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Ilustración realizada a partir de la foto original que se encuentra al final del relato |
Sube la anciana Marcelina, como todas las mañanas
de invierno, empujando la carretilla desde el lecho del Huécar con la carga de
leña, lo único que dará calor a su hogar. Su mirada cabizbaja, que siempre miró
al frente, a los ojos, ahora parece perdida entre las ramas secas de la
carretilla. Parece no mirar a ningún lado, y sin embargo mira lejos, muy lejos,
a cuando soñaba con tener un reloj de bolsillo — solo los hombres los usaban
cuando ella lo soñaba — para no llegar nunca tarde a ningún sitio, como si
tuviese que ir fuera de esta ciudad abrazada por dos ríos que es Cuenca.
—Pocas veces subiré esta angustiosa cuesta —piensa
en voz alta fijándose en la desinflada rueda de la carretilla —se queja
mientras nota el frío entrando por los recovecos de sus sayas, notando los pies
fríos como si fuese descalza caminando sobre el hielo, sobre los charcos
helados —estas zapatillas están pidiendo un recambio, me he quedado sin suelas.
Se detiene cansada antes de llegar a la altura del puente
de San Pablo. Intenta estirarse, con las manos en los riñones y echando la
cabeza para atrás.
—¡Malditas cervicales! ¡Malditos los años! Una que
es vieja ya —dice, mientras mira los turistas que en esos momentos cruzan el
puente disparando sus cámaras de fotos contra las Casas Colgadas, sin mirar
atrás.
A ella no le queda más remedio que mirar atrás,
cuando fue feliz, cuando hasta sobre la nieve le ardía la sangre, cuando se
estremecía, y no era como ahora de frío.
—¿Dónde estará? Pobrecito mío. Sí el viera ahora el
abandono que tengo, que ni me peino muchas mañanas, como no sea que tenga que
salir. Pobrecito mío, lo que me quería…—piensa notando como la emoción le ahoga
y una solitaria y cálida lágrima sale de su ojo bueno, del que ve.
Algunos focos se percatan de su presencia, la
enfocan primero, y luego, como si no existiese y formase parte del paisaje,
como el mismo puente que pisan, se concentran en la pantalla. Ríe, imaginándose a los turistas que, con los
ojos fijos en los monitores de sus cámaras digitales o en sus celulares,
tropiezan con las tablas del puente y caen de morros contra las mismas;
incluso, en un alarde de maldad que nunca tuvo, los ve caer a las heladas aguas
del río Huécar. Termina estallando en carcajadas por su pequeña malicia mental.
Recuerda aquellas otras malicias, tan lejanas casi como su nacimiento, su
despertar a la adolescencia con la vida abriéndose en canal al verle.
—Su voz recia me parecía canto de jilgueros, sus
manos agrietadas por el frío y el trabajo, abrían con gracia mis labios. ¿Cómo
no iba a quererlo?
Siente que le duelen las sienes de tanto reír. Le
cuesta coger de nuevo las frías barras de la carretilla, no por las manos, sino
por los riñones, que después de estirarse, al agacharse le duelen. Mira de
nuevo a los turistas, que también la miran con miradas cómplices, murmurando,
tal vez, que está loca, no es muy lógico, piensa, ver a una vieja mellada
riendo a carcajadas. Sí, la miran, ven que le cuesta empujar la carretilla;
pero, ninguno se ofrece a ayudarla.
—Sí es que parece que están atontolinados, miran
todo a través de la pantalla de un aparato, y ninguno ve más allá de los dos
palmos que le separan del cristal, ninguno ve lo que me cuesta empujar esta
vieja carretilla. Alguno, sí alguno me mira y se percata de que estoy aquí,
pensará, estoy segura, pensará que formo parte de las atracciones del
ayuntamiento para atraer turistas, como cuando en la plaza ponen el tablao para
bailar seguidillas, o los turbos cocan sus tambores en la procesión de los
borrachos…Eso es, están tontos de capirote, y además borrachos con tanto
aparato.
El último tramo de la pendiente, le cuesta más
subirla, descansa de nuevo. Levanta su mano derecha hacía sus labios tocándose
las desiertas encías, con el dedo índice, que, está libre de la lana del
guante. Se tapa a continuación su mellada boca al percatarse que dos chiquillas
se le quedan mirando. Intenta sonreírles, siente el pudor de que le vean el
desierto que se esconde tras sus ajados labios.
Al final baja su mano rebuscando caramelos de menta en el bolsillo del
mandil, siempre lleva consigo por si le da tos. Saca dos y con la mano
extendida los ofrece a las chiquillas. La madre, niega con la cabeza, apartando
a las chiquillas.
—No, no, gracias, no llevamos dinero suelto. Después
dirigiéndose a las chiquillas…—¿No os tengo dicho que no cojáis nada de
extraños?
Alguien
pensará que, a sus casi noventa años, no tiene marido, hijos o nietos que le
puedan ayudar a subir la carretilla. No tiene marido, tuvo dos, y un novio de
adolescencia, con el que no le dejaron relacionarse sus padres, es del que
siempre se acuerda, con el que sentía arderle las venas ansiando romper en mil
pedazos su pudor y vergüenza. Muchas veces se lamentó no haber tenido el valor
y la decisión necesarias para hacerlo. A sus dos maridos los amó, aunque, el
primero solo le dio sufrimiento y cinco hijos de embarazos encadenados, no
guarda otros recuerdos que su barriga hinchada y un chiquillo mamando de su
teta, y él, trabajador, sí, pero celoso. No le llegó a pegar, pero muchas veces
llegó a pensar que lo haría. Dios se lo llevó después de una borrachera de anís
un día de febrero. Pensó que, ya jamás
se casaría, ni tendría más hijos.
—Pero una es muy tonta, no había televisión y las
noches en Cuenca son muy frías, y yo, me dejaba querer —diría muchas veces a
quien le quisiese escuchar, siempre con la sonrisa en los labios.
Y entonces
llegó él, aquel novio de adolescencia, viudo como ella. Más cariñoso que una
gata en celo. Que acariciaba las sienes de los chiquillos como si fuesen suyos.
Que la acurrucaba en su pecho mientras le contaba mil historias. Ya no estaban
sus padres para prohibirle nada. Ella tuvo un sueño de adolescencia, cuando él
se fue, ahora al recordarlo, tantos años después, musita:
—Si es que soy bruja.
Cinco hijos tuvieron con su amor de adolescencia,
llegando hasta los diez. Fue madre de todos, a todos les enseñó a ser personas,
y, con sus ahorros, los pocos que tenía, les dio estudios. De sus riñones
salieron dos arquitectos, un médico, un coronel, dos maestros y dos que se
negaron a estudiar, por mucho que ella insistió. Todos se marcharon fuera, al
principio venían todos los años a pasar las vacaciones o dejarles los nietos,
para poder ellos marcharse de vacaciones.
—Con los chiquillos es un incordio.
Hasta dieciocho nietos llegó a juntar un verano en
su casa. Los nietos crecieron, y alguno, de vez en cuando la visita. Los hijos,
los diez, acudían todos en Navidad. Después, comenzaron las discusiones en
torno a la mesa, para al final demostrarse, al morir su marido, que una madre
es para mil hijos y mil hijos no son para una madre, todos quisieron su parte
de la herencia, lo poco que había se lo repartieron de malos modos, a ella le
quedó la casa y la exigua pensión de viudedad..., y, nada más, ni tan siquiera
el cariño de algunos de los hijos y de muchos de los nietos, que no volvió a
verlos más.
Sí, casi todos, y algunos años, todos, llaman, si
se acuerdan para desearle Feliz Navidad, y si no se acuerdan, llama ella. Todos prometen que el año siguiente, sin
falta, estarán con ella, todos tienen poderosas razones para no poder pasar esa
noche a su lado. Ni enciende el televisor para escuchar las campanadas desde la
Puerta del Sol.
Al llegar a su fría y solitaria casa, cerró la
puerta, solo el gato, presuroso, salió a recibirla, restregándose por sus
piernas, alzándose buscando las caricias de sus manos.
—Espera que antes me siente, si me agacho...
Camina hasta el centro de la estancia, se sienta en
la silla de enea, da dos golpecitos con sus nudillos sobre la mesa, y de
inmediato el gato sube a la misma para ser acariciado, intenta ser el también
quien acaricie a la anciana, pero ella retira la cara.
—Tienes la lengua muy áspera.
Se levanta y se encamina en dirección a la chimenea
con el gato tras ella, buscando más caricias. Enciende el fuego, la leña está
húmeda y le cuesta prender; sin embargo, al final, la experiencia de sus años y
sus dedos artríticos consiguen prender la llama. Cuando estaban los nietos, cuando iban los
hijos con sus familias, y ella era más joven, adornaba toda la casa como una «feria».
Preparaba mantecados, roscos de anís o de vino, y aguardentados. Ponía un belén, con sus luces y su río de
papel de aluminio, y con ramas colocaba los árboles alrededor. En los últimos
años se limita a poner las viejas guirnaldas de colores y las luces que tanta
gracia le hacían entonces, y ahora le producen tristeza. A media luz, termina
de decorar la casa con motivos navideños, los mismos de los últimos veinte
años. Este año, duda si poner las viejas figuras del belén en el recibidor.
Piensa en los chiquillos que vendrán a pedirle el aguinaldo. Como todos los años dejará niño sin poner,
para que le pregunten:
—Doña Marcelina… ¿Su portal de Belén no tiene niño
Jesús?
—Ven mañana, que seguro que ya habrá nacido
—siempre manifestaba ella con la misma respuesta que daba a sus nietos cuando
la visitaban. No puede evitar notar como
unas lágrimas le corren por las mejillas al recordar su casa repleta de chiquillos,
y ahora, son los dos ojos, también el «malo».
Coloca los retratos de todos sus hijos, de sus dos
fallecidos maridos y de algunos de sus nietos, de aquellos que sus padres
habían tenido a bien mandarle fotos; aunque, a algunos de ellos ni en fotos los
conoce.
Cuando los primeros troncos han ardido y comienzan
a formarse las ascuas, prepara el brasero, que coloca bajo la mesa camilla,
para no tener que levantarse. Como de costumbre, desde no se acuerda cuándo, enciende
un par de velas doradas, que previamente ha puesto sobre la mesa adornadas con
guirnaldas de colores, pero las apaga, huele mal la cera cuando se cena,
después las encenderá con el turrón y la mistela, cuando brinde por los
ausentes, por los muertos, pero también por los vivos.
Camina con el plato de sopa con paso tembloroso,
derrama, parte de ella en el suelo, para alegría de su gato, que comienza a
lamer el suelo con su áspera lengua. Después, con prudencia, para no quemarse
con el aceite hirviendo, echa en la sartén unos ajos y cuando están dorados,
unos filetes de merluza, de esos congelados, que no tienen raspa y tres
gambones, de esos baratos, antes, cuando estaban todos, su hijo traía gambas
rayadas y cigalas, y ella compraba de todo, con lo que sobraba de la cena de
Nochebuena, comían el día de Navidad y sobraba, ahora ¿para qué, si está sola?
Al día siguiente será otro día, otro día soledad continuada.
Cena con parsimonia, imaginando la desierta mesa
llena de hijos, nietos, yernos y nueras. Cenará con sidra, no se le sube a la
cabeza, y esa noche no quiere agua. Brindará por ellos, por todos los ausentes,
mientras deja el pescado al lado, la congoja le impide comerlo, como si las
inexistentes raspas se le agarrasen como garfios de hierro oxidado a la
garganta. Cuando llega con el turrón
blando a la mesa, el gato se ha comido ya el pescado. Marcelina, ríe y le
regaña; pero, al final lo abraza sintiendo su calor y cariño. Termina por
sentarlo en su halda, juntos, comen la sopa.
Aquella noche, cuando los chiquillos van a pedir
los aguinaldos, nadie contesta a la puerta.
Cosa extraña, pues Marcelina, siempre, siempre, tiene peladillas y
turrones para darles.
—Doña Marcelina, ¡abra! Sabemos que está —grita uno
entre risas.
—Huele a
chamuscado, seguro que se le han pegado las gambas...—ríe otro, frotándose las
manos heladas.
Pero Doña Marcelina no contesta. No insisten mucho,
a pesar de saber que está dentro, volverán al día siguiente y seguro que tendrá
peladillas y turrones para darles.
—La vieja ya chochea, seguro que se le han cruzado
este año los cables y no quiere abrir. —Dice uno de los chiquillos echando vaho
sobre las manos.
—Pues mi madre me ha dicho que la ha visto en la
pastelería y ha comprado de todo, peladillas, turrón y alajú —apunta una de las
niñas —además, de esos que van envasados por unidades.
—Volvemos mañana, se habrá quedado dormida. ¡Vamos!
—casi ordena el que llevaba la voz cantante.
—Huele a quemado —dice una de las chiquillas más
pequeñas cuando ya se alejan.
—¡Vamos!, que nos quedamos helados —estira el que
llevaba la voz cantante de su hermana.
—Pero antes le cantamos un villancico, doña
Marcelina siempre nos da peladillas y turrón —protesta la chiquilla.
Comienzan a cantar y escuchan el ruido del teléfono
desde el exterior. Callan, esperan escuchar la voz de la mujer. Nadie lo coge. Insisten en llamar, Marcelina
siempre les da caramelos de menta, cuando los manda a algún recado, y en
Navidad el aguinaldo, peladillas y turrón. Cuando no les da es en Halloween, y
reniega con aspereza si le dicen «truco o trato», pero en Navidad, siempre les
abre la puerta. Pero, esa noche no, huele a humo, pero es lógico, Marcelina es
ya la única que en Cuenca se calienta con leña y brasero.
Hace mucho frío, pero, de nuevo, como todos los
años le cantan un villancico, que Marcelina apenas llega a escuchar. Ella
quiere gritar, tener las fuerzas suficientes para llegar a la puerta; no
obstante, solo llega a coger la talega con las peladillas y turrón que iba a
darles a los chiquillos. La voz no le
sale de la garganta, el humo llena todo. Pronto se vuelve a escuchar el
teléfono de manera insistente, una y otra vez. Sabe que son sus hijos. Pensarán
que está enfadada, además de sorda, y como están todos muy lejos, celebrarán la
Navidad cantando alegres villancicos, y tal vez, entre copa de cava, y
polvorón, se acuerden se su madre. Los chiquillos se marchan cantando su nombre.
Cuando el veintiocho de diciembre, la asistenta
social abre la puerta, un fuerte olor a humo impregna todo, ve a Marcelina
cerca de la puerta con la taleguilla de las golosinas en la mano, los ojos muy
abiertos y el gato muerto a su lado.