A mediados de los años sesenta del pasado siglo,
cuando todavía no había cumplido los cinco años, mi madre decidió que la
acompañase a San Clemente, la capital del partido judicial, para comprar telas
y lanas. Entonces desde los calcetines hasta los pantalones, tanto mi madre
como el resto de mujeres campesinas cosían o tejían, las abarcas, por el
contrario, las fabricaban los hombres. Sí, en Pinarejo había
modistas y sastres, y los jueves mercado, pero costaban más caros que si los
cosían o tejían ellas, pues si algo no sobraba, era el dinero para
malgastar.
Era la primera vez que iba a subir a un «coche
viajero»[1], hasta aquella mañana todos los vehículos
en los que había montado eran de tracción animal, sobre ellos mismos, ya fuesen
mulos o burros, siempre sujeto por mi padre o en mi triciclo de hierro casi
macizo. Por tanto, subir a un autobús, sobre las haldas de mi madre, los
asientos estaban reservados para los adultos y los chiquillos, como no
pagábamos billete, no teníamos derecho. No es preciso decir que aquello
representaba para mí una auténtica revolución que provocó emociones
indescriptibles. Todo el camino fui señalando cosas que me llamaban la
atención, siendo que no eran nuevas para mí:
—Madre, mire usted como corren los árboles.
Porque eran los árboles los que corrían, no el
autobús, puesto que yo iba sentado, sin moverme. Hicimos parada en Santa
María del Campo Rus y después por La Alberca del Záncara, y las casas también
corrían, por mucho que mi madre se empeñase en explicarme que no, que era el
«coche viajero.»
Al llegar a San Clemente, se acabó la diversión, no me
llamaba la atención ni la espléndida bella plaza Mayor presidida por la Casa
Consistorial, ni la colegiata de Santiago Apóstol, ni tampoco mi madre tenía
tiempo para entretenerse en turismo cultural. Tenía que comprar todo lo
que necesitaba, que no encontraba en nuestro pueblo, o por ver si podía ahorrar
unos reales. Ir de tienda en tienda era un fastidio para mí. Aquí miraba
un juego de sábanas, allí un abrigo largo, en esta otra tienda miramos
puntillas para los visos o lana para los jerséis. Realizaba sus cuentas
mentales, y compraba o regresaba a otra tienda que lo tenía más barato.
— ¡Ea! Volvemos a la otra que lo tiene diez reales más
barato el corte.
Por la calle Boteros, de tienda en tienda, de
casualidad pasamos por una librería. Ya me dijo Carmen Herrera que no podía ser
la Librería El Tintero, sino otra, pero yo no lo recuerdo, así que para mí será
El Tintero.
— Madre, quiero un cuento —le dije a mi madre.
— ¿Pa qué quieres un cuento, si ya te los cuenta
tu padre?
— Es que yo quiero un libro…
— ¿Pa qué, si no sabes leer?
— Pos eso, pa aprender. Madre pa aprender
a leer.
— Ya vamos mu cargaos y todavía tenemos que
pasar por el mercao. Mañana...
Y allí fuimos, al Mercado Municipal, donde había y hay
de todo, hasta pescado fresco, que en Pinarejo era preciso esperar al jueves
para que fuese el pescadero del mercado ambulante. Como mi madre, entonces
andaba muy deprisa e iba a lo preciso, terminamos pronto el recorrido y mi
madre decidió que cuanto antes regresáramos a Pinarejo mejor. Pero, como
siempre fui más cabezón que un borrico y más tozudo que una mula roma, al pasar
por la puerta de la Librería El Tintero, empecé la borriquera de nuevo y mi
madre por no oírme decidió comprarme un cuento.
—¿Cuál quieres?
—Ese, el gato con botas —le dije, y no es que yo
hubiera leído el título, pues no sabía, pero era uno de los cuentos que me
contaba mi padre y me lo sabía de memoria.
—¿Cuánto vale? —Le preguntó a la librera.
—Solo dos reales —contestó la librera.
—¿Y una chocolatina? —Preguntó señalando las
chocolatinas de Josefillo y de Nieto, que tenía en el mostrador.
—De Josefillo, dos un real, y de Nieto, tres dos
reales —contestó la librera, que le pondremos de nombre Carmen.
—Pos mejor una chocolatina, el cuento ya te lo cuenta
padre…
No recuerdo si me puse a llorar o solo cabezón, la
cosa es que salí de la librería con el cuento.
—Es que no se puede salir del pueblo, viene una a San
Clemente y se gasta los cuartos que no tiene. ¡Puñeta!
El autobús tardaría todavía un rato en llegar, así que
al final, desafiando la ley no escrita que impedía a las mujeres pasar a los
bares, nos sentamos en el bar Pelayo, cual se encontraba debajo de los soportales
del Ayuntamiento, en teoría no pasábamos dentro. Bar donde años después me
comería mi primer Zarajo. Mi madre pidió un café solo, nunca probó la leche (teníamos
solo una cabra y la leche la reservaba para mí, que era el más pequeño de la
casa, a mis hermanos nos le llegaba. Cuando se murió la cabra, día sí y día no,
me mandaba al «Chafao» a por medio litro de leche) Para mí un «Cholet» de
vainilla, casi disculpándose con el tabernero por ocupar una mesa, siendo mujer.
—El chiquillo tenía gana, y hasta las cuatro no llega el
coche viajero, si no tiene usted inconveniente…
El hombre se encogió de hombros, y tras
pedir, se presentó con el café y el «Cholet» con una jarrilla de leche, por si
mi madre quería añadirle al café, a pesar de haberle dicho que lo quería solo.
—No, no quiero leche, prefiero el café solo y sin
azúcar…
—Yo quiero los azucarillos —protesté, y mi madre me
los dio.
Años después me dijo aquello:
—No me gustan los sucedáneos, pero no queda otro
remedio que fastidiarse.
Siempre le
había gustado el sabor auténtico del café, a pesar de que toda su vida tomo
achicoria, malta «El Miguelete», o tostada por ella misma, que el café era un
lujo muy caro para los pobres, pero que le encantaba el café «La Estrella», que
fue el que comenzó a tomar ya cuando vivíamos en Ibiza, años después.
Mientras esperábamos que llegase el autobús o
coche viajero, como le llamábamos entonces, yo miraba los «santos» del cuento
El gato con botas y ella me ayudaba a hilvanar algunas palabras.
Cuando nos subimos al autobús, ya estaba pensando en
el próximo cuento que me compraría mi madre en la calle Boteros. Lo cierto es
que no hubo ese segundo cuento, «El gato con botas» fue hasta que emigramos a
Ibiza, el único cuento en papel que tuve. Cuento que leeríamos juntos al calor
de la chimenea, lo que sabíamos, pues los dos éramos analfabetos, o no éramos
capaces de juntar las letras, nos lo inventábamos y esperábamos a que mi padre,
por si acaso, lo sabía, de lo contrario debíamos de esperar a la llegada, en el
invierno, de alguno de mis hermanos para que nos desentrañase la duda. Pero
como decía mi madre:
—¿Pa qué quieres cuentos, si mejor que padre no los
cuenta ni Dios?
Nunca pensé entonces, que algunos de esos cuentos que
contaba mi padre, un día los escribiría yo, heredando su apodo como seudónimo y
que diría siempre con orgullo: soy el guarín de Fermín «Arenas» y Vicenta, la «Ciriaca»,
dos campesinos analfabetos que me enseñaron lo más valioso de la vida, a ser honrado
conmigo mismo y a tener sus valores de libertad, también a gustarme las cosas auténticas
sin sucedáneos fraudulentos.
A ellos
©Paco Arenas a 2 de marzo de 2016
Veo que no te dejas en el tintero nada sin relatar de nustros pueblos, de lo bueno y lo malo, de las carencias que teníamos y como nuestras madres salían adelante con muy poco. Felicidades pr tus relatos que tambiem parecen crónicas.
ResponderEliminarMuchas gracias paisano. Intento plasmar mis recuerdos, que en muchos casos son recuerdos colectivos y comunes a mucha gente de nuestra tierra.
EliminarEs lo primero queeo tuyo y me ha encantado y qué decir de esa preciosa imagen. Te seguiré con interés. Un saludo de esta seguidora,Nati
ResponderEliminarEs lo primero queeo tuyo y me ha encantado y qué decir de esa preciosa imagen. Te seguiré con interés. Un saludo de esta seguidora,Nati
ResponderEliminarMuchas gracias Nati. Un fuerte abrazo.
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