Viaje a San Clemente
En los años sesenta, cuando aún no había cumplido cinco años,
mi madre me llevó a San Clemente, la capital del partido judicial, para comprar
telas y lanas. En aquel entonces, tanto mi madre como las demás mujeres
campesinas cosían o tejían desde los calcetines hasta los pantalones, mientras
que los hombres se encargaban de fabricar las abarcas. Aunque en Pinarejo había
modistas y sastres, y los jueves había mercado, era más caro comprar ropa hecha
que coserla o tejerla en casa. El dinero no sobraba, así que no se podía
malgastar.
Fue la primera vez que subí a un autobús, ya que hasta
entonces todos los vehículos en los que había montado eran de tracción animal,
ya fuesen mulos o burros, siempre sujetos por mi padre o en mi triciclo de
hierro casi macizo.
Como no pagábamos billete, los asientos estaban reservados
para los adultos y los chiquillos no teníamos derecho a ellos, fui sobre las
haldas de mi madre, por suerte era un melindre de poco peso y el trayecto no
era muy largo. Aquello representó para mí una auténtica revolución que provocó
emociones indescriptibles.
Durante todo el camino, señalé cosas que me llamaban la
atención, aunque no eran nuevas para mí:
—Madre, mira cómo corren los árboles.
Porque eran los árboles los que corrían, no el autobús, puesto
que yo iba sentado sin moverme. Hicimos la primera parada en Santa María del
Campo Rus y la segunda en La Alberca del Záncara. Para mi sorpresa, las casas
también corrían, aunque mi madre se empeñaba en explicarme que no, que lo que
iba en marcha era el «coche viajero».
Por la calle Boteros, de tienda en tienda, de casualidad
pasamos por una librería. Ya me dijo Carmen Herrera que no podía ser la
Librería El Tintero, sino otra, pero yo no lo recuerdo, así que para mí será El
Tintero.
— Madre, quiero un cuento —le dije a mi madre. — ¿Pa qué
quieres un cuento, si ya te los cuenta tu padre?
— Es que yo quiero un
libro… —
¿Pa qué, si no sabes
leer?
— Pos eso, pa aprender. Madre, pa aprender a leer.
— Ya vamos mu cargaos y todavía tenemos que pasar por el
mercao. Mañana…
Y allí fuimos, al Mercado Municipal, donde había y hay de
todo, hasta pescado fresco, que en Pinarejo era preciso esperar al jueves para
que fuese el pescadero del mercado ambulante. Como mi madre entonces, todavía
no estaba coja, andaba muy deprisa e iba a lo preciso, terminamos pronto el
recorrido y ella decidió que cuanto antes regresáramos a Pinarejo mejor.
—Tengo faena pendiente. Es lo que tiene ser mujer, que después
del campo no nos espera la taberna, como a los hombres, sino preparar el avío
para el día siguiente.
Y era verdad, las jornadas de las mujeres campesinas eran
desde antes del amanecer hasta después de que el último habitante de la casa se
acostaba. No es que los hombres trabajasen mucho menos. El trabajo en el campo
era duro para todos los pobres, pero ellos solían tener un rato de asueto para
ir a la taberna.
Pero, como siempre fui más cabezón que un borrico y más tozudo
que una mula roma, al pasar por la puerta de la Librería El Tintero, empecé la
borriquera de nuevo y mi madre por no oírme decidió comprarme un cuento.
— ¿Cuál quieres?
— Ese, el gato con botas —le dije, y no es que yo hubiera
leído el título, pues no sabía, pero era uno de los cuentos que me contaba mi
padre y me lo sabía de memoria.
— ¿Cuánto vale? —Le preguntó a la librera.
— Solo dos reales —contestó la librera.
— ¿Y una chocolatina? —Preguntó señalando las chocolatinas de
Josefillo y de Nieto, que tenía en el mostrador.
He de aclarar que la de Josefillo era chocolate negro y la de
Nieto, era con leche, y al contrario que ahora, el chocolate negro era mucho
más barato que con leche.
— De Josefillo, dos un real, y de Nieto, tres dos reales
—contestó la librera, que le pondremos de nombre Carmen.
— Pos mejor una chocolatina, el cuento ya te lo contará padre…
No recuerdo si me puse a llorar o solo cabezón, la cosa es que
salí de la librería con el cuento.
— Es que no se puede salir del pueblo, viene una a San
Clemente y se gasta los cuartos que no tiene. Ni que tuviera música en las
botas el gatico. ¡Dos reales! ¡Puñeta!
El autobús tardaría todavía un rato en llegar, así que al
final, desafiando la ley no escrita, durante la dictadura, que negaba a las
mujeres sentarse en la mesa de un bar, nos sentamos en una de las mesas del bar
Pelayo, que se encontraba debajo de los soportales del Ayuntamiento. En teoría
no pasábamos dentro. Bar donde años después me comería mi primer Zarajo. Mi
madre pidió un café solo, nunca probó la leche. Teníamos solo una cabra y la
leche que daba la reservaba para mí, que era el más pequeño de la casa y a mis
hermanos no les llegaba. Cuando se murió la cabra, día sí y día no, me mandaba
a la vaquería del «Chafao» a por medio litro de leche. Para mí pidió un «Cholet» de vainilla, casi
disculpándose con el tabernero por ocupar una mesa, siendo mujer.
— El chiquillo tenía gana, y hasta las cuatro no llega el
coche viajero, si no tiene usted inconveniente…
El hombre se encogió de hombros y se presentó con el café y el
«Cholet» con una jarrilla de leche, por si mi madre quería añadirle al café, a
pesar de haberle dicho que lo quería solo.
— No, no quiero leche,
prefiero el café solo y sin azúcar…
— Yo quiero los azucarillos —protesté, y mi madre me los dio.
Años después me dijo aquello:
— No me gustan los sucedáneos, pero no queda otro remedio que
fastidiarse. Siempre le gustó el sabor del café, la esencia de las cosas sin
artificios. A pesar de ello, toda su vida tomó achicoria, malta «El Miguelete»
o tostada por ella misma, porque el café era un lujo muy caro para los pobres,
le encantaba el café «La Estrella», que fue el que comenzó a tomar ya cuando
vivíamos en Ibiza, años después.
Mientras esperábamos que llegase el autobús o coche viajero,
como le llamábamos entonces, yo miraba los «santos» del cuento El gato con
botas y ella me ayudaba a hilvanar algunas palabras. Cuando nos subimos al
autobús, ya estaba pensando en el próximo cuento que me compraría mi madre en
la calle Boteros. Lo cierto es que no hubo ese segundo cuento, «El gato con
botas» fue, hasta que emigramos a Ibiza, el único cuento en papel que tuve.
Cuento que leeríamos juntos al calor de la chimenea, lo que sabíamos, pues los
dos éramos analfabetos, o no éramos capaces de juntar las letras, nos lo
inventábamos y esperábamos a que mi padre, por si acaso, lo supiese, de lo
contrario debíamos esperar a la llegada, en el invierno, de alguno de mis
hermanos para que nos desentrañase la duda. Pero como decía mi madre:
—¿Pa qué quieres cuentos, si mejor que padre no los cuenta ni
Dios?
Nunca pensé entonces, que algunos de esos cuentos que contaba
mi padre, un día los escribiría yo, heredando su apodo como seudónimo y que
diría siempre con orgullo: soy el guarín de Fermín «Arenas» y Vicenta, la
«Ciriaca», dos campesinos analfabetos que me enseñaron lo más valioso de la
vida, a intentar ser honrado conmigo mismo y, en la medida de lo posible, tener
sus valores de libertad, igualdad y justicia, palabras ahora tan prostituidas
por algunos. También a gustarme las cosas auténticas sin sucedáneos
fraudulentos.
A ellos
©Paco Arenas a 2 de marzo de 2016
Veo que no te dejas en el tintero nada sin relatar de nustros pueblos, de lo bueno y lo malo, de las carencias que teníamos y como nuestras madres salían adelante con muy poco. Felicidades pr tus relatos que tambiem parecen crónicas.
ResponderEliminarMuchas gracias paisano. Intento plasmar mis recuerdos, que en muchos casos son recuerdos colectivos y comunes a mucha gente de nuestra tierra.
EliminarEs lo primero queeo tuyo y me ha encantado y qué decir de esa preciosa imagen. Te seguiré con interés. Un saludo de esta seguidora,Nati
ResponderEliminarEs lo primero queeo tuyo y me ha encantado y qué decir de esa preciosa imagen. Te seguiré con interés. Un saludo de esta seguidora,Nati
ResponderEliminarMuchas gracias Nati. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminar