jueves, 23 de junio de 2016

Viaje a Italia (Milán)

El primer viaje de casados que realizamos al extranjero, fue a Italia, con nuestro Peugeot 205 y nuestra tienda de campaña. Un viaje emocionante con muchas anécdotas que contar, porque nos pasó de todo lo que les puede pasar a unos jóvenes turistas que van con ganas de conocer un país extraño. Un país, que pensábamos que con nuestros conocimientos de castellano y valenciano nos iba a resultar fácil entendernos, y que nos pudo costar algún disgusto por culpa de nuestra pericia en la lengua italiana. No tuvimos mucha dificultad, pero tampoco fue fácil del todo. Un viaje irrepetible, como irrepetible la posibilidad de viajar con en el tiempo con treinta años menos. 

MILÁN

Fue en Milán donde me llevé uno de los más grandes chascos de mi vida. Siempre he sido y soy un gran aficionado a la pintura, visitador de museos empedernido, había escuchado hablar de la Galería de Milán, como una de las más importantes del mundo. Nadie me dijo que fuese una galería pictórica, pero yo lo daba por sentado en mi ignorancia. Tampoco me preocupé por comprobarlo, todo el mundo hablaba maravillas de la Galería de Milán, no iba a ser yo quien lo pusiese en duda. En Niza escuchamos a matrimonio decir:

—Milán no valdría la pena verlo, de no ser por la galería y la catedral.

No lo pensamos dos veces y nos dirigimos a Milán casi exclusivamente con intención disfrutar de la Galería y de paso ver, como algo secundario la catedral. Ver la fachada de la galería Victor Manuel II, que es así como se llama la Galería, (en italiano: Galleria Vittorio Emanuele II) nos impresionó, esa es la verdad.  Realmente es espectacular también como galería comercial, pero nosotros no buscábamos eso, las vidrieras, con sus cuatro continentes, cada uno entre dos pasillos de los cuatro existentes, se olvidaron de Oceanía, en el suelo los escudos o símbolos de las principales ciudades italianas. Impresionante, pero…


—Si prega ! Fa la galleria a Milano?[1] —Preguntamos con nuestro librito de italiano en mil palabras a una bella italiana.

—Qui. —Nos respondió la muchacha incrédula, dejando las bolsas de la compra en el suelo.

—Dove si trova l’ingresso?[2] —Otra vez pregunte, intentando entonar torpemente el italiano, pendiente de sus hermosos ojos, sus labios y lo que no eran sus labios, ¡mamma mía! Como estaba la muchacha.

—Dove l'hai preso in?[3] —Contestó riendo, casi a carcajadas la bella milanesa.
Señalamos en dirección hacia donde habíamos entrado, y ella, encogiéndose de hombros nos señaló hacia aquel mismo punto, sin poder dejar de reír:

— Per non vi è l'ingresso [4]

— È l'ingresso al museo?[5]

—Cosa museo? Fa il museo della cattedrale, il Duomo di Milano ?[6]

—Será… —contestamos al unísono mi mujer y yo. 

Le dimos las gracias, y nos encaminamos hacia la salida contraria a por dónde habíamos entrado.

—Me parece que mirabas mucho a la italiana —me dijo riendo mi mujer.

Asentí con la cabeza, le di un beso en los labios y salimos de la Galería. Nos encontramos frente a frente con la famosa catedral de Milán. Mucho más impresionante que la galería, que me defraudó, más que nada porque yo buscaba y esperaba otra cosa bien distinta.


La catedral de Milán es un templo de dimensiones extraordinarias, tiene cinco naves, una central y cuatro laterales, con más de cuarenta pilares fasciculados, de grandes dimensiones y extraña forma, pues se rematan en una especie de dosel esculpido que alberga estatuas. Atravesada por un transepto seguido por el coro y el ábside. La nave central tiene una altura de 45 metros, la segunda más alta del mundo, toda ella está recubierta de mármol. No recuerdo si primero vimos la catedral o fue después de subir a su tejado, al que subimos en ascensor con un ascensorista que hablaba perfectamente castellano y catalán, estuvo estudiando teología en Barcelona. Al decirle que veníamos de Valencia, nos preguntó si se habían solucionado las rencillas entre valencianos y catalanes. (Hay que recordar que estamos hablando de 1998, cuando Unión Valenciana con González Lizondo, hizo del anti catalanismo reaccionario su única ideología.  Le dijimos que mi mujer como andaluza y yo como castellano, estábamos bastante al margen del asunto. Él se reía sin terminar de creérselo. Veía, el asunto como una polémica absurda, según nos dijo. Caminamos por el tejado del doumo, extasiados ante tanta belleza. Esculturas impresionantes, el bosque de pináculos, chapiteles y cresterías y por último la resplandeciente Madonnina fabricada con cobre dorado. La decepción causada por la galería, nos la regalo con creces la catedral.

 Poco podíamos pensar que podríamos llegar a tener un problema, que al final se resolvió de manera satisfactoria.  Atravesamos de nuevo la galería, deteniéndonos un poco más en sus maravillas terminaciones y llegamos a donde habíamos estacionado el coche. Antes de meter la llave en la cerradura, entonces no existían los mandos a distancia, teníamos a un empleado de la ORA (ignoro como se llama en Italia) esperándonos con una multa. Su saludo fue:

Otto mila lire. [7]—dijo extendiendo un papel con el importe de cuatro mil liras.

Así que proteste en un italiano figurado, sin molestarme en consultar el librito, dando por sentado que me entendería, como así fue:

Ocho mile?, aquí pone cuatro mile lire.

Sì, egli mette quattromila lire, ma deve pagare ottomila lire, per il suggerimento ...[8]

Entonces recordé que me había indicado que podía aparcar, en aquel sitio, sin indicarme nada que tuviese que pagar por ello. Pensé que era un policía, aparque y le di las gracias.

—¿Por la sugerencia? El boleto pone cuatromile, yo pagaré cuatromile. Si el boleto pusiese ochomile, yo pagaría ochomile —volví de nuevo con mi italiano figurado.

Ignorare il biglietto, più tempo si deve pagare ottomila lire . Hai capito o stupido sei?[9]

Ignoré el insulto y al final cogí cuatro mil liras y se las puse en la mano, diciéndole en castellano, sin intentar simular el italiano:

—Si tú me das un boleto de cuatro mil liras, yo te pago cuatro mil liras, las otras si quieres cobrarlas, vienes a España a por ellas.

—Vale, vale, haz lo que te dé la gana —me contesto en perfecto castellano cogiendo los billetes.

No debería haberlo hecho, pero le pregunté la dirección para salir en dirección a Turín y de nuevo me contesto en italiano.

Non lo so, non lo so, stupido spagnolo.[10]

Grazie, gracie, gentile italiano —con ironía le repliqué yo, pensando que realmente fui un estúpido preguntándole.

Sin embargo, lo más emocionante que nos ocurrió en Milán, fue al salir de la ciudad. Como todos sabemos, Italia es un caos a la hora de conducir, mal señalizado, con coches en contra dirección. Nada más salir un par de calles, vimos a una anciana que estaba detenida en un semáforo para cruzar con su bicicleta. La señora, de unos ochenta años, vestía un floreado vestido blanco, recogido para poder pedalear, y en su cabeza una simpática pamela, todavía más floreada que el vestido

Si prega di Torino.[11]

La anciana, se nos quedó mirando. Miró la matrícula de Valencia y como llevábamos los quitasoles bajados, se percató de que llevaba un diminuto pin con la bandera republicana.

— Repubblicani spagnoli, Valencia…[12]—soltó en italiano. Después en perfecto castellano —republicanos españoles de Valencia. ¡Oh, qué recuerdos! Yo estuve en Valencia, en Castellón y Benicassim, en las Brigadas Internacionales luchando por la República Española. Ay Carmela, ay Carmela…

Nos quedamos asombrados, porque lo que menos pensaba es en el pin, estaba claro que conocía la matricula. No sabíamos que decir. Sus ojos hablaban alegremente más que sus labios, daba gozo verla, agitaba manos, cabeza, como si bailase una canción de juventud, alzando manos al cielo de alegría.

—Tienen que venir a mi casa, les enseñaré fotografías de España. ¡Oh, quanto amo la Spagna, la Repubblica di Spagna! ¡Viva la República!

Todavía podíamos entretenernos un poco, por lo que terminamos yendo a su casa. Nos invitó a café y pasteles, que compró en una pastelería en la que se detuvo antes de llegar. Allí sacó cajas metálicas repletas de fotografías y recuerdos, enseñándonos una espléndida colección de fotografías de las Brigadas Internacionales y del Ejército Partisano Italiano. Después, se montó en su bicicleta nos guio hasta las indicaciones para ir a Turín.  Nos despedimos con un beso y un abrazo y con el saludo republicano, que en sus labios y con su acento italiano, sonaba a esperanza e ilusión.

©Paco Arenas





[1] ¡Por favor! ¿La galería de Milán?
[2] ¿Dónde está la entrada?
[3] ¿Por dónde entraron?
[4] Pues allí está la entrada...
[5] ¿La entrada al museo?
[6] ¿Qué museo? ¿El museo de la catedral?
[7] Ocho mil liras
[8] Sí, el billete pone cuatro mil, pero debe pagar ocho mil por la sugerencia.
[9] Ignora el billete, has estado más tiempo de la cuenta y debes pagar ocho mil liras, ¿lo entiendes o eres tonto?
[10] No lo sé, no lo sé, estúpido español.
[11] Por favor Turín.
[12] Republicanos españoles, Valencia.

martes, 21 de junio de 2016

Los sueños (Poesía)






Tras cada derrota,
a ras del suelo caminan mis pies,
pisando el alquitrán,
que parece atrapar mis piernas cansadas
con el sol oscilando amenazante sobre mi cabeza,
quemando mis sueños, una y otra vez,
hasta transfórmalos en ceniza negruzca.
No tiene la delicadeza de dejar ascuas candentes
con las que encender otra hoguera,
con las que levantar llamas,
y hacer volar las pavesas de los sueños.
Camino encorvado,
Sin levantar la vista,
Que los sueños, sueños son,
y aunque alimentan el alma,
no calman el hambre del hambriento,
ni apagan la sed del sediento.
Sin embargo,
el poeta, el de verdad,
escribe con sangre y lágrimas
los malos versos, que nadie lee,
que no tienen precio,
tampoco aprecio.
Sangre y lágrimas
 corren como ríos de lava
incandescente,
atraviesan el frío asfalto
y encuentran el barro,
con el que moldear nuevos sueños
y escribir nuevos versos.

©Paco Arenas
Mi rincón de soñar

domingo, 19 de junio de 2016

Los malos (Relato) Lágrimas de España

 Este verano, me sucedió algo parecido en uno de los bares donde fui a buscar trabajo, hoy las declaraciones del presidente, me han inspirado este relato: 

Fue un caluroso día del mes de junio, Joaquín, tras dejar a su hijo en el colegio, comenzó a patear las calles echando currículos allá donde se lo admitían.

—Triste mi suerte, no hay nadie que escuche mis quejas. —Se lamentaba Joaquín tras salir del bar, donde terminaba de echar el su último currículo —Nadie siente pena, a nadie le duele. No buscan experiencia, buscan esclavos…

Se sienta en un banco del parque, mirando en dirección al bar que termina de salir. La gente está en la terraza, tomando cervezas, refrescos y helados. Él saca de una bolsa un trozo de pan, lo abre con la navaja de arriba abajo. A continuación saca una lata de sardinas en escabeche, agradeciendo el abre fácil y que el vinagre ablande el pan duro, que alguien dejó colgado del contenedor.  Mira a los escasos clientes que en esos momentos se encuentran en la terraza, se fija con descaro en la dueña del bar, que ahora sale con una bandeja llenas de jarras heladas de cerveza.

—Puta —masculla entre dientes, masticando la rabia, mientras muerde el improvisado bocadillo.

—Tal vez —piensa —no debería, yo no soy así; pero, decirle lo que le he dicho y que se ría en mi cara…, no me voy a arrepentir ahora.

Bien claro podía leer, desde el banco, todavía el letrero en la ventana del bar: “Se precisa urgente camarero con experiencia en plancha y cocina”. 

—¿Traes el currículo? —Le preguntó la dueña del bar.

—Sí, por supuesto —contestó Joaquín sacando un folio de la carpeta que llevaba metida en su mochila.

—Déjalo ahí encima de la barra —dijo, sin ni siquiera mirarle la dueña, que a pesar de sus más de cuarenta años, andaba coqueteando con el camarero, de unos veintidós.   

—Tengo experiencia en plancha y cocina, también en barra y mesas —quiso apuntar Joaquín. Si precisa de manera urgente, yo podría comenzar ahora mismo…

— ¿Y? —Preguntó la dueña, mirándolo por primera vez —te he dicho que dejes el currículo encima de la barra.

—Tengo también un hijo que mantener —murmuró Joaquín—. Necesito el trabajo.

La dueña, da un beso en los labios al muchacho y un azote en el trasero.

—Anda, Andrés, a trabajar —. Después se encara con él:

—¿Cuántos años tienes? —Le pregunta, con cierto gesto de hastió mirándolo fijamente, al tiempo que ponía a dos palmos su generoso escote.

—Cuarenta y dos —contesto, con un cierto tono fatalista Joaquín. Era la pregunta que más miedo tenía a la hora de contestar a los currículos a través de internet. Era la pregunta que nunca le hacían, pero que era el principal obstáculo para conseguir un puesto de trabajo.

—No cumples los requisitos —respondió la exuberante dueña del bar, señalando otro cartel que se encontraba al lado de la cafetera, con el mismo texto que el anterior, en el cual se añadía en letra pequeña: “Contrato de formación”.

— Se precisa urgente camarero con experiencia en plancha y cocina. Contrato de formación —leyó en voz alta Joaquín, casi elevando la voz —. ¿Con experiencia, en formación?

—Con experiencia, porque no quiero inútiles, y hasta los treinta años hay mucha gente con mucha experiencia. Comprenderás, que si tienes un hijo, no es problema mío. Así que lo siento, no das el perfil —le espeto con descaró, dándose media vuelta.

—Pero… —quiso rebatir Joaquín.

—Además, quiero que sean camareras, y a ser posible con dos buenas… —dijo volviéndose y levantándose los pechos siliconados con las manos —que calienten un poco el ambiente —y se echó a reír, metiéndose en el interior de la cocina, donde se encontraba el camarero veinteañero.

Joaquín cogió su currículo y salió del bar, camino hasta el banco y se comió el bocadillo de pan duro con sardinas en escabeche. Espero allí en aquel banco, mirando hacia el bar, fijándose en los devaneos de la dueña cada vez que salía.  Viendo otros, que como él, entraban al reclamo del cartel. Antes de entrar, ya sabía cuál iba a ser la contestación de la dueña del bar.  Vio, también a una chica joven, cabellos largos, cuerpo esbelto y largas piernas.

—A está la coge, seguro.

Se equivocó, no se hubiese equivocado de haberla visto de frente, la conocía, era una antigua vecina de su calle, con carrera de derecho terminada, brillante y simpática. Tampoco daba el perfil, con gafas, prominente nariz; pero, sin dos buenas tetas.  Saludo a la muchacha desde la distancia, y ella caminó hasta donde estaba él. Tras los saludos pertinentes, ambos se lamentaron:

—Será imbécil la tía cabrona. Que no doy el perfil. Que llevó tres años trabajando en bares, eso sí en los veranos y contratos de cuatro horas… ¿No me pregunta la imbécil que si soy de Castellón de la Plana? Y yo tonta de mí, que le digo que no.  Ximo,[1]están muy mal las cosas para los jóvenes. No encuentro trabajo ni por equivocación. Me tendré que ir a Alemania…

—Natalia, están muy mal las cosas para quienes con cuarenta y dos años nos consideran viejos —respondió Joaquín, mientras se fijaba en el reloj de la torre, que comenzaba a dar las cinco de la tarde —voy a recoger a mi hijo al colegio.
—Si ya han terminado las clases…—lo miró extrañada Natalia.

–Mi hijo —dudó, todavía sentía vergüenza de reconocer, que no ganaba dinero suficiente para dar de comer a su hijo, que lo llevaba al comedor social del colegio, para que así pudiese comer —mi hijo va al colegio para poder comer, desde que nos desahuciaron, todo ha ido de mal en peor. Nos de alquiler, nos volvieron a desahuciar… ¿recuerdas la mujer que atropelló el tranvía? Era Carmen, mi mujer.

La muchacha se echó las manos a la boca horrorizada. Había escuchado que habido desahucios en el barrio, pero, eso era algo que ya no era noticia, de no pillarte en el mismo patio. De la mujer atropellada por el tranvía, todos los testigos testificaron que se trataba de un suicidio. En teoría a pesar de ello, le correspondía una indemnización, pero la compañía aseguradora recurrió y el dictamen tardaría años en producirse.

Por la noche, en la habitación del piso compartido donde se alojaban junto con otras tres familias,  mientras su hijo cenaba, vieron las noticias, el presidente y candidato a la reelección en un mitin decía:

— Os pido ayuda. Decidles a todos que es muy importante concentrar el voto moderado porque, cuando se divide, se acaban aprovechando los malos, los radicales y los extremistas…

—Papá, ¿quiénes son los malos, los radicales y extremistas? —Le preguntó su hijo.

—Hijo mío, los malos los radicales y extremistas, son: los mismos que nos robaron el piso, que asesinaron a tu madre, que se llevan nuestro dinero a Suiza, a Panamá, que le dicen a los ladrones: Luis sé fuerte. Los mismos que mientras condenan a la miseria a los pobres, cobran sobres en “B”. Esos son los malos. Esos son quienes terminan aprovechándose de la ignorancia de los pobres, esos son los verdaderos radicales y extremistas …

—Papá, ¿tú no cenas?

—He cenado mientras te preparaba la cena...

En la cama, Joaquín, mira a su hijo dormir y sonríe. Sus tripas reclaman comida, Así estarán toda la noche. A pesar de todo sonríe, quiere soñar que pronto amanecerá y alguien le dará trabajo, que su hijo no tendrá que ir al comedor social, que volverán a vivir en un piso. Piensa en su esposa desesperada que se tiró al tranvía, porque no fue capaz de confesarle que se estaba prostituyendo para poder darles de comer a él y a su hijo. Y eso le quemaba por dentro, por eso se tiró al tranvía, también por la esperanza de que el seguro los indemnizase y no pasasen hambre. Joaquín ahora se entristece, llora, sorbiendo sus lágrimas...

Se levanta, mira por la ventana, piensa en su mujer, abre la ventana, duda. Mira a su hijo, se vuelve a acostar tras darle un beso en la frente al chiquillo. Apenas musita:

—Te quiero, hijo mío, te quiero.

Se acuesta y nota como su hijo se incorpora.

—Y yo a ti papá, y yo a ti.

Juntos miran la luna llena se cuela por la ventana y ríen.


P.D. Hace tan solo unos meses, fui a pedir trabajo y algo parecido me paso. Con esto no quiero criminalizar al sector hostelero, al que he pertenecido la mayor parte de mi vida, y la mayoría luchan por seguir adelante de manera honrada. Por desgracia, también están quienes se aprovechan de esta situación.

©Paco Arenas



[1] Joaquín en valenciano

domingo, 12 de junio de 2016

Y la inspiración se fue de vacaciones...



Entonces llegó a la triste conclusión que no sabía cómo continuar. Tantas horas perdidas frente a la pantalla, con una historia bien diseñada en su cabeza, al menos eso creía él.  Su mente se había quedado en blanco, las ideas se habían evaporado de su cabeza como el agua de los embalses en verano.  Sus dedos, que en ocasiones parecían ramificaciones de su cerebro, se quedaron quietos sobre el teclado. Notó un sueño inmenso, sus ojos se cerraban anhelando el sueño reparador de la noche. Miró el reloj — las dos de la mañana —musitó con desgana, apagó el ordenador y bajo las escaleras como un sonámbulo. Entró en el cuarto de baño a oscuras, no encendió la luz hasta que llegó frente al lavabo. Con una parsimonia espantosa unto el cepillo de dientes con la pasta, que tenía prisa por salir y al apretar más de lo debido, dibujo un círculo sobre la cerámica de lavabo, por donde de inmediato comenzaron a jugar al corro de la patata un grupo de nogmos que salieron del sumidero, por donde se marcharon nadando en el momento que abrió el grifo para mojar el cepillo dental.  Se cepillo con desgana, con el grifo abierto, él que siempre lo cerraba.   De repente pudo ver a Pocahontas desnuda bañándose en la cascada que salía del grifo.

—Habrá que aprovechar el agua que derrochas —dijo descarada la princesa india.
Entonces apago raudo el grifo y la cascada desapareció de inmediato, dejando a Pocahontas con toda su belleza al aire. La cual antes de desaparecer, también por el sumidero, le dijo señalando cierta parte:

—La tienes muy larga.

Él se la acarició, efectivamente, la tenía muy larga, pocas veces la había tenido tan larga.
   Dejó las gafas sobre el libro de cuentos infantiles que leería antes de irse a dormir, y tras mirarse al espejo, asintió con la cabeza, diciendo:

—Sí, la tengo muy larga. Mañana me la cortó.

Se acarició nuevamente la barba, como despidiéndose de ella, y se fue a dormir.
Al llegar a la cama sacó de debajo la almohada el pijama de Peter Pan, que en esos momentos se encontraba haciendo el amor con Campanilla. La pareja, molestos y enojados, por la interrupción salieron volando hacía un punto oculto de la oscura habitación.  A la altura de los ojos se paró campanilla, que como Pocahontas, también estaba desnuda, la cual señalándole cierta parte le dijo:

—La tienes muy larga. Y una advertencia viejo verde, provocador de “coitus interruptus”, quien mal hace su parte saca. Está noche esta mosquita te la chupara.

Le estiró de un pelo de la barba, y se marchó volando. Él de nuevo se acarició su blanca barba.

——Sí, la tengo muy larga. Mañana me la cortó.

A oscuras fue a ponerse el pantalón del pijama, metiendo las dos piernas por el mismo camal y cayendo, afortunadamente sobre el lado izquierdo, de caer sobre el derecho habría chocado su cabeza sobre la consola y se habría abierto la cabeza, cayó sobre la cama, despertando a su bella durmiente, que enojada por no haber seguido el protocolo reglamentario del beso, le empujó fuera de la cama. Él se disculpó:

—Es que la tengo muy larga y la he metido…

—Pues te la cortas y otra vez la metes por donde toca…

—Pues es lo que decía yo. Que mañana me la corto.

A la mañana siguiente, cuando fue a darle un beso de buenos días a la bella durmiente, entre penumbras se le quedó fijamente mirando con una risa desternillante.

—La tienes muy larga.


—Sí, la tengo muy larga. Cuando me levante me la corto.

—¿La nariz?

A la mañana siguiente, para que no se olvidase, Campanilla se la chupó hasta hacerla enrojecer y provocar una hinchazón descomunal en la punta de la nariz, semejante, ahora a la de Cyrano de Bergerac. Tras cortarse la barba, subió al despacho, y se puso delante del ordenador, donde Campanilla le dejó un aviso en una cuartilla, pegada a la pantalla:

“La próxima vez te chuparé otra punta, so bestia".

Se encogió  de hombros, pensando que tal vez debería ponerse calzoncillos con candado.  Como no le llegaba la inspiración, se limitó a escribir todo lo ocurrido desde que se le fue le inspiración de la mano de Campanilla y Peter Pan… 



©Paco Arenas.


lunes, 6 de junio de 2016

Quien no quiera polvo, no vaya a la era


Dedicado a todos aquellos que fundían el sudor de sus cuerpos con el polvo de la mies, aquellos que desde la salida del sol hasta después del crepúsculo, llevaban la aspereza en la garganta y a pesar de ello no perdían la sonrisa. Y muy especialmente a las gentes de Villarejo de Fuentes, que con esta foto me inspiraron esta historia. 


Quien no quiera polvo, no vaya a la era, forma parte del libro Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre, disponible a través del autor y en Amazon.


Un grupo de golondrinas salen presurosas de sus nidos ante aquel infernal ruido. Susana, que está llenando el cántaro en la fuente, se gira sobresaltada al escuchar un ruido infernal, entonces ve por primera vez aquel carro sin caballos que lo arrastren, el cual va dando tumbos sobre un firme de tierra mal abrazado que desprende y salpica cantos entre las polvorientas calles de Villarejo de Fuentes. A Elena que está al lado de la ventana de su casa, en la calle de Tres ojos, dándole de mamar a su pequeño, casi se le corta la leche de por vida, del susto que se llevó al caérsele el chiquillo de los brazos, que si la criatura no se le desnucó fue gracias al gato que tenía en durmiendo en los pies.  Ese día el gato consumió una de sus siete vidas, pues la cabeza del infante era de marca mayor.  No menos grave pudo ser lo ocurrido a la hacendosa Gertrudis, que estaba bordando su ajuar en la misma calle de Tres ojos, tan absorta estaba en el bordado y tan cerca de la sábana, que casi se mete la aguja en el ojo. Poco faltó para perder un ojo, y tuerta seguro que no la habría querido Juan Pedro, su novio, que le decía:

—Vives en la calle de Tres ojos, y hasta el tercero tienes hermoso.

El cojo Lorenzo, dio un traspiés y no cayó de bruces gracias a Teresa, la lechera, que llevaba media cántara de leche recién ordeñada, la cual se derramó.  No, Lorenzo no cayó al suelo, pero se llevó una buena bofetada a palma abierta de la susodicha lechera, no por haberse derramado la leche, sino por el lugar donde se agarró el cojo para no caer, que fue a la cintura de la falda, bajando hasta las enaguas de la muchacha, para delicia de tres chiquillos que estaban jugando al tejo. No fue para el cojo, que nada llegó a ver, pues entre la torta calentita y la rapidez de Teresa en subirse las sayas, se quedó a oscuras.

—Mujer, fue sin intención —no obstante, se disculpó el pobre hombre.

—Es que, es que... la leche, ¡coño!  —titubeó sin saber cómo reaccionar la pobre lechera, que esa tarde no haría queso.

El coche continuó circulando por la plaza del Pilar con su bocina escandalosa y su traqueteo infernal, aquel artilugio ha roto la paz y el silencio de las buenas gentes que a esa hora se encuentran echado la siesta, no reparadora, porque quienes echan la siesta a esas horas en el mes de julio, por regla general no llegan a cansarse nunca. También puede ser que nacieran cansados y en ese caso lo necesiten.

La gente que sí está cansada, a esas horas del mes de julio, se encuentran en la era, y no tienen derecho a estar cansados, son los siervos de la gleba, los jornaleros que trabajan para el señorito. Ellos, los jornaleros, con sus familias, niños incluidos, se encuentran realizando las labores de trillado y ablentado, bajo un sol de justicia. Sudorosos, empapados de una mezcolanza de sudor y el polvo que desprende la mies. Si se quedan quietos unos instantes, para echar un trago de agua, que ni tragan y escupen, se asemejan a figuras de barro, de terracota, salidas del taller de un alfarero, aún sin pulir. Claro, que no dan opción al secado, no paran, están en continuo movimiento. Unos descargan las gavillas de los carros, otros con horcas de madera la expanden sobre el recorrido del trillo. Quien ablenta lleva ritmo acompasado, pero con brío. Quienes meten el grano en costales, parece como si el mundo se fuese a acabar y necesitase meter todo el trigo de Castilla en esa tarde. La trilla o trillo, pasa sus cortantes pedernales sin parar un instante, cargado de chiquillos que ríen como si estuviesen de fiesta.

A medida que avanza el diabólico artilugio, comienzan a escucharse murmullos de quienes alterados despiertan, también algún grito airado de quienes tienen mal despertar. El «mecagüen el copón», de don Matías, que en esos momentos estaba a punto de llegar al orgasmo con la adolescente hija de su capataz. El «por Dios y la Virgen», de Angustias, la esposa de don Matías, que se había quedado traspuesta mirando el polvo fino que entraba por entre las rendijas de la ventana, con el joven cuerpo adolescente del hijo del capataz sobre el suyo.

—Corre, vístete, no vaya a venir mi mujer.

—Señorito, no me habré quedado preñada.

—No mujer, no, que no me ha dado tiempo siquiera a…, anda sal tirando, ¡copón!

Y la chiquilla, a pesar de las palabras de don Matías no necesita vestirse, que don Matías le ha levantado la falda y no ha esperado quitarle lo que no llevaba. Pero, la chiquilla, tiene miedo, su padre está preocupado, porque dice que el amo lo va a echar, por haberle pillado en un descuido con el grano, y solo fue a interceder por él, la respuesta del cacique ya la sabemos.  A pesar de todo, la chiquilla se vuelve, implorante.

—¿Don Matías, perdona a mi padre? Por lo que más quiera, perdone a mi padre.

—Como vuelvas a preguntar, y nos pille mi mujer, te vas a enterar. Mañana vienes otra vez y lo hablamos, ¿vale?

—Miguelillo, despierta. ¿No escuchas ese ruido?

Y Miguelillo, despierta, también se había quedado traspuesto sobre el cuerpo de su ama, después de recibir bocados en el pecho de doña Angustias, para evitar gritar.

—¡Qué diferencia, Dios mío! ¡La Virgen Santísima! Como se nota la juventud. ¡Qué placer tan intenso! Seguro que de tanto goce me habré quedado preñada… —piensa, doña Angustias, mientras contempla al adolescente vestirse con prisas —Esto no lo confieso ni a don Pascual. Que, si voy al infierno, primero he visto el cielo. Siempre puedo ir a la Iglesia de los Jerónimos, cuando voy a Madrid, o a la Iglesia de san Miguel, cuando voy a Cuenca.

Mientras se viste Miguelillo, contempla a doña Angustias persignase al tiempo que se acomoda el camisón, mientras le sonríe comiéndoselo con los ojos.  Aprovecha para recordarle lo que le ha llevado a hablar con doña Angustias, terminando en el cuarto del ama, justo en el otro extremo de la casona, porque don Matías y doña Angustias las siestas en el verano las echan por separado, que hace mucho calor. Sin embargo, en alguna ocasión no duermen, ni están solos en la cama.

—Doña Angustias…—titubea Miguelillo — ¿va a usted a hablar con don Matías, para que perdone a mi padre?

—Sí, Miguelillo, sí, pero de vez en cuando me tienes que traer agua fresca de la fuente, y de vez en cuando debes echarme algún tronco a la chimenea, para avivar la lumbre…—doña Angustias emplea un doble sentido, que el inocente chiquillo no capta.

—Sí, ya lo hago señora. ¿Perdonará a mi padre? ¿Le va a decir al amo, que perdone a mi padre?

—Sí, sí, y sí. Pero sal corriendo, no vaya a venir el amo, y me tenga que confesar antes de tiempo.

Sí, el artilugio ha despertado a quienes estaban durmiendo o jugando a juegos de cama.  A pesar de todo, lo que prima son los gritos alegres de la chiquillería, que entusiasmados amenazan con cortar el camino al coche, atravesándose y arriesgándose a que se los lleve por delante aquel coche sin caballos, atropellándolos bajo sus ruedas, o lo que sería más cómico, que el chofer, que circula intentando evitar los baches, coja uno y vuelque. Dentro va don Cornelio, veinteañero, hijo de don Matías y doña Angustias, que tuvo la fatalidad de nacer el 16 de septiembre, festividad de San Cornelio, y su madre, doña Angustias, había prometido ponerle el nombre del santo del día.  Estudiante de derecho en Madrid, «un calavera», que paga a otros compañeros para que le suplanten en los exámenes y que se dedica con la asignación de sus padres a vivir la vida loca de la capital del reino.   También va un fotógrafo, amigo íntimo suyo y…

—La ventaja que tienen los coches de caballos, que con la fusta apartas al populacho —dijo don Cornelio —mientras su mano avanzaba por debajo de las enaguas de Engracia, hasta llegar sus dedos a enredarse en el pubis de ella, que sonreía condescendiente. Es su última amante, una espectacular prostituta del barrio de Salamanca de Madrid, a la cual ha alquilado para deslumbrar a sus paisanos, y hacerla pasar ante los ojos de su padre por la hija de Romanones, para que viese que no perdía el tiempo, que no solo era un ejemplar estudiante, sino que también buscaba un puesto en la vida, que le diese más que el trabajo de picapleitos. Para lo cual había aleccionado muy bien a Engracia. Si él tenía tablas, más las tenía ella.  Terminó siendo conocida en Villarejo de Fuentes como Doña Engracia. Cuentan que don Cornelio terminó haciendo honor a su nombre y que doña Engracia, disfrutó de las muchas gracias de los mozos de Villarejo y más de Madrid, donde él hizo carrera política al final en el Partido Conservador, siendo excelente orador y defensor de la moral, la familia y la fe cristiana.  Doña Engracia lo apoyó en todo y suplió las carencias en la cama, que la política restaba a don Cornelio, con otros sustitutos, ya que el señorito no la abastecía todo lo que ella necesitaba y estaba acostumbrada.

La prostituta lanza un gritito apenas audible, don Cornelio ha llevado sus dedos hasta la gruta prohibida, ríe irónico y susurra algo al oído de ella, que ella con el traqueteo y los gritos de algarabía de la chiquillería no escucha. Engracia aprieta la mano de él, tal vez para que la retire, él lo toma como una invitación a seguir.  El fotógrafo que se encuentra en los asientos de enfrente, intenta disimular la risa nerviosa de conejo que le sale sin querer. Mientras se imagina el bello cuerpo de Engracia, desnudo, cuando lo fotografió para el señor marqués de Mamandurria. Retratos a los que sacó rendimiento económico, que a él le dieron beneficio por venderlas a varios nobles y jóvenes pajilleros de la alta sociedad madrileña y de provincias. Uno de ellos don Cornelio. Que, tras trabajar su onanismo ante los retratos de la bella Engracia, rogó e imploró al retratista conocer a la modelo, como tantos otros.

El retratista conocía bien a la susodicha, conoció sus pechos duros como piedras y su vientre de terciopelo fino, las caricias de sus pestañas, abanicándole el bajo vientre.  Pero él, el retratista, tuvo los servicios de balde, por la mucha clientela que le proporcionaba con sus retratos artísticos. Engracia, también aumentó beneficios y caché. Entonces llegó él, Don Cornelio, y la quiso sólo para él. Ella se negó al principio. Cuanto más se negaba más ofrecimientos realizaba don Cornelio, el último, que no rechazó, casarse con ella; pero eso vino después. Ahora le había ofrecido ser vizcondesa de Romanones, hija del conde de Romanones, un viaje a la tierra de don Quijote, y más reales de los que ganaría quedándose en Madrid.

Cuando salen de la calle Constantino Alhambra, para llegar a las eras, el gritito se convierte en espasmo y sofoco.

Paran antes de llegar a la era. Ella dice que no está en condiciones de bajar. Don Cornelio la anima a bajar.

—Venga, que hemos venido adrede para que veas de dónde sale el pan que te comes.

—Por Dios, que me tiemblan las piernas. Tanto polvo, que levantan esos lugareños. Hasta mi garganta llega y me la reseca… —se niega Engracia intentando acomodarse la falda. 

—Antonio, pues baja tú, y los retratas —le dice al retratista.

—Desde el coche puedo —contesta, mientras intenta colocarse la levita sobre los pantalones, a la altura de la bragueta.

Baja el señorito, si más acompañamiento, la idea era retratarse junto a Engracia en la era, pero si ella se niega, y el retratista tiene problemas de calzones, él tampoco quiere llenarse de polvo, y desde un pequeño montículo llama a Sebastián, el capataz de su padre.

—Qué alegría señorito don Cornelio. Que alegría más grande. Me viene usted como agua de mayo. Ya sabe usted que yo lo quiero como si fuese mi hijo…, tengo que hablar con usted, por un problemilla...

Si alguien hubiese mirado las facciones del capataz y las de don Cornelio, salvando que unas estaban ajadas y quemadas por el sol, y las otras blancas y juveniles, habría encontrado cierto parecido, y es que él también, alguna vez consoló a la señora doña Angustias, madre de don Cornelio, aquella vez que doña Angustias, pilló con la mujer del capataz a su marido. Esa noche hubo un intercambio de parejas, sin que todos los intervinientes tuviesen conocimientos de ello. Nueve meses después, nacieron dos hermosas criaturas, Manuela, hija mayor del capataz y Cornelio, hijo mayor de don Matías. Tal vez de sus respectivas esposas.

—Sebastián, que traigo un amigo retratista, que quiere que poséis para él.

— ¿Posemos? ¿Cómo la madre del vino en la tinaja? —Preguntó sin comprender.

—Ignorante. No seas bruto. Quiero decir que os pongáis para que os retrate. —Increpó suspirando don Cornelio mientras que se ponía el sombrero de copa, para evitar los rayos de sol, que caía con toda su justicia.

Los jornaleros, comenzaron a ablentar, a trillar, a meter el trigo en los costales, a descargar gavillas, a levantar polvo.

—Parar por Dios. ¡Qué polvisca infernal! ¿No podéis hacer las cosas sin levantar polvo?

—Señorito, que dice el dicho, que quien no quiera polvo, no vaya a la era.

—Vale, vale. Hacer como que hacéis algo, sin hacer nada. Y sin moveros, sino el retrato no sale.

Foto cortesía de Inda Fernández, Villarejo de Fuentes (Cuenca)

Quien no quiera polvo, no vaya a la era, forma parte del libro Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre, disponible a través del autor y en Amazon.









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