jueves, 30 de noviembre de 2017

Tiene que llover hasta que entre el cielo y la tierra no quepa un papelillo de fumar. (Fermín Arenas)


Tiene que llover hasta que entre el cielo y la tierra no quepa un papelillo de fumar. (Fermín Arenas)


Mi padre cuando hablaba de lluvia o de agua, hablaba de libertad, de vida, también de la añorada república. Decía que lo peor que les podía pasar a las personas y a la tierra es que les faltase el agua. En ocasiones formaba un cuenco con sus manos y cogía el agua de algún recipiente, de un arroyo, pilón o charco e intentaba retenerla en las manos.

—Ni el viento ni el agua puede retenerse entre las manos. ¡Copón! ¿Por qué, entonces, no llueve hasta que entre el cielo y la tierra no quepa un papelillo de fumar?

Yo repetí muchas veces su pregunta o frase, como algo curioso o gracioso, todavía lo hago. Un día, muchos años después de su muerte, mi madre me dijo el significado. Para entonces yo ya ansiaba que lloviera y que entre el cielo y la tierra no cupiese un papelillo de fumar.

En contraposición situaba el tañido triste de las campanas, cada vez que la escuchaba y movía la cabeza, y curiosamente su pitillo, siempre entre sus labios, lo cogía con las puntas de índice y pulgar, miraba hacía de donde venía el tañer de las campanas y decía:

—En estos tiempos de sequía, hasta las alabanzas me suenan a muerto y guardan silencio cuando deben cantar y alaban cuando debieran callar. Están atrapadas en lo oscuro. Ojalá, Dios nos libre un día de su canto.
Como crío Que era, me extrañaba que dijese eso, me gustaba escuchar las campanadas. Más, todavía, me extrañaba cuando curiosamente estaba lloviendo y él decía que tenía que llover. Mi madre muchos años después me contó, que alguna vez llegué a preguntarle:

— Padre, si está lloviendo, ¿por qué dice usted que son tiempos de sequía y que tiene que llover?

—Porque esta lluvia no empapa, sólo moja. Hace falta una lluvia que cale hasta el tuétano.

Supongo, que yo no lo comprendía, puede que, de no habérmelo dicho mi madre, no lo hubiese llegado a comprender nunca lo que mi padre quería decir.

Tanto en días de sol como de lluvia, siempre miraba al cielo con esperanza, después, mientras liaba un cigarrillo, al horizonte. Se le veía feliz cuando se encapotaba el cielo y amenazaba tormenta, también podía quedarse minutos fijo en el discurrir del agua de los arroyos. Labraba con yunta de mulas, macho y hembra, Sacristán y Cordobesa, entonces cantaba, unas veces con tono grave, otras como un murmullo. Labraba caminando sobre los surcos mientras maldecía, cantaba. Mientras cantaba maldecía.

—Tierra sembradas de piedras, majanos vivos y reproductivos, cuánto más piedras quitas, más piedras saca el arado. Parece como si Dios hubiese sembrado los surcos de piedras y estas fuesen más fértiles que la simiente que siembra el labrador.

Algunos días, que no había escuela, me montaba entre sus piernas en la mula Cordobesa, que era la mansa, a él le gustaba montar en el macho, de nombre Sacristán y que tenía el aspecto de caballo, y me llevaba al campo para que estuviese con él.  Cuando labraba, yo procuraba ir a su paso, porque no paraba de contarme historias, cuentos y poemas, aprendidos en la guerra. Cada dos o tres tramos de surcos, al final de la besana, se acercaba al hato, miraba otra vez el cielo, se agachaba y cogía la bota, echando un largo trago de vino, después me miraba y decía:

—Tú bebe agua, que no te falte nunca el agua, hijo mío que siempre llueva en tu puerta.

—Los domingos, no, padre. Sólo los días de escuela —protestaba yo.

—No hay que ser tiquismiquis, todos los días—respondía él entre risas, mientras sacaba la petaca, liaba un cigarro, se lo ponía entre los labios y lo encendía. Después miraba el humo, al cielo y a mí.

—Que no te falte nunca la lluvia, Paco, que no te falte, aunque tropieces y te caigas en los charcos, ponte las botas de agua y salta sobre ellos...

—A mí me gusta saltar los charcos, pero madre me enseña la zapatilla en el culo.

—Pero sólo te la enseña, mientras que sólo te la ponga...—y se echaba a reír.

Cogía el botijo que llevaba envuelto en esparto, me lo arrimaba para que bebiese y de nuevo, agarraba el arado con las manos, y yo corriendo y saltando a su lado, mientras Fermín Arenas cantaba:

—Tiene que llover, tiene que llover a cántaros. .
.
Y yo añadía su frase:

—Hasta que entre cielo y tierra no quepa un papelillo de fumar.

Y los dos reíamos, él sabiendo porqué, y yo porque él reía y creía que yo hacía gracia, a pesar de que nada entendía. Murió esperando la lluvia. Aunque, aquel seis de septiembre en el cielo se desató una tormenta que empapo la tierra y que provoco que el sepelio transcurriese bajo un cielo gris que amenazaba con volver a descargar su furia sobre la tierra, el barro que pisábamos todos y el triste teñir de las campanas. Aquel día las campanas tocaban a muerto.

Y yo que entonces era un crío, y no entendía todavía, ahora espero la llegada de la lluvia; aunque, muchos años después sigo pisando aquel barro y soñando lluvias de palabras, de libertad, porque para mí, campesino trasplantado al asfalto la palabra, como la lluvia para él, es la libertad y el sueño. El sueño de los hombres, los hombres libres que quieren y desean que esa lluvia, esas palabras empapen todo y a todos, sin tener miedo a mojarnos, sin correr a refugiarnos del agua de la vida, de la libertad.

©Paco Arenas.

Si quieres imprimir, o descargar en PDF busca debajo de esta entrada los siguientes dibujos.





Obras publicadas:




miércoles, 29 de noviembre de 2017

Entrevistas y apariciones en los medios de comunicación

Tarancóndigital






http://www.tarancondigital.es/presentacion-del-libro-los-manuscritos-de-teresa-panza-en-pinarejo/

Rosquillas de naranja

Esta receta de rosquillas de naranja es muy antigua, y proviene del Aljarafe sevillano. Las cantidades son para una bandeja grande de rosquillas, reduce las cantidades proporcionalmente si quieres hacer menos cantidad.

  • 1 vaso de aceite de oliva suave
  • Cáscaras de 2 naranjas sinnada de blanco
  • 2 vasos de azúcar
  • 1 vaso de zumo de naranja natural
  • 6 huevos (6 yemas y 6 claras a punto de nieve)
  • La ralladura de 1 limón y 1 naranja
  • Canela en polvo
  • 1 copa de anís
  • 1 cucharada rasa de bicarbonato
  • Harina, la cantidad que admita, poniendo siempre la mitad de harina de repostería (harina leudante o bizcochona, yo he usado harina Yolanda) y la mitad de harina de trigo corriente de freír
  • Almíbar para bañar las rosquillas (hervimos 10 min un vaso de agua con 2/3 del vaso de azúcar)
ELABORACIÓN
  1. Ponemos el aceite al fuego con las cáscaras de naranja. Cuando empiece a freí apartamos y dejamos que el aceite enfríe con la cáscara de naranja dentro. Después la retiramos.
  2. Mezclamos todos los ingredientes en un bol grande y vamos añadiendo la harina suficiente como para que quede una masa compacta pero más bien flojita. No debe pegarse a los dedos pero no debe quedar reseca.
  3. Dejamos reposar la masa por lo menos 2 horas para que suba con el bicarbonato. Vamos estirando la masa y vamos formando las rosquillas. Las freímos en aceite caliente pero siempre a fuego lento.  Una vez fritas las bañamos con almíbar y antes de que se sequen las pasamos por azúcar mezclada con canela si nos gusta o por coco rallado. +
  4. Las dejamos enfriar antes de servirlas.
CONSEJOS Y COMENTARIOS
  • Puedes servir estas rosquillas de naranja con un bol de salsa de chocolate caliente para ir ‘mojando’ las rosquillas al comerlas. Es una mezcla perfecta. Prepara la salsa de chocolate derritiendo en el microondas 100 gr de chocolate a tu gusto (negro o con leche) con la misma cantidad de nata líquida.

Los manuscritos de Teresa Panza (cinco primeros capítulos para leer y descargar en PDF)





 

Puedes comprar la novela aquí 


CAPÍTULO 1º

 

Teresa Panza se presenta y muestra

sus intenciones

 

Año del Señor 1615  ¿1617?[1]

 

Es menester comentar que, con esta son tres las veces, en las cuales, he intentado escribir lo que a continuación acontece en este apartado lugar de la Mancha. La primera vez que pretendí manchar el inmaculado blanco del papel, fue hace más de ocho años, recién casada con mi santo esposo, que Dios tenga en su gloria, Andresico Quesada. La segunda, justamente hace un año, cuando tempranamente enviudé de mi joven y amado esposo, en ambas ocasiones tinta y papel fueron provechosas para encender la lumbre.

En estas amargas horas, fallecido también mi amado padre, don Sancho Panza, he tomado la decisión de emprender de nuevo mis torpes letras de campesina, sabiendo de antemano que, lo más cierto, es que acaben, estos torcidos surcos, al igual que los pretéritos, siendo pasto del fuego purificador de mi chimenea; aunque, todavía no he perdido la esperanza de que mi admirado Cide Hamete Benengeli llegue a leerlos.

Escribo desde esta aldea perdida de la mano de Dios que llaman El Pinarejo y, anteriormente, Pinar Vejo o Vello, que no hay mucha claridad sobre el asunto. Cumplo la promesa realizada al señor Cide Hamete Benengeli, por esta, su humilde servidora, Teresa Panza.

 

Sí, digo bien y no miento, soy Teresa Panza, no la mentada en libros, Sancha Panza[2], que fue mi hermana, que Dios tenga en su gloria, y que Satanás condene a quien la engañó llevándola a un viaje con destino a las Indias, prometiéndole matrimonio y entregándola como manceba a la tripulación del bajel.  Referencias de todo ello llegaron para pena de mis señores padres, mi hermano y mía, de que nunca llegó a pisar las Indias, ultrajada se lanzó a las aguas del mar Océano.

¿Quién va a pensar que un bizarro capitán iba a engañarla así? No fue ella sola, sino que más de treinta mujeres fueron embarcadas con promesa de matrimonio. No hubo cartas de despedida, porque no sabía escribir. Sólo ella no llegó a las Indias, ella la única, que, enamorada de su capitán, no consintió el ultraje. No quiero ni pensarlo, menos escribirlo, pues no es esa mi intención.

 Sancho fue mi padre, Sanchico, mi hermano y Teresa Cascajo, mi madre. A buen seguro, gentes habrá que lo pongan en cuestión, mas, yo estoy dispuesta a deshacer entuertos y sacar a quien lo dude de la confusión.  Aclarado esto, que no es cuestión baladí, porque cada cual sus méritos se ha de llevar y no los ajenos, por muy ignorantes y lerdos que estos sean. Tal y conforme en esta vida de ladrones y facinerosos suele ocurrir a la mínima que se tercia. Aclarar que estoy muy lejos de poseer, al servicio de mi ingenio, musas fértiles y fecundas, tal y conforme las tenía mi admirado Cide Hamete Benengeli.  Señor que, en su tiempo, tuvo a bien escribir sobre la vida de mi padre y la de don Alonso Quijano —Dios guarde en su gloria a ambos —bajo el título de «El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha». Como su muy humilde servidora, que soy, sólo me atengo a mi mala memoria y a la verdad cruda de mis vivencias. Sin que nadie me pueda discutir lo que mis ojos han visto y mi cuerpo ha sufrido o gozado. Si el almendruco[3] de mi corral está deshojado y seco, sin vestir sus ramas de blanco, ni darme la alegría de su fruto, tal como ocurre desde que murió mi amado esposo, eso diré. Si, por el contrario, estuviere verde, pero fuerte y frondoso, creciendo; aunque, todavía no dé nueces, así lo haré constar, sin que nadie pueda llevarme la contraria de que en mi patio crío un nogal, que será, al igual que su padre, un ser singular, como así es mi hijo. No haré de la noche día, ni de la mentira o exageración mi escritura. No es mi condición fabular o inventar historias, de las que no soy capaz.  Por tanto, escribiré sólo lo que mi mala memoria y torpes entendederas me dicten. El oído que escucha y los ojos que ven, son los mejores testigos de cuanto en este apartado lugar de la Mancha aconteció. No he de ser yo quien desvele el secreto de Cide Hamete Benengeli. Es mi deber y obligación respetar su decisión, mas no se me pida que guarde secreto, al menos, sobre lo concerniente a don Alonso, a mi padre, y mucho menos, con respecto a mi persona, pues a nadie ofendo, ni vivo ni muerto, si yo cuento mi vida.

Es preciso aclarar, que, a pesar de haber gozado con la lectura del mentado libro, escrito para honra de don Alonso y Sancho, que no soy yo mujer desocupada. Digo esto para callar voces acusatorias contra mi persona, sin que por ello me importe mucho.

El razonamiento y el entendimiento de esas gentes, pretende hacernos creer que, quien goza de las vidas ajenas, esas que hay en libros de caballerías, suelen ser personas ociosas y sin ocupación, vividores que, como reyes, viven de sudores ajenos viéndolas venir, lectores desocupados, sin oficio ni beneficio. Bien sabe el señor Cide Hamete Benengeli, su autor, que cada hogaza que me como, si no la amaso con mis manos es de milagro, y que cada trozo de queso que a mi boca llega, lo he puesto en la pleita con mis propias manos, y alguna vez hasta ordeñar las ubres de las ovejas y de las cabras, sin que por ello me quejara de las grietas de mis manos.

Si gusto del placer de la lectura, es a costa de robarle horas al sueño. Bien que lo sabe él, que mientras la cera se consumía, con esa misma luz, que él escribía, yo leía. Decir que era su cuerpo y su cabeza la que tenía que esquivar para encontrar el resquicio de débil luz que me permitiese leer en las nocturnas horas que compartimos. En esta tercera ocasión, en que comienzo a escribir mis recuerdos, debo aclarar, que es bien cierto, y que hace honor a la verdad cuando en su prólogo el señor Cide Hamete Benengeli dice: «Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote».

Gran verdad escribió y no mintió. El padre de Don Quijote fue don Alonso Quijano, mismamente, en su primera parte, y mi señor padre Sancho Panza, en matrimonio con su difunto amo, fue padre de la segunda. Eso, si alguna vez llega a salir esa prometida segunda parte, que ocho años de su marcha, no tengo noticias de ella. No dudo de su palabra, siendo, que es, hombre honrado y siempre ha pagado con creces posada y memoria de mi señor padre.  He de decir, que embaucó, con su fácil plática y razonamientos a don Alonso Quijano.  Prometiéndole convertirle en el más afamado caballero que bajo los cielos de la Mancha y el mundo entero cabalgó, un hidalgo de alta alcurnia, cumpliendo sobradamente su palabra. No sienta temor, ni escandalizado se eche las manos a la cabeza, mi señor Cide Hamete Benengeli, de que yo pueda llegar a calumniarle. Nunca fue, ni será mi intención —aunque lo pudiese parecer—pero, sí, hacerle notar gentil caballero que quien se pica ajos come, sépalo vuestra merced. No lo tome como ofensa, que vuestra merced me enseñó el arte de la ironía. Sepa que es chanza de mujer ignorante. Mujer que sobradamente sabe que ningún caballero castellano ha existido sobre estas tierras más generoso y honrado que Cide Hamete Benengeli, que siendo pobre siempre supo agradecer.

Marcando los puntos sobre la «i», para que no haya lugar a malentendidos, que siempre la gente interpreta a su conveniencia, dando más crédito a quien tiene la fama, que a quien tiene la verdad y la honra.

Es preciso que vaya yo por mi camino de manera soberana, como reina y señora de mi casa, pues no reconozco dentro de ella autoridad más alta, y fuera de ella, no me incumbe. Ya nadie me podrá decir, cuando me plazca escribir, que estoy perdiendo el tiempo en algo sin provecho. Podrán pensar que estoy loca como el ingenioso caballero de la Mancha, más nadie tendrá potestad para quemar los pocos libros que me dejó. No busco más provecho que el cumplir la promesa de aprender, recordar y conocer lo que hay dentro de mi persona. No descuido la hacienda, que mi amado esposo tuvo a bien dejarme para la crianza de mi hijo. Hijo, que como de su linaje lo tuvo él, y lo tiene y tendrá, todo el mundo. Ya me encargaré yo, que lo que nadie supo, y tan sólo mi madre sospechó, quedé en la ignorancia. Ni mi hijo lo debiera saber, por mucho que con orgullo debiera ser, el saber, de qué cabeza salió el ajo de enero.

Escribiré, por tanto, sin las muletillas que mi bien amado Cide Hamete Benengeli me enseñó a usar.  Nadie debe andar con los pies de otro, sino con los propios. Si yo pretendiera calzar sus borceguí labrado, de caballero, no sería preciso calzador y se me escaparía de mis pequeños pies, acostumbrados a pisar más con mis pobres abarcas rotas, que a otra cosa. Tan grande como sus botas, fue su ingenio. La comparación, si la hubiera, podría ser la de la avutarda y el «burlapastores». A buen seguro que, serán muchas las veces, que como otras pretéritas, me quebre el tobillo, y como siempre, me sabré levantar, con o sin su ayuda, con recompensa o sin ella. La decisión está tomada: tinta, papel y memoria no me faltan.  

 Quien me viera, pensaría que   siendo corta de trote[4], al igual que mi padre, que mi madre, para ser mujer, no necesita empinarse ni m , sin que me temblaran las piernas, logrando el fruto anhelado de la higuera, que, aunque seca pareciera, todavía tenía savia y vida, como la que gracias a esa simiente en mi vientre germinó. Aunque, bien debo decir, que al coronar la cabeza de quien lo merecía, no lo hice por asechanza contra él. Mas, ya llegará el momento de contar lo que ahora debo de callar.


 

Puedes comprar la novela aquí 

 

 

CAPÍTULO 2º

 

Teresa da sus razones para escribir

estos manuscritos

 

Todo surco comienza en una besana, y por corto que sea, sino se comienza no se llega al final, siendo preciso arado, yunta y ganas para labrar, yo tengo, tinta, pluma, papel y ganas puedo asegurar que no me han de faltar.  Por tanto, sin más dilación, que la duda engendra pereza, comencemos la labranza y que Isidro labrador provea de agilidad mi arado.

Vine yo a vislumbrar el mundo, con sus días y sus noches, a no muchas leguas de aquí, a mitad camino de estas tierras castellanas y las tierras de Andalucía, en un lugar de la Mancha, que, si Cide Hamete Benengeli dejó en incógnita, no he de ser yo quien lo apunte, ni tampoco nombre. Grande es mi mérito, que siendo mi cuna la que es, me atreva a manchar este papel pálido, como nunca estuvo la piel de mis manos y cara, pues el sol siempre lo churrascó más de lo debido, no como a las amas y condesas que piel de blanco armiño tienen desde las uñas de los pies, a lo que todas escondemos.

Quién soy ya lo he dicho, y no es intención mía meterme en berenjenales ajenos, ni ponerle cuernos al cervatillo antes del momento deseado; aunque, no esté de más decir, aunque contradiga al mentado señor, que nací en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero olvidarme, ni pienso olvidarme. Tampoco debería olvidarse Cide Hamete Benengeli, que buenos maravedíes, reales y escudos le ha dado el no mentado lugar, para que al mundo piense que no le pueda interesar saber nada del mismo.

 A buen seguro, en los años venideros, habrá riñas y disputas sobre si fue aquí, allí o allá, y dirán que no quiere acordarse porque se casó y se marchó a Sevilla por no aguantar la presencia de la suegra, que siempre buscaba la excusa para ponerlo en contra de quien debiera querer.  O, tal vez, que fulano tal o cual, era el mismo don Alonso en persona. Ya se dice de todo sobre el caballero, y más sobre don Alonso y mi padre, y eso que, todavía estamos vivas, personas que conocieron a al uno como al otro, que Dios los tendrá en su gloria, ¿qué será cuando nadie recuerde que hubo un caballero loco y un escudero cándido? A Buen seguro dirán que son criaturas creadas por un escritor que quiso ser poeta y dramaturgo, y no fue capaz…

No piense mal. Como sé que ha de leer vuestra merced lo que aquí cuento, decirle que no es plato de gusto que, donde te han dado pan, posada y vino con agrado, apenas has salido del lugar, vuestra merced, se haya olvidado del nombre que tan buenos rendimientos le dio. No creo yo que le tratasen tan mal ni allí donde nací, ni aquí en esta aldea del Pinarejo. Tal y conforme me narró vuestra merced, en pocas ocasiones, en larga vida, tuvo agradecimientos. Y la fortuna, las más de las veces os fue adversa, como si todos los seres malignos de los infiernos se hubiesen confabulado contra vos.  Sin aplicar, en ningún momento, aquello de donde vayas lo que vieres hagas, que bien agradecido con las personas humildes sois, pagando por adelantado convites, antes de saber si al final tendrá vuestra merced cosecha.

 

Puedes comprar la novela aquí 

 

 

CAPÍTULO

 

Las pretensiones de Teresa Panza

 de aprender a leer

 

Iniciemos, pues, la labranza en estos blancos surcos, tan torcidos como el revolotear del guacho de un gorrión. Hace algunos años, recién mozuela, cuando comenzaba a manchar los primeros trapos, algunas enaguas y sayas por descuido de mi poca edad. No nos habíamos recuperado del dolor de lo de mi hermana, cuando aconteció la triste muerte de don Alonso Quijano, con la triste herencia que nos dejó y que ya habrá momento de contar.

A pesar de tan gran pérdida, los primeros años —siendo de luto —todo marchó mejor que antes de que mi señor padre se embarcara en aventuras y desventuras de caballerías —. Decir que todavía quedaban algunos escudos, de los de Sierra Morena, y otros escondidos, de los cuales, no teníamos conocimiento. No tenía los doce años, cuando esto pasó. Yo veía el mundo con alegría, ni tristeza me producía cuando ayudaba a mi madre a desollar liebres o conejos que mi padre del monte traía. Si eran codornices o perdices, yo era la primera en calentar el agua para desplumarlas, y, hasta palomas a don Pedro, el cura, era capaz de hurtarle del palomar.  Quiero decir con esto, que tenía los ánimos, más de mozo que de mozuela, gustándome más tirar cantos al río, que acunar muñecas de trapo. Mi hermano, entonces pensé, que, sin escarmentar en cabeza ajena, tuvo dos enajenaciones que otros tuvieron antes. La primera, leer, por curiosidad, argumentando que quería saber lo que de nuestro padre habían escrito. La segunda fue consecuencia de la primera, al no poder ser caballero, quiso ser soldado. Y yo, que todo lo que mi hermano quería, yo ansiaba, logré recibir algo de instrucción por parte de mi hermano Sancho. Él, a su vez, la recibió del bachiller Carrasco. Sanchico dicen que aprendió bien, yo como mi hermano tenía más ensoñaciones que tiempo, apenas me enseñó, lo bastante como para distinguir la «a» de la zeta.  Temimos que lo ocurrido a don Alonso podría ser que le llegase a ocurrirle a mi hermano Sancho, no el morir, sino el volverse loco por tanto leer, viciado como estaba con los libros de don Alonso. Sin intención de ofender a tan honestas personas que echaron la culpa de la locura a los libros, los más inocentes, dudo yo que la culpa de la locura de los hombres puedan tener los libros. Mal aconsejado, se enroló en los Tercios de Flandes, prometiendo su pronto regreso, una vez hubiera llenado la faldriquera de oro; más parece ser que nunca la llenó. Aunque hemos recibido, de uvas a peras, noticias del mismo por mediación de Cide Hamete Benengeli, mas no lo hemos vuelto a ver. Lo cual es muy triste, pues mi padre emprendió la postrera marcha sin tener esa dicha, ni rico ni pordiosero, que parece que es su condición, allá por tierras de Castilla la Vieja, en Valladolid, parece. Gracias a Cide Hamete Benengeli tuvimos conocimiento de una aventura graciosa cuando, sin su brazo izquierdo, regresó licenciado. Si las fuerzas me llegan, que las ganas de narrarlo las tengo grandes.  Al marchar mi hermano a la guerra, intenté que el bachiller Carrasco, casado con doña Antonia Quijano, sobrina de don Alonso, me continuará instruyendo en la república de las letras, sin éxito. Por ser el parecer del señor bachiller que, una mujer mejor que leer, debe dedicarse a otros quehaceres, que por naturaleza nos corresponden. Alega, juicioso, a su buen entender, que Dios así lo ha dispuesto:

—Dios ha asignado a la mujer la misión de ser madre, y dar cariño y reposo a su esposo, el cual debe ser sostén de la familia, además de aprovechar su inteligencia superior para suplir las carencias de la mujer…

Algo así dijo, tampoco lo recuerdo bien, pero tanto doña Antonia como yo, quedamos en ese instante convencidas de la a «a la zeta», de que hablaba con gran sabiduría, puesto que lo hacía de manera tan pensada y con tan modulada voz, que parecía el más sabio de los hombres. Incluso, doña Antonia, que, sí, sabía leer, añadió dándole la razón:

—Con la lectura, hasta algunos hombres sabios llegan a perder la cabeza, y a las pruebas me remito…

Siendo, que su esposo el bachiller, la miró de soslayo, no de muy buen grado, volvió a por gente:

—Decir, que mi amado esposo, es tan sabio como fue mi tío, y aunque tiene afición a los libros de caballerías, lee con devoción rezos y salmos del sabio Salomón, lo cual le aleja de la locura y complace mis oídos con su melodioso recitar. Haz caso a mi esposo.

—Sí, mi ama. Dios me libre de caer en la tentación de tocar el lomo de un sólo libro, y menos del rey Salomón —contesté con espanto a lo dicho por doña Antonia.

—Harás bien, pues sería tu perdición —cerró la conversación el señor bachiller.

—Y tanto, mi amo, que ese rey era tan sabio que tuvo no sé cuántas mujeres…

—¿Cómo sabes eso, criatura, sin saber leer?

—Lo escuché a alguien decirlo —, contesté mordiéndome la lengua, sin querer decir a quién, que fue a él mismo.

Lo dijo, mientras yo servía vino, a un bachiller toledano, que estaba de visita en nuestra aldea. Bien que lo recuerdo, a pesar de los años, y entonces, no hacía tanto:

 —Bueno sería ser como el sabio Salomón, que tuvo setecientas mujeres —dijo Sansón Carrasco.

—No sería tan sabio, si tuvo setecientos quebrantos —contestó el otro levantando el porrón de vino.

—¿Quebrantos? A las mujeres es preciso enseñarlas. Yo, si tengo que hacer hago, al ama la tengo contenta, y los compromisos, los que me interesen o entren a tiro de mi escopeta, ten seguro que los cazó… —replicó entre risas el bachiller, cogiéndole el porrón al compañero.

—Amigo Sansón, no confiéis la yegua, no fuera a ser que el vino se tornase acedo, siendo que es muy bueno —dijo el bachiller toledano señalando a la puerta, por donde entraba doña Antonia.

 A mí ni me miraban, como si fuera incorpórea, de tan poca cosa que era entonces. Cría, más renacuaja y con menos presencia, no la había en toda la aldea, ni tetas tenía. Mientras que doña Antonia, era mucha doña Antonia, bien vestida y con mucho poderío. De ella debo decir, yo que la vi muchas veces desnuda y la ayudé a vestir, que toda ella era una auténtica y desbordante hermosura.  De haber sido hombre, a buen seguro, habría sabido apreciar toda la seda que su piel era, que alguna vez tentada estuve de acariciarla. Doña Antonia de gran hermosura. Nunca vi tetas más redondas, hermosas y proporcionadas, piernas más largas y de justas simetrías, sus labios eran de esos afrutados que dicen que pintan los artistas. Además de todo eso, dineros, sin ser muy rica, no le faltaban. No es que Sansón Carrasco desmereciera, por mucho, que yo sé que él sí menosprecia a la señora, por ser un poco ignorante, según don Sansón.

 

 

Puedes comprar la novela aquí 

 


 

 

CAPÍTULO

 

Teresa Panza y sus tropiezos con el bachiller

 

 

Así era el bachiller, siendo hidalgo de gotera sin tejado, presume de serlo de quinientos sueldos. Yo me atrevería a decir, que, por su labia y su facilidad para embaucar, terminará siendo de privilegio[5], y si no, al tiempo. No obstante, aunque pechero no sea, dineros, sino fuera por doña Antonia, a buen seguro que no le sobrarían. No me gustaba que tratase a doña Antonia así, y eso que decía tenerla en un altar. Si a ella la tenía por alteza y la llamaba ignorante, a las demás mujeres, peor que a las cabras nos miraría.  Mal hacía, presumiendo de su sabiduría; aunque no todo el mundo, y menos las mujeres, pueden ser estudiante en Alcalá, como lo es él. Sin embargo, perdonen ustedes que me ría, mucho más sabio es Cide Hamete Benengeli, y nunca le escuché hablar con la soberbia que le escuché al bachiller don sansón Carrasco.  Dice mi  padre, que siempre fue el hombre más sensato, y no lo pongo en duda, pero eso sería cuando en la bolsa no le sobraban tantos dineros como ahora.

Volvamos a mi asunto:

Ocurrió, que de tanto ir el cántaro a la fuente, alguna vez se tenía que romper. Cierto día, cuando llegué a limpiar, pillé al señor bachiller en su cuarto, con sus cosas de matrimonio, aunque cría, supe a mis pocos años que no era cuestión de interrumpir el trabajo.  

Me vi sola, y aproveché para ir directa a la biblioteca, sin nadie que me vigilará.  Vi la oportunidad de coger que le tenía echado el ojo desde hacía bastante tiempo «Tirante el Blanco». Emocionada se me cayó al suelo, lo recogí y confiada me lo metí donde siempre. Entonces llegó él en camisón, por detrás, sin que yo me percatase por estar ensimismada acomodándome la ropa para que no se notara.  Me sujetó y me tapó la boca con una sola mano. La otra la metió por debajo de mi cintura pasándola por encima del libro, bajó hasta un escondido rincón. Sentí mucho temor y emoción a la vez al descubrir que yo tenía un ignorado botón en tal lugar, que yo nunca me hubiera podido imaginar. Pensé que pasaría algo irreparable, perdida y deshonrada me veía sin haber cumplido los doce, más, cuando la otra mano de mi boca quitó y la bajó por mis pequeños pechos, todavía sin despuntar. En mis oídos resonaron las advertencias de mi madre:

 —Hija mía, quédate con estas palabras: no tengas cuidado de un ratón, ten más miedo a un hombre en camisón.

Acarició lo prohibido, y viendo mi temblar, tras hacerme sentir mucho; de improviso, sacó la mano con el libro, disimulando, cual inocente infante. Miró para atrás, riéndose de mí. Agitó el libro me dijo al oído:

—Los ladrones acaban mal, la ladrona de libros, en este caso tiene la suerte de que estoy satisfecho con lo almorzado esta mañana, y no tengo ganas de manzanas que están todavía por madurar. Mas ándate con cuidado, que no siempre puedes tener la misma suerte, ni estar tan entera como ahora… —de repente calló, antes de que entrará, también en camisón, doña Antonia.

  —Aquí, la moza, Sanchica, que quiere robarnos los libros —casi gritó a su mujer, llamándome por el nombre de mi hermana.

De no conocer su valía, juraría que en ese momento temblaba casi más que yo.

Ella se encogió de hombros y se fue al cuarto de nuevo, supongo que a reposar el almuerzo.

—Atente a lo que te he dicho, que hoy he almorzado y me pillas sin ganas —me dijo señalando con el dedo, esa parte, que, sin permiso, había profanado.

No lo entendí, pero lo intuí, y fue peor, además de producirme cierta desazón, ante lo que podría haber pasado.

Durante un tiempo, me daba reparo ir a casa del bachiller. Tenía miedo, y ponía cualquier excusa para ir, fingí tener calenturas, pero a mi madre no la engañé.

—Criatura, ¿qué te pasa?, ¿por qué no quieres ir, si en esa casa se come muy bien?

Y era verdad, comía mejor y más que en mi casa, y a veces a escondidas, podía golosinear buenas longanizas y costillas, que donde tanto había, pieza más o pieza menos, no se apercibía, no siendo pocas las veces, que sin vergüenza le decía a doña Antonia:

—Buena pinta tiene esas migas con tocino, con lo que les gusta a mis hermanas…

—Siéntate y come, y después, las que sobren se las llevas.

No tengo queja de ella, siempre guisaba demás. Decía que no sabía guisar sólo para dos. El ama, quien le enseñó, siempre había guisado para muchos, y con menos medios. Ahora, ella era quien guisaba, sólo para su esposo, Dios no les dio hijos; aunque, corría la voz de que el señor bachiller tenía alguno por ahí. En ocasiones, cuando no estaba su marido, hasta me decía que le llevase a mis hermanicas, y las trataba como a hijas, y ese día, se comía todavía mejor en esa casa. Creo que podría ser, para buscar consuelo a su vientre yermo.

 Fue ella, quien de nuevo tuvo la culpa de que yo volviese a leer, me lo dijo de la manera más natural:

—Si quieres coger algún libro, lo coges cuando no esté mi esposo, pero, lo más importante, mira bien de dónde lo coges, para volver a colocarlo en el mismo lugar.

Y así lo hice, miraba bien qué libros tenía a los lados, los memorizaba y lo cogía moviendo todos un poco para que no se notase el hueco, cosa que no me resultaba difícil, pues los limpiaba yo. Un día, me preguntó:

—¿No habrás cogido ningún libro?, ¿verdad?

—Para limpiarlos y nada más.

Entonces se acercó a mí, y yo eché mis pasos para atrás asustada y temblando.

—Tranquila, me fio de ti. Mira ese libro —dijo señalando con su dedo para las más altas estanterías.

Yo bajé la guardia, y él aprovechó para agarrarme y tocarme por debajo de mis enaguas, empujándome en dirección a su cuarto, y echándome sobre el lecho me levantó las enaguas, sujetándome fuerte, sin poder moverme. Cordera degollada me veía, de no haber sido, porque en su confianza, quiso contemplar a placer lo escondido, diría que, babeando, como si se fuese a comer un manjar.

—Zagala, eres ya toda una mujer, quédate quieta que lo pasarás muy bien, ya verás —dijo.

—Como mande vuestra merced —dije, saliendo mis palabras no sé de dónde, ni si fui yo quien las pronunció.

  Él se recreó con la vista, seguro de yo aceptaba mi suerte con gozo, tan pagado estaba de sí mismo. Yo aproveché, y girando para el lado contrario, caí fuera del lecho y salí corriendo antes de que el bachiller pudiera reaccionar.

—Espera mozuela, que te va a gustar…

—Lo que vuestra merced mande —dije, pero nadie corría más que yo, tropezando con doña Antonia en la misma puerta de la calle.

—Muchacha, ¿a dónde vas con tales prisas?

—A mi casa, que mi madre me requiere.

—¿Y te vas sin comer ni nada? He traído cabezas de cordero, con lo que te gustan…

—Otro día doña, otro día.

Me quedé sin probar aquellas sabrosas cabezas de cordero que doña Antonia enterraba abiertas boca abajo en la lumbre, echándole una capa de ceniza y ascuas sobre la misma.

—Quien no come ceniza no va al cielo —solía decir la buena señora, palabras que decía también mi madre.

 Me gustaban mucho las cabezas, sobre todo los sesos; aunque estos, en ocasiones, doña Antonia los guardaba para mi hermanicas.

Más de tres días estuve mala de los nervios. Aquella primera noche, todo fueron pesadillas, tormentos y sed, tanta que yo que era de dormir de un tirón, más de tres veces me levanté a beber agua y a orinar.

 Desde aquel día, ver al bachiller Carrasco, me producía igual pavor que cuando, de pequeña me ladraba el perro del mayoral del del señor conde. Con el perro salía corriendo, y mis piernas eran más ligeras que las del can, o lo espantaba con un palo, que siempre llevaba cuando tenía que pasar por aquella calle; aunque, las más de las veces, rodeaba por otra calle. Con el señor bachiller, no podía tirarme por otra calle, ni echar a correr. Era de obligado cumplimiento ir a su casa todos los días, cual beata al rosario de la tarde. No había excusa que sirviera, lo tenía mi madre por hombre de bien, en cuanto a mi señor padre, tanta devoción le tenía como le tuviera a su antiguo señor, con la diferencia que a este lo comparaba en sabiduría a los filósofos de Atenas, sin saber qué eran los filósofos, ni dónde diantres se encontraba Atenas.

—¿Pero usted cómo lo sabe si es, como yo, más ignorante que un guante? —Le pregunté en cierta ocasión.

—Porque, con esas mismísimas palabras las decía mi amo, y don Pedro, el señor cura, que son hombres de letras.

Yo iba precavida, y por debajo de las sayas, aunque pareciera más hermosa, me colocaba refajo y faja bien apretada, no fuera a ser que una espiga de avena se me metiese debajo. Notaba, o al menos me parecía a mí, que me miraba de otra manera, y yo a él también.   Lo peor de todo, era que de día le tenía Sabía que era pecado y me quitaba el sueño, pero desde aquel día que tocó lo sagrado en la biblioteca, yo también quise saber, conocer más a fondo, esa sensación. Aquel día, siendo chiquilla, descubrí algo nuevo, y después cuando, aprovechando la ausencia de doña Antonia, quiso mancillar mi honra, siendo ya mujer, sin darme cuenta, al principio, algunas veces, con mis manos simulé que eran las suyas.  Sí, sentí miedo, pero sólo de ir al infierno.

En los años que siguieron, nunca más entré en aquella casa, sin estar segura de tener cerca a doña Antonia. Tampoco entré en la biblioteca, como no fuera para limpiar el polvo a los libros y a las estanterías y siempre buscando excusas para que ella estuviera delante. No me fiaba de él, que, a cualquier descuido, intentaba, como de broma, jugar al escondite conmigo. Yo lo esquivaba, pero él siempre tras de mí, o eso me lo parecía a mí, podría decirse que no me dejaba ni a sol ni a sombra.  Intenté decírselo a mi madre, y se echó a reír, y eso que nada de lo ocurrido o de lo que me decía le conté.

—El señor bachiller es un hombre bien plantado, hasta huele bien. Sabe hablar y comportarse con las mujeres, sin faltarles al respeto. Nunca me ha dicho una palabra más alta que otra. No sé cómo puedes decir que te da aprensión cuando lo ves, que le tienes temor…

—Madre, pues yo prefiero limpiar las gorrineras que limpiar las telarañas de doña Antonia y de don Sansón…

—Criatura, tú todavía no hueles a pobre, en el momento que empieces a limpiar gorrineras, ya no te quitas la peste de encima, te lo digo yo. Si sigues en casa de doña Antonia, ahora que no tiene ama, y tiene que guisar ella, vivirás toda tu vida bien alimentada, sin que te falte de nada, ni a ti ni a tus hijos, que el campo es muy duro para el hombre y más para la mujer, hazme caso…

Así que continué yendo casi todos los días, según requiriera doña Antonia.  Cierto día, delante de su propia mujer me dijo mientras limpiaba el polvo de los libros:

—Moza, ten cuidado, que la mujer tiene el espíritu débil y voluble la voluntad, no vaya a ser que quieras volver a esa manía tuya de querer leer. Podría acaecer, que, al abrir un libro, abras las mismísimas puertas del infierno.

—No lo haré mi señor, una y no más, Santo Tomás —dije, aunque pensé: «ya vi de cerca al diablo, y ainas[6] tuve tiempo para escapar de él.»

—Leer es pérdida de tiempo en la mujer, su entendimiento no está preparado para tal menester, así lo quiso Dios. Querer leer, pudiendo dar y recibir otros placeres, es insultar a Dios y a la naturaleza…—no continuó porque doña Antonia lo atravesó con la mirada.  

 Doña Antonia me miró también a mí.

—Las puertas del infierno, también se pueden abrir de distinto modo, al que dice mi esposo. El leer, puede llevar al infierno, y a algunos a creer, que, por saber mejor leer, son más sabios que las mujeres. Y, querido esposo, a Dios, asimismo se le ofende con la soberbia, sin querer decir, amado mío, que vos pequéis de soberbio…

Nunca, hasta ese momento, ni tampoco después, vi al bachiller agachar la cerviz, callar y marcharse, sin decir nada.

Miedo tenía al infierno, esa es la verdad. Así que, para evitar chamuscarme y perder el entendimiento –entre leída y leída, un rosario y dos avemarías —que, a buen seguro, Dios y la Virgen María, me eximirían de mi pecado de buen grado. 


 

 Puedes comprar la novela aquí 

 

CAPÍTULO

 

Teresa habla sobre la condición

de mujeres y hombres

 

 

Mas dejemos al bachiller para otro momento, que es cosa que no viene a cuento, y siempre me apeo del borrico sin llegar a mi destino y con las alforjas llenas de regüeldos a nada frito.

Dada mi ignorancia pretérita, antes oculta ahora conocida, asumida y peleada. Sí, peleada, porque mi admirado Cide Hamete Benengeli me ha abierto los ojos de par en par. Sé que, son los hombres quienes arriman las brasas a su sardina, sin reparos, para maniobrar las voluntades ajenas, con especial dedicación a las doncellas, sin impórtales la honra ni la voluntad que puedan perder o tener, y presumen de sus abusos cual pieza de caza. Son ellos quienes enredan para legislar leyes y prebendas, siempre a favor del varón y nunca de la hembra. Tanto, que hasta el lenguaje de Castilla tergiversan a su antojo, haciendo del mismo animal que en ellos astuto.  En nosotras, pasa a ser amancebada y disponible para quien lo desease; y si son generosos y condescendientes, se conformarán con llamarnos mozas distraídas. Cuando es bien sabido, que harenes tienen tanto los emires moros como los reyes cristianos, incluso los hebreos que dicen que hubo en Toledo, y no digamos el sabio Salomón, ¿cómo daría sustento a dos hembras por día, mal pensar el mío, que alguno le ayudaría.  Y bien visto está que tengan hijos con distintas doncellas sin que se resientan las piedras de la catedral. Para muestra, un botón o cientos: siendo por todos sabido, que el primero y más famoso de los capitanes que comandaban los ejércitos del rey, bajo los que luchó mi hermano fue un muy ilustre[7] bastardo, siendo él quien se llevó dineros y honores. Mientras, la soldadesca ni los sueldos cobraron, y quienes no regaron de sangre tierras flamencas, sembraron de lisiados y pordioseros las calles de Madrid, Toledo, Salamanca, Valladolid o Barcelona y hasta las mismísimas Indias.

Así es la suerte de la mujer — ya fueren plebeyas o nobles cortesanas —. Se supone que es lícito para los hombres que, si van a la guerra, desahoguen sus instintos en huertos ajenos, ya sea con escudos o con espadas, comprados u arrebatados. Mientras nosotras, si nos falta varón, no se nos permita siquiera mojar nuestras ganas, sin que sea pecado, y si ello hiciéramos, seríamos acusadas de mil ofensas a la decencia y a la santa religión cristiana, no ya por obras, sino por pensarlas y quedarnos con las ganas. Y, aunque, viudas quedáramos, como yo estoy ahora, la castidad se nos exige, y nos obligan a poner candado a lo que se ha hecho para disfrute de los cristianos. Debemos guardar luto y abstinencia, si ellos así lo desean o mueren en la guerra. Lo hacen natural y con compostura de juez, tal como suele hacer el bachiller, sin encomendarse a Dios Nuestro Señor, la Santísima Virgen y todos los santos de la corte Celestial. Y así es desde los tiempos de Eva, como si de la misma matriz no hubiésemos salido hombres y mujeres.  Si a nosotras nos gusta estar a la par, con malos ojos nos verán. Como sí al compás de dulzainas y tambores no nos gustase a todos danzar por igual. Siendo tan buen bailarín el hombre como la mujer, o si me apuras, mucho mejor lleva el ritmo la mujer, que algunos hombres sólo tienen ritmo al beber o mandar, y muchas veces, en el lecho baila solo él, terminando la danza antes de que la mujer dé el primer paso del baile: Y para más gracia, porque no diga que lo tratas con desgana y dejarlo conforme, una  tiene que hacer la pantomima de fingir haber danzado sin sentir siquiera el aire en sus enaguas.

También en la guerra, como en la paz, no es el mismo trato que recibe el hombre que la mujer. Mi hermana marchó porque quería comer, y aquel desgraciado le ofreció ser dama. Mis padres, sin quedar conformes, pensaron que era por su bien, y no mataron un pollo para la despedida. Cuando marchó mi hermano, tal vez porque sabíamos lo de Sancha, todos lloramos, a pesar de irse con gusto y jurando por su linaje pronto regreso con la bolsa llena. A mi hermano, en la aldea, todos le alabaron su valentía y disposición a morir por Castilla y por el rey. A mi hermana, aunque iba para casarse, nada de ella bueno dijeron, ni siquiera cuando se supo su adverso destino.

 Recuerdo y lloro la marcha de mi hermano, cuánto, sólo Dios lo sabe. Si fue valiente o cobarde, nunca lo sabremos, lo cierto es que lo que hace falta en estas tierras, son manos de hombre, jóvenes que cuiden los campos y atiendan a las mujeres. Resulta tan triste ver esos trigos donde crece la grama por falta de manos, tantas mujeres sin hombre, tantas guerras. ¿De qué sirve expandir un imperio donde no se pone el sol, si su corazón, sus campos, sus mujeres, están abandonados a su suerte, mientras sus jóvenes mueren en la guerra por servir al rey? Tanto mirar para lo alto, cuando deberíamos mirar al cielo si ansiamos la lluvia, pero siendo conscientes de que, si queremos ver la vida, la encontraremos a ras de suelo, pues es el campesino quien hace crecer la espiga, siendo más importantes las raíces de las más humildes espigas, que las más altas copas de los árboles, si no tienen fruto. Si en las primeras no hay vida y no se hunde profundas en la tierra, las copas estarán secas y no podrán limpiar el aire necesario para respirar. Un rey no es nadie, por muy dorada que sea su corona.  Si un campesino no labra la tierra y con sus manos siembra la semilla, cuida y cosecha el fruto. Es, por tanto, mucho más valiosa la vida y la sangre del más humilde campesino que la del más soberbio y poderoso de los reyes. Por tanto, si el rey quiere expandir su imperio, que vaya él a la guerra y dejé a los jóvenes campesinos laborar la tierra.

Con la marcha de mi hermano, con más ansias de fortuna que posibles, los tiempos cambiaron y los dineros antiguos fenecieron. Mas Dios aprieta, pero no ahoga y suelta soga, unas veces más larga otras más corta. Si cuando esto aconteció estábamos ya resignados a vivir de la caridad de doña Antonia y de su muy ilustrado esposo a lo que a bien pudieran otorgar, presos de una promesa al finado caballero de la triste figura…

Soy yo, por tanto, quien esto relata —Teresa Panza —huérfana, viuda y desamparada de padre, hermana y esposo. Soy yo quien recorre esta otra aldea, a la que contra mi voluntad mis padres me trajeron. Camino con pasos perdidos, pensando en ellos y en mi hermano ausente, vivo, pero también ausente. Soy yo, hija del ya afamado Sancho Panza, que en libros recorre las claras hojas de los libros, pasando peripecia tras peripecia, más veloz que en tiempos pretéritos rompiese alpargatas por las tierras de la Mancha, andando más que cabalgando en Rucio, su borrico. Mas contra todo lo que se pueda pensar, a mi señor padre le sirvió de poco tal fama; aunque, algo de provecho sacó de la misma, más por circunstancias ajenas que por la fama en sí. Fue gozo para ellos, que antes de morir, tuvieron conocimiento de tal gloria, tanto don Alonso como mi señor padre, esa es la verdad.  La primera parte la publicó Cide Hamete Benengeli viviendo los dos. Mientras que la segunda parte comenzó a escribirla hace ya unos años, aquí en esta aldea del Pinarejo, tengo escuchado que la terminó en Madrid hace dos años, sin que a día de hoy tenga conocimiento de que haya pisado la imprenta. Podría ser, que no mereciese tal don o por sus afrentas contra los mecenas hayan tomado venganza. Es menester mentar que el primer día que sus nombres se estamparon en un libro, don Alonso, en pocos meses criaba malvas y ababoles[8] y dos lustros después, mi señor padre, que seguía igual de pobre, aunque afamado y en cierta manera viviendo gracias al relato de sus aventuras al mentado autor de El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha.

Es bien sabido que no fueron las letras mi desayuno, ni tampoco mi almuerzo, por no decir, que más de una noche me fui al lecho regoldando a nada frito. No me avergüenza, decir que era ya mozuela y no sabía hacer la «o» con un canuto; pero mi terquedad pecadora, me daba el privilegio, que siendo muda[9], podía leer lo que otros escribían; aunque, las más de las veces fuese a escondidas. No bebiendo de la fuente del silencio, en mí nacía la semilla de la locura de amar el placer de la lectura.  Tanto como para ser tan necia de atreverme a ensuciar de tinta estos papeles. Dispensen pues vuestras mercedes, no me cojan ojeriza ni tomen mis palabras como producto de la impostura, no hay tal, válgame Dios, la Virgen de Rus y la Divina Pastora a la que guardo gran devoción.

Que me quede sin ver las luces del alba si yerro o miento en mis palabras. No busquen mudas respuestas, que mis labios no callan cuando tienen que hablar, ni mis manos se quedan quietas cuando deben trabajar. No quiso la fortuna hacerme[10]hombre y labrador y me hube de conformar con segar cosechas ajenas.

Difícil tarea hoy me confío, mil veces me la encomendé desde antiguo, sólo dos, la faena emprendí, siendo partos errados y tiempo perdido[11]. Mas mi cualidad es, no la constancia sino la terquedad, y siempre pensé que era necesario narrar toda la verdad; aunque, me lleven presa la Santa Hermandad. Lo siento como una necesidad, es preciso revelar cualquier incógnita, dejadas unas veces en el olvido por Cide Hamete Benengeli; otras, prescindidas con intención, y las más ignoradas por él mismo. No le voy a poner en cuestión, ni mi palabra tapará la suya.

 


Puedes comprar la novela aquí 


[1] Parece que va escribiendo y quemando, y mezclando papeles, me ha costado mucho poner algunos en orden.

[2] Llama la atención las pocas referencias que hace a su hermana. Prácticamente en ninguno de los dos manuscritos la nombra. Tan sólo una vaga referencia a la misma, podría ser que sí la nombrase en aquellos escritos que quemó antes de comenzar este tercero y que ello le causara mucho dolor. Sin embargo, resulta significativo que la nombre en el comienzo del primero de los manuscritos y en el final del segundo como queriendo demostrar que en ningún momento se olvida de la misma.

[3] Almendro.

[4] Corto de trote, de baja estatura.

[5] Los hidalgos de quinientos sueldos eran los de mayor escalafón, siendo los de gotera los de menor, sólo reconocidos en su lugar de residencia como tales, mientras que los de privilegio, los otorgaban los reyes por los servicios prestados.

[6] Apenas.

[7] Supongo que se refiere a don Juan de Austria, el cual falleció en plena juventud treinta años antes de que Teresa Panza comenzase a escribir este manuscrito, hijo natural de Carlos I de España y V de Alemania.  Otro ilustre bastardo no se me ocurre.

 

[8] Amapolas.

[9] Se refiere a callada o discreta.

[10] No parece que Teresa se refiera a ser labrador, sino a ser hombre y escritor, se conforma por tanto con leer lo que otros escriben.

[11] Las ocasiones que terminó quemado lo escrito.

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...