El día que dejé de ser taurino
Ocurrió hace muchos años, después de las
primeras elecciones municipales habidas tras la dictadura franquista. En
Pinarejo, por extraño que parezca, en una tierra como Castilla, en una comarca
como la Mancha (entonces todavía no existía ese desafortunado nombre con el que
se conoce actualmente a lo que siempre fue Castilla La Nueva), en esas primeras
elecciones democráticas, el partido más votado fue el Partido Comunista de
España, seguido de Partido Socialista Obrero Español, formando entre ambos
coalición durante dos legislaturas. A
pesar de ser partidos, que en la actualidad de manera mayoritaria están en
contra del maltrato animal y de esa barbarie patria que llaman «fiesta nacional»,
para vergüenza de quienes, sintiéndonos españoles estamos en contra de la tortura
como espectáculo. Entonces, confieso mi culpa, yo también disfrutaba de esa
tortura animal. Aquel día, mi percepción pasó a ser muy diferente sobre la mal
llamada «fiesta nacional».
Por la mañana una ligera llovizna llegó a
amenazar las fiestas de septiembre, consiguiendo cubrir al completo el cielo azul
de nubes grises, tan oscuras casi como la noche. El teniente de alcalde,
Emiliano, que era su primera legislatura, movía la cabeza de un lado a otro.
—Nunca se han traído unas vaquillas como estas,
las mejores en años, que lo diga Manolo, las mejores. Y ahora va a resultar que
la lluvia nos va a joder las fiestas…
—Sí, claro que son las mejores; aunque, hombre,
la lluvia siempre viene bien…
Respondió Manuel, el alcalde, que también era
su primera legislatura, como la de todos los alcaldes democráticamente elegidos
de la mayoría de España, después de cuarenta años.
Afortunadamente las nubes se diluyeron gracias
a un viento de solano que sopló fuerte, y poco a poco, como atendiendo a los rezos
laicos de aquellos primeros ediles democráticos, fueron desfilando las nubes
grises, al tiempo que llegaban las algodón de azúcar a la plaza de la Carrera, dejando una tarde clara y limpia a la que
sucedió una de esas esplendorosas noches estrelladas de plenilunio tan
resplandeciente que parecía la luna el doble de grande de lo que realmente era.
Aquel año, en Pinarejo las calles se
encontraban adornadas con banderitas de todos los países del mundo, incluida la
de la Unión Soviética, un acto de valentía y de desafío hacia el severo, por calificarlo
de algún modo, de al cabo de la Guardia Civil del cuartelillo de Santa María
del Campo Rus, por parte de la nueva
corporación municipal, después de los incidentes ocurridos en el pueblo vecino
de Santa María del Campo Rus el año anterior durante las fiestas patronales, en
las cuales a pesar de ser oficialmente España, ya, una democracia, el cabo de
la Guardia Civil ordenó retirar de entre toda la macedonia multicolor de todas
las banderas del orbe, una por una la de la URSS y la de Cuba, retirándose tan
solo algunas, por oposición de muchos vecinos de Santa María que se resistieron
valientemente al autoritario guardia. En Pinarejo, colocaron también las
banderas, pero nadie dijo nada, posiblemente porque ya alguien le habría dicho
al cabo de que Franco había muerto y sus ideas estaban más que apolilladas.
Por entonces nadie se planteaba si las corridas
de toros eran cultura o salvajada, se trataba de una tradición secular que se
había repetido durante siglos, sin que nadie se plantease el sufrimiento de los
animales.
Los astados, astadas, en este caso, pues eran
vaquillas, llegaban siempre la víspera, el día 10 de septiembre por la noche.
Era, por tanto, la víspera de las fiestas estivales de Pinarejo. Tanto había
hablado de lo buenas que eran aquellas vaquillas, que estaba todo el pueblo expectante
de la carretera. En los rostros de la
gente se podía vislumbran las distintas sensaciones que cada cual experimentaba.
Unos expresaban abiertamente sus dudas, otros ironizaban sobre la tardanza, y
los más pedían paciencia. Lo cierto es que había más expectación que otros años
esperando la llegada de las vaquillas, que parecían retrasarse más de lo
deseado.
Un rayo en la lejanía, parecía anunciar
tormenta, muy lejos debía ser, porque el cielo se vislumbraba bastante
despejado. Pronto, a lo lejos, se vieron unas luces que parecían las de un
camión acercándose por la carretera. Se le iluminó la cara del alcalde, sus
ojos parecían bailarle de felicidad.
—Sí, ahí están, ahí están —dijo el alcalde
comunista sacando su viejo reloj Omega prendido de una cadena, del bolsillo de
su chaleco.
Pero no, el camión, que también lleva
vaquillas, continúa su camino en dirección a Santa María del Campo Rus,
posiblemente hasta la Alberca del Záncara que comienzan sus fiestas tres días
más tarde.
—Son ya las diez y media —se lamentó, mientras observa
como se pierde el camión dejando el resplandor rojizo de sus luces traseras en
la lejanía.
— ¿Qué Manolo toreamos las vaquillas este año o
las dejamos para febrero? —Grita alguien en tono jocoso entre la multitud.
El alcalde, Manolo, menea la cabeza de un lado
a otro, mira al teniente de alcalde, que quita importancia y con un gesto le
dice que no haga caso; sin embargo, él también está nervioso. No se termina de
fiar del ganadero «por hacer la puñeta estos franquistas son capaces de todo»,
piensa. Son los máximos representantes de aquella primera corporación
democrática, personas honradas y trabajadoras elegidas por primera vez en
muchos años por voto ciudadano, pero con muchos dispuestos a ponerles la
zancadilla.
Un nuevo camión se acercaba ranqueante, pero
tampoco. En esta ocasión es de gaseosas La Pitusa, y ahí no van a llegar las
vaquillas metidas en botellas. Este se
introduce entre las calles del pueblo para aprovisionar de gaseosas, refrescos
y cervezas a las tabernas de Pinarejo.
Alcalde y teniente de alcalde refunfuñan algo
mientras siguen con la mirada las luces que se difuminan confundidas con las
banderitas y los puestos de los feriantes, hasta que el camión se perdió tras
la esquina de la Carrera en el bar de Joaquín, donde tiene la primera parada. A
todos se les queda la vista en la sonriente Pitusa y en sus coletas. Tan
pendientes estaban del camión de gaseosas que, no se percatan de dos nuevos
camiones en dirección contraria, los cuales no traían ningún tipo de
rotulación, ni tan siquiera: «animales vivos». Eran dos camiones de transporte
normal con cajas de madera y barrotes de acero. Todavía no era obligatorio el
famoso letrero “Animales vivos. Los
partidarios de la nueva corporación comienzan a aplaudir, el alcalde se quitó la
gorra y saluda al modo que lo hacen los toreos, brindando al público la
llegada, incluso se atreve a lanzar la gorra al aire, que pronto se la devuelven
al grito de:
—Manolo tápate la calva.
Por fin paran los dos camiones delante de la
multitud. Uno de ellos lleva dos grandes
cajones y el otro solo uno. Tras las indicaciones pertinentes los camiones se
introducen en el corral, en el que entonces, que todos los años se utiliza como
improvisada plaza de toros. La gente sube a los remolques de tractor, que a
modo de círculo se han formado en aquel inmenso corral de ganado, dejando una
pequeña abertura para recular los camiones y bajar los animales. Una vez
cerrado el círculo, bajan el primer cajón abriendo la puerta de inmediato, y
sin mucho entusiasmo sale una vaquilla con buen aspecto, pero nada que ver con
esa maravilla que habían hablado los ediles. El pobre animal comienza a
tambalearse dando traspiés y cayendo al suelo, levantándose con dificultad. En
el ruedo hay varios muchachos con muletas intentan conducirla a la cuadra para
encerrarla, y que terminan por cogerla por los cuernos, entre risas de los presentes,
porque el animal se encontraba mareado. De inmediato algunos gritos y pitidos
por la poca presencia del animal salen de los más críticos con la nueva
corporación municipal.
—
¿Estas son las vaquillas tan buenas que ibais a traer? Si parece una cabra…
El alcalde mira con extrañeza al teniente de
alcalde, que además es ganadero, y es quien ha elegido a las vaquillas que se
han de torear en el ruedo. El teniente
de alcalde le responde con un gesto con la mano y le susurra:
—Tranquilo Manolo, que a estos los callamos, y
esa cuando se le pase el mareo va a callar las risas de más de uno.
Una nueva vaquilla sale segundo cajón, esta con
mayor presencia, más grande de color rojizo. De inmediato barre la plaza de
mozos, que con celeridad suben a los remolques. Alcalde y teniente de alcalde
sonríen satisfechos.
—Esta es
hija de la ratona, seguro que es hija de la ratona, menuda fiesta hizo…—dice un
anciano desdentando casi voz en grito.
Al final los mismos jóvenes de antes se habían
subido a los remolques se bajan al ruedo y comienzan a torearla, se nota que
están disfrutando, la mantienen más de media hora, para disfrute de todos.
—Esta impone —susurra el alcalde a su compañero
de corporación.
—Pues espera a la otra —contesta el socialista.
Ante un gesto del alcalde, llevan la segunda
vaquilla hasta la cuadra. Sale el primer
camión del recinto y comienza a recular el segundo. Se acerca al camión el teniente de alcalde,
grita algo, pero nadie le escucha. Al final coge la trompeta del pregonero para
ser escuchado.
—Todos fuera de la plaza.
Nadie piensa que la nueva vaquilla pueda
superar a la que acaban de encerrar. Sin
embargo, todos los espectadores enmudecen cuando el animal que hay dentro del
cajón asoma un poco la cabeza, para automáticamente intentar meterse de nuevo
en su interior. Se escuchan golpes del animal contra la madera. Han sido unos
instantes; pero, el silencio provocado por la vaquilla es absoluto. Aprovechando
que de nuevo cierran la puerta del cajón, más de la mitad de los presentes en
el ruedo se han subido de nuevo a los remolques o se han metido debajo de los
mismos. Aquella vaquilla no solo causaba
respeto, sino miedo verdadero a los más valientes. Tenía unas inmensas astas y
una mirada que incluso en la oscuridad denotaba bravura. Al abrir de nuevo la
puerta, recula contra el fondo del cajón, los mayorales se suben encima del
mismo y comienzan a pincharle con picas de rejoneo. Al final tras un fuerte resoplido, la
vaquilla sale como impulsada por un resorte.
En segundos todo el recinto quedo sin un solo torero, hasta el más
valiente subió al remolque.
—Esta vaca no es para el pueblo —dice más de
uno.
—Eso no son cuernos son horcas de acero afilado
—decía otro.
—Como pillará a alguno no se comería estas
navidades los turrones —sentenciaba un tercero.
Comentarios similares comienzan a
escucharse. Realmente impresiona. Algunos jóvenes hacían amago de salir al
ruedo, pero bastaba con que la vaca hiciese el más mínimo intento para que
antes de que el animal arrancase, saltasen sobre el remolque. Un joven robusto, de nombre Juan José, «El
del Correo», por fin se decidió y se lanzó con un capote, dándole unos cuantos
pases, estando a punto de ser embestido un par de veces, otro, Eustaquio, hizo
lo propio. Tras varios intentos la vaca fue encerrada, aparte de sus
compañeras, era peligrosa hasta para las otras vaquillas.
El pueblo entero marchó a la Plaza Mayor, no a
tomar un excitante café con leche, tampoco una relajante taza de tila. Fueron a
prender la Iluminaria (una gran hoguera de leña de encina) y dan con ello, por
fin, dar comienzo a las fiestas del 11 de septiembre, las fiestas del verano en
Pinarejo. Porque en Pinarejo tenemos unas segundas fiestas patronales. Hubo un tiempo en que las fiestas eran solo
en invierno, el 5 de febrero, día de Santa Águeda; sin embargo, en aquellas
lejanas fechas una parte importante de los pinarejeros se encontraban
recolectando aceituna en tierras de Andalucía, por lo cual se decidió repetir
las fiestas el 11 de septiembre. Fecha ideal en aquellos tiempos, ya se habían
finalizado las labores de siega y trilla y todavía no había comenzado la
vendimia. Tras prender la luminaria y
lanzar el castillo de fuegos artificiales, comenzaría el baile en los antiguos
silos o almacenes de trigo. Terminado el
baile, en torno a las cinco de la mañana, un grupo de ocho jóvenes, casi
adolescentes todavía andábamos dándole vueltas a aquella vaca de gigantescas
astas. A Alguien se le ocurrió:
—Y si vamos a torearla.
—Pues sí podríamos ir a torearla —añadió un
segundo.
—Mejor no, que la vamos a malear —tercio un
tercero, más precavido o temeroso.
—Fulanito
tiene miedo — argulló otro.
— ¿Yo? Los cojones treinta y tres —protestó el
acusado de tener miedo.
De
repente todo el grupo estábamos decididos a demostrar lo valientes que éramos,
y eso que algunos, como yo, teníamos mucho miedo, pero cuando se tiene menos de
veinte años está mal visto admitirlo, aunque te pueda ensartar una vaquilla
como un pinchito moruno. Nos encaminamos
al corral donde estaban encerradas las vaquillas, saltando las tapias sin ser
vistos. Ni cortos ni perezosos abrimos
las puertas de la cuadra donde se encontraba aquel prodigioso animal. Los más valientes comenzaron a correr delante
del animal, delante, sin terminar de atreverse a torear a la vaca.
— Teníamos que haber traído un capote — dijo
uno.
Mientras otro, más decidido, se quitaba un jersey
rojo y comenzaba a llamar a la vaca.
Parte del grupo fuimos a por un carro de varas
para que sirviese de lugar de refugio en caso de embestida y lo colocamos en el
centro del corral. Pronto comenzaron los
escarceos con el animal, mientras el del capote improvisado llamaba a la vaca,
otro agarraba al animal del rabo, dándose la vuelta y corriendo tras de él,
ayudándole la vaca a subir a un remolque con el morro, por suerte para él no lo
hizo con los cuernos. En el carro
permanecían tres jóvenes que lo utilizaban a modo de columpio giratorio, según
intentase cornear el animal por un lado u otro.
Alguien se acercó al carro con una piedra del tamaño de un melón para
frenar las ruedas; pero ocurrió, que uno de los más valientes comenzó a torearla
y la vaca de inmediato le tomó el pulso, lo tiró contra el suelo de una embestida,
que, al tener los cuernos tan grandes y separados, y él estar tan delgado, le
pasaron las astas por los costados. Viendo el peligro que tenía nuestro amigo, uno
agarró la piedra y antes de que el animal embistiese de nuevo, desde lo alto
del carro, soltó la piedra sobre la cabeza del animal. La vaca, al instante, se
le pusieron los ojos en blanco, y tras unos tambaleos cayó al suelo con las
patas para arriba. En el preciso
instante llegó alguien que golpeó con fuerza las puertas del recinto, dudo que fuese
la guardia civil, a pesar de que desde el exterior gritaban:
—Alto a la guardia Civil y sabemos quiénes
sois.
Automáticamente los ocho jóvenes, saltamos de
los remolques a los tejados y abandonamos el corral, reuniéndonos fuera del
pueblo.
—Hemos matado a la vaca —se lamentaba uno.
—Ha costado ocho mil duros. —entonces
hablábamos por duros —dijo uno que estaba al tanto del precio de la vaca.
—Era la
mejor vaca que se había traído nunca al pueblo —agregaba otro.
— Somos unos gilipollas —continuaba un tercero.
—No nos pongamos nerviosos. Nadie nos ha visto
—un cuarto.
—Hay que hablar con el alcalde y pagar la vaca
entre los ocho. No podemos joder así las
fiestas, es dinero de todo el pueblo —añadía un quinto con más conciencia.
Porque
eso sí, entonces éramos taurinos, pero teníamos conciencia social, no en vano
vivíamos en uno de los escasos pueblos con mayoría absoluta de las izquierdas,
siendo el partido más votado el comunista, el segundo el socialista, tercero la
UCD, y con un solo concejal Falange, allí, desde luego, estábamos de todas las
tendencias en el grupo, porque la ideología no era impedimento para que fuésemos
amigos.
— Llevas razón… ¿Pero ¿quién lo hace? ¿Cómo lo
hacemos? —Preguntó un sexto.
—A mí, mis padres me dan mil duros para las
fiestas, si doy los mil duros que me tocan me quedo sin fiestas, ni baile ni
chorras en vinagre —se lamentaba un séptimo.
—Pues no queda otra que pagar la vaca entre los
ocho, somos muchos para guardar un secreto tan grande y tarde o temprano se
sabrá —sentenció el octavo.
Al final todos estuvimos de acuerdo en la
propuesta de pagar la vaca de manera solidaria, ayudando a quien menos
posibilidades tenía de pagar lo que le correspondía.
Aunque debamos por sentado que nuestros padres
no serían muy condescendientes con nosotros y nos quedaríamos sí o sí, sin
fiestas. Sin embargo, todos éramos consecuentes en asumir nuestras acciones,
con independencia de quién hubiese tirado la piedra, ninguno deberíamos de
esconder la mano. Nos separamos en grupos de dos y ya amaneciendo entramos por
distintos puntos al pueblo, mientras en la plaza, todavía, mucha la gente
permanecía aprovechando las ascuas de la iluminaria para hacerse unas chuletas
de cordero antes de irse a dormir.
Al
medio día, después de comer, fuimos acudiendo al bar de la plaza, donde
habíamos quedado para terminar de decidir el cómo y el cuándo cumpliríamos con
nuestro deber ciudadano. Pronto llegó uno con la noticia:
—Los guardias dicen que saben quiénes fuimos
—llegó diciendo uno.
Todos
pusimos cara de espanto. Eso era peor, porque si sabían de nuestra gamberrada
quedaríamos muy mal a pesar de nuestras buenas intenciones. Sin embargo, se
trataba de una broma. De las calles llegaron gritos y risas. Salimos, como todo el mundo del bar para ver
qué pasaba y pudimos ver como un grupo de gente entraba en la plaza corriendo,
jóvenes, mujeres, hombres de todas las edades y principalmente chiquillos,
entonces en Pinarejo todavía había gente.
— ¿Qué pasa?
— Nada que han encordado a la vaca con una soga
y está dando la mayor fiesta que ha habido nunca en Pinarejo —contestó un
hombre de mediana edad.
—¿La vaca…la de los cuernos largos?
—Sí, se ve que se escapó de la cuadra y ha
intentado escaparse del corral corneando los remolques, así que al final el
animal ha quedado medio atontado. Le han atado una soga a los cuernos y la
están paseando por el pueblo.
Sin creérnoslo mucho, pues dábamos por sentado
que estaba muerta, nos acercamos pudiendo comprobar que el animal estaba vivo,
pero falto de reflejos. Llevaba una soga
atada a los cuernos, sujetada en cada extremo por dos jóvenes robustos, que
cuando intentaba embestir tiraban del lado contrario para que no llegase a la
gente. Algo muy divertido para todos los
participantes…menos para la vaca. Sus
ojos de sufrimiento se me quedaron clavados en la mente.
Sí, aquella vaca dio mucha fiesta, y nadie tuvo
que pagar las cinco mil pesetas, pero…,
ese día me di cuenta que nadie tiene derecho a
hacer sufrir a un animal por diversión. La tradición no por repetida deja de ser
una aberración. Aquel día decidí que
nunca más asistiría a ver como se torturaba un animal. Si de algo estoy convencido, tal vez gracias
a esa gamberrada, es que las bestias estamos en el lado exterior de las jaulas.
©Paco Arenas
Aviso: parte del relato no se ajusta totalmente a la realidad, no nombro a nadie de quienes participamos en aquella "gamberrada", solo digo que yo sí participe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario