Tendría unos
seis años, eran tiempos de rosario diario y obligatorio para los críos de
Pinarejo, arrodillarnos ante el cura y besarle la mano y también, ¿cómo no? de
recibir capones de aquel cura corpulento, de nombre don Gregorio. Al desdichado
crío que pillaba por medio no le hacía ver al Señor ni a la Virgen María, pero
sí todas las estrellas del firmamento...
Al repique de las campanas de la iglesia, sin
perder un instante corríamos todos calles arriba, sin esperar la
segunda señal, no era por devoción cristina, al menos en mi caso. La razón de
tanta prisa por llegar era porque si llegábamos tarde al rosario no nos libraba
del capón con los nudillos y repique de sardineta ni la Virgen María, ni la
Santísima Trinidad.
En ocasiones
el repique de campanas nos pillaba más alejados de la cuenta, y llegábamos con
el tiempo más que justo. Así aconteció aquella tarde en la tuvimos
la ocurrencia de ir a comer moras cerca de la poza Diana, un maravilloso lugar
de gratos recuerdos de juventud. Nos entretuvimos más de la cuenta, era todavía
verano, y cuando escuchamos la primera señal estábamos en plena degustación de
moras, cuando sonó la segunda íbamos a la carrera en dirección a Pinarejo,
seguros de que llegábamos tarde. Llegando
a la entrada del pueblo me entro unas apremiantes ganas de orinar, sin tiempo
que perder, corrí junto a mis compañeros pues de sobra sabía que si llegaba más
tarde del capón no me libraba ni Dios.
Aun así,
llegamos antes de que tocase la tercera señal, sentándonos conforme llegábamos
presurosos y en silencio; por supuesto, pasando antes por la pila bautismal y
mojándonos los dedos persignándonos sobre la marcha, más atentos al cura de los
capones que a la acción en sí misma. Esa
fue mi salvación, no recuerdo el nombre, lo cierto es que uno de mis compañeros
que entraban, en lugar de santiguarse con todos los pasos preceptivos omitió
alguno con las prisas, percatándose de ello el cura.
—Tú, ven
aquí ahora mismo. ¿Nadie te ha enseñado a persignarte como Dios manda?
Mi amigo,
arrodillándose ante el sacerdote, le beso la mano y en recompensa recibió un
contundente capón en toda la coronilla, con efecto sardineta.
Mientras tanto yo con más miedo que vergüenza me deslice hacía el lado
izquierdo de la bancada de los hombres —en aquel tiempo, los hombres y chiquillos
nos sentábamos en lado izquierdo y las mujeres en lado derecho. Con toda la iglesia pendiente de la acción del
cura, yo que no podía aguantar ni un segundo más la presión de mi vejiga, disimuladamente
descargué la misma junto al confesionario. Si bien estaba seguro que nadie
se había percatado de mi acción, durante todo el rosario notaba como me
temblaban las piernas, y en todo momento creí sentir la mirada inquisitiva del
cura de los capones y de alguno de los beatos que iban al Rosario,
afortunadamente estaba equivocado y nadie se dio cuenta.
Si bien
aquel día tuve miedo de ser descubierto, conforme pasaban los minutos y las
horas ese temor iba en aumento, yo diría que, multiplicándose, hasta el punto
de que, llegado el día siguiente, como pude me las apañé para no acudir a la
llamada de las campanas, me escabullía de un modo u otro, pero yo no iba al
rosario, convencido de que el cura de los capones habría descubierto mi acción:
«Dios
está en todas partes y siempre sabe lo malo de nuestras acciones».
Yo sentía
terror, convencido que ardería en los infiernos sin remisión, pero era tanto el
miedo que nos inspiraba aquel cura que le teníamos más temor a él que a la
caldera de Satanás.
Tal vez él
se diese cuenta de mi ausencia, o alguien le dio el chivatazo, lo cierto
es que cuando llevaba más de una semana evitando ir al rosario, cierto día,
poco antes de cenar, ya sentados en la mesa ante una fuente de mojete manchego,
alguien llamo a la puerta con fuerza, del mismo modo que lo hacía la Guardia Civil,
a la cual le teníamos más miedo que al cura, menuda se la gastaban los de la benemérita
con los rojos, porque nosotros éramos rojos, y además lo teníamos asumido.
—Los guardias
—dijo mi padre.
Yo me
escondí tras las sayas de mi madre, asustado mientras que mi padre preguntaba
quién era.
—Don
Gregorio —se escuchó la voz bronca y autoritaria del cura de los capones.
Mi padre
abrió extrañado, no era normal la presencia de un sacerdote en mi casa, conocido
el agnosticismo de mis padres; aunque, a mí me obligasen a ir al rosario todos
los días y a misa todas las fiestas y domingos de guardar. Sin poderlo evitar,
salí corriendo en dirección al cuarto de mis padres, metiéndome con más miedo
que vergüenza debajo la cama. Mi madre no hizo nada por impedirlo, fingiendo no
enterarse de la acción. Parece ser que mis padres fueron a besarle la
mano al cura, como nos obligaban a todos, pero él la retiro y dijo eso de:
— No seáis
fariseos, vosotros sois caso perdido para el Señor, vengo por el chiquillo.
—¿Por el
chiquillo? ¿Por Paco? – Pregunto mi padre, a sabiendas que mi timidez era tal,
que casi me impedía hacer ningún tipo de gamberradas, aunque, a la chita
callando también las hacía.
Tras los
preceptivos:
«¿quiere
usted cenar?», «Vicenta saca unos chorizos y un poco de
tocino magro (jamón)»,
Con el cura
ya sentado, cortando pan, bebiendo vino y comiendo jamón y mi madre calentando
unos chorizos en la sartén, el cura fue directo al grano:
—Mirar, que
seáis rojos, que vayáis directos al infierno, me trae sin cuidado, vosotros al
fin y al cabo estáis ya condenados por vuestras acciones.
Mis padres,
que siempre fueron muy honrados y trabajadores, aunque fuesen rojos, si el
cielo existe, no creo que estén en el infierno, eran muy buenas personas, muchísimo
más que aquellas que iban todos los días al rosario y misa dominical. Los
pobres le miraban mientras él soltaba el sermón y daba cuenta del jamón y las
emprendía con los chorizos que acababa de poner mi madre sobre la mesa,
haciendo las preceptivas pausas para darle unos tientos al porrón de vino.
—Pero el
chiquillo aún está a tiempo de salvarse, no voy a dar parte ni al alcalde ni a
los guardias, pero quiero que me digáis por qué lleva días y días, sin ir al
rosario y tampoco el pasado domingo a misa, cuando sé que no está malo.
Mis padres
que era la primera noticia que tenían de mis ausencias, se miraban
sorprendidos, ya que, como todos los padres que habían luchado defendiendo la
legalidad republicana hacían hincapié en que sus hijos no faltasen a los
preceptos religiosos ya que ello, en el medio rural, solía traer
consecuencias nada deseables para las personas honradas.
—Nosotros es
la primera noticia que tenemos —dijo extrañado mi padre —, le tenemos dicho que
bajo ningún concepto falte ni a misa ni al rosario… ¡Pacooo!
Muerto de
miedo, salí de debajo de la cama y con la cabeza gacha fui en dirección a mi
padre, esperando un buen coscorrón que no llego gracias a la oportuna mano en
mi cabeza del sacerdote que con voz que fingía una falsa amabilidad y una
benevolencia inexistente me pregunto cariñoso
—A ver,
Paco, ¿verdad que te han dicho tus padres que no vayas a misa?
Negué con la
cabeza, ya que las palabras se obstruían en mi garganta como si tuviese algo
atragantado.
—Mira que si
no dices la verdad puedes ir directo al infierno sin pasar por el purgatorio,
que Dios todo lo ve y yo soy su representante…Te pregunto por segunda
vez. ¿Te han dicho tus padres que no vayas a misa?
De nuevo
negué con la cabeza gacha, entonces me levantó la cara con la mano y me dijo
que le mirase a los ojos y le dijese el motivo por el cual llevaba varios días
sin ir al rosario ni a misa, advirtiéndome que él terminaría sabiéndolo, y de
que, si decía una mentira Dios, todo misericordioso, me llevaría directo al
infierno, mientras que si decía la verdad me juraba que no me pasaría
nada. Ante tal disyuntiva, y creyendo a pies juntillas sus palabras,
totalmente aterrorizado, me atreví a preguntarle.
— ¿Y no me
pegará un capón?
—Te lo juro
por Dios y por la Virgen — contestó besándose el pulgar —, pero debes decir la
verdad, y si han sido tus padres quienes te han dicho que no vayas misa también.
Dios te está mirando en estos momentos pendiente de tus palabras...
— Me meé en
el confesionario.
Tanto mis
padres como el cura se miraron sin poder dar crédito a lo que escuchaban.
—¿Y eso por
qué? – Volvió a preguntar.
— ¿Por qué?
—La verdad, no sé muy bien como me salieron las palabras —No me dio tiempo
antes de la tercera señal y no quería mearme los pantalones abajo y que se
riesen de mí…, también porque tenía miedo a que usted me diese un capón…
—Un capón te
voy a dar yo a ti, el culo te lo voy a dejar más colorado que un tomate —levanto
la voz mi padre, en el fondo aliviado con mi respuesta.
—No Fermín
—dijo deteniendo la acción de pegarme mi padre en buen azote —Dios ya lo ha
perdonado, nosotros debemos hacer lo mismo, eso sí, Dios no olvida y no debes
tener miedo a mis capones, que no te voy a dar nunca, te lo juro, y te lo juro
por haber dicho la verdad. A quien debes temer es a la ira del Señor, que
te llevará directo al infierno como vuelvas a faltar un solo día a misa o al
rosario… a no ser que estés malo.
El cura
acabo con el «tocino magro», los chorizos y el vino del porrón. Nos dejó
el mojete para cenar; en mí el convencimiento de que tarde o temprano yo
ardería en los infiernos.
Lo cierto es
que cumplió su palabra y nunca me dio un capón, posiblemente sea de los pocos
críos de mi generación que no los recibió, eso sí, el primero para besarle la
mano o para ir al rosario siempre era yo. Su salida del pueblo, como bien
la define mi amigo José Vicente Navarro Rubio, no la supera ninguna película de
Berlanga, pero eso es ya otra historia.
Naturalmente el relato no debe tomarse al pie de la letra, algo de
recuerdos, bastante contado y escuchado de boca de mi madre y un poco de
imaginación, pero más o menos así paso y así lo cuento yo.
©Paco Arenas
Mis libros y dónde comprarlos:
Pisando barro, soñando palabras (Poesía)
Mis libros y dónde comprarlos:
Enlaces Puerto Rico y Estados Unidos:
Magdalenas sin azúcar(Novela)
Pisando barro, soñando palabras (Poesía)
Distribuidora para España: AZETA
Otros sitios de España:
El Corte Inglés, en unos días.
Carrefour, en unos días
FNAC, en unos días
EXTRANJERO y aledaños
También en Amazon.