jueves, 13 de febrero de 2020

La manta vieja


 

     
 Pedro no había conocido otra cosa que las ovejas, desde que tenía uso de razón había estado de pastor. Era una persona solitaria y retraída que no necesitaba de otras personas, ni sentía curiosidad por lo que sucedía más allá del contorno que abarcaba su rebaño.  Él se encargaba de todo, hasta de cuajar la leche y hacer los quesos que luego vendían en el pueblo, a precios irrisorios para la calidad que tenían. No apreciaba el valor del dinero, y sin embargo lo atesoraba casi contra su voluntad. Las ovejas le parían más que a nadie, le daban leche como si fuesen cabras, de todas sabía su nombre, quién era el padre y quién era la madre.  Podría decirse que, siendo un ser social, su sociedad estaba en el monte con su ganado.  Disfrutaba caminando y hablando solo, aunque él no lo considerase así, puesto que, según él, les hablaba a las ovejas, a sus perros y a su burro, y estos a él, y con ellos tenía acaloradas conversaciones y hasta discusiones que hubieran escapado a toda lógica. Tenía fama de simple, pero en sus pocas conversaciones   demostraba bastante coherencia y más conocimientos de los que parecía. A pesar de todo, huía del contacto con la sociedad y rara vez se quedaba a dormir en el pueblo, por mucho que le insistiese su madre, parientes y amigos, fuera invierno o verano, regresaba al monte con su ganado.


Jamás subió en un tren, coche o cualquier vehículo de motor. Se desplazaba andando o en borrico; aunque en cierta ocasión llegó a hacerlo en bicicleta, cuando hizo la mili. Que compró una y demostró la fuerza de sus piernas. Hasta para cuando le dieron permiso fue al pueblo en bicicleta, en burro hubiera realizado el trayecto más a gusto de no ser tan lento en el andar.  Después de la mili, jamás volvió a usar nada que tuviera ruedas. 

Por el pueblo comenzó a correr, por culpa de la indiscreción del banquero, que tenía mucho dinero.

—Vende baratos los quesos y los corderos, pero vende muchos quesos y muchos corderos, y no gasta ni un real. Él mismo viste y cose su ropa con pieles de las ovejas, cultiva su huerta y no le falta ni carne de caza, ni gallinas ni huevos. Solo se gasta los cuartos en vino; pero con dos arrobas tiene para más de un mes. Todo lo que gana lo lleva al banco. 

Era atractivo, y aunque solitario, no era hosco, solía vestir con una sonrisa bobalicona, que de no conocerle la gente le habría traído más de un disgusto, puesto que parecía que se burlaba de ellos. Ni a él se le había pasado por la cabeza formar una familia, ni a ninguna moza del pueblo se le había pasado formarla con él. La única interesada era su madre:

—Hijo mío, debes echarte novia y casarte, tener a alguien que te quiera, te cuide y te haga feliz…

—Madre, no necesito a nadie. Yo me se cuidar solo, en el monte no me falta de nada, soy feliz escuchando los trinos de los pájaros, de las chicharras, respirando el aroma del tomillo, el romero y el espliego…

—Pero eso no es vida. Tienes que comprarte una casa, casarte…

Tanto insistió su madre que finalmente accedió a comprarse una casa y echarse novia. Se compró la casa, sin embargo, no hizo nada por echarse novia.  Por otra parte, cada vez el mimo con el que trataba al rebaño le recompensaba creciendo y multiplicando su capital, teniendo que coger un zagal para que le ayudase con las tareas pastoriles.

Llegó al lugar una agraciada muchacha, hija del pueblo, que según las malas lenguas había tenido algún que otro tropiezo en la capital. Incluso algunas de esas lenguas decían que la habían visto embarazada, y que tras parir lo había dejado en la inclusa, sin que nadie lo supiera, pero hablar sale de balde.  Siendo una sociedad cerrada, en aquellas épocas de hipocresías machistas, al no estar «entera», no era digna de ningún hombre para matrimonio, y todos quienes a ella se acercaban buscaban amores efímeros, que la desesperaban por buscar solo la fugacidad del placer y no la continuidad en el tiempo como ella anhelaba. De ella, quienes la conocían de verdad, solían decir que era muy buena muchacha, muy hacendosa y capaz.  La madre de Pedro, que conocía a la muchacha, vio en ella la posibilidad de tenerla como nuera, otra no encontraría porque tampoco él ponía empeño. Así que hicieron un «apaño», y terminaron casándose.

Tras el banquete, la novia, que tenía la casa dispuesta para la luna de miel, se llevó la sorpresa.

—Me voy al monte con el ganado —dijo Pedro nada más desnudarse para quitarse el traje nupcial y ponerse el habitual de pastor. De nada sirvió que ella se quitará el vestido, y que le rogase que se quedará. Pedro, no estaba dispuesto a quedarse a consumar el matrimonio, a él de eso nadie le había dicho nada.

—Pues si tú te vas, yo me voy contigo, una mujer debe estar donde esté su marido —dijo resuelta ella, dispuesta a no renunciar a la luna de miel, y harta de los cuchicheos de la gente.

—Pero… ¿cómo te vas a venir al monte, con el frío que hace? —Le contestó él.

—A tu lado no tendré frío, y te juro que tú a mi lado tampoco…
—Te advierto que en el monte hace mucho frío.

Por mucho que insistió Pedro, Pascuala, que ese era su nombre, no renunció a las mieles de la luna más bella de cualquier matrimonio. Aquella misma noche fueron al monte a dormir, con prisas. Con tantas que ni mantas cogieron. Llegaron cansados, él dispuesto a dormir y ella a gozar.

—¿Dónde tienes más mantas? —preguntó ella al ver la manta raída y agujereada que tenía la cama.

—No tengo más mantas, con esta tengo de sobra, yo nunca tengo frío.

—¿Qué le vamos a hacer? Mañana traeré el ajuar, con sábanas de felpa y mantas de Zamora —. Se encogió de hombros con resignación ella.

 Se metieron en el camastro del chozo, y él se dio la media vuelta, insensible a las caricias de ella y notando cierto calorcillo.

—Déjame, tengo que madrugar mañana, que hoy ya he perdido mucho tiempo... —dijo soñoliento, sin malos modos, pero descortés, aunque eso él no lo consideraba así, lo primero era el cuidado de su rebaño.

—Pero es nuestra luna de miel —protestaba ella mimosa mientras se arrimaba bien a él, al tiempo que buscaba su reacción.

Él se levantó, y al rato regresó con una pequeña orza de barro.

—Aquí tienes toda la miel que quieras —dijo y se volvió a acostar, de nuevo dándole la espalda.
—No quiero miel, te quiero a ti, a mi marido. Tengo frío y tú no me quieres dar calor —protestó ella apretándose bien contra la espalda de él, que notó cierta sensación extraña bastante placentera.

Por unos instantes, Pascuala pensó que Pedro reaccionaría, pero cuando más feliz se las prometía:

—Llevas razón, esta manta está muy vieja y rota. Mejor vete al otro cuarto con el mozo, que tiene la manta nueva y además de buena lana virgen, seguro que con él no tienes frío —dijo, y se quedó tan pancho.

—Seguro que no — reaccionó ella con enfado manifiesto, y con la necesidad del calor amante.  Se marchó desnuda como estaba en dirección al otro cuarto.

 Y se metió en la cama con el zagal, de no más de diecisiete años. El cual dormido estaba, pero pronto despertó con un cuerpo joven y desnudo que le daba calor, y él sí supo cómo combatir el frío en las noches de invierno. A pesar de su inexperiencia del muchacho, aquella noche bajó la manta de pura lana virgen, él dejo de serlo.

Pedro escuchó el traqueteo del colchón, inocente o no, dijo:

—Mírala, mírala como tiembla, y eso que tienen manta nueva de pura lana virgen, anda que, si llega a quedarse conmigo, no habría pasado frío ni nada —y se dio media vuelta y se quedó dormido.

Cuentan, que cuando Pascuala tuvo una criatura, fruto de esas noches de frío, el crío no se agarraba a los pezones. Desesperada se lo comentó a Pedro:

—¿Y estás preocupada por eso? Les pasa a muchas ovejas, que no tienen pezones, hay que ayudarles…

—¿Ayudarles? ¿Y eso cómo se hace? —Preguntó, un tanto molesta por haberla comparado con una oveja.

—Pues haciéndote lo mismo que les hago a ellas, pero ahora tengo mucha faena, tengo que ordeñar las ovejas para poder poner el cuajo en la pleita…

—Tengo las tetas a punto de reventar, me duelen mucho, y si tu hijo no mama, se muere. Las ovejas pueden esperar, digo yo —arguyó con determinación Pascuala, sacándose uno de los pechos.

Pedro movió la cabeza de un lado a otro, dudando, al mirar a los ojos a Pascuala, la vio tan hermosa, que se arrodilló en la cama junto a ella, arrimó sus labios admirando la hermosura de la luna de sus pechos, y comenzó a succionar el calostro. Al principio le costó, pero finalmente, la criatura se agarró al pecho; aunque hubo de esperar, porque algo ocurría en todo su ser, como si fuese una culebrilla que le trastornaba todos los sentidos, sin haberlo experimentado antes. 

Nunca había visto a una mujer con tanta ternura, con tanto amor.  Desde aquel día supo que  sus manos,  no solo servían para ordeñar a  las ovejas, o sus labios  para que los corderillos se agarrasen a las tetas de las ovejas,  también para que su hijo se pudiera agarrar al pezón; y sobre todo, servían para acariciar y besar los labios de la persona amada.

Dicen que tuvieron muchos hijos, y que aquella manta vieja fue testigo de las noches y mañanas más ardientes que jamás se vivieron en las tierras de don Quijote. 

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