También a mi hija Rocío, que le ha dado los toques mágicos para hacerla especial.
miércoles, 28 de febrero de 2018
Magdalenas sin azúcar, mi tercera novela (Vídeo)
También a mi hija Rocío, que le ha dado los toques mágicos para hacerla especial.
martes, 27 de febrero de 2018
La antigua cárcel de Cuenca (fotografías antiguas)
domingo, 25 de febrero de 2018
El país de las lentejas
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Giudici, Reinaldo (1853-1921) La sopa de los pobres, 1884 Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires |
Estoy aquí, camino del mercado en busca de dos libras de lentejas, a las que no necesito echarles chorizos, me basta con encender el televisor para que salgan por la pantalla los chorizos, que se pudren antes de llegar a la olla porque no se han colgado antes.
sábado, 24 de febrero de 2018
Entrevista de trabajo(un caso real)
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La verdad sale del pozo (1898), Édouard debat-Ponsan |
martes, 20 de febrero de 2018
El accidente de sa Talaia de San Josep (Eivissa) 7 de enero de 1972
El viernes 7 de enero quedará para siempre en mi memoria, ese día tuvo lugar mi segundo nacimiento fruto de mi cabezonería y la trágica muerte de 104 personas, que podrían haber sido 108, si yo hubiese sido menos cabezón y tres hinchas ibicencos forofos del F.C. Barcelona no se hubieran emborrachado por la victoria de su equipo contra el Real Madrid, y ebrios perdiesen el avión, tras hacer escala en Valencia, quedándose en tierra, en el aeropuerto de Valencia donde el avión Caravelle EC-ATV de Iberia había realizado una escala procedente de Madrid.
Como
todos los años, durante las vacaciones de Navidad, regresábamos a mi pequeño
pueblo castellano del norte de la Mancha, Pinarejo. Allí pasábamos las
vacaciones escolares de Navidad, disfrutando de la fiesta, el frío y la nieve,
también de la rica gastronomía manchega. Vacaciones que para mi madre no eran
tal, puesto que aprovechaba para coger la aceituna y hacer la matanza del cerdo
y así llevar brazuelos(paletillas), perniles (jamones), chorizos, morcillas,
traca (güeña) y el magnífico aceite de oliva de dos grados de mi pueblo para la
isla.
Mi madre
se quedaba hasta San Antón para terminar todos esos quehaceres. Yo,
normalmente, volvía antes de que comenzase la escuela, que era entre el siete y
el diez de enero, según cayese la semana, es decir, el primer día hábil después
de reyes, en aquel año el diez de enero por ser lunes.
Tenía
doce años recién cumplidos. Recuerdo que subimos al taxi de Antonio, el taxista
de Pinarejo, muy de madrugada. Como siempre con exceso de pasajeros y también
de equipaje. Se trataba de un Mercedes amplio, en el que nos amontonábamos a
ocho personas y un sinfín de maletas y bultos, generalmente con jamones y
embutidos, entre el maletero, la baca y entre los viajeros.
—Los
chiquillos en el medio por si nos paran los guardias —como siempre advertía
Antonio —. Y en el momento que lo diga, os agacháis para que no os vean.
En
aquellos tiempos no existía ni el cinturón de seguridad, tampoco nadie creía
que fuera necesario. Nunca, que yo recuerde, nos paró la Guardia Civil, de
haberlo hecho, ya estaban los bultos preparados para ocultarnos. En aquel viaje
yo era el único chiquillo que iba en ese viaje. A mi lado iba Olegario
Cifuentes, «Serrucho» y Constante Jiménez, hermano de mi sobrino Jesús y primo
hermano de mi sobrina Luisa, que a su vez es hermana de mi sobrino Jesús; pero,
eso es otra historia.
Pronto
comenzamos un largo trayecto de más de cuatro horas, que era lo que duraba
entonces desde Pinarejo a Valencia, ahora en poco más de hora y media por la
autovía se realiza ese mismo recorrido. Entonces era por la N-III, debiendo
pasar por las cuestas de Contreras y por el Portillo de Buñol. Eran frecuentes
los accidentes de camiones, tanto en las cuestas de Contreras como en Portillo de
Buñol. Aquel día de enero, los astros se las ingeniaron para que llegásemos más
tarde de lo que habría sido lo habitual. Como quiera que había niebla y había
nevado un poco, al llegar a las cuestas de Contreras la Guardia Civil estaba
retirando inodoros procedentes de un camión que había derrapado, y que estaban
esparcidos por las curvas. Por suerte, los guardias bastante tenían con los
inodoros como para fijarse en el taxi sobrecargado. No suficiente con eso, al
llegar al Portillo de Buñol, quien había derrapado era un camión lleno de
cerdos, de cuatro patas. Los pobres animales andaban desorientados por el
asfalto.
Las casi
cinco horas se convirtieron es más de seis y llegamos tarde a coger el barco,
que era donde tenía previsto viajar hasta la isla de Ibiza. Mis paisanos
pinarejeros esperaron en las atarazanas del puerto para pasar allí dos noches,
puesto que llevaban mucho «avío» y equipaje y con tanto equipaje no podían irse
en avión. Yo no llevaba ningún equipaje, por lo tanto, Fermín, mi hermano mayor,
que ya vivía en Valencia, me llevó a la calle la Paz, donde se encontraban las
oficinas de Iberia para sacarme el pasaje de avión. Cuando yo me enteré de su
intención me negué en redondo. Me producía pánico la idea de subir en avión,
negándome en redondo, haciendo gala de mi tozudez. No obstante, él no es menos
cabezón que yo, y no paró hasta que llegamos a las oficinas de Iberia de la
calle La Paz.
Casi
arrastras y sobre todo a regañadientes, me bajé de su Renault 8.
—En una
hora estás en Ibiza —dijo mi hermano.
—Yo no me
voy en avión, me da miedo —repliqué con rotundidad haciendo fuerza en el marco de la puerta para
no entrar en las oficinas de Iberia.
—¿Cómo te
va a dar miedo? Los hombres no tienen miedo —insistió mi hermano queriendo
convencerme con ese chantaje emocional.
—Pues a
mí me da miedo. Yo me voy en barco.
—¡Cabezón!
¿No te das cuenta de que hasta la semana que viene no hay barco?
Era
cierto, entonces, en invierno el barco salía una vez en semana, creo recordar;
aunque no lo sé, lo cierto es que el viernes sí salía.
Yo no
admitía razones, y solo dejé de patalear y protestar al entrar en las oficinas
de Iberia. Allí se encontraba una familia, un joven matrimonio con una niña muy
guapa de mi edad, doce o trece años, algo mayor que yo era, y que también
tuvieron la desgracia de perder el barco. la chiquilla, desde luego, era más
madura que yo (que todavía sigo siendo más infantil que una peseta de cromos).
Entre las
azafatas, mi hermano y los padres de la niña intentaron convencerme primero;
pero, mi tozudez era mayor que la de una docena de mulas romas. Entonces,
viendo que amenazaba con comenzar mi pataleo, fue la niña quien lo intentó,
haciendo un poco de hermana mayor.
—Mira,
seguro que te dejan que te pongas en la ventanilla, podemos ir jugando...
Tal vez,
si en lugar de tener doce años, yo hubiese tenido uno o dos más, aquella bella
niña me habría convencido, por su risa, su rostro, gracia, y sobre todo por
aquellos ojos negros como el azabache, por entonces las chiquillas no me
seducían ni poco ni mucho ni nada, mis hormonas estaban dormidas en la
inocencia más absoluta, y mi timidez comenzaba a ser enfermiza en mi relación
con el sexo femenino, y sus palabras y gestos amables, me hicieron encerrarme
todavía más en mí. Los ojos oscuros de aquella niña morena de dulce acento
andaluz se me quedaron en la memoria para siempre, todavía, algunas noches
sueño con ella, posiblemente su rostro ya en nada se parece al real. Llegaron a
decirme que eran casi vecinos míos de San Antoni de Portmany, entonces San
Antonio Abad. Ya estaba escribiendo la azafata de la ventanilla mi nombre en el
billete, cuando dije, más tozudo todavía que no subiría en el avión. Apenas
unas horas después sabía que jamás volvería a ver a aquella chiquilla de dulce
mirada.
Mi
hermano, no podía ser de otra forma, se enfadó muchísimo conmigo, por su boca
salieron todos los sinónimos de cabezón; pero al final, accedió a que me
saliera con la mía. Vivía en el barrio de Benicalap. Como mi hermano estaba muy
enfadado, busqué alguna excusa para librarme de su regañina, accediendo él, me
llevó a casa de mi primo Mateo Romero, desde su teléfono quiso llamar a mi
madre a través de mi tía Puri para darle cuenta de mi gran cabezonería. Puri,
en realidad era prima de mi madre, y era quien regentaba la centralita telefónica
de Pinarejo; pero, la centralita no funcionaba por culpa de la nieve, que a lo
largo del día se había acrecentado.
Viendo el
enfado de mi hermano, mi primo Mateo me invitó a comer un sabroso y delicioso
arroz caldoso que estaba preparando Carmen, su mujer, mientras tanto, intento
razonar conmigo, por supuesto que dándole la razón a mi hermano.
Hablando
miró el reloj de la pared, la radio estaba puesta, entonces no todas las casas
disponían de televisor. Era la una y pico de la tarde y en el momento que terminó
de decir mi primo:
—Si
llegas a irte, a esta hora ya estarías en Ibiza.
En ese
mismo instante se escuchó a través del aparato:
«Un avión
ha desaparecido a la altura de la isla de la Conejera»
Los dos
palidecimos, cuando llegó Carmen, con el arroz bien caliente. Fuimos incapaces
de articular palabra, lo escuchado en la radio quemaba más que el arroz.
No había
pasado ni cinco minutos, y ya estaba allí mi hermano, que también lo había
escuchado en la radio. Recuerdo que nos abrazamos y poco más. No volvimos a
hablar de ese tema hasta muchos años después, si se me ocurría referirlo, él
pronto intentaba cambiar de conversación.
A mi
pueblo también había llegado la noticia a través de la radio, como la
centralita de Pinarejo estaba averiada, mi madre hubo de buscar a alguien que
la llevase al Castillo de Garcimuñoz para intentar llamar por teléfono, pues ya
tenía noticia por medio del taxista que yo no había subido en el barco y que
seguramente me había ido en el avión, que eso le había dicho mi hermano. El taxista había emprendido un segundo viaje,
por aquellos tiempos casi nadie tenía coche, al final a mi madre la llevo un
paisano al Castillo de Garcimuñoz, y lo primero que hizo fue llamar a mi
hermana Mariana a Ibiza, la cual andaba también muy preocupada, porque mi
cuñado, Antonio, en teoría, había subido también a ese avión con destino a
Valencia. Durante las primeras horas no
se sabía si el avión era Valencia/Ibiza o Ibiza/Valencia.
Conclusión
para todos, que uno de los dos estábamos muertos. Afortunadamente, ninguno, él
paso varias horas en el aeropuerto de Ibiza esperando la llegada de un nuevo
avión y voló sin saber que se había estrellado en S’ Atalaia de Sant Josep el
avión con el que debía volar hasta Valencia.
Antes de
las tres de la tarde ya estaba resuelto el entuerto, y dos días más tarde, el
domingo 9 de enero, cogía el avión en dirección a Ibiza acompañado por mi
cuñado Antonio.
Durante
todo el viaje sentí un pánico atroz, casi paranoico. Al día siguiente, el lunes
diez de enero, mis compañeros de clase acudieron a saludarme como si fuese un
héroe, en Sant Antoni, las noticias en invierno corren como la pólvora. Por
supuesto, negué todo temor, y de boquilla fui el más valiente del mundo, pero
la realidad fue todo lo contrario.
Cuando
dos o tres años después trabajé cerca de donde se estrelló el avión, todavía
quedaban restos de ropas colgados de los pinos. Murieron 104 personas, de las
cuales 9 fueron niños, yo hubiese sido el décimo junto con aquella niña morena
de ojos oscuros y dulce acento andaluz.
No volví a subir a un avión hasta pasados más de quince años y casi con el mismo temor, todavía hoy, cada vez que subo al avión siento auténtico pánico.
©Paco Arenas
jueves, 15 de febrero de 2018
Los sueños...¿Quién es el dueño de su destino?
miércoles, 14 de febrero de 2018
‹‹Todo paraíso lleva implícito su propio infierno›› Orlando Cuéllar Castaño -Reseña
Orlando se presenta:
viernes, 2 de febrero de 2018
Manual del buen truhán, de María Nieves Michavila (Reseña)
De la calidad y el ingenio e la autora de este libro, basta con decir dos o tres cosillas “sin importancia”, ha escrito el mejor libro de investigación histórica Voces desde el más allá de la historia, y acaba de ganar el PREMIO HISPANIA DE NOVELA, con su novela Alfonso XII y la corona maldita, la tercera que este libro también ha sido premiado, fue FINALISTA DEL PREMIO CAFÉ MON.
Gracias por este libro, que he terminado de leer en la Agrupación Musical Los Silos,
Acompañaremos a María Nieves Michavila Gómez, el escritor Antonio Andújar Castro y yo, Paco Arenas