No, nuestros
ideales de libertad, justicia, igualdad, fraternidad y conocimiento, no
nacieron de una piedra del camino, no tropezamos con ella y vimos la luz de
repente como Pablo de Tarso.
Surgen de
las alambradas con cuchillas, de los caminos prohibidos, de las condenas
eternas, de la tierra del señor, esas que dan trigo al amo y no pan al
labrador.
Nuestros
ideales de libertad, puede usted pensar, que los guiaron grandes caudillos,
generales victoriosos, incluso reyes cobardes que se quedan en la retaguardia,
mientras mandan a la muerte a los esclavos de la greda, reconvertidos en
torpes soldados a defender su podrido reino.
Se equivoca
usted, si así lo piensa, nace en los sótanos de los esclavos humillados, en la
rebeldía de Espartaco, en las bodegas de los barcos esclavistas, en las
plantaciones, entre los siervos condenados al diezmo, los obreros hambrientos…
Nuestros
ideales de igualdad, tal vez usted piense, que nuestros ideales surgen de un
estomago empachado de suculentos manjares, después de una pesada digestión, de
esas que están la tumbas llenas.
Se equivoca
de nuevo, nuestros ideales salen de noches de insomnio, sin poder dormir viendo
a nuestros hijos mamando de una teta seca, mordiendo las piedras si es preciso.
Podría ser,
y de nuevo erraría, que pensase usted que nuestros ideales de la búsqueda del conocimiento,
del saber, surgen de las grandes academias y universidades, donde se escriben los
versos con letras de oro, donde el conocimiento se transforma en movimiento y
el movimiento en revolución.
Pero no, tampoco surge de ahí, emergen de las
abarcas que pisan el barro, de los arados que escriben la historia de los
pobres sobre la tierra seca, regada con sudor y sangre, de ese sudor y esa
sangre que no le importa a nadie, solo a nosotros, y en ocasiones ni siquiera.
Nuestro
ideal no es alcanzar el cielo con las manos, ni realizar grandes viajes por el
Caribe, ni a París o Berlín, somos tan pobres que nos conformamos con pisar el
suelo, sin necesidad de volar. Caminar con pie firme mirando al frente,
orgullosos de nuestra sangre roja, sin arrodillarnos, como no sea para rezar.
No queremos misericordias ni limosnas, ni
lavar conciencias de quienes nos roban. Queremos, trabajar, labrar la tierra,
segar el trigo y moler harina; pero también poder comer el pan que nuestras
manos laboran, sin tener que pedirle permiso.
No buscamos grandes descubrimientos cabalgando
en briosos corceles, nos conformamos con andar libres, pensar con libertad y
poder gritarlo a los cuatro vientos.
No soñamos con grandes festines, ni fastuosos banquetes,
somos tan pobres que nos conformamos con que nuestros hijos no mastiquen el
aire, ni eructen lo que no han comido, ni tampoco chupen la ubre seca de una
madre hambrienta.
No soñamos, aunque no estaría nada mal, con
que nuestros hijos fuesen grandes licenciados, catedráticos, doctores, filósofos,
que con su saber cambiasen el mundo con el ingenio y la palabra. Nos conformamos con que lleguen a tener el
conocimiento suficiente para que farsantes, ladrones, mafiosos, usurpadores
como usted no los vuelvan a engañar.
Puede usted
tener la tentación de menospreciar nuestros humildes ideales, concertar con
ellos matrimonios de conveniencia con esos que se llaman liberales, esos que
llaman democracia lo que es tan solo
privilegios de clase, con quienes después de la traición traspasan sin pudor
las puertas giratorias.
Podría, ser,
no lo digo que usted lo vaya a hacer, ni lo tome como amenaza; pero sepa usted
que nuestros ideales son tan humildes como el barro del que estamos hechos y tan
antiguos como Adán. Se equivoca en pensar que usted tiene la verdad y la
majestad, que somos hijos de tierra y el sudor y no los bastados hijos de un
ocioso rey. Que aunque usted no es Abel y nosotros sí podemos ser Caín.
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