Dedicado a todos aquellos que fundían el sudor de sus cuerpos con el polvo de la mies, aquellos que desde la salida del sol hasta después del crepúsculo, llevaban la aspereza en la garganta y a pesar de ello no perdían la sonrisa. Y muy especialmente a las gentes de Villarejo de Fuentes, que con esta foto me inspiraron esta historia.
Quien no quiera polvo, no vaya a la era, forma parte del libro Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre, disponible a través del autor y en Amazon.
Un grupo de golondrinas salen presurosas de sus
nidos ante aquel infernal ruido. Susana, que está llenando el cántaro en la
fuente, se gira sobresaltada al escuchar un ruido infernal, entonces ve por
primera vez aquel carro sin caballos que lo arrastren, el cual va dando tumbos
sobre un firme de tierra mal abrazado que desprende y salpica cantos entre las
polvorientas calles de Villarejo de Fuentes. A Elena que está al lado de la
ventana de su casa, en la calle de Tres ojos, dándole de mamar a su pequeño,
casi se le corta la leche de por vida, del susto que se llevó al caérsele el
chiquillo de los brazos, que si la criatura no se le desnucó fue gracias al
gato que tenía en durmiendo en los pies.
Ese día el gato consumió una de sus siete vidas, pues la cabeza del
infante era de marca mayor. No menos grave
pudo ser lo ocurrido a la hacendosa Gertrudis, que estaba bordando su ajuar en
la misma calle de Tres ojos, tan absorta estaba en el bordado y tan cerca de la
sábana, que casi se mete la aguja en el ojo. Poco faltó para perder un ojo, y
tuerta seguro que no la habría querido Juan Pedro, su novio, que le decía:
—Vives en la calle de Tres ojos, y hasta el tercero
tienes hermoso.
El cojo Lorenzo, dio un traspiés y no cayó de
bruces gracias a Teresa, la lechera, que llevaba media cántara de leche recién
ordeñada, la cual se derramó. No,
Lorenzo no cayó al suelo, pero se llevó una buena bofetada a palma abierta de
la susodicha lechera, no por haberse derramado la leche, sino por el lugar
donde se agarró el cojo para no caer, que fue a la cintura de la falda, bajando
hasta las enaguas de la muchacha, para delicia de tres chiquillos que estaban
jugando al tejo. No fue para el cojo, que nada llegó a ver, pues entre la torta
calentita y la rapidez de Teresa en subirse las sayas, se quedó a oscuras.
—Mujer, fue sin intención —no obstante, se disculpó
el pobre hombre.
—Es que, es que... la leche, ¡coño! —titubeó sin saber cómo reaccionar la pobre
lechera, que esa tarde no haría queso.
El coche continuó circulando por la plaza del Pilar
con su bocina escandalosa y su traqueteo infernal, aquel artilugio ha roto la
paz y el silencio de las buenas gentes que a esa hora se encuentran echado la
siesta, no reparadora, porque quienes echan la siesta a esas horas en el mes de
julio, por regla general no llegan a cansarse nunca. También puede ser que
nacieran cansados y en ese caso lo necesiten.
La gente que sí está cansada, a esas horas del mes
de julio, se encuentran en la era, y no tienen derecho a estar cansados, son
los siervos de la gleba, los jornaleros que trabajan para el señorito. Ellos,
los jornaleros, con sus familias, niños incluidos, se encuentran realizando las
labores de trillado y ablentado, bajo un sol de justicia. Sudorosos, empapados
de una mezcolanza de sudor y el polvo que desprende la mies. Si se quedan
quietos unos instantes, para echar un trago de agua, que ni tragan y escupen,
se asemejan a figuras de barro, de terracota, salidas del taller de un
alfarero, aún sin pulir. Claro, que no dan opción al secado, no paran, están en
continuo movimiento. Unos descargan las gavillas de los carros, otros con
horcas de madera la expanden sobre el recorrido del trillo. Quien ablenta lleva
ritmo acompasado, pero con brío. Quienes meten el grano en costales, parece
como si el mundo se fuese a acabar y necesitase meter todo el trigo de Castilla
en esa tarde. La trilla o trillo, pasa sus cortantes pedernales sin parar un
instante, cargado de chiquillos que ríen como si estuviesen de fiesta.
A medida que avanza el diabólico artilugio,
comienzan a escucharse murmullos de quienes alterados despiertan, también algún
grito airado de quienes tienen mal despertar. El «mecagüen el copón», de don
Matías, que en esos momentos estaba a punto de llegar al orgasmo con la
adolescente hija de su capataz. El «por Dios y la Virgen», de Angustias, la
esposa de don Matías, que se había quedado traspuesta mirando el polvo fino que
entraba por entre las rendijas de la ventana, con el joven cuerpo adolescente
del hijo del capataz sobre el suyo.
—Corre, vístete, no vaya a venir mi mujer.
—Señorito, no me habré quedado preñada.
—No mujer, no, que no me ha dado tiempo siquiera
a…, anda sal tirando, ¡copón!
Y la chiquilla, a pesar de las palabras de don
Matías no necesita vestirse, que don Matías le ha levantado la falda y no ha
esperado quitarle lo que no llevaba. Pero, la chiquilla, tiene miedo, su padre
está preocupado, porque dice que el amo lo va a echar, por haberle pillado en
un descuido con el grano, y solo fue a interceder por él, la respuesta del
cacique ya la sabemos. A pesar de todo,
la chiquilla se vuelve, implorante.
—¿Don Matías, perdona a mi padre? Por lo que más
quiera, perdone a mi padre.
—Como vuelvas a preguntar, y nos pille mi mujer, te
vas a enterar. Mañana vienes otra vez y lo hablamos, ¿vale?
—Miguelillo, despierta. ¿No escuchas ese ruido?
Y Miguelillo, despierta, también se había quedado
traspuesto sobre el cuerpo de su ama, después de recibir bocados en el pecho de
doña Angustias, para evitar gritar.
—¡Qué diferencia, Dios mío! ¡La Virgen Santísima!
Como se nota la juventud. ¡Qué placer tan intenso! Seguro que de tanto goce me
habré quedado preñada… —piensa, doña Angustias, mientras contempla al
adolescente vestirse con prisas —Esto no lo confieso ni a don Pascual. Que, si
voy al infierno, primero he visto el cielo. Siempre puedo ir a la Iglesia de
los Jerónimos, cuando voy a Madrid, o a la Iglesia de san Miguel, cuando voy a
Cuenca.
Mientras se viste Miguelillo, contempla a doña
Angustias persignase al tiempo que se acomoda el camisón, mientras le sonríe comiéndoselo
con los ojos. Aprovecha para recordarle
lo que le ha llevado a hablar con doña Angustias, terminando en el cuarto del
ama, justo en el otro extremo de la casona, porque don Matías y doña Angustias
las siestas en el verano las echan por separado, que hace mucho calor. Sin
embargo, en alguna ocasión no duermen, ni están solos en la cama.
—Doña Angustias…—titubea Miguelillo — ¿va a usted a
hablar con don Matías, para que perdone a mi padre?
—Sí, Miguelillo, sí, pero de vez en cuando me
tienes que traer agua fresca de la fuente, y de vez en cuando debes echarme
algún tronco a la chimenea, para avivar la lumbre…—doña Angustias emplea un
doble sentido, que el inocente chiquillo no capta.
—Sí, ya lo hago señora. ¿Perdonará a mi padre? ¿Le
va a decir al amo, que perdone a mi padre?
—Sí, sí, y sí. Pero sal corriendo, no vaya a venir
el amo, y me tenga que confesar antes de tiempo.
Sí, el artilugio ha despertado a quienes estaban
durmiendo o jugando a juegos de cama. A
pesar de todo, lo que prima son los gritos alegres de la chiquillería, que
entusiasmados amenazan con cortar el camino al coche, atravesándose y
arriesgándose a que se los lleve por delante aquel coche sin caballos,
atropellándolos bajo sus ruedas, o lo que sería más cómico, que el chofer, que
circula intentando evitar los baches, coja uno y vuelque. Dentro va don
Cornelio, veinteañero, hijo de don Matías y doña Angustias, que tuvo la
fatalidad de nacer el 16 de septiembre, festividad de San Cornelio, y su madre,
doña Angustias, había prometido ponerle el nombre del santo del día. Estudiante de derecho en Madrid, «un calavera»,
que paga a otros compañeros para que le suplanten en los exámenes y que se
dedica con la asignación de sus padres a vivir la vida loca de la capital del
reino. También va un fotógrafo, amigo
íntimo suyo y…
—La ventaja que tienen los coches de caballos, que
con la fusta apartas al populacho —dijo don Cornelio —mientras su mano avanzaba
por debajo de las enaguas de Engracia, hasta llegar sus dedos a enredarse en el
pubis de ella, que sonreía condescendiente. Es su última amante, una
espectacular prostituta del barrio de Salamanca de Madrid, a la cual ha
alquilado para deslumbrar a sus paisanos, y hacerla pasar ante los ojos de su
padre por la hija de Romanones, para que viese que no perdía el tiempo, que no
solo era un ejemplar estudiante, sino que también buscaba un puesto en la vida,
que le diese más que el trabajo de picapleitos. Para lo cual había aleccionado
muy bien a Engracia. Si él tenía tablas, más las tenía ella. Terminó siendo conocida en Villarejo de
Fuentes como Doña Engracia. Cuentan que don Cornelio terminó haciendo honor a
su nombre y que doña Engracia, disfrutó de las muchas gracias de los mozos de
Villarejo y más de Madrid, donde él hizo carrera política al final en el
Partido Conservador, siendo excelente orador y defensor de la moral, la familia
y la fe cristiana. Doña Engracia lo apoyó
en todo y suplió las carencias en la cama, que la política restaba a don
Cornelio, con otros sustitutos, ya que el señorito no la abastecía todo lo que
ella necesitaba y estaba acostumbrada.
La prostituta lanza un gritito apenas audible, don
Cornelio ha llevado sus dedos hasta la gruta prohibida, ríe irónico y susurra
algo al oído de ella, que ella con el traqueteo y los gritos de algarabía de la
chiquillería no escucha. Engracia aprieta la mano de él, tal vez para que la
retire, él lo toma como una invitación a seguir. El fotógrafo que se encuentra en los asientos
de enfrente, intenta disimular la risa nerviosa de conejo que le sale sin
querer. Mientras se imagina el bello cuerpo de Engracia, desnudo, cuando lo
fotografió para el señor marqués de Mamandurria. Retratos a los que sacó
rendimiento económico, que a él le dieron beneficio por venderlas a varios
nobles y jóvenes pajilleros de la alta sociedad madrileña y de provincias. Uno
de ellos don Cornelio. Que, tras trabajar su onanismo ante los retratos de la
bella Engracia, rogó e imploró al retratista conocer a la modelo, como tantos
otros.
El retratista conocía bien a la susodicha, conoció
sus pechos duros como piedras y su vientre de terciopelo fino, las caricias de
sus pestañas, abanicándole el bajo vientre.
Pero él, el retratista, tuvo los servicios de balde, por la mucha
clientela que le proporcionaba con sus retratos artísticos. Engracia, también
aumentó beneficios y caché. Entonces llegó él, Don Cornelio, y la quiso sólo
para él. Ella se negó al principio. Cuanto más se negaba más ofrecimientos
realizaba don Cornelio, el último, que no rechazó, casarse con ella; pero eso
vino después. Ahora le había ofrecido ser vizcondesa de Romanones, hija del
conde de Romanones, un viaje a la tierra de don Quijote, y más reales de los
que ganaría quedándose en Madrid.
Cuando salen de la calle Constantino Alhambra, para
llegar a las eras, el gritito se convierte en espasmo y sofoco.
Paran antes de llegar a la era. Ella dice que no
está en condiciones de bajar. Don Cornelio la anima a bajar.
—Venga, que hemos venido adrede para que veas de
dónde sale el pan que te comes.
—Por Dios, que me tiemblan las piernas. Tanto
polvo, que levantan esos lugareños. Hasta mi garganta llega y me la reseca… —se
niega Engracia intentando acomodarse la falda.
—Antonio, pues baja tú, y los retratas —le dice al
retratista.
—Desde el coche puedo —contesta, mientras intenta
colocarse la levita sobre los pantalones, a la altura de la bragueta.
Baja el señorito, si más acompañamiento, la idea
era retratarse junto a Engracia en la era, pero si ella se niega, y el
retratista tiene problemas de calzones, él tampoco quiere llenarse de polvo, y
desde un pequeño montículo llama a Sebastián, el capataz de su padre.
—Qué alegría señorito don Cornelio. Que alegría más
grande. Me viene usted como agua de mayo. Ya sabe usted que yo lo quiero como
si fuese mi hijo…, tengo que hablar con usted, por un problemilla...
Si alguien hubiese mirado las facciones del capataz
y las de don Cornelio, salvando que unas estaban ajadas y quemadas por el sol,
y las otras blancas y juveniles, habría encontrado cierto parecido, y es que él
también, alguna vez consoló a la señora doña Angustias, madre de don Cornelio,
aquella vez que doña Angustias, pilló con la mujer del capataz a su marido. Esa
noche hubo un intercambio de parejas, sin que todos los intervinientes tuviesen
conocimientos de ello. Nueve meses después, nacieron dos hermosas criaturas,
Manuela, hija mayor del capataz y Cornelio, hijo mayor de don Matías. Tal vez
de sus respectivas esposas.
—Sebastián, que traigo un amigo retratista, que
quiere que poséis para él.
— ¿Posemos? ¿Cómo la madre del vino en la tinaja?
—Preguntó sin comprender.
—Ignorante. No seas bruto. Quiero decir que os
pongáis para que os retrate. —Increpó suspirando don Cornelio mientras que se
ponía el sombrero de copa, para evitar los rayos de sol, que caía con toda su
justicia.
Los jornaleros, comenzaron a ablentar, a trillar, a
meter el trigo en los costales, a descargar gavillas, a levantar polvo.
—Parar por Dios. ¡Qué polvisca infernal! ¿No podéis
hacer las cosas sin levantar polvo?
—Señorito, que dice el dicho, que quien no quiera
polvo, no vaya a la era.
—Vale, vale. Hacer como que hacéis algo, sin hacer nada. Y sin moveros,
sino el retrato no sale.
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