sábado, 30 de abril de 2016

Soy culpable (poesía)



Soy culpable
 Sí, soy culpable de mirar y ver,
de escuchar y oír,
de sentir emociones
y dolerme el alma.
Si sale el sol lo digo,
si es la Luna,
también.
¿Por qué callar mi voz?
Soy culpable,
y asumo mi culpa.
No me quejo de mi hambre,
no callo  la ajena.
Necesito hablar,
 gritar,
que mi garganta sea palabra,
grito de los mudos,
Quejido y lamento de los pobres.
Sí, Soy culpable.
Aquí
mis manos libres,
que mis malos versos,
sean malos,
 pero libres
sean cincel que rompa cadenas.
Si,  lo confieso, soy culpable.

©Paco Arenas

jueves, 28 de abril de 2016

El Quijote boricua (Cuento absurdo)


 Al profesor don Jaime Flores

Tal vez estaban fuera de lugar. No era lógico ni no normal que aquellos dos estuvieran allí. Los paisanos creyeron que estaban intentando hacer girar las muelas del molino de viento, desde tiempos inmemoriales se decía que donde no hay harina no hay tremolina, y eso le pasaba a la cabeza de Paco; pero hombre, que todo un catedrático de la Universidad de Puerto Rico, se prestará a tamaña tontería.

Nada era casual, sino fruto de unas ideas locas surgidas de cabezas a las cuales no les funciona bien lo que tienen delante del occipital, y no por las resacas, que las borracheras se pasan y ya está, la tontuna es para siempre. Aquellos dos hablando sin parar de don Quijote y Sancho, delante del molino de viento, muy normal no era, esa es la verdad.

Fue Zacarías Zenón el primero en darse cuenta, que de inmediato se lo comunicó a Hilario Buendía, jefe de la oposición a la alcaldesa, que estaba en el bar tomándose su café y su copa de después de la comida, en compañía de Nicomedes Alcañiz y Ambrosio Ortiz, correligionarios suyos.

—Zacarías, esto que nos cuentas es muy grave. Habrá que ponerlo en manos de la autoridad competente —dijo Hilario Buendía, después de escuchar a su amigo.

—Esto es culpa de la alcaldesa — acuso Nicomedes señalando con el dedo hacia la barra del bar, puesto que el bar era propiedad de la alcaldesa.

—Y del Gobierno, no lo olvidemos, el gobierno es el principal culpable —añadió Ambrosio.

 

—Sin duda, el gobierno el principal. Es imprescindible ponerlo en mano de la autoridad competente.

—¿De la alcaldesa? —Preguntó Zacarías.

—¿Estás memo? Quiero decir en manos de los guardias.

Subieron al viejo Mercedes-Benz del edil y sin detenerse un instante tomaron rumbo al cuartel de la Guardia Civil de San Clemente. Llegaron a la garita, siendo la hora de la siesta, y que por allí no pasaba nadie, el guardia encargado de la puerta se había quedado traspuesto con un vaso de carajillo en la mano. Condescendientes, tocaron con sumo cuidado el cristal de la garita; no obstante, el guardia se alteró más de la cuenta:

—¿Qué pasa?, ¿quién ha sido? Ahora mismo limpio los cristales… No mi sargento, no he sido yo… ¿Qué coño quieren ustedes a estas horas? —Terminó despertándose, al darse cuenta la presencia de los cuatro hombres, que de manera tan insolente se atrevían a molestarlo a esas horas.

—Queríamos poner una denuncia —dijo Hilario Buendía, el cual quería llevar la iniciativa.

—¿A estás horas? ¿Tan grave es? ¿Han matado a alguien? ¡Copón que son las cuatro y media de la tarde? Parecen, ya se parecen a las teleoperadoras, siempre jodiendo la siesta…

Los paisanos se miraron extrañados ante tal batería de preguntas atropelladas. Era la primera vez que iban a poner una denuncia. En aquella comarca nunca pasaba nada, siendo lo más importante acaecido, en los últimos años, el suceso de un joven madrileño que se perdió en el monte jugando con el «Tamagotchi» o buscando «pokemons», tal vez cazando gamusinos, que para el caso es lo mismo.

—Es que ha pasado algo extraño en Pinarejo, en el molino de Pinarejo concretamente —contestó dubitativo, quien llevaba la voz cantante.

—¿No me irán a decir que don Quijote ha vuelto a cargar contra el molino y se ha quedado enganchado en las aspas? —Se burló el guardia —. Si allí sólo quedan cuatro viejos y poco más…

—Pues casi, don Quijote y Sancho…—fue a decir Zacarías, pero, el guardia lo paró en seco.

—Mejor hablen con el sargento directamente, esperen un poco, que ya les vale a estas horas venir con tonterías —cortó el guardia, llamando por el interfono al sargento.

—¿Qué coño quiere a estas horas, Rodolfo? —Se escuchó la voz soñolienta del sargento.

—Cuatro hombres que dicen que ha pasado no sé qué de don Quijote en el molino de Pinarejo…

—¿Rodolfo, sabe que no se puede beber estando de servicio, y menos en la puerta?

—Mi sargento, no es el caso —respondió nervioso el guardia, metiendo el vaso de carajillo detrás del monitor de la computadora, como si el sargento lo pudiera ver —. ¿Les digo que pasen o que se vayan por donde han venido?

—Dígale que soy Hilario Buendía, me conoce, fuimos juntos a bachillerato en La Mota del Cuervo —cortó la conversación el concejal.

—Ya lo he oído. No sé quién coño es ese Hilario, pero dígales que pasen —se escuchó a través del interfono.

—Soy el líder de la oposición en Pinarejo…

Se escuchó la risa del sargento a través del interfono.

—Pasen, pasen —rio también el guardia de la puerta — ustedes, el sargento los espera.

El sargento los recibió sentado detrás de la mesa, tras la pantalla del ordenador, indicándoles con un gesto para que se sentaran en las tres sillas que había disponibles, quedándose el Ambrosio Ortiz de pie.

—Siéntense y díganme qué es tan importante como para venir a estas horas, que, con esta calina —comenzó mirando un imaginario reloj de pulsera el sargento —, a casi las cinco de la tarde. ¿Saben que a estas horas sólo salen a la calle los borricos y los turistas? Y ustedes mucha pinta de turistas no tienen, así que ya me dirán. Espero que tengan una buena razón.

—Pues eso, decimos nosotros, que el molino es para los turistas, no para moler trigo, ¡ah!, soy Hilario Buendía, fuimos juntos al instituto de la Mota del Cuervo —contestó el llamado Hilario ofreciéndole la mano, que el sargento rechazó.

—Perdone, no me acuerdo de usted. Por favor, tengo prisa —le cortó el sargento, recordando a su interlocutor —. Si es que tenía que haber pedido otro destino. Todo por hacer caso a su mujer — pensó.

—Alguien debería haber puesto remedio en su momento —intervino Nicomedes —. La culpa es de la alcaldesa que les dio las llaves sin preguntar al consistorio.

—Una locura de personas sin seso, capaces de ponerse por sombrero un orinal cual yelmo de don Quijote —terció, Ambrosio, que era quien se había quedado de pie.

—Que no era un orinal lo que se puso don Quijote en la cabeza —lo interrumpió, dándole con el codo Zacarías en la pierna —era una bacía de barbero, vamos una palangana de toda la vida, para que nos entendamos, una zafa…

—¿Qué más da palangana, que zafa o si estaba vacía o llena?, al fin y al cabo, se colocó un bacín de barbero, lo que viene a ser un orinal, ¡Vamos, para aclararnos! —protestó el interrumpido.

—¡Por favor! ¡Céntrense! —Gritó el sargento exasperado — ¿Cómo va a ser lo mismo una bacía, una palangana y un orinal? ¿Acaso usted no ha leído El Quijote?

—¿Acaso tengo yo pinta de estar majareta? —interrogó Zacarías Zenón — Todo aquel que lee termina como don Quijote, o peor, como Paco Arenas…

—Yo leo —le interrumpió el sargento señalando un libro que tenía sobre la mesa.

—Ya decía yo, ¿qué se puede esperar de un guardia que lee? Y que conste que yo soy muy de ¡Viva la Guardia Civil y viva el rey!  Pero, reconocerá que un guardia que lee, no es un guardia como Dios manda.

—¡Calla, calla ignorante! Disculpe sargento, este es un tontaina que no ve «Pasapalabra», ni nada —cortó el tal Hilario. Dejarme a mí, que para eso tengo título y estudié con el señor capitán, perdón, sargento, pero que llegará pronto a capitán seguro —terció de nuevo Nicomedes —. Mire usted, yo le explico todo lo que tiene que ver con Paco Arenas. La verdad es que era de suponer, como ya ha dicho mi paisano, es el culpable de todo este embrollo. ¿Le hemos dicho que se calló de lo alto del molino viejo?

—Sí, o no, yo qué sé, ni tampoco me importa —contestó con sequedad el sargento armándose de paciencia, para no explotar.

 —¡Ah bueno! Lo que yo le diga, señor guardia...

—Sargento, soy sargento, ni capitán ni guardia —protestó el sargento de la Guardia Civil, señalando sus galones.

—Perdón, sargento —se disculpó y continuó Nicomedes —. El tal Paco Arenas, mucho seso no tiene desde que se cayó desde lo alto del molino viejo, ¡ah bueno! Que ya se lo había dicho. No es que tuviera mucho antes, que muy espabilado nunca fue, además ni siquiera fue mucho a la escuela. Pero eso, la caída del molino, lo trastornó aún más de la cuenta. Más de dos horas estuvo sin conocimiento, bien que me acuerdo, y luego las abejas de las colmenas de Dimas…

—Conocimiento nunca ha tenido, ni mucho juicio. Está desquiciado desde entonces —entró ahora Zacarías Zenón —. Además, es un delincuente. Nunca debería haber sacado a la luz los manuscritos de Teresa Panza, que, si ella los guardó en la cueva del Hermosomío, su razón tendría. Debería haberlos entregado a la Universidad, no apropiárselos de esa manera, o al ayuntamiento, lo que es del pueblo, es del pueblo y todos paisanos tenemos derecho a las ganancias, a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar, que mucho predicar y de dar trigo na de na...

—Señor guardia, bueno señor sargento, por si sirve de algo —intervino de nuevo Hilario Buendía, que no quería quedarse callado, bajando la voz y acercando sus labios al oído del sargento de la Guardia Civil, señalando con el dedo al funcionario —, el tal Paco es un poco revoltosete, de cascara amarga, usted ya me entiende, como los del gobierno…

—No, no lo entiendo y ya les he dicho que no estoy para tonterías —se encogió de hombros el sargento un tanto molesto, metiendo prisa a los cuatro paisanos que le habían interrumpido la siesta, en aquel pueblo que nunca pasaba nada.

—¡Copón, cabo!¡No me joda usted! Que esto es algo muy serio, que Paco Arenas quiere hacer la república independiente de Pinarejo, «igualico» que los catalanes, imagine usted que un día escribió Pinarejo república independiente y con salida al mar, así mismo —Ambrosio, ante lo para él era algo bastante evidente.

—Sargento, si a usted no le importa… —protestó el sargento ante la degradación llevada a cabo a su persona por el pinarejero, con lo que le había costado conseguir los galones de sargento.

—Pues, eso, que es un poco rojo, bueno un poco, es un decir, a veces se mete hasta con el Tortas…, perdón, perdón, no me lo tenga en cuenta usted, que yo no quería faltar... Me he equivocado de persona, no era eso lo que quería decir…—titubeó nervioso Zacarías.

—Entonces, ¿no es el tal Paco Arenas al que quieren denunciar?

—Sí, sí claro, lo que queremos decirle que habla mal del rey, y esta pulsera con la bandera nacional, no se la pone ni borracho, es rojeras…—apostilló Zacarías, que ya parecía llevar la voz cantante, en detrimento de Hilario.

—Bueno, pero que no se ponga pulseras, no es delito, yo tampoco me las pongo, lo veo una estupidez. La patria se lleva en el corazón, y no en procesión.  Estamos en democracia, otra cosa es lo que pueda decir del rey. Si injuria a la Corona, eso sí es delito ¿qué piensa el tal Paco del rey? Que ya, con tal de que me dejen tranquilo, soy capaz de meterlo entre rejas a él y a ustedes... juntos, ¡Copón! Que ya hasta me hacen hablar mal.

—Pues lo mismo que pensamos todos, que el rey no sirve para nada, y que es un gasto inútil para el Estado…—saltó el Zacarías, queriendo estar a tono con las palabras del cabo, no fuera a ser que fuese a la cárcel. 

—Perdoné mi sargento —intervino bruscamente Hilario, dándole un codazo tan fuerte a Zacarías Zenón, que lo tiró contra el suelo —, mi paisano no quería decir eso, ninguno de quienes estamos aquí pensamos esas cosas, pensamos y decimos lo mismo que usted sobre el rey. Somos españoles como Dios manda…

—¿Lo mismo que yo? Si piensan y dicen lo mismo que yo, tendré que detenerlos por injurias a la Corona, así que vayan sacando sus «deneis», que les aplique la Ley de Seguridad Ciudadana… 

—Pero hombre, si nosotros venimos a denunciar, no a ser denunciados por usted. Somos los denunciantes. Además, somos españoles, muy españoles… ¡Viva la Guardia Civil! —protestó, ahora Hilario, echando mano a la cartera.

—¿Me intentan sobornar? —Preguntó ofendido el sargento de la Guardia Civil.

—No, es para darle el «denei» —se disculpó Hilario Buendía que ya tenía la cartera en la mano y un billete de cincuenta euros fuera, que de inmediato metió en la cartera, sacando el «denei»

—Es igual, vale, con cincuenta euros es suficiente, bueno, mejor cien. Cada uno, claro. La vida está muy cara…

Los cuatro echaron con disgusto manos a la cartera, Zacarías miro a sus compañeros, sólo tenía veinte euros, como siempre iba de gorra, comenzando a contar con los dedos.

—¿Me dejáis mil duros? Bueno treinta euros, me faltan cinco mil pesetas… para la multa…

—Es broma —era broma, dijo echándose a reír el sargento —. Lo que ocurre es que no sé qué coño han venido a denunciar. Porque ese Paco Arenas sea rojo o republicano, es legal, otra cosa es que quiera cometer un delito…

—Pues cabo Urbano no pensaba igual, pegaba unas hostias a los rojos más grandes que los panes de la tahona de Pinarejo, menudo era…

—Claro, claro, pero Urbano era un guardia franquista, yo soy demócrata. No todos los guardias no somos unos fascistas. Eso era antes. Ahora si me hacen el favor, me dicen qué quieren denunciar, sin tonterías, de lo contrario les tendré que aplicar con todo rigor la ley mordaza, perdón de Seguridad Ciudadana.

—Pero si esa ley está sólo para meter a los titiriteros y a los cantantes en la cárcel. Nosotros somos personas normales y serias, cantamos muy mal, hasta y, ni siquiera borrachos, contamos chistes y menos de su caótica majestad. Ni del que se ha fugado a los Emiratos Árabes, ni del desaparecido —protestó, ahora Ambrosio.

—Pues, hasta el momento todo esto me parece un mal chiste, sin gracia ninguna y por mejores chistes han metido en este país a gente en la cárcel. Me están cabreando, yo estaba tan ricamente echando la siesta y leyendo Magdalenas sin azúcar.

—¿Echando la siesta o leyendo? Aclárese usted a ahora, porque si estaba leyendo, no podía estar echando la siesta —intervino Hilario, bastante ofendido por el tono del sargento y por el hecho de que no lo recordará.

—Me han jodido la siesta y la lectura, justo cuando tenía un sueño cojonudo, así que aligeren o llamo a los guardias para que los metan en el calabozo.

—¡Vale, vale! Si al final vamos a tener que ir a hablar con el cura, que es el único que nos entiende, ese sí que sabe...

—Pues vaya a hablar con el cura, que yo no llevo sotana.

—Se lo decimos con claridad, pensamos que Paco Arenas ha secuestrado a un catedrático de Puerto Rico, y que lo tiene metido en el molino nuevo ¿quién va a buscar ahí?, y lo va a moler para hacer harina de otro costal…

—Váyanse ustedes a tocar los mismos a otro, dicen unas tonterías, el molino ese no muele, no giran ni las aspas, ni las muelas muelen. Donde no hay harina no hay tremolina. ¡Guardias! —llamó el sargento.

¡Madre mía la que se montó! Y más después de que el sargento se negara a tomar cartas en el asunto. Todo porque aquel profesor, vestido con guayabera, llegado de la Isla de Borinquén, pisó Pinarejo. Que Zacarías se alarmase, vale, que se alarmase el líder de la oposición, hombre con máster y título universitario, eso sí, falso, era más complicado. Pero, cuando Paco Arenas, alquiló un caballo y un borrico, hablando algo de molinos, de don Quijote y Sancho, de molienda y costales de trigo y harina.

—Los guardias, ya no son lo que eran. Si este caso lo pilla el cabo Urbano…—se lamentó Hilario.

Echados del cuartelillo, fueron a hablar con alguien con influencia de la diputación, al que sí convencieron, el cual quiso llamar a la Embajada de Puerto Rico, por desgracia no existía tal embajada.

—¿Cómo no va a existir la embajada de Puerto Rico, si en el Paseo de La Habana está la de Cuba y Puerto Rico es mucho Puerto Rico? —Se preguntó incrédulo Zacarías Zenón.

—Seguro que sí existe, le preguntaremos a nuestro presidente, el líder de la oposición, que se sacó la carrera sin examinarse, y un máster sin estudiar —dijo el miembro de la diputación, que también tenía máster regalado.

 Finalmente, tras varios intentos, lo remitieron a la embajada de los EEUU. El chismoso influyente dudó, ya veía a los marines de la Sexta Flota invadiendo la Mancha con Trump a la cabeza. Bueno, al fin y al cabo, a él siempre gustaron las hazañas bélicas, y el presidente de los Estados Unidos, era el loco más y peligroso de los presidentes americanos desde que él tenía conocimiento. Llamó a la Benemérita, pensando que a él sí le harían caso, como persona conocida y de orden que era. Lo peor es que lo conectaron con el sargento, al que contó la misma historia que le habían contado los paisanos.

—Un loco ha secuestrado a un profesor americano para atacar los molinos de viento de Iberdrola, y cambio el molino de viento por los de las eléctricas —dijo lo de «americano» pensando que así haría más fuerza que si decía puertorriqueño, y en cierto modo no mentía —. Mire sargento, el secuestrador parece que no tiene carne en el esqueleto. Como si los huesos fuesen agujas sin enhebrar, y la sesera se le hubiera secado, a fuerza de darle el aire, y parece que ya comienza a desvariar. Aunque desvariar ya desvariaba antes, desde que se cayó de lo alto del molino viejo, cuando era pequeño y jugaba a hacer el indio, o era don Quijote de la Mancha pensando que se enfrentaba a gigantes…—quiso terminar dando un tono un tanto literario a sus elucubraciones, a pesar de que nunca había leído El Quijote.

—Esas tontunas, ya me las han dicho antes cuatro gilipollas. Usted, señor diputado, disculpe, pensaba que tenía algo más de seso. Pero bueno, explíquese —contestó el sargento con tono sarcástico.

—Piense quién soy, que puedo llegar a ministro, soy el brazo derecho del líder de la oposición, aunque no dispare aceitunas con la boca. Así que escuche con atención. Los vieron anteayer, por última vez, vestidos de don Quijote y Sancho en el molino de viento, y ya no se les volvió a ver más, según todos los indicios, Paco Arenas tiene secuestrado al profesor don Jaime Flores.

—Vale, avisaré a mis superiores para que se pongan en contacto con la embajada de los Estados Unidos —contestó el sargento con tono de hastió, ante el tono del diputado.

Entonces llegaron cuatro agentes americanos, bien trajeados, hablando inglés con el acento meloso de Puerto Rico, los cuales se presentaron como funcionarios de la embajada de EEUU. Su llegada creó, aún más revuelo, que la llegada del profesor Flores en aquel tranquilo pueblo castellano del norte de la Mancha.

  Ya todo el mundo en Pinarejo y en la comarca, tenía claro de que algo grave habría ocurrido. Sólo faltaba la Guardia Civil, el reticente sargento; aunque llamó a la embajada, no mandó guardias. Los programas televisivos de la mañana, tan sensacionalistas e inventivos, ávidos de noticias; aunque fueran falsas, mandaron a sus reporteros, y por supuesto anunciar en todos los noticiarios. El presunto secuestro de un profesor puertorriqueño, por parte de un desquiciado que pretendía revivir las aventuras de don Quijote y Sancho, abría los amarillistas noticiarios. Contaban que un loco había obligado al profesor para que hiciese de don Quijote, o lo que era peor, que lo había secuestrado para pedirle su colección de libros del Quijote como rescate, pues eso dijeron en la taberna de la plaza.

Comenzó la búsqueda y por mucho que los buscaban, tanto al manchego como al profesor parecía como si se los hubiera tragado la tierra. Helicópteros y patrullas de rastreo comenzaron a peinar la zona. Hasta que por fin un pastor de la Montesina dijo haber visto un caballo y un borrico atados a una encina y a dos extraterrestres o astronautas, no estaba muy seguro, pues nunca había visto ni lo uno ni lo otro, intentando abrir un agujero en el muro de la cueva de La Montesina.

—Para entrar dentro —dijo, aclarando que no bebía vino nada más que en las comidas y sólo una gotilla.

—Dos chalados, señores americanos, dos chalados —repetía Hilario Buendía, que ya se veía como el Llanero Solitario —. Esa cueva es muy peligrosa, la tapiaron en tiempos de Franco, por lo peligrosa que es, la mismísima boca del infierno, me ha dicho mi padre.

Ante tal revuelo, el sargento cedió y Guardia Civil junto, con los funcionarios de la embajada de EEUU, se presentaron en la Montesina. Los dos hombres, boricua y manchego, ya habían salido de la gruta. Continuaban vestidos todavía con los trajes de seguridad. Las escafandras las habían sustituido por tapones en las fosas nasales, manteniéndose a cierta distancia de la entrada de la cueva. Estaban tranquilos comiendo jamón serrano, queso manchego y bebiendo vino en tragos largos de bota de cuero. Tenían todavía las pruebas del delito al lado, mazas, picos, tijeras de podar y bolsas de cuero. Todas las zarzas existentes alrededor de la cueva las habían amontonado sobre unas rocas baldías. También derribaron el muro de hormigón, con el cual, más de setenta años antes taponaron la entrada en la cueva para evitar desgracias. Se les notaba cansados, es por ello que estaban reponiendo fuerzas.

Los guardias tomaron posiciones sin mucho convencimiento, tenían orden de que obedeciesen a los funcionarios de la embajada, pero también que estaban participando en algo estúpido, aunque el cabo discrepara del sargento. Los funcionarios se dirigieron directamente al profesor Flores.

Now you are safe Míster Flores —dijo un funcionario en inglés con meloso acento de Puerto Rico, que enojó al profesor.

—Ya vienen a jeringar.  Para usted, soy señor.  Soy boricua…—replicó el profesor.

—Míster Flores, profesor, es ciudadano de Estados Unidos. Debemos protegerle…—bajando el tono—. Esta gente es peligrosa, cafres y atorrantes, ya sabe…

—Ustedes sí que son cafres…—replicó el profesor.

Paco fue a decir algo, pero de inmediato los guardias le apuntaron con sus pistolas y calló de inmediato, casi antes de abrir la boca.

—Iba a ofrecerles un trago de vino —se disculpó, mostrando la bota en una mano y el pan con el jamón y la navaja en otra.

—Suelta lo que tienes en la mano, tíralo al suelo —ordenó el cabo.

Paco soltó la navaja, pero no la bota, ni el pan, ni mucho menos el jamón. Uno de los guardias se lo arrebató de un manotazo, tirándolo al suelo.

—Eso es resistencia a la autoridad —le increpó el cabo con severidad. Mientras Paco, asustado, se encogía de hombros —tendremos que aplicarle la ley mordaza.

—¿Está usted bien? Preguntó otro funcionario al profesor, casi lanzándose sobre él, supuestamente para protegerlo.

— ¡Por Dios! ¿Cómo no estar bien?, si estoy comiendo el mejor jamón, el mejor queso y bebiendo el más delicioso vino de la tierra, sentado en la misma piedra que lo hiciera el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

El funcionario lo miró con estupefacción, no podía creerlo, la información era precisa, el profesor, también estaba trastornado como don Quijote. «¡Qué malo es leer! La gente que lee se vuelve estúpida», pensó el funcionario americano. Naturalmente no dijo eso:

—No es lo que nosotros tenemos entendido, así que, sintiéndolo mucho, debe venir con nosotros…

—De ninguna de las maneras. Ustedes me dejan abochornado, tratándome como si estuviese ajumado—. replicó con autoridad el profesor.

—Míster Flores. Estamos para ayudarle, piense en su esposa e hijos…

—Juanita está al tanto, y viene de camino, mis hijos, me quieren tanto, que no comprenden que estoy hecho un jovenzuelo…

Mientras tanto la Guardia Civil comenzaba a abrir diligencias sobre la apertura de la cueva, como ya he dicho antes tapiada con bloques de hormigón más de setenta años antes, tras desaparecer varias personas en ella.

— ¿Por qué has abierto la entrada de la cueva? ¿Acaso no sabes que está prohibido desde 1956?

—¡Uy, ni había nacido? Tengo los permisos de la diputación y hemos pedido permiso a la alcaldesa —respondió Paco, primero en broma, después en serio al ver la cara de enojo del guardia —, además, está llena de monedas de oro y plata, señalando una bolsa de lona y vaciándola en una caja de cartón que tenían al lado.

— ¿Las habéis robado? —Preguntó el guardia con ojos que reflejaban a un tiempo curiosidad y codicia al ver que la bolsa estaba llena de monedas de oro y plata.

— No. No somos ladrones. La hemos abierto a la espera de que lleguen los especialistas —respondió Paco.

— ¿Hay más? ¿Se ven? —Preguntó otro de los guardias.

—Algunas, bueno, bastantes. Se ven, ducados de oro, escudos reales, también maravedíes; pero no debemos bajar porque...—comenzó Paco.

—¿Eso quién lo dice, tú? —Preguntó el guardia que había tirado el pan y el jamón al suelo.

Paco se encogió de hombros, prefería no discutir con el guardia estando la Ley mordaza vigente.

—Son manchegos... ¿Ustedes habrán leído el Quijote? —Preguntó el profesor —. Saben lo que le pasó a don Quijote cuando bajó a la cueva de Los Montesinos...

Los guardias y los funcionarios miraron al profesor como si este estuviera loco de remate.

—¿Quién va a ser tan tonto de leer esas cosas, mejor el Marca o el As habiendo fútbol y toros? ¿Estamos locos acaso? —replicó el cabo de la Guardia civil, al mando, el sargento no quiso saber nada del asunto —¿Pero hay tesoro o no hay tesoro?

—Sí, monedas, muchas monedas, pero como les dice el profesor, recuerden lo que le ocurrió a don Quijote en la cueva de Los Montesinos..., además, hay que esperar a que lleguen los especialistas de la diputación y del Ministerio de Cultura...

—Hombre, eso lo tendremos que decidir nosotros, que para eso somos la autoridad —replicó el cabo.

—Mi cabo, se ven las monedas desde aquí —dijo uno de los guardias, señalando con una linterna al interior de la cueva, dos o tres sacos llenos de monedas de oro, brillan en la oscuridad.

 Antes de que terminase, varios guardias estaban en la abertura de la cueva, y comenzaban el descenso.

—Lean, lean, que no les ciegue la codicia —les advirtió el profesor.

—Ya leemos: el Marca y el As, El Mundo, La Razón y Libertad Digital, bueno los titulares —dijo un guardia echándose a reír.

— Que lea —dijo otro—.  Menudo par de imbéciles.  Como si no tuviéramos otras cosas importantes que hacer...

 Guardias y funcionarios americanos comenzaron el descenso, a unos y otros le increpaba el profesor Flores muy educadamente:

—No bajen, es muy peligroso, no sean avariciosos...

—Esto está lleno de monedas, parecen de oro de verdad, mirar —se escuchó la voz de uno al tiempo que varias monedas salían volando a la superficie.

Paco, aprovechando que el guardia que lo vigilaba ya no estaba pendiente de él, sacó el móvil y comenzó a marcar. De inmediato un guardia le arrebató el celular.

—¿Necesitas dos hostias o qué?  —Preguntó.

—No, sólo dos o tres ambulancias para sus compañeros —contestó tranquilamente Paco, mientras al otro lado de la línea, se escuchaba la voz de la operadora «doscientos doce de emergencias, dígame», el guardia miró hacía la entrada de la cueva, se acercó y vio como uno detrás de otro, guardias y funcionarios americanos iban cayendo en un profundo sueño.[1]

—Por favor, señor guardia, dígales que vengan con escafandras de máxima seguridad.

El guardia nervioso era incapaz de articular palabra, así que Paco arrebató el celular al guardia y explicó la situación.

Por suerte llegaron a tiempo los servicios de emergencias instalados en Honrubia, menos mal que finalmente no los quitaron, como pretendía Dolores de Cospedal.

  Una vez todo aclarado, don Jaime, supuestamente en el papel de Quijote boricua y Paco, también supuestamente, en el papel de Sancho, sobre caballo y borrico, sin adarga ni lanza, pero con vino, queso, continuaron el recorrido gastronómico cultural por tierras de la Mancha, con intención de detenerse en todos los molinos y rincones por los que anduvieron don Quijote y Sancho; pero sobre todo, por posadas y fondas, comenzando por la Posada Real de Santa María, donde Julián García, y otra vez García, ganador de dos primeros premios a la mejor paella del mundo, les tenía preparada una.

 

Por la manchega llanura[2]

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar…

 

Ponme a la grupa contigo,

caballero del honor,

ponme a la grupa contigo,

y llévame a ser contigo

pastor.

 

Por la manchega llanura

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar...



[1] En la cueva de Los Montesinos, Don Quijote se quedó profundamente dormido posiblemente por los gases que emanan del interior de la tierra, siendo bastante común en grutas naturales el dióxido de carbono, al tratarse de un gas inodoro. Ha ocurrido en múltiples ocasiones que las personas caigan inconscientes y mueran al entrar en este tipo de cuevas. A buen seguro que don Quijote de no haber entrado atado a una cuerda jamás habría salido de la famosa Cueva de Los Montesinos, que como más tarde explica Teresa Panza, bien podría ser la cueva conocida como de la Montesina, en el paraje del mismo nombre del actual municipio de Pinarejo, a pesar de que en la obra del Quijote la sitúa cercana a las lagunas de Ruidera.

[2] León Felipe

martes, 26 de abril de 2016

Vago simulacro de movimiento bajo la higuera seca (poema)


No debería tener dudas, 
ni olvidar las cohabitaciones cómplices,
de quien se lamenta con los brazos abiertos,
 implorando al cielo,
bajo una higuera seca.
Pide a Dios, en vano, 
lo que no tiene el valor
 de conquistar con su mano.


Bastaría, 
no me cabe duda,
 cerrar su puño
y descargar su furia contra la mesa...
o, simplemente, 
sí, mejor, salir de la vana sombra 
y ponerse a caminar.
—Lázaro, levántate y anda. 
Dijo Jesús.
 y la tierra tembló,
 cuando Lázaro comenzó a caminar...

©Paco Arenas

domingo, 24 de abril de 2016

El tuteo del señor marqués (o como se perdió el “usted” en España) Relato.



Trabajaba yo como recepcionista a finales de los años setenta, del pasado siglo, en un hotel de Ibiza, y un joven maestro madrileño de lengua castellana, se encontraba allí alojado con varios de sus alumnos en viaje de fin de curso. El maestro en cuestión se empeñaba en que, contraviniendo las normas del hotel, le tutease[1] a él y a sus alumnos, casi de mi misma edad.  Viendo que no hacía caso, decidió contarme un relato que a continuación escribo:

Llego el señor marqués con la señora marquesa, a un lujoso hotel, llevando consigo al chófer y a su joven esposa. El chófer para que llevase al matrimonio de excursión y la esposa del chófer, que era a la vez una de las amantes del marqués y criada de palacio.
Si bien, el marqués salía siempre acompañado del chófer o de su esposa, ya fuese la propia o la del chófer. Aquel día un rico banquero de la isla lo invitó a comer en su casa, la señora marquesa alego dolor de cabeza, pues no soportaba al banquero, por ser muy conocido por sus escandalosas fiestas con prostitutas muy jóvenes, incluso niñas. Cosa que el marqués que también tenía bastante de degenerado, aceptó la invitación ya que el banquero le había prometido una virgen.

 Fue el chofer del banquero a recoger al señor marqués, y hasta ya pasada la tarde del día siguiente no lo llevó de regreso al hotel.  Al chófer y a la criada/amante les dieron el día libre, el chófer alegó desear descansar, y su joven esposa se fue a disfrutar de las bellas calas ibicencas y tal vez de algún joven alemán, que sustituyese a su consentidor marido y al baboso marqués.

sábado, 23 de abril de 2016

El enfermo ¿terminal? Poema




A solas el enfermo con sus calenturas
intenta imaginar quimeras imposibles,
que escapen del sueño de la razón.

No, no te equivoques,
cuando el alma deja el cuerpo
no cae al abismo del averno.
Tal vez, deliro yo,
el alma tampoco suba a los cielos.

Que buena persona, dirán
aquellos que le dieron la espalda.
Quizás, si el difunto lo mereciera,
y las autoridades no lo impidieran,
le honraran en los noticiarios, y quizás,
rotularan una  calle con su nombre.
Por supuesto, no lo olvides, los mismos
que le clavaron el puñal.

Quizás, no sé, es mucho suponer,
llegue el hijo prodigo,
la nuera o el nieto,
con ojos llorosos…
Buscando la herencia.
Todavía esté la muerte lejana,
y el muerto se ría  en la cara
de sus compungidos enterradores.

No, no lo olvides,
está en la cama del hospital,
no muerto.



©Paco Arenas



martes, 19 de abril de 2016

El viejo guitarrista manchego




Juan mira aburrido la tele sin verla ni escucharla, «que manía con los programas del hígado», piensa absorto en sus cavilaciones «siempre ponen lo mismo, ¿qué me importa a mí con quién se ha acostado zutano o mengano? Intenta levantarse de la silla, le cuesta mucho trabajo, pero lo hace. Mira a su alrededor, solo ve viejos y viejas, las cuidadoras de la residencia están atareadas con una mujer que no cesa de quitarse el pañal.

—Doña Pura, le vamos a tener que atar las manos —dice una cuidadora.

Juan se mira sus manos. Sonríe y vuelve a mirar a la sala de la televisión, todos están pendientes de una estrella de la copla que hace tiempo que dejó de brillar. Espera a que terminen las cuidadoras. Cuando por fin lo hacen, está al lado de ellas sonriente.

—¿Qué hace don Juan? ¿No mira la tele? Si está...

—Si estuviera cantando, yo le tocaría la guitarra, su vida me importa un pimiento verde podrido. Quiero mi guitarra.

—Aquí no podemos darle su guitarra. Un día organizaremos un concierto y podrá tocarla.

Y Juan, que no quiere discutir, se mira sus dedos largos de pianista, aunque nunca tocó el piano, era pobre y se hubo de conformar con vieja guitarra. Juan, tiene la piel arrugada y los escasos pelos que le quedan en la cabeza son de color plata brillante, en un tiempo llevó bigote y barba, ahora parecen hilos deshilvanados colgando de una piel tan pegada a la calavera que se asemeja a la misma. Solo sus ojos brillan en su rostro, grandes y oscuros y tristes cuando está solo, alegres hermosos y dulces cuando entra alguno de sus nietos, eso ocurre en tan pocas ocasiones.  Hace muchos años que no toca la guitarra. Sus dedos de pianista parecen garfios cerrados sobre sí mismos, y sus uñas, todavía teñidas por el tabaco, perdieron su forma.

Han cumplido lo prometido, le han dejado que toqué una guitarra, que no era la suya. Ha intentado tocar dos coplas y se la ha devuelto a las cuidadoras.

—No es mi guitarra. Esta no me habla.

—¿Qué no le habla?

—No. No siente, o no la siento, la noto fría y distante...

La cuidadora no puede menos que echarse a reír. Tras entregar la guitarra, el resto de ancianos regresan a la sala de la televisión, él prefiere quedarse en el patio, aunque hace frío.

—A ver si cojo una pulmonía y me muero, total...

Se queda fijo en el revolotear de dos pajarillos, que de inmediato se acurrucan en una rama que está al sol.   Abre un álbum de fotos, y lo vuelve a cerrar. No sabe por qué lo ha cogido, ni tan siquiera el que sea el sesenta aniversario de su boda es razón suficiente. Ya no sirve de nada, solo arrancarse a llorar.  «Toda la vida pensando en los hijos, y lo poco que piensan los hijos en los padres», piensa, mientras continúa mirando los pajarillos, acurrucados uno contra otro.  Alarga la mano pasándola por encima de las ramas de la hierbabuena, que milagrosamente no se ha helado, aspira su aroma, cuando va alargar un poco más la mano para tocar el espliego, Luisa, la cuidadora, lo llama por su nombre:

—Don Juan, don Juan, tiene visita.

Hace un sobreesfuerzo para girar la vista. Guiña los ojos y hasta la boca por el esfuerzo, nota un inmenso dolor en la rodilla izquierda, «maldita artrosis», refunfuña.

—¿Hoy es domingo? ¿No hicisteis misa ayer? Es lunes…—reacciona extrañado don Juan.

—Pues bien, que lo sabe, ayer fue domingo, y eso que no va a misa —, rio enseñando sus blanqueados dientes Luisa —. ¿No tiene miedo de ir al infierno?

—No estoy para muchos viajes. Nunca me encargaron tocar en el cielo, tampoco en el infierno, señal de que ni a Dios ni al diablo les intereso. Además, el cura se repite, no tiene argumentos nuevos que me puedan ansiar que me dé una hostia…

—¡Cómo es usted! Lo que me hubiera gustado conocerlo de joven…

—Todavía estás a tiempo, pero no esperes milagros, ya no soy aquel joven vigoroso que se casó hace sesenta años con mi Elvira, la que sin llamar ni pedir permiso me hizo entrar en el cielo miles de veces…

—Ni yo soy Elvira, que tengo por marido a un joven vigoroso que me hace ver todas las estrellas del firmamento…—contestó entre risas la muchacha.

El abuelo quiso reír, pero ensombreció el semblante al ver entrar a su hijo Antonio acompañado de su nuera y un chiquillo de unos diez años al que no conocía. Diez años, los mismos que llevaba sin ver a su hijo, él único de los tres que en diez años de residencia no lo visitó. Su hijo forzó una sonrisa, su nuera se acercó efusiva abrazándolo y besándolo como si fuera la mejor nuera del mundo, con muestras de cariño que además de tardías tenían menos valor que una medalla de latón oxidado.  Cuando su nuera lo dejo libre, Juan meneó la cabeza de un lado a otro. Después invitó al chiquillo y a su hijo a acercarse con la mano, el hijo bajo la cabeza y el niño dudó en avanzar, finalmente el padre del chiquillo le empujó para que se decidiese, y su nieto corrió abrazándose a él, abuelo y nieto se pusieron a llorar al unísono.

—Se llama Juan, y como a su abuelo le gusta tocar la guitarra —musitó su hijo, suspirando —, lleva mucho tiempo queriendo venir a ver a su abuelo…

—¿Y nunca habéis tenido tiempo? —Reprochó el anciano.

—Estamos aquí para llevarte a casa con nosotros…, si tú quieres —dudó el hijo.

—Abuelo, tenemos tu guitarra, aprendí a tocar yo solo con ella, era como si fuese mágica, como si guiase mis dedos…—dijo exultante el chiquillo.

—Bueno, también va a una academia —dijo la madre.

—Mi guitarra, mi guitarra… ¿has aprendido a tocar con mi guitarra? —preguntó emocionado el abuelo acariciando las manos del chiquillo, tan similar a la suya de joven, con dedos largos de pianista.

—Papá, mira —dijo su hijo enseñándole una vieja foto, en la que estaba él con tan solo doce años.

El abuelo miró la foto, miro a su nieto, era la misma cara que la de la foto.

Una semana después el abuelo estaba en la casa de su hijo, se había quedado en el paro y necesitaba la paga de la pensión de su padre para poder ir pagando la hipoteca. Lo alojaron en una habitación en la cual colocaron su vieja guitarra sobre la cama. Tantos años la tuvo de novia. Tantas noches las que se dejó acariciar por sus ágiles dedos, que le hacían llegar a éxtasis de los sentidos, fundiéndose con ella, con su piel de ébano y fresno, formando parte de la misma. Tantas noches dejó a su esposa en la cama para estar con ella, incluso antes que a su esposa a otras mujeres que pasaron por su vida, todas sin excepción llegaron a sentir celos de aquellas cuerdas. Hubo alguna que lo puso entre la espada y la pared.

—Tú eliges, ella o yo.

Y Juan siempre se quedó con ella, con la guitarra. Fue suya siempre que él quiso. Sí, quería a las mujeres que pasaban por su vida, a algunas llegó a amarlas hasta lo indecible, llegando a perder el sentido por su amor de mujer. Pero por ninguna estaba dispuesto a renunciar al placer de acariciarla.  La mujer que quisiese compartir su vida con él, debía saber que también debía compartirla con ella.

No obstante, no siempre fue así, ella, le ayudo siempre al principio a conquistarlas, cual generosa Celestina, las atraía hasta Juan. Todas al principio abrían su corazón a los armoniosos acordes de su cantar, y a Juan, algunas también, lo más recóndito de su ser, allí donde casi nunca da el sol. Tan innumerables fueron las murallas derribadas, convertidas en amorosas caricias, gracias al sonido de sus cuerdas, que Juan a sus ochenta y ocho años, con sus dedos secos por la cruel artrosis, al verla sobre su cama, quiso acariciar a su amante más fiel, no pudo, sus dedos no respondían. Él la amaba, la amaba como solo se puede amar a una guitarra, pero...

Su nieto todas las tardes, cuando terminaba las tareas escolares, agarraba su guitarra y se iba con su abuelo, él lo adiestraba y recordando los propios se enorgullecía de sus avances.

Apenas unos meses después el abuelo parecía otro, estaba contento de la nueva situación, era consciente de que, si su hijo encontraba trabajo, su nuera no estaría tan cariñoso con él y terminaría convirtiéndose en un estorbo; no obstante, era feliz.

Aquella mañana de abril supo que todo se acabaría en unos instantes. Cuando su nieto entró para desearle feliz domingo, sabiendo Juan lo que sabía, le pidió la guitarra.

—Juanito, tráeme a Juanita y trae tú también tu guitarra, que vamos a tocar juntos «Entre dos aguas» al alimón.

—Abuelo, sí tú ya no puedes tocar la guitarra —dudó el chiquillo, casi riendo.

—Tú, trae las dos guitarras y te prometo que jamás olvidarás este día.

El chiquillo salió por la puerta, miró el reloj de pared, no eran todavía las siete de la mañana; pero los domingos era el único día de la semana que le gustaba madrugar, para ir a escuchar contar historias a su abuelo.

Cuando el chiquillo le entregó la guitara, con gran dificultad se levantó, sin esperar la ayuda del nieto, se sentó en la silla, acercó con el pie el banquillo, puso la espalda recta, espero a que el chiquillo se sentase a su lado. Acarició su contorno con la suavidad y delicadeza que se acaricia a una mujer, con el deseo anhelando del placer insatisfecho y seguro de alcanzar, se acomodó sobre ella...

—Abuelo, son las siete de la mañana, todos están durmiendo —le apercibió el chiquillo.

—Sí quieren llegar a tiempo tendrán que despertar —contestó Juan, sin que lo entendiera el chiquillo.

Concentró toda su fuerza vital en la punta de sus dedos, y después de más de diez años sin tocarla, la guitarra de Juan comenzó a romper el frágil silencio de la madrugada, su nieto se animó intentando seguir el ritmo. Los dedos artríticos del abuelo se tornaron ágiles por unos instantes y rasgaron el aire con alegría infinita, provocando la llegada de todos los habitantes de la casa. Cuando terminó su canción, su última interpretación, alzó la vista mirando a los ojos a todos, que lo miraban asombrados.

—Sólo quería despedirme —dijo con una sonrisa en los labios.


Rasgó por última vez las cuerdas de su guitarra y entonó al mismo tiempo su último suspiro sobre la más fiel de sus amantes.

©El viejo guitarrista manchego
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
©Paco Arenas

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También puedes leer los primeros capítulos de mi novela   MAGDALENAS SIN AZÚCAR

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