jueves, 31 de marzo de 2016

La conciencia (Ana María Matute)



La conciencia

"Todos nos acostamos con el lobo, pero lo que no podemos hacer es confundirlo con la abuelita. Caperucita era tonta”. (Ana María Matute)


La conciencia

Ya no podía más. Estaba convencida de que no podría resistir más tiempo la presencia de aquel odioso vagabundo. Estaba decidida a terminar. Acabar de una vez, por malo que fuera, antes que soportar su tiranía.

Llevaba cerca de quince días en aquella lucha. Lo que no comprendía era la tolerancia de Antonio para con aquel hombre. No: verdaderamente, era extraño.

El vagabundo pidió hospitalidad por una noche: la noche del miércoles de ceniza, exactamente, cuando se batía el viento arrastrando un polvo negruzco, arremolinado, que azotaba los vidrios de las ventanas con un crujido reseco. Luego, el viento cesó. Llegó una calma extraña a la tierra, y ella pensó, mientras cerraba y ajustaba los postigos:

—No me gusta esta calma.

Efectivamente, no había echado aún el pasador de la puerta cuando llegó aquel hombre. Oyó su llamada sonando atrás, en la puertecilla de la cocina:

—Posadera…

Mariana tuvo un sobresalto. El hombre, viejo y andrajoso, estaba allí, con el sombrero en la mano, en actitud de mendigar.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Vicenta López, mi madre



Fue un jueves treinta de marzo por la tarde cuando emprendió el viaje. No quería molestar ni ser una vieja que de esas que se pasan los hijos de mano en mano:
—Ahora te toca a ti.
—En verano a ver como os apañáis, yo necesito vacaciones.
—Pues yo no puedo, mis hijos son lo primero.
—Habrá que ver cómo, a quien Dios se la dé San Pedro se la bendiga.
No ella no quería escuchar esas cosas, que nunca escuchó, en más de una ocasión me dijo cuando la artrosis le hacía rabiar de dolor:
—¿Yo ya para que estoy aquí? —Después miraba al cielo, a una flor, un nieto, a alguno de mis hermanos o a mí. La verdad es que no quiero morirme, hay tantas cosas hermosas que ver.
Llevaba tanto sufrimiento en las espaldas, tanto dolor, tres hijas enterradas ya, su hombre, amigo y compañero, y hasta un nieto le habían echado la delantera a esa mujer de hierro, incansable como las mujeres campesinas que paren con la hoz en la mano en los surcos sobre la mies.
No ella no quería estar a meses, no quería escuchar de labios de sus hijos esas excusas que escuchaba de otros hijos. Deseosos de que pasasen los meses reglamentarios para mandarla a casa del hermano como se manda un paquete postal, sin certificar siquiera, porque ahora la responsabilidad sería del otro.  Así lo dijo el día 29:

—No quiero ser un estorbo para nadie, y yo ya soy un estorbo, y antes de serlo quiero morirme.

Todos pasamos ese día por su lado, a todos nos dijo lo mismo y todos le dijimos que no se preocupase, que ya nos arreglaríamos.  Pero ella insistía.

—Estas cosas se hacen muy duras. Y esto se acaba, no quiero dar guerra.

El domingo fue el último día que estuvo en el hospital, me tocó a mí estar con ella acompañándole y me dijo:

—Llama a tus hermanos.

—¿Para qué, madre?

—Llámalos, que esto es muy duro para uno solo.

—Tranquila, usted tiene cuerda para rato.

—No, el final del viaje ha llegado, no tengo billete y me tengo que bajar en esta estación. Llama a tus hermanos, hazme ese favor, que vengan todos. Quiero despedirme de ellos y para uno solo es muy duro.

lunes, 28 de marzo de 2016

Anoche soñé contigo…(Poesía)

Me pregunto si ahora sería capaz de mandar esta poesía, como entonces la mandé y que por casualidad hace unos días encontré, la poesía, claro está.

¿Para qué soñar lo imposible?
Suenan mis palabras tan hueras
como  esta poesía,
si tus oídos no la escuchan.
Tus pechos generosos llenos de juventud
inflaman mis entrañas
con el licor ardiente del deseo insatisfecho,
del soldado en el cuartel.

¿Has dormido bien?
 Anoche soñé contigo,
 y no fue una pesadilla.
La pesadilla fue despertar
y ver que no estabas a mi lado.
 Cuanto tiempo añorándote,
 echándole de menos…

¿A quién preguntó,
si en mi cama no estás?
¿Al legionario onanista?
El licor que me embriaga
 no es el de tus besos,
tampoco el de otros ajenos.
Dormir sin ti, morir sin ti.

Todo queda en silencio.
De nada sirve gritar,
cuando estás tan lejos
decirte que regreses,
cuando fui yo quien se marchó.
Mi corazón dejo de latir.
No escucho tu voz en mi oído,
de nada sirve gritar.


Anoche soñé contigo
Y no era una pesadilla…

 Melilla 18 de marzo 1979

Novena compañía de la Legión

©Paco Arenas

Poema incluido en el libro:

Pisando barro, soñando palabras, que puedes descargar gratuitamente en esta página: Poemario Pisando barro, soñando palabras(PDF)



El San Antón de Chocolate (Cuento manchego)




En tiempos de guerra en el pueblo tenían un magnífico San Antón de alabastro, pero terminó sus días, por extraño que parezca,   con un fusil en las manos defendiendo el pueblo como si fuese un miliciano más.  Sonará a broma pero así fue como pasó:

Unos milicianos forasteros (estas cosas siempre las hacían los forasteros) decidieron tirar las imágenes de los santos de la iglesia desde el coro. Pero daba la casualidad que la peana pesaba más que la imagen, razón por la cual algunos caían de pie.  Siendo que muchos de los milicianos eran de nuevo cuño y en todos quedaba el poso milenario de la tradición católica, pensaron que no era conveniente lanzarlos una segunda vez, y que en realidad querían sumarse a la lucha contra los sublevados contra la legalidad democrática.

Fue San Antón el primero que cayó de pie, el primero que tiraron una segunda vez y hasta una tercera.

—San Antón es de los nuestros —dijo uno de los cabecillas.

Ni cortos ni perezosos los pusieron a cada uno de los santos con un fusil en las manos y los distribuyeron estratégicamente por las afueras del pueblo. Cuando llegaron las tropas de Franco al pueblo y vieron figuras humanas con fusil y pañuelo rojo al cuello, pensaron que eran milicianos armados, les dispararon con los cañones y acabaron con todas las imágenes que se habían salvado de la tirada del coro.

A San Antón siempre en el pueblo le habían tenido gran devoción las jóvenes casaderas, y más ahora después de la guerra en que muchos jóvenes habían muerto en el frente y otros muchos se encontraban en la cárcel. La verdad es que no era fácil echarse novio, a pesar de que algunas habían decidido abrazar a Cristo metiéndose a monja.  A pesar de ello, el número de mujeres era muy superior al de hombres.

Como he dicho, la iglesia del pueblo no disponía de ninguna imagen de San Antón, para disgusto de las jóvenes casaderas que no tenían a quien rezarle para poder casarse con un buen marido que las hiciese feliz. Razón por la cual constantemente se quejaban al cura párroco, que hubiese dejado el santo más importante para el último.  El buen hombre pidió prepuesto a un escultor, pero sus honorarios eran extremadamente caros para el presupuesto de la humilde parroquia. Recurrió, entonces, a un tallista de madera, continuaba siendo muy elevado el coste, un pintor tanto de lo mismo.  Pensó hacer él un dibujo a carboncillo, pero no siendo muy diestro le salió en lugar de San Antón, la Purísima Concepción. Recordó entonces un viejo amigo que había realizado la mili con él en Melilla, era de Barcelona y recordaba que era pastelero y en alguna ocasión le había dicho que era capaz de reproducir cualquier estatua en chocolate. Además no hacía mucho tiempo que le había mandado una postal y tenía por tanto la dirección. Decidió escribirle apelando a su espíritu cristiano.
El pastelero catalán le mandó una figura de San Antón, que no quiso cobrar, contradiciendo así la presunta tacañería. El pastelero advirtió que no obstante, tuviese cuidado de no ponerlo al sol ni cerca de las velas, sin dar la razón y que por supuesto nadie se daría cuenta de que era de chocolate. Pero el sacerdote se olvidó.

Aquel año fue memorable, por primera vez en muchos años se celebró San Antón como Dios manda. Las hogueras en las calles, la bendición de los animales y las feligresas solteras rezando y llenando el cepillo para encontrar pronto marido. Pero al llegar el verano, con motivo de las fiestas patronales, el sacristán decidió cambiar la imagen de lugar y colocarla en el mechinal de una de las ventanas que daba al este. San Antón se mantenía y comenzaba a realizar los primeros milagros, algunos de los muchachos que estaban en la cárcel habían sido liberados y otros llegaban para la siega y comenzaban los noviazgos.  Pero aquel día de fiesta, cuando un grupo de muchachas fue a darle las gracias o a pedir un novio se encontraron con que en el lugar donde antes estaba San Antón había una masa de color marrón que parecían heces humanas en estado de diarrea que pared abajo llegaba hasta el suelo. Alarmadas fueron asustadas al cura párroco.

—Padre, padre, que San Antón se ha cagado y se ha ido.  


Las despedidas


Ya los últimos días huelen a despedida, a partir del segundo de la llegada. Ya en cada conversación sale inevitablemente el lamento de la hora de partida, que desearías alargar como uno de esos chicles bazocas de nuestra lejana infancia. Todo lo que habías pensado hacer en una semana no cabía en un mes y en todo momento tienes la sensación de que quedan muchas cosas pendientes, no solo las torrijas.  La despedida no duele, pero provoca lágrimas emocionadas, esa sensación de que te arrancan una parte de ti, que de manera generosa aceptas.  Son lágrimas inevitables, tan cerca está Madrid como lejos.

Ayer, hoy, mañana, siempre. Sobre todo en estos días de Semana Santa y Navidad, de las Pascuas y la Pascua, las despedidas son cuando más emociones provocan esos instantes, en el coche, en el tren en el autobús, el avión...
Estas despedidas recuerdan a aquellas otras de cuando los mozos se iban a la mili, y las madres les acompañaban a la estación a despedirse.

—Madre, si no me voy a la guerra, en un mes estoy de permiso.

Y ahora te digan:

—En unas semanas estaré aquí otra vez o vosotros allí…

sábado, 26 de marzo de 2016

El botijo roto (Adaptación y original)



Bebiendo en Botijo en la plaza de Enguidanos(Fuente Biblioteca
Digital de Castilla-La Mancha
Era frecuente, no obstante los botijeros que con su burro repartían los botijos conquenses por toda España, y también quienes como vendedores ambulantes iban de mercado en mercado por los pueblos ofreciendo uno de los dos mejores inventos españoles, junto con la fregona. No es de extrañar que teniendo tanta fama los botijos de la capital conquense, muchos prefiriesen comprarlo o encargarlo a quien viajaba a Cuenca, en vez a los vendedores ambulantes de “vedreado” o botijos, cuentan que hasta el mismo Picasso fue a Cuenca a comprar su botijo.
Botijos de Cuenca

EL BOTIJO ROTO(Adaptación y original[1]

Cuento incluido en el libro Esperando la lluvia-cuentos al calor de la lumbre
 


Julián tenía que ir a Cuenca a gestionar los papeles sobre una viña que le habían quitado con la concentración parcelaria. Se quejaba amargamente de que, teniendo un buen «majuelo», le habían entregado un pedregal que no servía ni para sembrar guijas, porque los guijarros sobraban. Como, a pesar de la dictadura y de que su majuelo fue a parar a manos de un cacique,  no se callaba ni tenía miedo ante lo que él consideraba una gran injusticia, se lo hizo saber a todo el mundo.

 

—Lo del majuelo ha sido un robo. No dicen que aleguemos, pues eso, aleguemos, pero no litiguemos, que abogado y doctor, cuanto más lejos, mejor —se quejaba Julián.

 

El pobre Julián tenía mucha razón y pocas posibilidades de que le escucharan, pues en la concentración parcelaria, sin excepción, los caciques locales habían maniobrado para que las mejores tierras fueran para ellos o sus afines. No obstante, Julián estaba convencido y seguro de que, con la verdad y la justicia, podía ir a todos lados y que estaba dentro de plazo para reclamar.

 

Jacinto, jornalero del cacique al que le había correspondido la viña de Julián en el reparto, vecino suyo, que se reía de su pretensión, le dijo:

 

—Todo quedará en agua de borrajas. Lo único que vas a sacar en claro de tu viaje a Cuenca va a ser la cabeza caliente y la panza vacía. Nadie puede nadar aguas arriba, salvo los salmones, y ahí están los osos que se los comen antes de llegar —intentaba quitarle la idea por orden de su amo.

 

—Me han robado el majuelo y me lo han de devolver. Que los ricos siempre llevan el agua a su molino y se quedan con la harina y nosotros sin el pan. Y eso no está bien —replicaba subiendo el tono Julián.

 

—Tú pretendes sacar agua de las piedras —replicaba a su vez Jacinto.

 

—Yo no soy como tú, no bailo el agua al amo —muy digno acusaba Julián.

 

—No digas de esta agua no beberé —respondía Jacinto.

 

—El que tiene sed busca agua. Y yo busqué el vino que no podré beber —argumentaba Julián, recordando el vino que bebía de la uva que pisaba y no volvería a pisar.

 

—Se me hace la boca agua de pensar en tu vino, que yo tampoco habré de beber, pero sí pisar. El desgraciado va a por agua al río y encuentra el cauce vacío —casi se venía a razones Jacinto, que muchos almuerzos había compartido bebiendo el buen vino de Julián y que, a pesar de sus diferencias, se consideraban amigos.

 

Entre dichos y diretes, de tanto hablar de agua, Jacinto recordó que necesitaba un botijo.

 

—Lo dicho, aprovechando que vas a Cuenca, tráeme un botijo —encargó Jacinto a Julián.

 

—Tranquilo, te lo traigo —aceptó Julián el encargo.

 

Julián cogió el coche viajero[1] y marchó a la capital de la provincia. Tras desayunar churros con chocolate en el mercado de Cuenca, se encaminó a la diputación a hacer su reclamación. Como era de esperar en aquellos tiempos, más que en estos, las autoridades no aceptaron su justa demanda. Regresó a su pequeño pueblo manchego, cabizbajo y olvidándose completamente del botijo que le había encargado su amigo, sabiendo que quienes habían realizado el reparto de la concentración parcelaria eran agua contaminada. Nada más verle, su vecino, amigo y jornalero del cacique fue a su casa, a informarse y a recoger el botijo encargado y de paso mofarse de él.

 

—¿Amigo mío, me has traído el botijo? —preguntó Jacinto.

 

No queriendo decirle a su amigo que se le había olvidado completamente, prefirió mentirle:

 

—¡Ay, Jacinto, amigo mío! Con las prisas por coger el coche viajero, tropecé y se rompió tu botijo...

 

—Pues menos mal que no te lo pagué, me habría quedado sin botijo y sin dinero —dijo con total normalidad Jacinto.

 

—Menos mal que no lo compré. Porque si lo hubiese comprado y se me hubiera roto, habría perdido mi tiempo, el botijo, mi dinero y al amigo.

 


 

 



[1] autobús



Versión original


—Julián, me han dicho que vas pa Cuenca
—Pa Cuenca voy, a hacer un recao.
—Pos traime un botijo, pa que haga el agua fresca.
Julián se olvida del botijo, pero cuando le pregunta Jacinto, no quiere decirle que se ha olvidado y le miente, diciéndole que se le ha roto en el camino, a lo cual responde Jacinto:
—Mia si te lo llego a pagar…
A lo que responde Julián:
—Mia sí lo llego a comprar…









[1]   Este cuento en realidad es mucho más corto, pero he querido utilizar los refranes manchegos sobre el agua y a la vez hacer un homenaje a los botijeros conquenses, que tanta fama dieron en su tiempo a Cuenca.  
[2] Autobús.


©El botijo roto (Paco Arenas)

Cuento incluido en el libro: 





[1] Este cuento en realidad es mucho más corto, pero he querido utilizar los refranes manchegos sobre el agua y a la vez hacer un homenaje a los botijeros conquenses, que tanta fama dieron en su tiempo a Cuenca.  
[2] El autobús.

martes, 22 de marzo de 2016

Fuera de mi ventana (Poesía)


A ellos, a las víctimas de Bruselas, de París, Beirut, Damasco, Líbano, Túnez, Londres, Madrid, Nueva York..
También a ellos, a quienes escapan de la guerra y se encuentran con cuchillas asesinas, se ahogan en el Mediterráneo por culpa de políticos hipócritas, miserables y fariseos insensibles al dolor, mientras especulan con la sangre de sus víctimas, porque ellos sacan beneficios económicos y políticos de sus guerra, nosotros, los pueblos la sangre y argamasa con la que se fragua sus fortunas.
Nos duele Europa, pero, también la hipocresía de Europa.



Fuera de mi ventana,
no pasa nada,
no escuecen las heridas,
no se escuchan las chirriantes sirenas.
Fuera de mi ventana
no duelen los muertos.

Fuera de mi ventana,
no silban en mis oídos las balas,
no escuchó el llanto,
ni la voz desesperada de la madre.
Fuera de mi ventana
no duelen los muertos.

Fuera de mi ventana,
no ruge la fiera,
no muere  la criatura inocente.
Fuera de mi ventana
No duelen los muertos.

Fuera de mi ventana
no ondean banderas a media asta,
ni compungidos políticos hipócritas
lanzan soflamas de fingido consuelo.
Fuera de mi ventana
No duelen los muertos.

Dentro de mi ventana,
se escucha el murmullo más liviano,
el maullido enmudecido de placer,
Dentro de mi ventana
Se percibe el aroma de la primavera,
me envuelvo en algodones
sentado en mi cómoda silla.

Dentro de mi ventana,
el arañazo de mi gato me duele,
perturba mi tranquilidad hipócrita,
y furioso rasgo mis vestiduras,
o tiemblo pensando lo que ocurriría
 si se abriese mi ventana.



jueves, 17 de marzo de 2016

El Lazarillo de Tormes - La segunda parte (Amberes 1555) CAPÍTULOS X y XI


Para todos los amantes de la literatura clásica, el libro más prohibido de la historia de España La segunda parte del Lazarillo de Tormes (Edición de Amberes de 1555) Un auténtico desconocido incluso para muchos profesores. Sabía que existía, hace referencia Don Juan de Luna en su edición de 1620, pero no lograba encontrarlo. Cuando lo encontré me resulto casi imposible leerlo, tras una ardua tarea conseguí "traducirlo", adaptarlo al castellano actual. 

Es un libro bastante interesante que todos los aficionados a la literatura clásica deberían conocer, no solo por ser un gran clásico de nuestra literatura, sino porque quienes quisieron que esta segunda parte desapareciese de la historia para siempre, estuvieron a punto de conseguirlo, el único modo de que no lo consigan, es difundirlo.


CAPÍTULOS X 


     Con la cuestión ya más clara, mandamos tocar trompetas, porque los nuestros andaban desperdigados y era preciso de nuevo estar unidos para hacer frente al poderoso ejército de don Paver.  Al ver la victoria y a nuestro capitán a salvo, todos lo celebraron con alegría, mas sabiendo que casi todos los que murieron eran criados y servidores del malvado don Paver. Y todos ellos deseaban haber hecho con él lo que nosotros hicimos con ellos.   Suele suceder, que cuando el señor es malo, los criados procuran ser como él e imitarle convirtiéndose hasta los más honrados jueces u hombres de ley en crueles sicarios. Del mismo modo al revés, cuando el señor es piadoso, manso y bueno, los criados le procuran imitar, siendo buenos y virtuosos, y amigos de la justicia y la paz, sin esas dos cosas no se puede el mundo sostener.
     Regresando a nuestro asunto, visto que no teníamos con quien pelear, el buen Licio y todos a grandes voces me preguntaron cuál era mi opinión sobre lo que se debía hacer, pues todos estaban dispuestos a seguir mi consejo y parecer, seguro de que sería el más acertado.
—Pues si mi decisión queréis, valerosos señores y esforzados amigos y compañeros —les respondí —a mí me parece, que si Dios nos ha protegido en lo principal, así hará en lo accesorio, creo que esta victoria nos la ha dado para que administremos justicia, sabemos que a los malos no les quiere y desea que sean castigados. El mayor culpable que tantas muertes ha causado no sería justo que quedase con vida, pues sabemos que la ha de emplear en maldades y traiciones. Por tanto, si os parece bien vamos a por don Paver y hagamos con él lo que con nuestro capitán quiso hacer, que siempre oí decir: enemigos, los menos.  Muchas grandes hazañas se han perdido por no saber darles muerte a los malvados; si no, recuerden al gran Pompeyo y a otros muchos que hicieron lo que él. Puesto que hemos comenzado la faena, terminaremos lo que queda por hacer.
     Todos aclamaron mi decisión de que antes que se escapase, diésemos con él. Con este acuerdo, con orden y decisión, llegamos a la casa del traidor, al cual ya le habían llegado las tristes nuevas de la libertad de nuestro gran capitán y de la gran matanza que entre los suyos habíamos causado.  Cuando lo supo, al instante estaba en la casa encerrado y dispuesto con sus pocos fieles asustado, por la cruel y espantosa y nunca oída ni vista forma de pelear de nuestra compañía bajo el mar, la mayor parte de sus servidores habían huido.  Él era cobarde, y es Dios testigo que no invento, ni lo digo por quererlo mal, así lo vi y conocí.  A buen seguro que ahora su cobardía era más manifiesta. Y así, se dio tan mala maña, que aterrado por lo que sabía que ocurriría, ni en escaparse ni en defenderse gasto fuerzas.
     La casa cerrada, Licio delante y yo a su lado, entramos dentro con poca resistencia, donde le hallamos casi tan muerto como le dejamos; con todo, quiso hasta su fin usar de su oficio, no de capitán, sino de traidor enmascarado, nada más vernos ir para él, con una vocecita y falsa risita, fingiendo estar alegre, nos dijo:
—Buenos amigos, ¿a qué esta grata visita?
—Enemigo —le respondió Licio —a daros el pago por vuestro trabajo y desvelos.
Como le tenía presente la ofensa, no perdió el tiempo con él en conversaciones. Yo no le quise ayudar ni consentir que nadie lo hiciese, por no haber necesidad, y también porque así convenía para la honra de Licio; de manera cobarde feneció el traidor don Paver, como él y los de su calaña suelen hacer.
     Salimos de su casa sin consentir que se hiciese ningún daño, aunque los nuestros deseaban saquearla, en la cual había bastante cosas de valor, porque aunque malo no era necio, ni tan fiel como se cuenta de Escipión, el cual siendo acusado por otros, no tan honrados como él, de haber conseguido grandes botines en la guerra de África, mostrando las muchas heridas de su cuerpo, juró por sus dioses no haberse quedado otras ganancias que las mismas.  Sin embargo don Paver, no tenía heridas que hubiese podido mostrar, porque siempre en la guerra permanecía en la retaguardia y solo se ponía al frente a la hora de repartir el botín o de darse postín ante el rey y lo que en ella ganaba se lo llevaba, siempre escogiendo las mejores piezas y más valiosas, mientras que con las de menos valor obsequiaba al rey.  Esa era la razón de que fuese tan rico y que tuviese muy sano y entero el pellejo, pienso yo que hasta el día que murió no le habían hecho ni el más pequeño rasguño.   Porque como ya he dicho, él, como general cobarde, se quedaba en la retaguardia fuera de peligro, solo hace falta recordar lo lejos qué se encontraba el día que le conocí, al contrario del muy cuerdo y valeroso capitán Licio.
Decidimos esto, para que no se pensase de nosotros que habíamos actuado por codicia, sino por su maldad y no por saquear sus bienes, no se tocó en cosa alguna.
La noticia había llegado a la Corte, recorriendo los cortesanos asustados el palacio dando grandes voces que llegaron hasta el rey, el cual pregunto la causa, le contaron todo lo ocurrido, quedando tan espantado como asustado, pensando que el próximo en morir sería él.  Sabiendo que había razones para la ira de los atunes de su reino, por las muchas injusticias cometidas por don Paver y consentidas por él, porque ello le daba beneficios. Y aunque también tirano, no era necio y pensó:
—Dios te guarde de piedra, dardo y de atún irritado.
 Determinó no salir a la batalla y que allí en palacio se hiciesen fuertes hasta ver la intención de Licio. Y así, según me contaron, permanecería la mayor parte de su ejército en el palacio, más de quinientos mil atunes, junto con otros muchos géneros de peces que en la corte por sus negocios se encontraban protegiendo al asustado rey.  A mi parecer, si la cosa hubiera ido adelante, poca resistencia hubieran hecho ante nuestras espadas.   Como siempre se ha dicho: Dios nos guarde, que tu ley y a tu rey guardarás, posiblemente en esto haya tanta equivocación como tuve al escoger a los ricos en lugar de a los sabios para mi consejo.
Recorrimos las calles de la ciudad y conforme íbamos nadando los atunes naturales de la misma abandonaban sus casas con temor al verse desamparados por la cobardía de su rey, pensando que en ellas no estarían seguros. Quienes no se iban a palacio, salían huyendo al campo y lugares apartados, de tal manera que se podría decir:
—Dependen cientos de uno malo, por aquel malo padecieron y fueron muertos y amedrentados muchos inocentes.
Viendo esto, mandamos pregonar por toda la ciudad que ninguno de los nuestros tuviese la osadía de entrar en ninguna casa, ni tocar ni un caracol so pena de muerte, y así se hizo.



CAPÍTULO XI

 Pasado el alboroto, nos reunimos con nuestros atunes, formando consejo para ver lo que hacíamos, al tiempo que mandábamos una embajada al rey.  Algunos dijeron de regresar a nuestras casas y hacernos fuertes en ellas, o hacer amistad y confederación con los que en el momento presente teníamos por enemigos, que al vernos furiosos y ver nuestro gran poder, desearían ser nuestros aliados.   El parecer del bueno y muy leal Licio no fue este, diciendo que si esto se hiciese conseguiríamos la enemistad y mentira de nuestro enemigo, haciéndonos fugitivos y dejando nuestro rey con dudas sobre nuestra lealtad, que era mejor que el rey nuestro señor fuese  bien informado de las causas  por las cuales se produzco la revuelta.   Explicarle la traición del muy ingrato  don Paver, desobedeciendo la  orden de su majestad, pues queriendo sobreseer la condena, como su majestad ordenó  a través del guardia  al juez, mando un paje para que cumpliese su maldad  y no la voluntad del rey su señor.  Y que visto esto por su majestad, se podría afirmar que no había sido desacato ni atrevimiento a su real corona las decisiones tomadas, sino servicio a su justicia, con este parecer llegamos a pactos con los más cuerdos.
    Al final acordamos de enviarle un mensajero, quien mejor lo supiese expresar. Sobre quién había de hacer esto tuvimos diversos pareceres: porque unos decían que fuésemos todos y suplicásemos al rey nos abriese la ventana para escucharnos; otros dijeron que parecía desacato, y era mejor ir diez o doce; otros que como estaba enojado, podría ser que la pagase con los mensajeros. Estábamos con la duda de los ratones cuando, les parecía que debían poner el cascabel al gato en el cuello, y discutían sobre quién se lo iría a colgar. A fin, la sabia capitana dio el mejor parecer, y dijo a su varón que si le parecía bien, se ofreció a ir  ella sola con diez doncellas como embajada, porque contra ella y sus servidoras no habría el rey mostrar su enojo,  ella con tal de librar a su marido de muerte estaba dispuesta a correr el riesgo.  Además estaba segura de saber expresarse muy correctamente para aplacarle y evitar que se indignase más de lo que a buen seguro estaba. A nuestro capitán le pareció bien y a todos nosotros también.
Apartando consigo a la hermosa Luna, que así se llamaba su linda hermana, de quien ya hablamos anteriormente, y con ellas otras nueve, las más hermosas y  de más hermosos labios y ojos, marcharon a palacio; llegando ante los guardias, les dijeron hiciesen saber al rey que le quería hablar como hembra de Licio, el capitán de la revuelta y a la vez leal capitán al servicio de su majestad,  y que por tanto muy humildemente solicitaban audiencia a su real por ser en beneficio de su persona y reino y como único modo de evitar evitar escándalos y pacificar su corte y reino, y que no pusiese ninguna excusa para escucharle, y que si así lo hiciese haría justicia; porque ella y su marido, y quienes con él estaban, lo pedían, y querían si después de ser escuchados su majestad les consideraba culpables se hiciese justicia  y cállese sobre sus cabezas el hacha  del verdugo. Y que si su majestad no la quería escuchar, su marido Licio ponía a Dios por testigo de su inocencia y lealtad, para que de ningún modo fuese juzgado por desleal.   El rey aunque muy airado estaba, mandó que les dejasen entrar. Ante él, tras las reverencias, antes que comenzar a hablar, este les dijo:
— ¿Os parece bien señora, la que ha armado vuestro marido?
—Señor, —dijo ella —vuestra majestad haga el favor de escucharme hasta el final de mis palabras, y después decida lo que crea conveniente, y se cumplirá todo lo ordenado por vuestra majestad sin faltar un punto.
     El rey le dijo que hablase, aunque era necesaria más tranquilidad para poder escucharla bien. La discreta señora, cuerda y muy atentamente, en presencia de muchos grandes que con él estaban —los cuales en esos momentos debían de sentirse pequeños —comenzó a hablar.  Muy extensamente dio cuenta al rey de todo lo que hemos narrado, contando y afirmando ser esa la verdad sin desviarse un ápice, y que si faltaba a la verdad fuese descargada la justicia contra ella, como inventora de falsedad ante la real presencia de su majestad.  Así mismo, Licio, su marido, y sus valedores fuesen sin dilación ajusticiados. El rey, en cierto modo vio el cielo abierto, al escuchar que nuestro capitán se ponía bajo sus órdenes y no tenía intención de continuar la revolución, cual Espartaco al frente de los esclavos, le respondió:
—Señora, estoy en el momento presente tan alterado de ver y escuchar los desmanes que se ha hecho             que por ahora no os respondo a nada, porque de responder ahora saldrían mal parados quienes se han levantado en armas. Regresar donde está vuestro marido, y decirle, si le parece bien, que levante el cerco que tiene sobre el palacio y deje a los vecinos de este pueblo entrar en sus casas; y mañana volveréis acá y hablaremos del asunto con mi consejo de nobles, y con lo que decidamos se hará la justicia que corresponda.
     La señora capitana, aunque de esta respuesta no llevaba minutas, ni tenía nada previsto, no le quedó en el tintero la buena y conveniente respuesta que debía dar al rey:
—Señor, ni mi marido, ni los que con él vienen, tienen cerco sobre vuestra real persona, y así mismo, ni él ni nadie de su compañía en casa alguna ha entrado, tan solo en la de don Paver. Y por tanto los vecinos y moradores de aquí podrán comprobar con razón, que en sus casas no echarán en falta ni una toca. Y si los atunes de la compañía de mi marido están en la ciudad, es esperando que vuestra majestad les ordene qué deben de hacer y ese es el motivo de mi embajada.  Puedo asegurarle a su majestad que no hay un pensamiento distinto, porque todos y cada uno son buenos y leales.
—Señora —dijo el rey —por ahora no hay nada más que decir.
     Ella y sus compañeras, haciendo su debida inclinación con gentil continente y reposo, regresaron a donde estábamos nosotros. Conocida la voluntad del rey, en una hora salimos de la ciudad de manera ordenada, y nos metimos en el monte; mas no muertos de hambre, porque nos comimos a nuestros enemigos muertos, y aún mandamos llevar a los desarmados provisiones para tres o cuatro días, sobrando  tanto que tuvo toda la ciudad y Corte hartazgo.  En una ciudad con necesidades de comida entre los más humildes, fueron muchos que a buen seguro rogaron a Dios que cada ocho días cayese allí otro mal nublado, guardando a quien rogaba.
     La ciudad desembarazada de nuestra presencia, los moradores de la misma cada cual regresó a su casa, las cuales las hallaron tal como las dejaron. El rey mandó que le trajesen todo lo que en la casa del general muerto hallasen: y fue tanto y tan bueno, que no había rey en el mar que más y mejores tesoros tuviese, y aun no fue suficiente para que el rey diese crédito de sus maldades. A pesar de comprobar que lo que halló en casa del general no podía haber sido adquirido de manera licita, sino robándoselo a él, a sus súbditos  y sobre todo a sus víctimas, ni a unos ni a otras tuvo el rey en cuenta a la hora de apropiarse de las riquezas que guardaba el malvado don Paver.
     Después convocó su consejo, y como quiera que a donde hay malos alguna vez se obra algún milagro y siempre hay alguien bueno, sin olvidar que todos estimaban su pescuezo más que ninguna otra cuestión, ya hora el atún más fuerte no era don Paver, sino el capitán Licio.  Debieron decirle que si era así como Licio decía, no había sido muy culpable de lo sucedido.  Mayormente porque su majestad había ordenado que no ejecutasen la sentencia hasta ser bien informado de su culpa. Junto con esto, el guardia encargado de llevar la orden, declaró la cautela y lo prudente que con él había estado; y cómo el general le engaño y le metió en su en su casa diciendo que estaban allí los jueces y cómo una vez en ella le encerraron sin dejarle salir de ella. Los jueces ante el rey dijeron cómo que era verdad,  que el general les había enviado a decir que su majestad les ordenaba que antes de una hora ejecutasen la sentencia. Y por dar en ello la mayor brevedad no le pasearon por las calles, como se suele hacer.  Que ellos, creyendo que aquel era la orden de su majestad, lo habían mandado degollar sin ajustarse al protocolo. De esta manera el rey reconoció la culpa de su general y fue cayendo en la cuenta; y cuanto más en ello miraba, más se manifestaba la verdad.













































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