miércoles, 25 de septiembre de 2013

El día que me oriné en el confesionario y la noche que el cura de los capones estuvo en mi casa después del rosario.





Tendría unos seis o siete años, eran tiempos de rosario diario y obligatorio para los críos de Pinarejo.  Arrodillarnos ante el cura y besarle la mano también.  ¿Y cómo no? Recibir capones de aquel cura corpulento, que lo bautizaremos como don Cristóbal, evidentemente, no era ese su nombre. Al desdichado crío que pillaba por medio no le hacía ver al Señor ni a la Virgen María, pero sí todas las estrellas del firmamento...

 Al repique de las campanas de la iglesia, sin perder un instante corríamos todos calles arriba, sin esperar la segunda señal. No era por devoción cristina, al menos en mi caso. La razón de tanta prisa por llegar, era porque si llegábamos tarde al rosario no nos libraba del capón con los nudillos y repique de sardineta la Virgen María, ni Santa Águeda bendita, patrona de Pinarejo.

En ocasiones el repique de campanas nos pillaba más alejados de la cuenta, y llegábamos con el tiempo más que justo.   Así aconteció aquella tarde en la tuvimos la ocurrencia de ir a comer moras cerca de la poza de Diana, un maravilloso lugar de gratos recuerdos de juventud. Nos entretuvimos más de la cuenta. Era todavía verano, y cuando escuchamos la primera señal estábamos en plena degustación de moras. Cuando sonó la segunda señal íbamos a la carrera en dirección a Pinarejo, seguros de que llegaríamos tarde.  A la entrada del pueblo me entró una apremiante gana de orinar, sin tiempo que perder, corrí junto a mis compañeros, pues de sobra sabía que, si llegaba más tarde, del capón no me libraba ni Dios. 

A pesar de todo, llegamos antes de que tocase la tercera señal. Nos sentamos conforme llegábamos presurosos y en silencio.  Por supuesto, pasando antes por la pila bautismal, mojándonos los dedos y persignándonos sobre la marcha, más atentos al cura de los capones que a la acción en sí misma.  Esa fue mi salvación, no recuerdo el nombre, lo cierto es que uno de mis compañeros, en lugar de santiguarse con todos los pasos preceptivos omitió alguno con las prisas, percatándose de ello el cura.

—Tú, ven aquí ahora mismo. ¿Nadie te ha enseñado a persignarte como Dios manda?

Mi amigo, arrodillándose ante el sacerdote, le besó la mano y en recompensa recibió un contundente capón en toda la coronilla, con efecto sardineta.

   Mientras tanto yo con más miedo que vergüenza me deslicé hacía el lado izquierdo de la bancada de los hombres —en aquel tiempo, los hombres y chiquillos nos sentábamos en lado izquierdo y las mujeres en lado derecho, de acuerdo con la entrada, y al contrario, de acuerdo con la posición del altar.  Con toda la iglesia pendiente de la acción del cura, yo que no podía aguantar ni un segundo más la presión de mi vejiga. Con disimulo descargué la misma junto al confesionario. Si bien estaba seguro que nadie se había percatado de mi acción, durante todo el rosario notaba como me temblaban las piernas, y en todo momento creí sentir la mirada inquisitiva del cura de los capones y de alguno de los beatos y beatas que iban al rosario, afortunadamente estaba equivocado y nadie se dio cuenta.

Si bien aquel día tuve miedo de ser descubierto, conforme pasaban los minutos y las horas, ese temor iba en aumento, yo diría que, multiplicándose, hasta el punto de que, al día siguiente, como pude me las apañé para no acudir a la llamada de las campanas. En los días sucesivos me escabullía de un modo u otro, pero yo no iba al rosario, ni tampoco a misa los domingos, convencido de que el cura habría descubierto mi acción:

 «Dios está en todas partes y siempre sabe lo malo de nuestras acciones.»

Sentía verdadero terror, convencido que ardería en los infiernos sin remisión, pero era tanta la aprensión, que nos inspiraba aquel cura, que le teníamos más temor a él que a la caldera de Satanás.

Tal vez él se diese cuenta de mi ausencia, o alguien le dio el chivatazo. Lo cierto es que cuando llevaba más de una semana evitando ir al rosario, cierto día, poco antes de cenar, ya sentados en la mesa ante una fuente de mojete manchego, alguien llamó a la puerta con fuerza, del mismo modo que lo hacía la Guardia Civil, a la cual, en mi casa, le teníamos más miedo que al cura, menuda se la gastaban los de la benemérita con los rojos, porque nosotros éramos rojos, y además lo teníamos asumido.

 —Los guardias —dijo mi padre.

Yo me escondí tras las sayas de mi madre asustado. Mientras que mi padre, tras el primer momento de indecisión, preguntaba quién era.

—Don Cristóbal —se escuchó la voz bronca y autoritaria del cura de los capones.

Mi padre abrió extrañado. No era normal la presencia de un sacerdote en mi casa, conocido el agnosticismo de mis padres; aunque, a mí me obligasen a ir al rosario todos los días y a misa todas las fiestas y domingos de guardar. Sin poderlo evitar, salí corriendo en dirección al cuarto de mis padres, metiéndome con más miedo que vergüenza debajo la cama. Mi madre no hizo nada por impedirlo, fingiendo no enterarse de la acción.  Parece ser que mis padres fueron a besarle la mano al cura, como nos obligaban a todos, pero él la retiro y dijo eso de:

—No seáis fariseos, vosotros sois caso perdido para el Señor, vengo por el chiquillo. 

—¿Por el chiquillo? ¿Por Paco? – Preguntó mi padre, a sabiendas que mi timidez era tal, que casi me impedía hacer ningún tipo de gamberradas, aunque, a la chita callando también las hacía.

Tras los preceptivos:

 «¿Quiere usted cenar?», «Vicenta saca unos chorizos y un poco de tocino magro (jamón)»,

Con el cura ya sentado, cortando pan, bebiendo vino y comiendo jamón, y mi madre calentando unos chorizos en la sartén, el cura fue directo al grano:

—Mirad, que seáis rojos, que vayáis directos al infierno, me trae sin cuidado, vosotros al fin y al cabo estáis ya condenados por vuestras acciones.

Mis padres, que siempre fueron muy honrados y trabajadores, aunque fuesen rojos, tengo claro que, si el cielo existe, no creo que estén en el infierno, eran muy buenas personas. Tengo claro que mucho más que algunas de las que iban todos los días al rosario y misa dominical, sin que por ello diga que todas fuesen malas personas, pero algunas sí lo eran.  Mis pobres padres lo miraban mientras él soltaba el sermón y, tras dar cuenta del jamón, la emprendía con los chorizos que acababa de poner mi madre sobre la mesa, haciendo las preceptivas pausas para darle unos tientos al porrón de vino.

—Pero el chiquillo aún está a tiempo de salvarse, no voy a dar parte ni al alcalde ni a los guardias, pero quiero que me digáis por qué lleva días y días, sin ir al rosario y tampoco el domingo a misa, cuando sé que no está malo.

Mis padres que era la primera noticia que tenían de mis ausencias, se miraron sorprendidos, ya que, como todos los padres que habían luchado defendiendo la legalidad republicana hacían hincapié en que sus hijos no faltasen a los preceptos religiosos, ya que ello, en el medio rural, solía traer consecuencias nada deseables para las personas honradas.

—Nosotros es la primera noticia que tenemos —dijo extrañado mi padre —, le tenemos dicho que bajo ningún concepto falte ni a misa ni al rosario…  ¡Pacooo!

Muerto de miedo, salí de debajo de la cama y con la cabeza gacha fui en dirección a mi padre, esperando un buen coscorrón que no llego gracias a la oportuna mano en mi cabeza del sacerdote, que con voz que fingía una falsa amabilidad y una benevolencia inexistente me pregunto cariñoso:

—A ver, Paco, ¿verdad que te han dicho tus padres que no vayas a misa? ¿A qué hablan mal de la Iglesia y del Caudillo?

Negué con la cabeza, ya que las palabras se obstruían en mi garganta como si tuviese algo atragantado.

—Mira que si no dices la verdad puedes ir directo al infierno sin pasar por el purgatorio. Dios todo lo ve y yo soy su representante…Te pregunto por segunda vez.  ¿Te han dicho tus padres que no vayas a misa?

De nuevo negué con la cabeza gacha.  Entonces colocó su mano suave en mi mentón y me levantó la barbilla, obligándome a mirarlo a los ojos.  

—Te lo advierto, irás al infierno y arderás. Tú y tus padres. Dios es todo misericordioso. Pero, Dios todo lo puede perdonar si dices la verdad. Te lo juro. No te pasará nada ni a ti ni a tus padres y salvarás tu alma. Te lo juro.

Me soltó la barbilla y cogió el crucifijo besándolo. Ante tal disyuntiva, y creyendo a pies juntillas sus palabras, totalmente sobrecogido, me atreví a preguntarle.

— ¿Y no me pegará un capón?

—Te lo juro por Dios y por Santa Águeda bendita — contestó besándose ahora el pulgar —, pero debes decir la verdad, y si han sido tus padres quienes te han dicho que no vayas misa también. Dios te está mirando en estos momentos pendiente de tus palabras...

Alzó su dedo índice señalando al techo y yo lo creí.

—Me meé en el confesionario.

Tanto mis padres como el cura se miraron sin poder dar crédito a lo que escuchaban, y creo que los tres aguantaron la risa ante mi inocencia.

—¿Y eso por qué? —Volvió a preguntar.

—Paco, ¿por qué te orinaste en el confesionario? —Preguntó mi padre, mientras mi madre, agnóstica que era, se santiguaba dos o tres veces seguidas.

La verdad, no sé muy bien cómo me salieron las palabras:

 —No me dio tiempo antes de la tercera señal, no quería mearme los pantalones abajo y que se riesen de mí. T porque tenía miedo a que usted me diese un capón…

—Un capón te voy a dar yo a ti. El culo te lo voy a dejar más colorado que un tomate —levantó la voz mi padre, en el fondo aliviado con mi respuesta, mientras mi madre se quitaba la zapatilla.

—No Fermín —dijo el sacerdote, deteniendo la acción de pegarme mi padre en buen azote —Dios ya lo ha perdonado. Nosotros debemos hacer lo mismo. Eso sí, Dios no olvida y no debes tener miedo a mis capones, que no te voy a dar nunca, te lo he jurado y te lo vuelvo a jurar.  Y te lo juro es por haber dicho la verdad.  A quien debes temer es a la ira del Señor, que te llevará directo al infierno como vuelvas a faltar un solo día a misa o al rosario… a no ser que estés malo.

El cura acabo con el «tocino magro», los chorizos y el vino del porrón.  Nos dejó el mojete para cenar. Y a mí, convencido de que tarde o temprano ardería en los infiernos.

Lo cierto es que cumplió su palabra y nunca me dio un solo capón, posiblemente sea de los pocos críos de mi generación que no los recibió.  Eso sí, el primero para besarle la mano o salir corriendo para no llegar tarde al rosario, siempre era yo.

 Naturalmente el relato no debe tomarse al pie de la letra, algo de recuerdos, bastante contado y escuchado de boca de mi madre y un poco de imaginación, pero más o menos así paso y así lo cuento yo.

©Paco Arenas

 

 


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sábado, 21 de septiembre de 2013

La vendimia ( Fotografías antiguas de La Mancha)


La sangre de La Mancha, de estas tierras del sur de Castilla ha tenido los colores del vino, en Pinarejo, durante mucho tiempo solo existió un tipo de vino, el blanco, un blanco algo pajizo y casi transparente con cierto toque dulce. Vino que bebíamos todos desde la más tierna infancia, en porrón aparte se le añadía azúcar para que bebiésemos durante la comida, ya que por entonces existía la creencia de que el agua quitaba “las ganas”.

El inicio de la vendimia lo fijaba la maduración de la uva, aunque un trabajo duro, la vendimia siempre tuvo cierto aire festivo, en Pinarejo no había ni hay grandes extensiones de viñedos, por lo cual se procuraba hacer la vendimia rápido para ir a vendimiar a La Mancha, Socuellamos, Villarobledo  y el Tomelloso, principalmente, aunque también se iba a Argamasilla e incluso a Valdepeñas.

La vendimia coincidía en cierto modo con el inicio del curso escolar por lo tanto así como de la siega y trilla guardo muchos recuerdos, de la vendimia no tantos.    Recuerdo los carros cargados de uva, no sé si en capachos de esparto o directamente sobre las tablas del mismo, recuerdo que mi padre tenía un majuelo en el cual había una caseta medio derrumbada, que también tenía una viña, que decían que era muy buena y se llamaba “la viña del cura” y sobre todo recuerdo cuando íbamos con los picatostes a que mi padre y mi tío Ladislao nos los empapasen del mosto espeso de las uvas recién pisadas. Dulces recuerdos que ya están casi olvidados en un rincón de la memoria.


La vendimia se realizaba con espuertas de esparto que llevaba cada vendimiador, que vaciaba en capachos de gran tamaño, apartando los racimos más grandes y hermosos para ser colgados en las cámaras y tener postre o pasas durante un tiempo, El vino se guardaba en grandes tinajas de barro que eran limpiadas antes de echar el sagrado jugo, donde va fermentando, tras la fermentación llegaba el trasiego, se dejaba reposar y poco se más, lo cierto es que lo que se crío no me gustaba ahora lo disfruto, aunque ahora prefiero el vino tinto al blanco.


En el capacho para echar al carro



Descanso



A vendimiar en vespa

En pie manchegos,  en pie

Esperando la vendimia

Lista para acarrear



Vendimia en La Mota del Cuervo
Bello racimo de muchachas presumiendo de racimo 
Preparando el avío 
Se vendimia con sudor el vino del labrador
Ni vino aguarchao ni agua avinata






Saliendo de la tinaja

Un poco de casquera


Pisando la uva




Y de postre uva

A probar los resultados

miércoles, 11 de septiembre de 2013

El día que dejé de ser taurino



Foto de Jesús Navarro Rubio


 El día que dejé de ser taurino

            

Por aquellos años todos éramos taurinos, más o menos. Nadie se imaginaba una fiesta o feria sin el espectáculo de la tortura en la plaza. Los toros y en enaltecimiento de los toreros estaba en todas partes. El circo de la dictadura tenía tres patas: fútbol, toros y cante flamenco, siendo imposible escapar del tridente sin terminar damnificado. A mí no me gustaba el fútbol, pero decía que era del Atlético de Madrid, por llevar la contraria a la corriente mayoritaria, que eran del Real Madrid. El cante flamenco, no me terminaba, pero veía las películas de Manolo Escobar y Concha Velasco, que remedio, y hasta me gustaban. ¿Los toros? Mi padre, como todos los padres de la época, me llevaba al bar cada vez que retrasmitían una corrida. Recuerdo que esos días los campesinos por cuenta propia, como mi padre, dejaban antes las labores agrícolas para ir a los bares de Pinarejo a ver la corrida, en el cual no cabía ni una aguja, eso sí, todos varones de todas las edades.

     Terminó oficialmente la dictadura y comenzó su apéndice gatopardo, cambiar algo para seguir mandando los mismos, con cara más amable. Un trampantojo prolongado en el tiempo.

 

  En Pinarejo en 1983 en elecciones municipales ganó el PCE, que en coalición con el PSOE sumaban más que UCD y Falange. Por extraño que parezca, en una tierra como Castilla La Nueva, en esas elecciones democráticas, el partido más votado fue el Partido Comunista de España y nuestro alcalde fue Manuel Carretero Requena, del PCE, que junto a Emiliano Lavara fueron los artífices del comienzo de modernización del pueblo, desde el alcantarillado, el asfaltado de las calles hasta la línea telefónica automática, que lograron antes que en otros pueblos más importantes como Santa María del Campo Rus, La Alberca del Záncara o el mismo San Clemente.  

 

       Hoy en día, toda la Izquierda es antitaurina y está en contra de la tortura en la plaza de animales inocentes. Entonces todavía no, al contrario. La prioridad más importante de Manuel y Emiliano, siendo hombres de ideas avanzadas y cabales, era hacer las mejores fiestas que hasta entonces se habían llevado a cabo en Pinarejo, jugando como base principal los espectáculos taurinos.  

 

El día que dejé de ser taurino

 

 

Aquel 10 de septiembre de 1983 amaneció con una ligera llovizna, aire y un cielo gris que amenazaba tormenta en el momento que el cielo cesara. Estos pronósticos quebrantaban los deseos del alcalde y el teniente de alcalde. Querían que la fiesta taurina comenzase el día de la víspera. El teniente de alcalde, Emiliano, movía la cabeza de un lado a otro.

—Nunca se han traído unas vaquillas como estas, las mejores en años, ¡Eh, Manolo! Las mejores. Hay una que tiene unos cuernos de medio metro —decía Emiliano abriendo los brazos exageradamente, buscando la complicidad del alcalde —. Y ahora va a resultar que la lluvia nos va a joder las fiestas…

—Sí, claro que son las mejores con diferencia. Se nota que entiendes de ganado; aunque, hombre, la lluvia siempre viene bien… —respondió orgulloso el alcalde.

 

Las nubes desaparecieron y poco a poco, como atendiendo a los rezos laicos de aquellos primeros democráticos, se marcharon las nubes grises, siendo reemplazadas por las algodón de azúcar, quedando una tarde clara y limpia a la que sucedió una de esas esplendorosas noches estrelladas de plenilunio tan resplandeciente que parecía la luna el doble de grande de lo que realmente era.

 

  Aquel año, en Pinarejo las calles se encontraban adornadas con banderitas de todos los países del mundo, incluida la de la Unión Soviética y Cuba. No querían ser menos que los valientes vecinos de Santa María del Campo Rus que se enfrentaron al cabo de la Guardia Civil de tan triste memoria en la comarca.  Aquel cabo el año anterior durante las fiestas patronales de Santa María del Campo Rus, a pesar de ser oficialmente España una democracia, ordenó retirar de entre toda la macedonia multicolor las banderas del orbe, una por una las de la URSS y la de Cuba. No logró su objetivo de manera total por la oposición de muchos vecinos valientes que se enfrentaron al autoritario guardia civil. En Pinarejo, colocaron también las banderas, pero nadie dijo nada. Posiblemente alguien le habría informado al cabo de que Franco murió tres años antes y que sus ideas estaban más que apolilladas.

 

Tanto habían hablado de que eran las mejores vaquillas de la historia, que estábamos todos expectantes. Deberían haber llegado con la luz del día a las nueve, pero a las diez y media no habían llegado todavía. Posiblemente porque era sábado y los madrileños ya huían de la gran urbe intentando apurar los últimos días del verano. En los rostros de la gente se podía vislumbran las distintas sensaciones que cada cual experimentaba. Unos expresaban abiertamente sus dudas, otros ironizaban sobre la tardanza, y los más pedían paciencia. Lo cierto es que había más expectación en que en años anteriores ante la llegada de las vaquillas, que parecían retrasarse más de lo deseado.

 

Un rayo en la lejanía parecía anunciar tormenta, muy lejos debía ser, porque el cielo se vislumbraba bastante despejado. Pronto, a lo lejos, se vieron unas luces que parecían las de un camión acercándose por la carretera. Se le iluminó la cara del alcalde, sus ojos parecían bailarle de felicidad.

 

—Sí, ahí están, ahí están —gritó el alcalde comunista a teniente de alcalde socialista, a pesar de tenerlo al lado, sacando su viejo reloj Omega prendido de una cadena, del bolsillo de su chaleco.

 

Pero no, el camión, que también lleva vaquillas, continuó su camino en dirección a Santa María del Campo Rus, posiblemente hasta la Alberca del Záncara que comenzaban sus fiestas tres días más tarde.

 

—Son ya las diez y media —se lamentó, mientras observó cómo se perdía el camión dejando el resplandor rojizo de sus luces traseras en la lejanía.

 

— ¿Qué Manolo toreamos las vaquillas este año o las dejamos para febrero? —Gritó alguien en tono jocoso entre la multitud —Con Franco estas cosas no pasaban.

 

—Pasaban otras peores, ¡copón! Mucho peores —gritó otro de los presentes.

 

—Haya paz, haya paz —gritó a su vez Emiliano, el teniente de alcalde, que además era Juez de Paz.

 

El alcalde meneaba la cabeza de un lado a otro, mirando al teniente de alcalde, que quitaba importancia con un gesto dándole a entender que no hiciera caso, pero él también estaba nervioso. No se termina de fiar del ganadero: «por hacer la puñeta estos franquistas son capaces de todo», pensaba. Son los máximos representantes de aquella primera corporación democrática, personas honradas y trabajadoras elegidas por voto ciudadano, pero con muchos dispuestos a ponerles la zancadilla.

 

Un nuevo camión se acercaba renqueante, pero tampoco. En esta ocasión el camión era de gaseosas La Pitusa y otros refrescos, y aunque entonces la bebida mayoritaria era todavía el vino, también traía cervezas para abastecer los varios bares existentes en Pinarejo, actualmente queda sólo uno.

 

—¿Vienen las vaquillas metidas en gaseosas? Pues sí que son graciosas.

 

Alcalde y teniente de alcalde refunfuñan algo mientras siguen con la mirada las luces que se difuminan confundidas con las banderitas y los puestos de los feriantes a lo largo de toda la plaza de la Carrera. Todos se quedaron pendientes de la sonriente Pitusa y en sus coletas. Tan atentos estaban del camión de bebidas que, no se percatan de dos nuevos camiones que llegaban en dirección contraria sin ningún tipo de rotulación, ni tan siquiera: «animales vivos». Eran dos camiones de transporte normal con cajas de madera y barrotes de acero. Todavía no era obligatorio el famoso letrero “Animales vivos.  Los partidarios de la nueva corporación comenzaron a aplaudir, el alcalde se quitó la gorra y saludó al modo que lo hacen los toreros, brindando al público la llegada de los astados, incluso se atreve a lanzar la gorra al aire, que pronto se la devuelven al grito de:

 

—¡Manolo tápate la calva!

 

Por fin pararon los dos camiones delante de la multitud.  Uno de ellos lleva dos grandes cajones y el otro solo uno. Tras las indicaciones pertinentes los camiones se introducen en el corral, en el que entonces, que todos los años se utiliza como improvisada plaza de toros. La gente subió a los carros, que a modo de círculo formaba el ruedo en aquel inmenso corral de ganado, dejando una pequeña abertura para recular los camiones y bajar los animales. Una vez cerrado el círculo, bajaron el primer cajón abriendo la puerta de inmediato, y sin mucho entusiasmo salió una vaquilla con buen aspecto, pero nada que ver con esa maravilla que habían hablado los ediles. La pobre vaca, asustada y mareada por el viaje, comenzó a tambalearse dando traspiés y cayendo al suelo y levantándose con dificultad. En el ruedo varios muchachos con muletas intentaron conducirla a la cuadra para encerrarla, terminando  cogiéndola por los cuernos, entre risas  y burlas de los presentes. De inmediato algunos gritos y pitidos por la poca presencia del animal salen de los más críticos con la nueva corporación municipal.

 

   — ¿Estas son las vaquillas tan buenas que ibais a traer? Si parece una cabra…

 

El alcalde miró con extrañeza al teniente de alcalde, que además era ganadero, y es quien ha elegido a las vaquillas que se han de torear en el ruedo.  El teniente de alcalde le responde con un gesto con la mano y le susurra:

 

 —Tranquilo Manolo, que a estos los callamos, y esa cuando se le pase el mareo va a callar las risas de más de uno.

Una nueva vaquilla salió del segundo cajón, esta con mayor presencia, más grande de color rojizo. De inmediato no quedó ni un solo mozo en la plaza de mozos, como si fuese una ametralladora dio varias vueltas a la plaza haciendo que se parapetasen hasta los más valiente. Mientras que el alcalde y teniente de alcalde sonreían satisfechos.

 

 —Esta es hija de la ratona, seguro que es hija de la ratona, menuda fiesta hizo…—dijo un anciano desdentando casi voz en grito.

 

Al final los mismos jóvenes de antes se habían subido a los remolques se bajaron al ruedo y comenzaron a torearla con más miedo que vergüenza y pronto ni el «maletilla» contratado que aspiraba a ser torero, quedó en el ruedo.

 

—Esta impone —susurró el alcalde a su compañero de corporación.

 

—Pues espera a la otra —contestó el teniente de alcalde.

 

Ante un gesto del alcalde, se llevaron la segunda vaquilla hasta la cuadra.  Salió el primer camión del recinto y comenzó a recular el segundo.  Se acercaron al camión el teniente de alcalde, gritando algo, nadie le escuchó. Al final le quitó la trompeta al alguacil para ser escuchado.

 

—Todos fuera de la plaza. No quiero a nadie en el ruedo. A nadieeee…

 

Nadie pensó que la nueva vaquilla pudiera superar a la que acaban de encerrar.  Sin embargo, todos los espectadores enmudecen cuando el animal que hay dentro del cajón asomó un poco la cabeza, para automáticamente intentar meterse de nuevo en su interior.

 

Recula el anima hasta lo más profundo del cajón, escuchándose golpes del animal contra la madera. Fueron unos instantes; pero, el silencio provocado por la vaquilla fue absoluto. Aprovechando que de nuevo cerraron la puerta del cajón, más de la mitad de habían abandonado el ruedo, comenzaron a bajar.  Tenía unas inmensas astas y una mirada que incluso en la oscuridad denotaba bravura. Los mayorales desde lo alto del cajón comenzaron a gritar al animal y a pincharle con picas de rejoneo para que saliera.  Al final tras un fuerte resoplido, la vaquilla salió como impulsada por un resorte.  En segundos todo el recinto quedo sin un solo «torero». el que más y el que menos, con el corazón acelerado.

 

—Esta vaca no es para el pueblo. Ni siquiera para los Sanfermines de Pamplona —dijo uno de los habituales «toreros».

 

—Eso no son cuernos son horcas de acero afilado —replicó otro.

 

—Como pille a alguno no se comerá estas navidades los turrones —sentenciaba un tercero.

 

Comentarios similares comenzaron a escucharse.  Realmente impresionaba.  Algunos de los más jóvenes hacían amago de salir al ruedo, pero bastaba con que la vaca soltase el más mínimo bufido o mirase, para que antes de que el animal arrancase, saltasen todos los valientes a lo más alto de los carros.  Un joven robusto, de nombre Juan José, «El del Correo», por fin se decidió y se lanzó con un capote, dándole unos cuantos pases, estando a punto de ser embestido un par de veces, otro, Eustaquio, hizo lo propio.

—Si se sabe, se sabe —dijo orgulloso alguien, alabando a Juan José y a Eustaquio.

 

 

No fue fácil encerrarla y a las doce comenzaba el castillo de fuegos artificiales, finalmente entre los dos, lograron meterla aparte de sus compañeras. Era peligrosa hasta para las otras vaquillas.

 

El pueblo entero marchó a la Plaza, que nunca tuvo otro nombre ni durante la dictadura, no a tomar un excitante café con leche, tampoco una relajante taza de tila. Fueron a prender los fuegos artificiales seguidos de  la iluminaria (una gran hoguera de leña de encina) dando con ello, por fin, el comienzo a las fiestas del 11 de septiembre, las fiestas del verano en Pinarejo. Porque en Pinarejo tenemos unas segundas fiestas patronales el 5 de febrero, día de Santa Águeda; sin embargo, en aquellas lejanas fechas una parte importante de los pinarejeros se encontraban recolectando aceituna en tierras de Andalucía, por lo cual se decidió repetir las fiestas el 11 de septiembre. Fecha ideal en aquellos tiempos, ya se habían finalizado las labores de siega y trilla y todavía no había comenzado la vendimia.

 

  Tras el castillo de fuegos artificiales y prender la iluminaria, comenzó el baile en los antiguos silos o almacenes de trigo.  Terminado el baile, en torno a las cinco de la mañana, un grupo de ocho jóvenes, todavía andábamos dándole vueltas a la impresión causada por aquella vaca de gigantescas astas. A Alguien se le ocurrió:

 

—¿Y si vamos a torearla?

 

—¿A que no hay cojones? —añadió un segundo.

 

—Mejor no, que la vamos a malear —tercio un tercero, más precavido o temeroso.

 

 —Fulanito tiene miedo — arguyó otro.

 

— ¿Yo? Los cojones treinta y tres —protestó el acusado de tener miedo.

 

 De repente todo el grupo, tal vez gracias a algún cubalibre de más, sin estar ninguno borracho, estábamos decididos a demostrar lo valientes que éramos.  Eso a pesar de que algunos, como yo, teníamos mucho miedo, pero cuando se tiene veinte años pocos años está mal visto admitirlo, aunque te pueda ensartar una vaquilla como un pinchito moruno.

 

  Nos encaminamos al corral donde estaban encerradas las vaquillas, saltando las tapias sin ser vistos.  Ni cortos ni perezosos abrimos las puertas de la cuadra donde se encontraba aquel prodigioso animal.  Los más valientes comenzaron a correr delante, sin terminar de atreverse a torerla.

 

— Teníamos que haber traído un capote — dijo uno.

 

Mientras otro, más decidido, se quitaba un jersey rojo y comenzaba a llamar a la vaca.

 

Parte del grupo fuimos a por un carro de varas para que sirviese de de refugio en caso de embestida y lo colocamos en el centro del corral.  Pronto comenzaron los escarceos con el animal, mientras el del capote improvisado llamaba a la vaca, otro agarraba al animal del rabo, dándose la vuelta y corriendo tras de él, ayudándole la vaca a subir a un remolque con el morro, por suerte para él no lo hizo con los cuernos.  En el carro permanecían tres jóvenes que lo utilizaban a modo de columpio giratorio, según intentase cornear el animal por un lado u otro.  Alguien se acercó al carro con una piedra del tamaño de un melón para frenar las ruedas; pero ocurrió, que uno de los más valientes comenzó a torearla y la vaca de inmediato le tomó el pulso, lo tiró contra el suelo de una embestida, que, al tener los cuernos tan grandes y separados, y él estar tan delgado, pasaron las astas por los costados. Viendo el peligro que tenía nuestro amigo, uno agarró la piedra y antes de que el animal embistiese de nuevo, desde lo alto del carro, soltó la piedra sobre la cabeza del animal. La vaca, al instante, se le pusieron los ojos en blanco, y tras unos tambaleos cayó al suelo con las patas hacia arriba.  En ese preciso instante llegó alguien que golpeó con fuerza las puertas del recinto, dudo que fuese la Guardia Civil, a pesar de que desde el exterior gritaban:

 

—¡Alto a la guardia Civil!  Sabemos quiénes sois.

 

Automáticamente los ocho jóvenes, saltamos de los remolques a los tejados y abandonamos el corral, reuniéndonos fuera del pueblo, cerca del pozo de la Veguilla.

 

—Hemos matado a la vaca —se lamentaba uno.

 

—Ha costado ocho mil duros. —entonces hablábamos por duros —dijo uno que estaba al tanto del precio de la vaca.

 

 —Era la mejor vaca que se había traído nunca al pueblo —agregaba otro.

 

— Somos unos gilipollas —continuaba un tercero.

 

—No nos pongamos nerviosos. Nadie nos ha visto —dijo un cuarto.

 

—Hay que hablar con el alcalde y pagar la vaca entre los ocho.  No podemos joder así las fiestas, es dinero de todo el pueblo —añadía un quinto con más conciencia.

 

 Porque eso sí, entonces éramos taurinos, pero teníamos conciencia social, no en vano vivíamos en uno de los escasos pueblos con mayoría absoluta de las izquierdas, siendo el partido más votado el comunista, el segundo el socialista, tercero la UCD, y con un solo concejal Falange, allí, desde luego, estábamos de todas las tendencias en el grupo, porque la ideología no era impedimento para que fuésemos amigos.

 

— Llevas razón… ¿Pero ¿quién lo hace? ¿Cómo lo hacemos? —Preguntó un sexto.

 

—A mí, mis padres me dan mil duros para todas las fiestas, si doy los mil duros que me tocan me quedo sin fiestas, ni baile ni chorras en vinagre —se lamentaba un séptimo.

 

—Pues no queda otra que pagar la vaca entre los ocho, somos muchos para guardar un secreto tan grande y tarde o temprano se sabrá y será peor —sentenció el octavo.

 

Al final todos estuvimos de acuerdo en la propuesta de pagar la vaca de manera solidaria, ayudando a quien menos posibilidades tenían de pagar lo que le correspondía.

 

Aunque debamos por sentado que nuestros padres no serían muy condescendientes con nosotros y nos quedaríamos sí o sí, sin fiestas, todos éramos consecuentes en asumir nuestras acciones, con independencia de quién hubiese tirado la piedra, ninguno deberíamos de esconder la mano.

 

Nos separamos en grupos de dos y ya amaneciendo entramos por distintos puntos al pueblo, mientras en la plaza, todavía, mucha la gente permanecía aprovechando las ascuas de la iluminaria para hacerse unas chuletas de cordero y unas patatas asadas antes de irse a dormir.

 

      No habíamos dormido nada, pero no faltamos a la misa ni a la procesión para no levantar sospechas, a pesar de nuestra intención de pagar el importe. Al medio día, después de comer, fuimos acudiendo a uno de los bares de la plaza, el de EL VIVO, donde habíamos quedado para terminar de decidir el cómo y el cuándo cumpliríamos con nuestro deber ciudadano. Pronto llegó uno con la noticia:

 

—Los guardias dicen que saben quiénes fuimos —llegó diciendo uno.

 

 Todos pusimos cara de espanto. Eso era peor, porque si sabían de nuestra gamberrada quedaríamos muy mal a pesar de nuestras buenas intenciones. Sin embargo, se trataba de una broma. De las calles llegaron gritos y risas.  Salimos, como todo el mundo del bar para ver qué pasaba y pudimos ver como un grupo de gente entraba en la plaza corriendo, jóvenes, mujeres, hombres de todas las edades y principalmente chiquillos, entonces en Pinarejo todavía había gente.

 

— ¿Qué pasa?

 

— Nada que han encordado a la vaca de cuernos gigantes con una soga y está dando la mayor fiesta que ha habido nunca en Pinarejo —contestó un hombre de mediana edad.

 

—¿La vaca…la de los cuernos largos?

 

—Sí, se ve que se escapó de la cuadra y ha intentado escaparse del corral corneando los remolques, así que al final el animal ha quedado medio atontado. Le han atado una soga a los cuernos y la están paseando por el pueblo.

 

Sin creérnoslo mucho, pues dábamos por sentado que estaba muerta, nos acercamos pudiendo comprobar que el animal estaba vivo, pero falto de reflejos.  Llevaba una soga atada a los cuernos, sujetada en cada extremo por dos jóvenes robustos, que cuando intentaba embestir tiraban del lado contrario para que no llegase a la gente.  Algo muy divertido para todos los participantes…menos para la vaca.  Sus ojos de sufrimiento se me quedaron clavados en la mente por muchos días y noches en forma de pesadilla.

 

Sí, aquella vaca dio mucha fiesta, y nadie tuvo que pagar las cinco mil pesetas, pero…,

Ese día me di cuenta que nadie tiene derecho a hacer sufrir a un animal por diversión. La tradición no por repetida deja de ser una aberración, ya se torture o asesine personas o animales. La tortura no podía ser considerada «Fiesta Nacional» y mucho menos cultura. Aquel día decidí que nunca más asistiría para ver cómo se torturaba un animal.  Si de algo estoy convencido, tal vez gracias a esa gamberrada, es que las bestias estamos en el lado exterior de las jaulas.

 

©Paco Arenas, 11 DE SEPTIEMBRE DE 2013

 

 

Aviso: parte del relato no se ajusta totalmente a la realidad. No puedo saber lo que dijeron Manuel Carretero ni Emiliano Lavara, pero es una manera de rendir homenaje a dos personas a las que admiro.  No nombro a los gamberros de entonces,  sólo digo que yo sí participé en aquella gamberrada.


©Paco Arenas





      
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