sábado, 29 de febrero de 2020

Piedras frías que rezuman historia, sangre y dolor (Castillo de Chinchilla de Montearagón) Fotos


Garita externa del antiguo penal

El pasado sábado, 28 de febrero, estuve visitando piedras frías, las cuales rezuman sangre, dolor e historia. Hoy no hablaré de Juan Pacheco, ni del marquesado de Villena, que tanto tuvo que ver en las tierras de la Mancha y mucho más allá. Aquellos fueron otros tiempos, época de guerra mercenaria y el contrabando entre Castilla y Aragón, cuando el marqués de Villena, con territorios en ambos reinos, llevaba a cabo su gran negocio, el contrabando para alterar los precios de los productos básicos mediante corrupción y la avaricia sin límites en contra de aquellos a los que debería proteger, y sin embargo saqueaba, nada nuevo bajo el sol, es lo que siempre han hecho y hacen los poderosos.

Llegué, con el corazón en un puño y la emoción a flor de piel, para saldar una deuda pendiente con la memoria de mi abuelo Felipe López.  Parte de sus recuerdos, de su memoria, forman parte de mi vida, no solo personal, sino como «junta letras».  Magdalenas sin azúcar nunca habría sido escrita de no ser por esos recuerdos, esa memoria de Felipe López, sindicalista preso siete años, por un único delito: desear una España más justa y libre, sin huracanes que azoten siempre a los mismos, sin noches de cristales rotos, sin miedos ni ante el futuro, sin la inquietud de saber si cada noche podría dar a sus hijos de cenar. Él luchó y soñó con esa España donde todos pudiéramos respirar libres del cañón brutal de las guerras y el autoritarismo.  Guerras, que siempre proponen y llevan a cabo quienes nunca pisan las trincheras.

Foto antigua, vídeo Oficina información Chinchilla de
Montearagón.

Llegué con esas heridas de la memoria abiertas en canal, casi sangrantes de emoción, ansiado haber nacido mucho antes y robarle al tiempo esos años precisos como para haber conocido mejor a mi abuelo Felipe, al que tan solo pude conocer una semana de mi vida.  Hubiese dado cualquier cosa por compartir tardes de conversaciones con él, conocer la verdadera historia de Felipe López y de María Bonilla, a la cual nunca conocí.  Saber de los recónditos recuerdos de su oculta memoria, que tanto le costaba que aflorasen hasta sus labios. Años después, esos retazos de su vida, me fueron transmitidos por su hija, por mi madre, Vicenta López.


Entonces, en esas largas tardes y noches, de conversaciones con mi madre, no fui consciente de que mi abuelo a través de mi madre me estaba haciendo un gran regalo. Solo muchos años después tras conocer otros retazos de la historia de mi padre, supe que mi deber era ser agradecido y dar voz a mi abuelo y a todos, quienes, como él, sufrieron la cárcel, la represión y la injusticia, tan solo por ansiar pensar en un mundo en Libertad.

Mientras escribía Magdalenas sin azúcar, casi en todo momento, tenía la sensación de estar escuchando a mi madre, a mi tío Auspicio López, a Vicente Uixera, Teodoro Cañego y tantos otros que me regalaron sus historias. Hoy, a dos años de su publicación, Magdalenas sin azúcar, está a punto de la quinta edición, y no solo no le ha ocurrido como a otros libros, que pronto pasan de moda, sino que lentamente, cada día gana nuevos lectores.

Penal sobre las murallas del castillo

Mi abuelo Felipe López pasó los siete peores años de su vida en el penal de Chinchilla de Montearagón, los últimos años que ese hermoso castillo fue dedicado a ser la antepuerta del infierno. Un infierno de hielo y crueldad infinitas, en el cual el frío, la falta de agua y la crueldad de los guardias, era el pan nuestro de cada día.

 Sin embargo, a pesar de ir predispuesto, con las heridas de la memoria abiertas y sangrantes, sabiendo de buena fuente lo que allí pasó; reía y disfrutaba de una visita la cual recomiendo. Una visita que ayuda a conocer mejor todos los aspectos que rodearon este hermoso castillo, y en cierto modo, a cerrar heridas, pues solo conociendo la verdad se pueden curar. No se trata de tapar la herida con una venda sin desinfectar y curar antes para que pueda cicatrizar en esta España, donde verdugos y víctimas están muertos y los nietos no tienen la culpa. No obstante, ocultar la historia, fingir que no ocurrió nada, nunca cerrará esas heridas todavía sangrantes.


Guardias, escogidos especialmente para el penal de Chinchilla

 Durante la visita me olvidé, en parte de ese sufrimiento, movido más por el interés y la curiosidad despertaban en mí las explicaciones de Antonio, el guía de la oficina de Turismo.  Ante el dolor que creía que sentiría una vez dentro del recinto, me sentía frío, casi sin sentimiento, como si fuese una piedra fría de los escombros del viejo penal, que, no obstante, rezumaban sangre y sufrimiento. Las lágrimas que pensé derramar no fueron saladas y libres, sino de hielo frío. No lloré cada gota de sangre derramada, no hirvió mi sangre, me mantuve erguido e impasible ante el dolor, solo la curiosidad me movía en ese, siempre imaginado, tétrico lugar.


Solar donde se asentaba el penal

Emociona este lugar cargado de historia, de sufrimiento y penas. No me preguntes si hay ira en mi pecho, te responderé que no, y no mentiré, lo cual no quiere decir que en cierto modo me sienta un traidor. ¿Puede ser la memoria tan flexible y el corazón tan duro que, sabiendo la historia, no sienta rabia? Sí, forma parte del pasado, pero a mí me confiaron su memoria algunas personas., y tantos otros...

El Castillo de Chinchilla de Montearagón inspira esa extraña sensación entre la ternura y la tristeza. No quieres, no puedes imaginas tanto sufrimiento entre sus muros. Pensar en mi abuelo Felipe López, siete años de su vida, y no llorar, no sentir rabia, no sentir las ganas de disparar la flecha contra ese dios que permitió, que permite que la muerte venza a la vida.

No sé cómo he podido reír donde tantos lloraron lágrimas de sangre, en ese lugar de profundo foso, que como nos ha dicho Antonio, el guía de la oficina de Turismo, nunca hubo ni agua, ni tampoco, por supuesto cocodrilos, pero en donde tantos y tantos sufrieron lo inimaginable, hasta el punto desear la muerte tirándose desde sus altos muros; incluso, intentando escapar por los conductos de las letrinas.

¡Hombre insensible! ¿De qué te quejas? Hay una bestia en ti incapaz de sentir el dolor o palpar la sangre que empapó esas piedras. Tal vez, no debería sentirme orgulloso por haber escrito una novela, sino avergonzado por no ser capaz de imaginar, sin dolerme el corazón, sin explotarme la razón…


Desagüe de las letrinas, por donde algunos presos
 intentaron la fuga, según me confió Antonio, algunos
llegaron a lograrlo.

Quise ser voz, quiero ser voz de aquellos hombres y mujeres que fueron callados contra su voluntad, y pienso, avergonzado, que tal vez no merezca el privilegio de haber sido depositario de esos recuerdos, de esa memoria que con generosidad me transmitieron. Por ser indolente ciego ante esos muros de piedra, y no ser capaz de ver con mis ojos las miradas de quienes sufrieron la condena de estar presos, no por ladrones, no por ser delincuentes, sino por pensar diferente.


Magdalenas sin azúcar a los pìes del Castillo
 de Chinchilla de Montearagón

Después, en la noche, esa fría emoción, derritió mi corazón como hielo puesto al sol. Lloré, al recordar, al imaginar, cada uno de esos momentos de quienes sufrieron, lloré con cada uno de estos renglones.

Ahora, en la soledad, duele. Duele tanto que soy fugitivo de la sombra de quien me inspiró Magdalenas sin azúcar, mi abuelo Felipe López. Noto como mis mejillas están húmedas, y que palidezco de la emoción, pero también, en cierto modo, la sal de mis lágrimas, me ayudan a cicatrizar las heridas abiertas en mi memoria. Hoy Felipe López, está más vivo de lo que lo estuvo en el penal de Chinchilla de Montearagón.


¡¡Ah!! 

No hagáis caso de lo arriba escrito. Sí,  he sentido emoción, y ahora dolor, tengo sueño, y estoy cansado de este viaje, y no puedo dormir pensando en tanto sufrimiento y desesperación, Si bien es cierto que durante visita al lugar donde
.estuvo mi abuelo preso, durante siete largos años, he ido con la coraza puesta, insensible, cual armadura de hojalata, que ahora, al quitársela, duele.

Nunca más debiera suceder, lo que tras esas piedras ocurrió, nunca más una guerra, y menos entre hermanos, nunca más odios ni muertos por pensar diferente o emocionarse ante una bandera distinta. La libertad, la justicia, la fraternidad y la igualdad, deben ser los pilares en los que se asienta el edificio de esta España nuestra.

Paco Arenas

El libro, Magdalenas sin azúcar lo puedes adquirir a través del autor, mediante mensaje privado, en la página de Facebook , correo electrónico fmlarenas@hotmail.com, diciéndole a tu librería que se ponga en contacto conmigo  o en  Amazon


Un poco de historia


Desde muchos años antes de que Juan Pacheco, decidiera reforzar el castillo con nuevas murallas alrededor del castillo musulmán, no para defenderse de los musulmanes, sino para afianzar su poder contrabandista y mercenario frente a los reyes de Castilla y Aragón. Pero no, no es eso lo que me llevó a con tantas cosas que ver y disfrutar. Fui por la historia de unas piedras menos bellas, con muy poco o nulo interés arquitectónico; pero con mucho dolor y amargura tras sus muros. Dolor y amargura de quienes tuvieron la desgracia de ser «huéspedes» de tan siniestro lugar, el penal de Chinchilla de Montearagón. Un penal con una dilatada historia, que fue un auténtico castillo del terror.  Cerrado por el dictador Miguel Primo de Rivera, en 1925, fue reabierto con los estertores del régimen de Alfonso XIII, con la «dictablanda» de Berenguer, el 3 de junio de 1930. Llegada la República, tan solo un mes después de proclamarse, el 19 de mayo de 1931, la directora de prisiones, Victoria Kent, visitó el penal y decidió cerrarlo por lo deplorable del lugar, por desgracia dimitió y continuó operativo hasta el año 1946, siendo los siete últimos años un verdadero infierno, hasta el punto, que hasta los franquistas avergonzaba, que terminan clausurándolo, con todavía presos políticos entre sus muros.  Presos que trasladan en su mayoría al penal del Puerto de Santa María, otros, como mi abuelo, salieron libres a la gran jaula de barrotes invisibles que era la dictadura franquista. La mayoría en unas condiciones que les costó años volver a ser una persona.


Texto Paco Arenas

Fotos actuales: Paco Arenas

Fotos antiguas: Oficina de Turismo de Chinchilla de Montearagón

Agradecido a Antonio Eugenio García Martínez, de la Oficina de Turismo de Chinchilla de Montearagón por la excursión que me hizo, sin olvidar, disfrutar de una tarde primaveral en el frío invierno ausente de Chinchilla de Montearagón.



sábado, 22 de febrero de 2020

Si no viene la cigüeña, vamos nosotros…

 

Si no viene la cigüeña, vamos nosotros[1]



En el edificio en el cual se aloja ahora la Consejería de Sanidad de Valencia,  dicen que existe un fantasma, o una fantasma, a la que llaman «La Dama de Rosa» una mujer vestida con una camisón de color rosa que busca de manera desesperada a su hijo robado por las monjas para venderlo a una familia pudiente. No creo en los fantasmas, lo cual no quiere decir que no tenga claro que este lugar  es  siniestro, tal y conforme menciono en la novela «Magdalenas sin azúcar».  

Este relato, nada tiene que ver con esos niños, más bien al contrario, es una divertida historia, incluida en el libro solidario «101 relatos de la publicidad antigua». Espero que os guste:

Si no viene la cigüeña, vamos nosotros…

Tediosas y largas tardes de aquel verano del sesenta y cinco sin nada que hacer en las que todos sus amigos echaban la siesta o en la Malvarrosa bañándose en la playa, sus hermanos y sus primos también. Ximo hubiese dado cualquier cosa por estar con Boro y Lluís, sobre todo con Amparo, saltando las olas; sin embargo, su padre fue tajante aquella tarde:

—Ximo, cuando yo no estoy, tú eres el hombre de la casa. No te separes de mamá por nada del mundo. Al primer síntoma llamas a la tía Vicenta, ella sabrá lo que hay que hacer.
Desde el sillón contemplaba el agitado respirar de Pepita, con esa enorme barriga, que parecía estar a punto de explotar y que la obligaba a dormir boca arriba.

—¡Qué fastidio! —pensó tirando el tebeo contra el sillón, mientras salía a la calle al escuchar el ruido de un motor al pararse en su misma puerta y voces que hablaban un idioma raro para él. Se trataba de un moderno autocar descapotable. 

Observó con detenimiento a aquellos extraños personajes que vestían de una manera rara. La mayoría eran rubios. Pronto algunos, sobre todo las mujeres, se descalzaron y comenzaron a caminar por las ardientes arenas de la Malvarrosa hasta las mismas aguas del Mediterráneo, mientras el conductor y algunos otros se metían en La Marcelina a tomarse unas cervezas y comerse unas sabrosas clochinas. No pudo evitar las risas al ver los pequeños saltitos de las mujeres cada vez que apoyaban el pie sobre la arena. De repente, sus ojos se abrieron como platos al observar cómo las chicas se libraban de sus vestidos y se quedaban con la barriga al aire, en lugar de con el casto bañador al que estaba acostumbrado. Tan abstraído estaba, que no se percató de la presencia de su tía Vicenta quien, al verlo con la mirada tan fija, le arreó un buen pescozón en el cogote.

—Què collons mires?[2] —le espetó en valenciano.

—Res, res…[3]—contestó ofuscado.

—M'he d'anar. Ta mare no està per a parir encara, en menys d'una hora estic ací…[4] —le informó su tía comenzando a caminar deprisa.

—Y si pare? —Se atrevió a preguntar, casi gritando.

—¿Parir? No sigues boig. No parirà[5] —Replicó exasperada su tía, deteniéndose y girando la cabeza.

—¿Y si pare? —Se atrevió a preguntar de nuevo…

—Agafes l'autobús i la portes a la cigüeña...[6] tinc molta pressa[7]—contestó maldiciendo por lo bajo, sin que llegase a escucharlo Ximo.

Apenas habían transcurrido dos minutos desde que perdiese de vista a su tía, cuando comenzó a escuchar gritar a su madre:

—Ximo, ja està ací, dis-li a la teua tia que vinga, dis-li que ja està açí…[8]

—Madre, la tía me ha dicho que regresará dentro de una hora, que mientras tanto no tienes que parir…—contestó el chiquillo, que a sus catorce años parecía no tener ni doce, por lo pequeño y delgado que estaba.

— Una hora? Ni mitja. Desperta al vago del seu marit i que arranque el cotxe. Collons![9] —gritó entre desesperada y enojada. Después endulzó la voz, intentando ser más persuasiva hablándole en castellano —cariño, estoy rompiendo aguas, noto cómo me hago pis encima. Por Dios...

Ximo, como alma que lleva el diablo, salió corriendo a casa de sus tíos, que se encontraba en la misma esquina de la calle. No fue necesario llamar ya que la puerta se encontraba abierta casi de par en par, para dejar que entrase la brisa marina y así combatir el sofocante calor del mes de agosto. Entró directo en la habitación donde se encontraba su tío roncando sin que pareciese que, como decía su tía, corriese peligro de derrumbe la casa merced a sus ronquidos. Trabajaba, como su padre, en el turno de noche de la fábrica de papel. Es un decir, porque entraba a las diez de la noche y salía a las doce del mediodía, pero, aun así, no le llegaba el sueldo para alimentar a sus cinco vástagos. Se acercó con cuidado y tocó el hombro de su tío con suavidad.

—Vicenta, chiquilla, déjame dormir un poquito más…—susurró cariñoso sin abrir los ojos.

—Soy Ximo, mi madre está rompiendo aguas…, dice que la lleve usted a la Cigüeña…

—Que la lleve tu tía, y si no que venga la cigüeña aquí—replicó enojado, mostrando, una vez más, que la relación entre los cuñados, peor no podía ser. Miró con los ojos entornados al chiquillo —. Tú no tienes culpa, anda déjame dormir.

Ximo comprendió que no lograría arrancar a su tío de la cama, así que corrió en dirección a su casa. Pero se le iluminó el rostro viendo que el autobús estaba ya con el motor a ralentí esperando que llegasen los turistas más rezagados, mientras que a la sombra esperaba el conductor junto con la guía y unas turistas. Ximo fue directo a él.

—¿Usted nos llevaría a la Cigüeña? Mi madre está rompiendo aguas y no tenemos quien nos lleve…

—Quillo, mi arma. Búscate la vida, este autocar es de turistas, no un taxi… ¡Anda, la guasa del zagal! —soltó el conductor con marcado acento andaluz, que fue seguida por la carcajada de la guía y las turistas alemanas una vez que aquella les tradujo petición y respuesta.

Su madre lo esperaba en la puerta con desespero con un bolso de ropa en la mano.

—¿Viene tu tío o no?

—No. Venga usted, ya está todo solucionado, suba al autobús.

Sin encomendarse a nadie, ayudó a su madre a subir al autobús y se sentó en el asiento del conductor.

Mentalmente repasó los pasos que debía llevar a cabo para conducir el tractor, tal y como le había enseñado su tío Julián en el pueblo de su padre: «embrague, acelerador y palante». Conocía el rito ¡sí, sabía llevar un tractor! No iba a ser tan difícil conducir un autobús. El problema es que muy bien no le llegaban los pies, pero medio sentado, medio de píe, llegaba. Suspiró hondo, agarró la gorra del conductor, que casi le tapaba los ojos, le dio a la llave al tiempo que pisaba el acelerador.

—Pero… ¿qué vas a hacer? estàs boig?[10] —Le gritó su madre, al ver que el autobús se ponía en marcha, mezclando castellano y valenciano de tan nerviosa que estaba.

— Si no viene la cigüeña a nosotros, vamos nosotros a la Cigüeña—contestó el chiquillo sin pensárselo dos veces.

Estaba nervioso, pero los mandos obedecieron a sus pies y el volante a sus manos.
El autobús estaba con más de la mitad de los turistas en el interior, mientras que al resto los llamaba la guía y el chófer señalando el reloj de la muñeca para que se fueran despidiendo de la playa y echaran el último trago en el famoso chiringuito de La Marcelina, por donde pasó Alfonso XIII, tan escrupuloso o vicioso, que para no mancharse las manos al pelar las gambas, exigió que fuese una chiquilla de trece años quien se sentará entre sus piernas para que le pelase las gambas.

El chófer al escuchar el autobús ponerse en marcha se giró olvidándose de los turistas rezagados.

—Oye tú, para que el conductor soy yo, cacho…

Pero Ximo, ni lo escuchó, ya había emprendido la marcha en dirección al Camí de Vera, sin que los turistas se percatasen de quién era el chófer, ni tampoco que detrás del autobús corría chófer, guía y turistas como desesperados entre una nube de humo y polvo.

 A quienes iban en el interior les extrañó que el autobús circulase por una carretera tan estrecha y que la guía no les fuese explicando el paisaje tan maravilloso que estaban viendo de la huerta valenciana, con sus barracas y sus gentes echando la siesta a la sombra de las palmeras. Tampoco entendieron por qué se paraba delante de aquel edificio de la Alameda. Ataron cabos rápido al ver descender del autobús aquel chiquillo, la mujer embarazada que iba dejando un rastro de agua sobre la acera y aquella cigüeña con un envoltorio en la fachada. Vivieron una emocionante aventura y ni se habían percatado…

 Puedes comprar el libro a través en Amazon:



[1] Relato incluido en el libro solidario 101 relatos de publicidad antigua, de Editorial Vinatea.
[2]— ¿Qué cojones miras?
[3] —Nada, nada.
[4] —Me tengo que ir. Tu madre no está para dar a luz todavía, en menos de una hora estaré aquí.
[5] ¿Parir? No seas loco. No parirá.
[6] La cigüeña fue una maternidad hasta finales de los años setenta, actualmente es la sede de la Consejería de Sanidad Valenciana.
[7] Agarras el autobús y la llevas a la cigüeña...tengo mucha prisa.
[8] Chimo, ya está aquí, dile a tu tía que venga, dile que ya está aquí...
[9] ¿Una hora? Ni media. Despierta al vago de su marido y que arranque el coche. ¡Cojones!
[10] ¿Estás loco?

jueves, 13 de febrero de 2020

La manta vieja


 

     
 Pedro no había conocido otra cosa que las ovejas, desde que tenía uso de razón había estado de pastor. Era una persona solitaria y retraída que no necesitaba de otras personas, ni sentía curiosidad por lo que sucedía más allá del contorno que abarcaba su rebaño.  Él se encargaba de todo, hasta de cuajar la leche y hacer los quesos que luego vendían en el pueblo, a precios irrisorios para la calidad que tenían. No apreciaba el valor del dinero, y sin embargo lo atesoraba casi contra su voluntad. Las ovejas le parían más que a nadie, le daban leche como si fuesen cabras, de todas sabía su nombre, quién era el padre y quién era la madre.  Podría decirse que, siendo un ser social, su sociedad estaba en el monte con su ganado.  Disfrutaba caminando y hablando solo, aunque él no lo considerase así, puesto que, según él, les hablaba a las ovejas, a sus perros y a su burro, y estos a él, y con ellos tenía acaloradas conversaciones y hasta discusiones que hubieran escapado a toda lógica. Tenía fama de simple, pero en sus pocas conversaciones   demostraba bastante coherencia y más conocimientos de los que parecía. A pesar de todo, huía del contacto con la sociedad y rara vez se quedaba a dormir en el pueblo, por mucho que le insistiese su madre, parientes y amigos, fuera invierno o verano, regresaba al monte con su ganado.


Jamás subió en un tren, coche o cualquier vehículo de motor. Se desplazaba andando o en borrico; aunque en cierta ocasión llegó a hacerlo en bicicleta, cuando hizo la mili. Que compró una y demostró la fuerza de sus piernas. Hasta para cuando le dieron permiso fue al pueblo en bicicleta, en burro hubiera realizado el trayecto más a gusto de no ser tan lento en el andar.  Después de la mili, jamás volvió a usar nada que tuviera ruedas. 

Por el pueblo comenzó a correr, por culpa de la indiscreción del banquero, que tenía mucho dinero.

—Vende baratos los quesos y los corderos, pero vende muchos quesos y muchos corderos, y no gasta ni un real. Él mismo viste y cose su ropa con pieles de las ovejas, cultiva su huerta y no le falta ni carne de caza, ni gallinas ni huevos. Solo se gasta los cuartos en vino; pero con dos arrobas tiene para más de un mes. Todo lo que gana lo lleva al banco. 

Era atractivo, y aunque solitario, no era hosco, solía vestir con una sonrisa bobalicona, que de no conocerle la gente le habría traído más de un disgusto, puesto que parecía que se burlaba de ellos. Ni a él se le había pasado por la cabeza formar una familia, ni a ninguna moza del pueblo se le había pasado formarla con él. La única interesada era su madre:

—Hijo mío, debes echarte novia y casarte, tener a alguien que te quiera, te cuide y te haga feliz…

—Madre, no necesito a nadie. Yo me se cuidar solo, en el monte no me falta de nada, soy feliz escuchando los trinos de los pájaros, de las chicharras, respirando el aroma del tomillo, el romero y el espliego…

—Pero eso no es vida. Tienes que comprarte una casa, casarte…

Tanto insistió su madre que finalmente accedió a comprarse una casa y echarse novia. Se compró la casa, sin embargo, no hizo nada por echarse novia.  Por otra parte, cada vez el mimo con el que trataba al rebaño le recompensaba creciendo y multiplicando su capital, teniendo que coger un zagal para que le ayudase con las tareas pastoriles.

Llegó al lugar una agraciada muchacha, hija del pueblo, que según las malas lenguas había tenido algún que otro tropiezo en la capital. Incluso algunas de esas lenguas decían que la habían visto embarazada, y que tras parir lo había dejado en la inclusa, sin que nadie lo supiera, pero hablar sale de balde.  Siendo una sociedad cerrada, en aquellas épocas de hipocresías machistas, al no estar «entera», no era digna de ningún hombre para matrimonio, y todos quienes a ella se acercaban buscaban amores efímeros, que la desesperaban por buscar solo la fugacidad del placer y no la continuidad en el tiempo como ella anhelaba. De ella, quienes la conocían de verdad, solían decir que era muy buena muchacha, muy hacendosa y capaz.  La madre de Pedro, que conocía a la muchacha, vio en ella la posibilidad de tenerla como nuera, otra no encontraría porque tampoco él ponía empeño. Así que hicieron un «apaño», y terminaron casándose.

Tras el banquete, la novia, que tenía la casa dispuesta para la luna de miel, se llevó la sorpresa.

—Me voy al monte con el ganado —dijo Pedro nada más desnudarse para quitarse el traje nupcial y ponerse el habitual de pastor. De nada sirvió que ella se quitará el vestido, y que le rogase que se quedará. Pedro, no estaba dispuesto a quedarse a consumar el matrimonio, a él de eso nadie le había dicho nada.

—Pues si tú te vas, yo me voy contigo, una mujer debe estar donde esté su marido —dijo resuelta ella, dispuesta a no renunciar a la luna de miel, y harta de los cuchicheos de la gente.

—Pero… ¿cómo te vas a venir al monte, con el frío que hace? —Le contestó él.

—A tu lado no tendré frío, y te juro que tú a mi lado tampoco…
—Te advierto que en el monte hace mucho frío.

Por mucho que insistió Pedro, Pascuala, que ese era su nombre, no renunció a las mieles de la luna más bella de cualquier matrimonio. Aquella misma noche fueron al monte a dormir, con prisas. Con tantas que ni mantas cogieron. Llegaron cansados, él dispuesto a dormir y ella a gozar.

—¿Dónde tienes más mantas? —preguntó ella al ver la manta raída y agujereada que tenía la cama.

—No tengo más mantas, con esta tengo de sobra, yo nunca tengo frío.

—¿Qué le vamos a hacer? Mañana traeré el ajuar, con sábanas de felpa y mantas de Zamora —. Se encogió de hombros con resignación ella.

 Se metieron en el camastro del chozo, y él se dio la media vuelta, insensible a las caricias de ella y notando cierto calorcillo.

—Déjame, tengo que madrugar mañana, que hoy ya he perdido mucho tiempo... —dijo soñoliento, sin malos modos, pero descortés, aunque eso él no lo consideraba así, lo primero era el cuidado de su rebaño.

—Pero es nuestra luna de miel —protestaba ella mimosa mientras se arrimaba bien a él, al tiempo que buscaba su reacción.

Él se levantó, y al rato regresó con una pequeña orza de barro.

—Aquí tienes toda la miel que quieras —dijo y se volvió a acostar, de nuevo dándole la espalda.
—No quiero miel, te quiero a ti, a mi marido. Tengo frío y tú no me quieres dar calor —protestó ella apretándose bien contra la espalda de él, que notó cierta sensación extraña bastante placentera.

Por unos instantes, Pascuala pensó que Pedro reaccionaría, pero cuando más feliz se las prometía:

—Llevas razón, esta manta está muy vieja y rota. Mejor vete al otro cuarto con el mozo, que tiene la manta nueva y además de buena lana virgen, seguro que con él no tienes frío —dijo, y se quedó tan pancho.

—Seguro que no — reaccionó ella con enfado manifiesto, y con la necesidad del calor amante.  Se marchó desnuda como estaba en dirección al otro cuarto.

 Y se metió en la cama con el zagal, de no más de diecisiete años. El cual dormido estaba, pero pronto despertó con un cuerpo joven y desnudo que le daba calor, y él sí supo cómo combatir el frío en las noches de invierno. A pesar de su inexperiencia del muchacho, aquella noche bajó la manta de pura lana virgen, él dejo de serlo.

Pedro escuchó el traqueteo del colchón, inocente o no, dijo:

—Mírala, mírala como tiembla, y eso que tienen manta nueva de pura lana virgen, anda que, si llega a quedarse conmigo, no habría pasado frío ni nada —y se dio media vuelta y se quedó dormido.

Cuentan, que cuando Pascuala tuvo una criatura, fruto de esas noches de frío, el crío no se agarraba a los pezones. Desesperada se lo comentó a Pedro:

—¿Y estás preocupada por eso? Les pasa a muchas ovejas, que no tienen pezones, hay que ayudarles…

—¿Ayudarles? ¿Y eso cómo se hace? —Preguntó, un tanto molesta por haberla comparado con una oveja.

—Pues haciéndote lo mismo que les hago a ellas, pero ahora tengo mucha faena, tengo que ordeñar las ovejas para poder poner el cuajo en la pleita…

—Tengo las tetas a punto de reventar, me duelen mucho, y si tu hijo no mama, se muere. Las ovejas pueden esperar, digo yo —arguyó con determinación Pascuala, sacándose uno de los pechos.

Pedro movió la cabeza de un lado a otro, dudando, al mirar a los ojos a Pascuala, la vio tan hermosa, que se arrodilló en la cama junto a ella, arrimó sus labios admirando la hermosura de la luna de sus pechos, y comenzó a succionar el calostro. Al principio le costó, pero finalmente, la criatura se agarró al pecho; aunque hubo de esperar, porque algo ocurría en todo su ser, como si fuese una culebrilla que le trastornaba todos los sentidos, sin haberlo experimentado antes. 

Nunca había visto a una mujer con tanta ternura, con tanto amor.  Desde aquel día supo que  sus manos,  no solo servían para ordeñar a  las ovejas, o sus labios  para que los corderillos se agarrasen a las tetas de las ovejas,  también para que su hijo se pudiera agarrar al pezón; y sobre todo, servían para acariciar y besar los labios de la persona amada.

Dicen que tuvieron muchos hijos, y que aquella manta vieja fue testigo de las noches y mañanas más ardientes que jamás se vivieron en las tierras de don Quijote. 

Puedes comprar el libro a través en Amazon:





Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...