Juan mira aburrido la tele
sin verla ni escucharla, «que manía con los programas del hígado», piensa
absorto en sus cavilaciones «siempre ponen lo mismo, ¿qué me importa a mí con
quién se ha acostado zutano o mengano? Intenta levantarse de la silla, le
cuesta mucho trabajo, pero lo hace. Mira a su alrededor, solo ve viejos y
viejas, las cuidadoras de la residencia están atareadas con una mujer que no
cesa de quitarse el pañal.
—Doña Pura, le vamos a tener
que atar las manos —dice una cuidadora.
Juan se mira sus manos.
Sonríe y vuelve a mirar a la sala de la televisión, todos están pendientes de
una estrella de la copla que hace tiempo que dejó de brillar. Espera a que
terminen las cuidadoras. Cuando por fin lo hacen, está al lado de ellas
sonriente.
—¿Qué hace don Juan? ¿No
mira la tele? Si está...
—Si estuviera cantando, yo
le tocaría la guitarra, su vida me importa un pimiento verde podrido. Quiero mi
guitarra.
—Aquí no podemos darle su
guitarra. Un día organizaremos un concierto y podrá tocarla.
Y Juan, que no quiere
discutir, se mira sus dedos largos de pianista, aunque nunca tocó el piano, era
pobre y se hubo de conformar con vieja guitarra. Juan, tiene la piel arrugada y
los escasos pelos que le quedan en la cabeza son de color plata brillante, en
un tiempo llevó bigote y barba, ahora parecen hilos deshilvanados colgando de
una piel tan pegada a la calavera que se asemeja a la misma. Solo sus ojos
brillan en su rostro, grandes y oscuros y tristes cuando está solo, alegres
hermosos y dulces cuando entra alguno de sus nietos, eso ocurre en tan pocas
ocasiones. Hace muchos años que no toca
la guitarra. Sus dedos de pianista parecen garfios cerrados sobre sí mismos, y
sus uñas, todavía teñidas por el tabaco, perdieron su forma.
Han cumplido lo prometido,
le han dejado que toqué una guitarra, que no era la suya. Ha intentado tocar dos coplas
y se la ha devuelto a las cuidadoras.
—No es mi guitarra. Esta no
me habla.
—¿Qué no le habla?
—No. No siente, o no la
siento, la noto fría y distante...
La cuidadora no puede menos
que echarse a reír. Tras entregar la guitarra, el resto de ancianos regresan a
la sala de la televisión, él prefiere quedarse en el patio, aunque hace frío.
—A ver si cojo una pulmonía
y me muero, total...
Se queda fijo en el
revolotear de dos pajarillos, que de inmediato se acurrucan en una rama que
está al sol. Abre un álbum de fotos, y
lo vuelve a cerrar. No sabe por qué lo ha cogido, ni tan siquiera el que sea el
sesenta aniversario de su boda es razón suficiente. Ya no sirve de nada, solo
arrancarse a llorar. «Toda la vida
pensando en los hijos, y lo poco que piensan los hijos en los padres», piensa,
mientras continúa mirando los pajarillos, acurrucados uno contra otro. Alarga la mano pasándola por encima de las
ramas de la hierbabuena, que milagrosamente no se ha helado, aspira su aroma,
cuando va alargar un poco más la mano para tocar el espliego, Luisa, la
cuidadora, lo llama por su nombre:
—Don Juan, don Juan, tiene
visita.
Hace un sobreesfuerzo para
girar la vista. Guiña los ojos y hasta la boca por el esfuerzo, nota un inmenso
dolor en la rodilla izquierda, «maldita artrosis», refunfuña.
—¿Hoy es domingo? ¿No
hicisteis misa ayer? Es lunes…—reacciona extrañado don Juan.
—Pues bien, que lo sabe,
ayer fue domingo, y eso que no va a misa —, rio enseñando sus blanqueados
dientes Luisa —. ¿No tiene miedo de ir al infierno?
—No estoy para muchos
viajes. Nunca me encargaron tocar en el cielo, tampoco en el infierno, señal de
que ni a Dios ni al diablo les intereso. Además, el cura se repite, no tiene
argumentos nuevos que me puedan ansiar que me dé una hostia…
—¡Cómo es usted! Lo que me
hubiera gustado conocerlo de joven…
—Todavía estás a tiempo,
pero no esperes milagros, ya no soy aquel joven vigoroso que se casó hace
sesenta años con mi Elvira, la que sin llamar ni pedir permiso me hizo entrar
en el cielo miles de veces…
—Ni yo soy Elvira, que tengo
por marido a un joven vigoroso que me hace ver todas las estrellas del
firmamento…—contestó entre risas la muchacha.
El abuelo quiso reír, pero
ensombreció el semblante al ver entrar a su hijo Antonio acompañado de su nuera
y un chiquillo de unos diez años al que no conocía. Diez años, los mismos que
llevaba sin ver a su hijo, él único de los tres que en diez años de residencia
no lo visitó. Su hijo forzó una sonrisa, su nuera se acercó efusiva abrazándolo
y besándolo como si fuera la mejor nuera del mundo, con muestras de cariño que
además de tardías tenían menos valor que una medalla de latón oxidado. Cuando su nuera lo dejo libre, Juan meneó la
cabeza de un lado a otro. Después invitó al chiquillo y a su hijo a acercarse
con la mano, el hijo bajo la cabeza y el niño dudó en avanzar, finalmente el
padre del chiquillo le empujó para que se decidiese, y su nieto corrió
abrazándose a él, abuelo y nieto se pusieron a llorar al unísono.
—Se llama Juan, y como a su
abuelo le gusta tocar la guitarra —musitó su hijo, suspirando —, lleva mucho
tiempo queriendo venir a ver a su abuelo…
—¿Y nunca habéis tenido
tiempo? —Reprochó el anciano.
—Estamos aquí para llevarte
a casa con nosotros…, si tú quieres —dudó el hijo.
—Abuelo, tenemos tu
guitarra, aprendí a tocar yo solo con ella, era como si fuese mágica, como si
guiase mis dedos…—dijo exultante el chiquillo.
—Bueno, también va a una
academia —dijo la madre.
—Mi guitarra, mi guitarra…
¿has aprendido a tocar con mi guitarra? —preguntó emocionado el abuelo
acariciando las manos del chiquillo, tan similar a la suya de joven, con dedos
largos de pianista.
—Papá, mira —dijo su hijo
enseñándole una vieja foto, en la que estaba él con tan solo doce años.
El abuelo miró la foto, miro
a su nieto, era la misma cara que la de la foto.
Una semana después el abuelo
estaba en la casa de su hijo, se había quedado en el paro y necesitaba la paga
de la pensión de su padre para poder ir pagando la hipoteca. Lo alojaron en una
habitación en la cual colocaron su vieja guitarra sobre la cama. Tantos años la
tuvo de novia. Tantas noches las que se dejó acariciar por sus ágiles dedos,
que le hacían llegar a éxtasis de los sentidos, fundiéndose con ella, con su
piel de ébano y fresno, formando parte de la misma. Tantas noches dejó a su
esposa en la cama para estar con ella, incluso antes que a su esposa a otras
mujeres que pasaron por su vida, todas sin excepción llegaron a sentir celos de
aquellas cuerdas. Hubo alguna que lo puso entre la espada y la pared.
—Tú eliges, ella o yo.
Y Juan siempre se quedó con
ella, con la guitarra. Fue suya siempre que él quiso. Sí, quería a las mujeres
que pasaban por su vida, a algunas llegó a amarlas hasta lo indecible, llegando
a perder el sentido por su amor de mujer. Pero por ninguna estaba dispuesto a
renunciar al placer de acariciarla. La
mujer que quisiese compartir su vida con él, debía saber que también debía
compartirla con ella.
No obstante, no siempre fue
así, ella, le ayudo siempre al principio a conquistarlas, cual generosa
Celestina, las atraía hasta Juan. Todas al principio abrían su corazón a los
armoniosos acordes de su cantar, y a Juan, algunas también, lo más recóndito de
su ser, allí donde casi nunca da el sol. Tan innumerables fueron las murallas
derribadas, convertidas en amorosas caricias, gracias al sonido de sus cuerdas,
que Juan a sus ochenta y ocho años, con sus dedos secos por la cruel artrosis,
al verla sobre su cama, quiso acariciar a su amante más fiel, no pudo, sus
dedos no respondían. Él la amaba, la amaba como solo se puede amar a una guitarra,
pero...
Su nieto todas las tardes,
cuando terminaba las tareas escolares, agarraba su guitarra y se iba con su
abuelo, él lo adiestraba y recordando los propios se enorgullecía de sus
avances.
Apenas unos meses después el
abuelo parecía otro, estaba contento de la nueva situación, era consciente de
que, si su hijo encontraba trabajo, su nuera no estaría tan cariñoso con él y
terminaría convirtiéndose en un estorbo; no obstante, era feliz.
Aquella mañana de abril supo
que todo se acabaría en unos instantes. Cuando su nieto entró para desearle
feliz domingo, sabiendo Juan lo que sabía, le pidió la guitarra.
—Juanito, tráeme a Juanita y
trae tú también tu guitarra, que vamos a tocar juntos «Entre dos aguas» al
alimón.
—Abuelo, sí tú ya no puedes
tocar la guitarra —dudó el chiquillo, casi riendo.
—Tú, trae las dos guitarras
y te prometo que jamás olvidarás este día.
El chiquillo salió por la
puerta, miró el reloj de pared, no eran todavía las siete de la mañana; pero
los domingos era el único día de la semana que le gustaba madrugar, para ir a
escuchar contar historias a su abuelo.
Cuando el chiquillo le
entregó la guitara, con gran dificultad se levantó, sin esperar la ayuda del
nieto, se sentó en la silla, acercó con el pie el banquillo, puso la espalda
recta, espero a que el chiquillo se sentase a su lado. Acarició su contorno con
la suavidad y delicadeza que se acaricia a una mujer, con el deseo anhelando
del placer insatisfecho y seguro de alcanzar, se acomodó sobre ella...
—Abuelo, son las siete de la
mañana, todos están durmiendo —le apercibió el chiquillo.
—Sí quieren llegar a tiempo
tendrán que despertar —contestó Juan, sin que lo entendiera el chiquillo.
Concentró toda su fuerza
vital en la punta de sus dedos, y después de más de diez años sin tocarla, la
guitarra de Juan comenzó a romper el frágil silencio de la madrugada, su nieto
se animó intentando seguir el ritmo. Los dedos artríticos del abuelo se
tornaron ágiles por unos instantes y rasgaron el aire con alegría infinita,
provocando la llegada de todos los habitantes de la casa. Cuando terminó su
canción, su última interpretación, alzó la vista mirando a los ojos a todos,
que lo miraban asombrados.
—Sólo quería despedirme
—dijo con una sonrisa en los labios.
Rasgó por última vez las
cuerdas de su guitarra y entonó al mismo tiempo su último suspiro sobre la más
fiel de sus amantes.
©El viejo guitarrista manchego
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
©Paco Arenas
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El viejo guitarrista manchego, forma parte del libro ESPERANDO LA LLUVIA-CUENTOS AL CALOR DE LA LUMBRE, QUE PUEDES LEER LOS PRIMEROS CUENTOS EN ESTE ENLACE
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Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarMagnífico relato Paco.
ResponderEliminarMuchas gracias Ana
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