martes, 19 de abril de 2016

El viejo guitarrista manchego




Juan mira aburrido la tele sin verla ni escucharla, «que manía con los programas del hígado», piensa absorto en sus cavilaciones «siempre ponen lo mismo, ¿qué me importa a mí con quién se ha acostado zutano o mengano? Intenta levantarse de la silla, le cuesta mucho trabajo, pero lo hace. Mira a su alrededor, solo ve viejos y viejas, las cuidadoras de la residencia están atareadas con una mujer que no cesa de quitarse el pañal.

—Doña Pura, le vamos a tener que atar las manos —dice una cuidadora.

Juan se mira sus manos. Sonríe y vuelve a mirar a la sala de la televisión, todos están pendientes de una estrella de la copla que hace tiempo que dejó de brillar. Espera a que terminen las cuidadoras. Cuando por fin lo hacen, está al lado de ellas sonriente.

—¿Qué hace don Juan? ¿No mira la tele? Si está...

—Si estuviera cantando, yo le tocaría la guitarra, su vida me importa un pimiento verde podrido. Quiero mi guitarra.

—Aquí no podemos darle su guitarra. Un día organizaremos un concierto y podrá tocarla.

Y Juan, que no quiere discutir, se mira sus dedos largos de pianista, aunque nunca tocó el piano, era pobre y se hubo de conformar con vieja guitarra. Juan, tiene la piel arrugada y los escasos pelos que le quedan en la cabeza son de color plata brillante, en un tiempo llevó bigote y barba, ahora parecen hilos deshilvanados colgando de una piel tan pegada a la calavera que se asemeja a la misma. Solo sus ojos brillan en su rostro, grandes y oscuros y tristes cuando está solo, alegres hermosos y dulces cuando entra alguno de sus nietos, eso ocurre en tan pocas ocasiones.  Hace muchos años que no toca la guitarra. Sus dedos de pianista parecen garfios cerrados sobre sí mismos, y sus uñas, todavía teñidas por el tabaco, perdieron su forma.

Han cumplido lo prometido, le han dejado que toqué una guitarra, que no era la suya. Ha intentado tocar dos coplas y se la ha devuelto a las cuidadoras.

—No es mi guitarra. Esta no me habla.

—¿Qué no le habla?

—No. No siente, o no la siento, la noto fría y distante...

La cuidadora no puede menos que echarse a reír. Tras entregar la guitarra, el resto de ancianos regresan a la sala de la televisión, él prefiere quedarse en el patio, aunque hace frío.

—A ver si cojo una pulmonía y me muero, total...

Se queda fijo en el revolotear de dos pajarillos, que de inmediato se acurrucan en una rama que está al sol.   Abre un álbum de fotos, y lo vuelve a cerrar. No sabe por qué lo ha cogido, ni tan siquiera el que sea el sesenta aniversario de su boda es razón suficiente. Ya no sirve de nada, solo arrancarse a llorar.  «Toda la vida pensando en los hijos, y lo poco que piensan los hijos en los padres», piensa, mientras continúa mirando los pajarillos, acurrucados uno contra otro.  Alarga la mano pasándola por encima de las ramas de la hierbabuena, que milagrosamente no se ha helado, aspira su aroma, cuando va alargar un poco más la mano para tocar el espliego, Luisa, la cuidadora, lo llama por su nombre:

—Don Juan, don Juan, tiene visita.

Hace un sobreesfuerzo para girar la vista. Guiña los ojos y hasta la boca por el esfuerzo, nota un inmenso dolor en la rodilla izquierda, «maldita artrosis», refunfuña.

—¿Hoy es domingo? ¿No hicisteis misa ayer? Es lunes…—reacciona extrañado don Juan.

—Pues bien, que lo sabe, ayer fue domingo, y eso que no va a misa —, rio enseñando sus blanqueados dientes Luisa —. ¿No tiene miedo de ir al infierno?

—No estoy para muchos viajes. Nunca me encargaron tocar en el cielo, tampoco en el infierno, señal de que ni a Dios ni al diablo les intereso. Además, el cura se repite, no tiene argumentos nuevos que me puedan ansiar que me dé una hostia…

—¡Cómo es usted! Lo que me hubiera gustado conocerlo de joven…

—Todavía estás a tiempo, pero no esperes milagros, ya no soy aquel joven vigoroso que se casó hace sesenta años con mi Elvira, la que sin llamar ni pedir permiso me hizo entrar en el cielo miles de veces…

—Ni yo soy Elvira, que tengo por marido a un joven vigoroso que me hace ver todas las estrellas del firmamento…—contestó entre risas la muchacha.

El abuelo quiso reír, pero ensombreció el semblante al ver entrar a su hijo Antonio acompañado de su nuera y un chiquillo de unos diez años al que no conocía. Diez años, los mismos que llevaba sin ver a su hijo, él único de los tres que en diez años de residencia no lo visitó. Su hijo forzó una sonrisa, su nuera se acercó efusiva abrazándolo y besándolo como si fuera la mejor nuera del mundo, con muestras de cariño que además de tardías tenían menos valor que una medalla de latón oxidado.  Cuando su nuera lo dejo libre, Juan meneó la cabeza de un lado a otro. Después invitó al chiquillo y a su hijo a acercarse con la mano, el hijo bajo la cabeza y el niño dudó en avanzar, finalmente el padre del chiquillo le empujó para que se decidiese, y su nieto corrió abrazándose a él, abuelo y nieto se pusieron a llorar al unísono.

—Se llama Juan, y como a su abuelo le gusta tocar la guitarra —musitó su hijo, suspirando —, lleva mucho tiempo queriendo venir a ver a su abuelo…

—¿Y nunca habéis tenido tiempo? —Reprochó el anciano.

—Estamos aquí para llevarte a casa con nosotros…, si tú quieres —dudó el hijo.

—Abuelo, tenemos tu guitarra, aprendí a tocar yo solo con ella, era como si fuese mágica, como si guiase mis dedos…—dijo exultante el chiquillo.

—Bueno, también va a una academia —dijo la madre.

—Mi guitarra, mi guitarra… ¿has aprendido a tocar con mi guitarra? —preguntó emocionado el abuelo acariciando las manos del chiquillo, tan similar a la suya de joven, con dedos largos de pianista.

—Papá, mira —dijo su hijo enseñándole una vieja foto, en la que estaba él con tan solo doce años.

El abuelo miró la foto, miro a su nieto, era la misma cara que la de la foto.

Una semana después el abuelo estaba en la casa de su hijo, se había quedado en el paro y necesitaba la paga de la pensión de su padre para poder ir pagando la hipoteca. Lo alojaron en una habitación en la cual colocaron su vieja guitarra sobre la cama. Tantos años la tuvo de novia. Tantas noches las que se dejó acariciar por sus ágiles dedos, que le hacían llegar a éxtasis de los sentidos, fundiéndose con ella, con su piel de ébano y fresno, formando parte de la misma. Tantas noches dejó a su esposa en la cama para estar con ella, incluso antes que a su esposa a otras mujeres que pasaron por su vida, todas sin excepción llegaron a sentir celos de aquellas cuerdas. Hubo alguna que lo puso entre la espada y la pared.

—Tú eliges, ella o yo.

Y Juan siempre se quedó con ella, con la guitarra. Fue suya siempre que él quiso. Sí, quería a las mujeres que pasaban por su vida, a algunas llegó a amarlas hasta lo indecible, llegando a perder el sentido por su amor de mujer. Pero por ninguna estaba dispuesto a renunciar al placer de acariciarla.  La mujer que quisiese compartir su vida con él, debía saber que también debía compartirla con ella.

No obstante, no siempre fue así, ella, le ayudo siempre al principio a conquistarlas, cual generosa Celestina, las atraía hasta Juan. Todas al principio abrían su corazón a los armoniosos acordes de su cantar, y a Juan, algunas también, lo más recóndito de su ser, allí donde casi nunca da el sol. Tan innumerables fueron las murallas derribadas, convertidas en amorosas caricias, gracias al sonido de sus cuerdas, que Juan a sus ochenta y ocho años, con sus dedos secos por la cruel artrosis, al verla sobre su cama, quiso acariciar a su amante más fiel, no pudo, sus dedos no respondían. Él la amaba, la amaba como solo se puede amar a una guitarra, pero...

Su nieto todas las tardes, cuando terminaba las tareas escolares, agarraba su guitarra y se iba con su abuelo, él lo adiestraba y recordando los propios se enorgullecía de sus avances.

Apenas unos meses después el abuelo parecía otro, estaba contento de la nueva situación, era consciente de que, si su hijo encontraba trabajo, su nuera no estaría tan cariñoso con él y terminaría convirtiéndose en un estorbo; no obstante, era feliz.

Aquella mañana de abril supo que todo se acabaría en unos instantes. Cuando su nieto entró para desearle feliz domingo, sabiendo Juan lo que sabía, le pidió la guitarra.

—Juanito, tráeme a Juanita y trae tú también tu guitarra, que vamos a tocar juntos «Entre dos aguas» al alimón.

—Abuelo, sí tú ya no puedes tocar la guitarra —dudó el chiquillo, casi riendo.

—Tú, trae las dos guitarras y te prometo que jamás olvidarás este día.

El chiquillo salió por la puerta, miró el reloj de pared, no eran todavía las siete de la mañana; pero los domingos era el único día de la semana que le gustaba madrugar, para ir a escuchar contar historias a su abuelo.

Cuando el chiquillo le entregó la guitara, con gran dificultad se levantó, sin esperar la ayuda del nieto, se sentó en la silla, acercó con el pie el banquillo, puso la espalda recta, espero a que el chiquillo se sentase a su lado. Acarició su contorno con la suavidad y delicadeza que se acaricia a una mujer, con el deseo anhelando del placer insatisfecho y seguro de alcanzar, se acomodó sobre ella...

—Abuelo, son las siete de la mañana, todos están durmiendo —le apercibió el chiquillo.

—Sí quieren llegar a tiempo tendrán que despertar —contestó Juan, sin que lo entendiera el chiquillo.

Concentró toda su fuerza vital en la punta de sus dedos, y después de más de diez años sin tocarla, la guitarra de Juan comenzó a romper el frágil silencio de la madrugada, su nieto se animó intentando seguir el ritmo. Los dedos artríticos del abuelo se tornaron ágiles por unos instantes y rasgaron el aire con alegría infinita, provocando la llegada de todos los habitantes de la casa. Cuando terminó su canción, su última interpretación, alzó la vista mirando a los ojos a todos, que lo miraban asombrados.

—Sólo quería despedirme —dijo con una sonrisa en los labios.


Rasgó por última vez las cuerdas de su guitarra y entonó al mismo tiempo su último suspiro sobre la más fiel de sus amantes.

©El viejo guitarrista manchego
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
©Paco Arenas

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También puedes leer los primeros capítulos de mi novela   MAGDALENAS SIN AZÚCAR

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