sábado, 22 de febrero de 2020

Si no viene la cigüeña, vamos nosotros…

 

Si no viene la cigüeña, vamos nosotros[1]



En el edificio en el cual se aloja ahora la Consejería de Sanidad de Valencia,  dicen que existe un fantasma, o una fantasma, a la que llaman «La Dama de Rosa» una mujer vestida con una camisón de color rosa que busca de manera desesperada a su hijo robado por las monjas para venderlo a una familia pudiente. No creo en los fantasmas, lo cual no quiere decir que no tenga claro que este lugar  es  siniestro, tal y conforme menciono en la novela «Magdalenas sin azúcar».  

Este relato, nada tiene que ver con esos niños, más bien al contrario, es una divertida historia, incluida en el libro solidario «101 relatos de la publicidad antigua». Espero que os guste:

Si no viene la cigüeña, vamos nosotros…

Tediosas y largas tardes de aquel verano del sesenta y cinco sin nada que hacer en las que todos sus amigos echaban la siesta o en la Malvarrosa bañándose en la playa, sus hermanos y sus primos también. Ximo hubiese dado cualquier cosa por estar con Boro y Lluís, sobre todo con Amparo, saltando las olas; sin embargo, su padre fue tajante aquella tarde:

—Ximo, cuando yo no estoy, tú eres el hombre de la casa. No te separes de mamá por nada del mundo. Al primer síntoma llamas a la tía Vicenta, ella sabrá lo que hay que hacer.
Desde el sillón contemplaba el agitado respirar de Pepita, con esa enorme barriga, que parecía estar a punto de explotar y que la obligaba a dormir boca arriba.

—¡Qué fastidio! —pensó tirando el tebeo contra el sillón, mientras salía a la calle al escuchar el ruido de un motor al pararse en su misma puerta y voces que hablaban un idioma raro para él. Se trataba de un moderno autocar descapotable. 

Observó con detenimiento a aquellos extraños personajes que vestían de una manera rara. La mayoría eran rubios. Pronto algunos, sobre todo las mujeres, se descalzaron y comenzaron a caminar por las ardientes arenas de la Malvarrosa hasta las mismas aguas del Mediterráneo, mientras el conductor y algunos otros se metían en La Marcelina a tomarse unas cervezas y comerse unas sabrosas clochinas. No pudo evitar las risas al ver los pequeños saltitos de las mujeres cada vez que apoyaban el pie sobre la arena. De repente, sus ojos se abrieron como platos al observar cómo las chicas se libraban de sus vestidos y se quedaban con la barriga al aire, en lugar de con el casto bañador al que estaba acostumbrado. Tan abstraído estaba, que no se percató de la presencia de su tía Vicenta quien, al verlo con la mirada tan fija, le arreó un buen pescozón en el cogote.

—Què collons mires?[2] —le espetó en valenciano.

—Res, res…[3]—contestó ofuscado.

—M'he d'anar. Ta mare no està per a parir encara, en menys d'una hora estic ací…[4] —le informó su tía comenzando a caminar deprisa.

—Y si pare? —Se atrevió a preguntar, casi gritando.

—¿Parir? No sigues boig. No parirà[5] —Replicó exasperada su tía, deteniéndose y girando la cabeza.

—¿Y si pare? —Se atrevió a preguntar de nuevo…

—Agafes l'autobús i la portes a la cigüeña...[6] tinc molta pressa[7]—contestó maldiciendo por lo bajo, sin que llegase a escucharlo Ximo.

Apenas habían transcurrido dos minutos desde que perdiese de vista a su tía, cuando comenzó a escuchar gritar a su madre:

—Ximo, ja està ací, dis-li a la teua tia que vinga, dis-li que ja està açí…[8]

—Madre, la tía me ha dicho que regresará dentro de una hora, que mientras tanto no tienes que parir…—contestó el chiquillo, que a sus catorce años parecía no tener ni doce, por lo pequeño y delgado que estaba.

— Una hora? Ni mitja. Desperta al vago del seu marit i que arranque el cotxe. Collons![9] —gritó entre desesperada y enojada. Después endulzó la voz, intentando ser más persuasiva hablándole en castellano —cariño, estoy rompiendo aguas, noto cómo me hago pis encima. Por Dios...

Ximo, como alma que lleva el diablo, salió corriendo a casa de sus tíos, que se encontraba en la misma esquina de la calle. No fue necesario llamar ya que la puerta se encontraba abierta casi de par en par, para dejar que entrase la brisa marina y así combatir el sofocante calor del mes de agosto. Entró directo en la habitación donde se encontraba su tío roncando sin que pareciese que, como decía su tía, corriese peligro de derrumbe la casa merced a sus ronquidos. Trabajaba, como su padre, en el turno de noche de la fábrica de papel. Es un decir, porque entraba a las diez de la noche y salía a las doce del mediodía, pero, aun así, no le llegaba el sueldo para alimentar a sus cinco vástagos. Se acercó con cuidado y tocó el hombro de su tío con suavidad.

—Vicenta, chiquilla, déjame dormir un poquito más…—susurró cariñoso sin abrir los ojos.

—Soy Ximo, mi madre está rompiendo aguas…, dice que la lleve usted a la Cigüeña…

—Que la lleve tu tía, y si no que venga la cigüeña aquí—replicó enojado, mostrando, una vez más, que la relación entre los cuñados, peor no podía ser. Miró con los ojos entornados al chiquillo —. Tú no tienes culpa, anda déjame dormir.

Ximo comprendió que no lograría arrancar a su tío de la cama, así que corrió en dirección a su casa. Pero se le iluminó el rostro viendo que el autobús estaba ya con el motor a ralentí esperando que llegasen los turistas más rezagados, mientras que a la sombra esperaba el conductor junto con la guía y unas turistas. Ximo fue directo a él.

—¿Usted nos llevaría a la Cigüeña? Mi madre está rompiendo aguas y no tenemos quien nos lleve…

—Quillo, mi arma. Búscate la vida, este autocar es de turistas, no un taxi… ¡Anda, la guasa del zagal! —soltó el conductor con marcado acento andaluz, que fue seguida por la carcajada de la guía y las turistas alemanas una vez que aquella les tradujo petición y respuesta.

Su madre lo esperaba en la puerta con desespero con un bolso de ropa en la mano.

—¿Viene tu tío o no?

—No. Venga usted, ya está todo solucionado, suba al autobús.

Sin encomendarse a nadie, ayudó a su madre a subir al autobús y se sentó en el asiento del conductor.

Mentalmente repasó los pasos que debía llevar a cabo para conducir el tractor, tal y como le había enseñado su tío Julián en el pueblo de su padre: «embrague, acelerador y palante». Conocía el rito ¡sí, sabía llevar un tractor! No iba a ser tan difícil conducir un autobús. El problema es que muy bien no le llegaban los pies, pero medio sentado, medio de píe, llegaba. Suspiró hondo, agarró la gorra del conductor, que casi le tapaba los ojos, le dio a la llave al tiempo que pisaba el acelerador.

—Pero… ¿qué vas a hacer? estàs boig?[10] —Le gritó su madre, al ver que el autobús se ponía en marcha, mezclando castellano y valenciano de tan nerviosa que estaba.

— Si no viene la cigüeña a nosotros, vamos nosotros a la Cigüeña—contestó el chiquillo sin pensárselo dos veces.

Estaba nervioso, pero los mandos obedecieron a sus pies y el volante a sus manos.
El autobús estaba con más de la mitad de los turistas en el interior, mientras que al resto los llamaba la guía y el chófer señalando el reloj de la muñeca para que se fueran despidiendo de la playa y echaran el último trago en el famoso chiringuito de La Marcelina, por donde pasó Alfonso XIII, tan escrupuloso o vicioso, que para no mancharse las manos al pelar las gambas, exigió que fuese una chiquilla de trece años quien se sentará entre sus piernas para que le pelase las gambas.

El chófer al escuchar el autobús ponerse en marcha se giró olvidándose de los turistas rezagados.

—Oye tú, para que el conductor soy yo, cacho…

Pero Ximo, ni lo escuchó, ya había emprendido la marcha en dirección al Camí de Vera, sin que los turistas se percatasen de quién era el chófer, ni tampoco que detrás del autobús corría chófer, guía y turistas como desesperados entre una nube de humo y polvo.

 A quienes iban en el interior les extrañó que el autobús circulase por una carretera tan estrecha y que la guía no les fuese explicando el paisaje tan maravilloso que estaban viendo de la huerta valenciana, con sus barracas y sus gentes echando la siesta a la sombra de las palmeras. Tampoco entendieron por qué se paraba delante de aquel edificio de la Alameda. Ataron cabos rápido al ver descender del autobús aquel chiquillo, la mujer embarazada que iba dejando un rastro de agua sobre la acera y aquella cigüeña con un envoltorio en la fachada. Vivieron una emocionante aventura y ni se habían percatado…

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[1] Relato incluido en el libro solidario 101 relatos de publicidad antigua, de Editorial Vinatea.
[2]— ¿Qué cojones miras?
[3] —Nada, nada.
[4] —Me tengo que ir. Tu madre no está para dar a luz todavía, en menos de una hora estaré aquí.
[5] ¿Parir? No seas loco. No parirá.
[6] La cigüeña fue una maternidad hasta finales de los años setenta, actualmente es la sede de la Consejería de Sanidad Valenciana.
[7] Agarras el autobús y la llevas a la cigüeña...tengo mucha prisa.
[8] Chimo, ya está aquí, dile a tu tía que venga, dile que ya está aquí...
[9] ¿Una hora? Ni media. Despierta al vago de su marido y que arranque el coche. ¡Cojones!
[10] ¿Estás loco?

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