lunes, 28 de marzo de 2016

El San Antón de Chocolate (Cuento manchego)




En tiempos de guerra en el pueblo tenían un magnífico San Antón de alabastro, pero terminó sus días, por extraño que parezca,   con un fusil en las manos defendiendo el pueblo como si fuese un miliciano más.  Sonará a broma pero así fue como pasó:

Unos milicianos forasteros (estas cosas siempre las hacían los forasteros) decidieron tirar las imágenes de los santos de la iglesia desde el coro. Pero daba la casualidad que la peana pesaba más que la imagen, razón por la cual algunos caían de pie.  Siendo que muchos de los milicianos eran de nuevo cuño y en todos quedaba el poso milenario de la tradición católica, pensaron que no era conveniente lanzarlos una segunda vez, y que en realidad querían sumarse a la lucha contra los sublevados contra la legalidad democrática.

Fue San Antón el primero que cayó de pie, el primero que tiraron una segunda vez y hasta una tercera.

—San Antón es de los nuestros —dijo uno de los cabecillas.

Ni cortos ni perezosos los pusieron a cada uno de los santos con un fusil en las manos y los distribuyeron estratégicamente por las afueras del pueblo. Cuando llegaron las tropas de Franco al pueblo y vieron figuras humanas con fusil y pañuelo rojo al cuello, pensaron que eran milicianos armados, les dispararon con los cañones y acabaron con todas las imágenes que se habían salvado de la tirada del coro.

A San Antón siempre en el pueblo le habían tenido gran devoción las jóvenes casaderas, y más ahora después de la guerra en que muchos jóvenes habían muerto en el frente y otros muchos se encontraban en la cárcel. La verdad es que no era fácil echarse novio, a pesar de que algunas habían decidido abrazar a Cristo metiéndose a monja.  A pesar de ello, el número de mujeres era muy superior al de hombres.

Como he dicho, la iglesia del pueblo no disponía de ninguna imagen de San Antón, para disgusto de las jóvenes casaderas que no tenían a quien rezarle para poder casarse con un buen marido que las hiciese feliz. Razón por la cual constantemente se quejaban al cura párroco, que hubiese dejado el santo más importante para el último.  El buen hombre pidió prepuesto a un escultor, pero sus honorarios eran extremadamente caros para el presupuesto de la humilde parroquia. Recurrió, entonces, a un tallista de madera, continuaba siendo muy elevado el coste, un pintor tanto de lo mismo.  Pensó hacer él un dibujo a carboncillo, pero no siendo muy diestro le salió en lugar de San Antón, la Purísima Concepción. Recordó entonces un viejo amigo que había realizado la mili con él en Melilla, era de Barcelona y recordaba que era pastelero y en alguna ocasión le había dicho que era capaz de reproducir cualquier estatua en chocolate. Además no hacía mucho tiempo que le había mandado una postal y tenía por tanto la dirección. Decidió escribirle apelando a su espíritu cristiano.
El pastelero catalán le mandó una figura de San Antón, que no quiso cobrar, contradiciendo así la presunta tacañería. El pastelero advirtió que no obstante, tuviese cuidado de no ponerlo al sol ni cerca de las velas, sin dar la razón y que por supuesto nadie se daría cuenta de que era de chocolate. Pero el sacerdote se olvidó.

Aquel año fue memorable, por primera vez en muchos años se celebró San Antón como Dios manda. Las hogueras en las calles, la bendición de los animales y las feligresas solteras rezando y llenando el cepillo para encontrar pronto marido. Pero al llegar el verano, con motivo de las fiestas patronales, el sacristán decidió cambiar la imagen de lugar y colocarla en el mechinal de una de las ventanas que daba al este. San Antón se mantenía y comenzaba a realizar los primeros milagros, algunos de los muchachos que estaban en la cárcel habían sido liberados y otros llegaban para la siega y comenzaban los noviazgos.  Pero aquel día de fiesta, cuando un grupo de muchachas fue a darle las gracias o a pedir un novio se encontraron con que en el lugar donde antes estaba San Antón había una masa de color marrón que parecían heces humanas en estado de diarrea que pared abajo llegaba hasta el suelo. Alarmadas fueron asustadas al cura párroco.

—Padre, padre, que San Antón se ha cagado y se ha ido.  


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