algunos focos se percatan de su presencia, la enfocan primero, y luego, como si no existiese y formase parte del paisaje, como el mismo puente que pisan, se concentran en la pantalla.  Ríe, imaginándose a los turistas que, con los ojos fijos en los monitores de sus cámaras digitales o en sus celulares, tropiezan con las tablas del puente y caen de morros contra las mismas; incluso, en un alarde de maldad que nunca tuvo, los ve caer a las heladas aguas del río Huécar. Termina estallando en carcajadas por su pequeña malicia mental. Recuerda aquellas otras malicias, tan lejanas casi como su nacimiento, su despertar a la adolescencia con la vida abriéndose en canal al verle.

—Su voz recia me parecía canto de jilgueros, sus manos agrietadas por el frío y el trabajo, abrían con gracia mis labios. ¿Cómo no iba a quererlo?

Siente que le duelen las sienes de tanto reír. Le cuesta coger de nuevo las frías barras de la carretilla, no por las manos, sino por los riñones, que después de estirarse, al agacharse le duelen. Mira de nuevo a los turistas, que también la miran con miradas cómplices, murmurando, tal vez, que está loca, no es muy lógico, piensa, ver a una vieja mellada riendo a carcajadas. Sí, la miran, ven que le cuesta empujar la carretilla; pero, ninguno se ofrece a ayudarla.

—Sí es que parece que están atontolinados, miran todo a través de la pantalla de un aparato, y ninguno ve más allá de los dos palmos que le separan del cristal, ninguno ve lo que me cuesta empujar esta vieja carretilla. Alguno, sí alguno me mira y se percata de que estoy aquí, pensará, estoy segura, pensará que formo parte de las atracciones del ayuntamiento para atraer turistas, como cuando en la plaza ponen el tablao para bailar seguidillas, o los turbos cocan sus tambores en la procesión de los borrachos…Eso es, están tontos de capirote, y además borrachos con tanto aparato.

El último tramo de la pendiente, le cuesta más subirla, descansa de nuevo. Levanta su mano derecha hacía sus labios tocándose las desiertas encías, con el dedo índice, que, está libre de la lana del guante. Se tapa a continuación su mellada boca al percatarse que dos chiquillas se le quedan mirando. Intenta sonreírles, siente el pudor de que le vean el desierto que se esconde tras sus ajados labios.  Al final baja su mano rebuscando caramelos de menta en el bolsillo del mandil, siempre lleva consigo por si le da tos. Saca dos y con la mano extendida los ofrece a las chiquillas. La madre, niega con la cabeza, apartando a las chiquillas.

—No, no, gracias, no llevamos dinero suelto. Después dirigiéndose a las chiquillas…—¿No os tengo dicho que no cojáis nada de extraños?

   Alguien pensará que, a sus casi noventa años, no tiene marido, hijos o nietos que le puedan ayudar a subir la carretilla. No tiene marido, tuvo dos, y un novio de adolescencia, con el que no le dejaron relacionarse sus padres, es del que siempre se acuerda, con el que sentía arderle las venas ansiando romper en mil pedazos su pudor y vergüenza. Muchas veces se lamentó no haber tenido el valor y la decisión necesarias para hacerlo. A sus dos maridos los amó, aunque, el primero solo le dio sufrimiento y cinco hijos de embarazos encadenados, no guarda otros recuerdos que su barriga hinchada y un chiquillo mamando de su teta, y él, trabajador, sí, pero celoso. No le llegó a pegar, pero muchas veces llegó a pensar que lo haría. Dios se lo llevó después de una borrachera de anís un día de febrero.  Pensó que, ya jamás se casaría, ni tendría más hijos.

—Pero una es muy tonta, no había televisión y las noches en Cuenca son muy frías, y yo, me dejaba querer —diría muchas veces a quien le quisiese escuchar, siempre con la sonrisa en los labios.

 Y entonces llegó él, aquel novio de adolescencia, viudo como ella. Más cariñoso que una gata en celo. Que acariciaba las sienes de los chiquillos como si fuesen suyos. Que la acurrucaba en su pecho mientras le contaba mil historias. Ya no estaban sus padres para prohibirle nada. Ella tuvo un sueño de adolescencia, cuando él se fue, ahora al recordarlo, tantos años después, musita:

—Si es que soy bruja. 

Cinco hijos tuvieron con su amor de adolescencia, llegando hasta los diez. Fue madre de todos, a todos les enseñó a ser personas, y, con sus ahorros, los pocos que tenía, les dio estudios. De sus riñones salieron dos arquitectos, un médico, un coronel, dos maestros y dos que se negaron a estudiar, por mucho que ella insistió. Todos se marcharon fuera, al principio venían todos los años a pasar las vacaciones o dejarles los nietos, para poder ellos marcharse de vacaciones.

—Con los chiquillos es un incordio.

Hasta dieciocho nietos llegó a juntar un verano en su casa. Los nietos crecieron, y alguno, de vez en cuando la visita. Los hijos, los diez, acudían todos en Navidad. Después, comenzaron las discusiones en torno a la mesa, para al final demostrarse, al morir su marido, que una madre es para mil hijos y mil hijos no son para una madre, todos quisieron su parte de la herencia, lo poco que había se lo repartieron de malos modos, a ella le quedó la casa y la exigua pensión de viudedad..., y, nada más, ni tan siquiera el cariño de algunos de los hijos y de muchos de los nietos, que no volvió a verlos más.

Sí, casi todos, y algunos años, todos, llaman, si se acuerdan para desearle Feliz Navidad, y si no se acuerdan, llama ella.   Todos prometen que el año siguiente, sin falta, estarán con ella, todos tienen poderosas razones para no poder pasar esa noche a su lado. Ni enciende el televisor para escuchar las campanadas desde la Puerta del Sol.

Al llegar a su fría y solitaria casa, cerró la puerta, solo el gato, presuroso, salió a recibirla, restregándose por sus piernas, alzándose buscando las caricias de sus manos.

—Espera que antes me siente, si me agacho...

Camina hasta el centro de la estancia, se sienta en la silla de enea, da dos golpecitos con sus nudillos sobre la mesa, y de inmediato el gato sube a la misma para ser acariciado, intenta ser el también quien acaricie a la anciana, pero ella retira la cara.

—Tienes la lengua muy áspera.

Se levanta y se encamina en dirección a la chimenea con el gato tras ella, buscando más caricias. Enciende el fuego, la leña está húmeda y le cuesta prender; sin embargo, al final, la experiencia de sus años y sus dedos artríticos consiguen prender la llama.  Cuando estaban los nietos, cuando iban los hijos con sus familias, y ella era más joven, adornaba toda la casa como una «feria». Preparaba mantecados, roscos de anís o de vino, y aguardentados.  Ponía un belén, con sus luces y su río de papel de aluminio, y con ramas colocaba los árboles alrededor. En los últimos años se limita a poner las viejas guirnaldas de colores y las luces que tanta gracia le hacían entonces, y ahora le producen tristeza. A media luz, termina de decorar la casa con motivos navideños, los mismos de los últimos veinte años. Este año, duda si poner las viejas figuras del belén en el recibidor. Piensa en los chiquillos que vendrán a pedirle el aguinaldo.  Como todos los años dejará niño sin poner, para que le pregunten:

—Doña Marcelina… ¿Su portal de Belén no tiene niño Jesús?

—Ven mañana, que seguro que ya habrá nacido —siempre manifestaba ella con la misma respuesta que daba a sus nietos cuando la visitaban.  No puede evitar notar como unas lágrimas le corren por las mejillas al recordar su casa repleta de chiquillos, y ahora, son los dos ojos, también el «malo».

Coloca los retratos de todos sus hijos, de sus dos fallecidos maridos y de algunos de sus nietos, de aquellos que sus padres habían tenido a bien mandarle fotos; aunque, a algunos de ellos ni en fotos los conoce.

Cuando los primeros troncos han ardido y comienzan a formarse las ascuas, prepara el brasero, que coloca bajo la mesa camilla, para no tener que levantarse. Como de costumbre, desde no se acuerda cuándo, enciende un par de velas doradas, que previamente ha puesto sobre la mesa adornadas con guirnaldas de colores, pero las apaga, huele mal la cera cuando se cena, después las encenderá con el turrón y la mistela, cuando brinde por los ausentes, por los muertos, pero también por los vivos.

Camina con el plato de sopa con paso tembloroso, derrama, parte de ella en el suelo, para alegría de su gato, que comienza a lamer el suelo con su áspera lengua. Después, con prudencia, para no quemarse con el aceite hirviendo, echa en la sartén unos ajos y cuando están dorados, unos filetes de merluza, de esos congelados, que no tienen raspa y tres gambones, de esos baratos, antes, cuando estaban todos, su hijo traía gambas rayadas y cigalas, y ella compraba de todo, con lo que sobraba de la cena de Nochebuena, comían el día de Navidad y sobraba, ahora ¿para qué, si está sola? Al día siguiente será otro día, otro día soledad continuada.

Cena con parsimonia, imaginando la desierta mesa llena de hijos, nietos, yernos y nueras. Cenará con sidra, no se le sube a la cabeza, y esa noche no quiere agua. Brindará por ellos, por todos los ausentes, mientras deja el pescado al lado, la congoja le impide comerlo, como si las inexistentes raspas se le agarrasen como garfios de hierro oxidado a la garganta.  Cuando llega con el turrón blando a la mesa, el gato se ha comido ya el pescado. Marcelina, ríe y le regaña; pero, al final lo abraza sintiendo su calor y cariño. Termina por sentarlo en su halda, juntos, comen la sopa.

Aquella noche, cuando los chiquillos van a pedir los aguinaldos, nadie contesta a la puerta.  Cosa extraña, pues Marcelina, siempre, siempre, tiene peladillas y turrones para darles.

—Doña Marcelina, ¡abra! Sabemos que está —grita uno entre risas.

 —Huele a chamuscado, seguro que se le han pegado las gambas...—ríe otro, frotándose las manos heladas.

Pero Doña Marcelina no contesta. No insisten mucho, a pesar de saber que está dentro, volverán al día siguiente y seguro que tendrá peladillas y turrones para darles.

—La vieja ya chochea, seguro que se le han cruzado este año los cables y no quiere abrir. —Dice uno de los chiquillos echando vaho sobre las manos.

—Pues mi madre me ha dicho que la ha visto en la pastelería y ha comprado de todo, peladillas, turrón y alajú —apunta una de las niñas —además, de esos que van envasados por unidades.

—Volvemos mañana, se habrá quedado dormida. ¡Vamos! —casi ordena el que llevaba la voz cantante.

—Huele a quemado —dice una de las chiquillas más pequeñas cuando ya se alejan.

—¡Vamos!, que nos quedamos helados —estira el que llevaba la voz cantante de su hermana.

—Pero antes le cantamos un villancico, doña Marcelina siempre nos da peladillas y turrón —protesta la chiquilla.

Comienzan a cantar y escuchan el ruido del teléfono desde el exterior. Callan, esperan escuchar la voz de la mujer.  Nadie lo coge. Insisten en llamar, Marcelina siempre les da caramelos de menta, cuando los manda a algún recado, y en Navidad el aguinaldo, peladillas y turrón. Cuando no les da es en Halloween, y reniega con aspereza si le dicen «truco o trato», pero en Navidad, siempre les abre la puerta. Pero, esa noche no, huele a humo, pero es lógico, Marcelina es ya la única que en Cuenca se calienta con leña y brasero.

Hace mucho frío, pero, de nuevo, como todos los años le cantan un villancico, que Marcelina apenas llega a escuchar. Ella quiere gritar, tener las fuerzas suficientes para llegar a la puerta; no obstante, solo llega a coger la talega con las peladillas y turrón que iba a darles a los chiquillos.  La voz no le sale de la garganta, el humo llena todo. Pronto se vuelve a escuchar el teléfono de manera insistente, una y otra vez. Sabe que son sus hijos. Pensarán que está enfadada, además de sorda, y como están todos muy lejos, celebrarán la Navidad cantando alegres villancicos, y tal vez, entre copa de cava, y polvorón, se acuerden se su madre. Los chiquillos se marchan cantando su nombre.

Cuando el veintiocho de diciembre, la asistenta social abre la puerta, un fuerte olor a humo impregna todo, ve a Marcelina cerca de la puerta con la taleguilla de las golosinas en la mano, los ojos muy abiertos y el gato muerto a su lado.

©Paco Arenas

lunes, 18 de diciembre de 2017

Dios se hizo hombre, y miró para otro lado..

                                          


Dios se hizo hombre,
y miró para otro lado,
para no ver en hambre de los pobres.
Él, que nació en un pesebre
entre aromas de estiércol de vaca
y de mula estéril,
perseguido por el infame rey Herodes…,
a buen seguro, se hizo republicano.


Jesús creció entre astillas de madera,
serrines polvorientos,
 cisuras sangrantes de leprosos
 y de regüeldos agrios del estómago vacío
de los hambrientos.
Dicen, y no lo dudo, que tomó conciencia
y tiró a los mercaderes del templo…
mercaderes y pretores se hicieron confidencias,
unos tenían las monedas,
los otros...
 la codicia.
Los pobres nada.
Dios miró para otro lado.


Jesús se hizo, hombre,
transformó el agua en vino,
y gritó:
¡Bienaventurados los pobres!
Las personas de bien y orden,
mercaderes, rabinos y romanos funcionarios,  
escandalizados por el vino derramado,
lo tomaron por revolucionario,
y por treinta monedas,
de Judas compraron su conciencia…
Los mercaderes tenían muchos denarios,
los otros...
 la codicia,
los pobres nada
y Dios miró para otro lado. 

Dios, está en todas partes,
pero mira para otro lado,
el emperador Constantino se hizo cristiano,
y desde entonces sus asesinos gobiernan el mundo.
todos los ladrones y tiranos 
rezan a aquel revolucionario,
Los mercaderes tenían muchos denarios,
los otros...
 la codicia,
a los pobres, hasta del pesebre desahuciaron
y Dios miró para otro lado. 

siempre hay un Judas,
dispuesto a coger las treinta monedas,
confabulan mercaderes, rabinos y funcionarios,
compran conciencias,
siguen robando a los pobres
con la ley en la mano.
Los mercaderes tenían muchos denarios,
los otros...
 la codicia,
los pobres nada, 
y Dios mira para otro lado. 

  
¿Dónde está el Dios redentor de los pobres?
¿Dónde el carpintero revolucionario?
Desde tiempos de Constantino sus asesinos gobiernan el mundo,
y no es vino lo que se derrama de la tinaja
sino la sangre de los humildes.
De aquel pobre pesebre
solo queda aroma de estiércol de vaca
y de mula estéril,
ahora, en las alcobas de ricos palacios,
cimentados sobre la sangre de los pobres.
Los mercaderes tenían muchos denarios,
os otros...
 la codicia,
y los pobres nada.
Y desde entonces a los pobres, 
hasta del pesebre desahucian
y Dios mira para otro lado. 



©Paco Arenas

Obras publicadas:






domingo, 17 de diciembre de 2017

Mantecados hojaldrados (receta muy fácil y barata)



El camino más fácil no siempre es el mejor, nunca aquellos mantecados hojaldrados manchegos, que hacían nuestras abuelas o madres, podrán ser superados en este mundo de prisas. Elaborar el hojaldre es harto complicado, requiere mucha paciencia y tiempo, algo que no siempre tenemos. Por tanto, vamos a buscar conseguir parecidos resultados, nunca iguales, a los de nuestras abuelas, y en lugar de más de un día, lograrlo en media hora, con un buen resultado.

Hoy en día tenemos la ventaja que no tenían nuestras madres, venden masa de hojaldre fresca y congelada, yo he utilizado de dos marcas diferentes para hacer mis experimentos: Comsum (envase de 500 g. x 1€) y Hacendado (envase de 580 g. x 1,39 €), curiosamente la más barata con mejores resultados que la más cara. También está la alternativa de la masa fresca, hacerme caso, no vale la pena pagar el doble.


Solo necesitamos tres ingredientes:

·        La masa congelada, si es congelada es preciso dejarla descongelar a temperatura ambiente.
·        100 g. Azúcar glas.
·        Una cucharada de anís en grano.

Forma de hacerlo:

·        Una vez está descongelada la masa se corta a cuadraditos o con los famosos moldes de corazones o formas, al gusto de cada cual, y se coloca en la bandeja del horno, preferiblemente con sobre papel de horno.
·        Mientras tanto, moléis la azúcar junto con el anís en grano en el molinillo, que no tenéis molinillo o no queréis moler la azúcar y el anís en grano, tenéis dos alternativas:

1)     Utilizar la azúcar sin moler y comprar el anís molido.   
2)     Comprar la azúcar molida y pagar cuatro o cinco veces su precio: azúcar normal 80 céntimos kilo, o 3,98 € azúcar glas (Un molinillo cuesta en torno a los 10 euros en cualquier tienda de electrodomésticos; aunque, depende de marcas y tiendas).

            Precalentamos el horno a 200 º, cuando esté caliente, metemos la masa cortada, alrededor de los 20 minutos, según potencia del horno, ya estarán.

Nada más sacarlos los rebozamos en la mezcla de azúcar glas y anís y a disfrutar.

Al final  de la entrada vídeo de cómo hacerlo de manera tradicional

 RELACIONADOS:

Aguardentados manchegos( Receta fácil)




Paco Arenas

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