domingo, 11 de abril de 2021

La libertad, esa de la que usted me habla…


 


Allá por junio del año 1977, doña Clotilde (nombre supuesto) nos reunió a todos los trabajadores del hotel, para hablarnos de la Libertad y de los peligros que entrañaban los nuevos tiempos que se avecinaban. Esperó a que estuviéramos todos los empleados del hotel.  Sobre la mesa varios sobres blancos y de color salmón, parecidos a esos otros que utilizaba a fin de mes para pagarnos el salario. En aquellos tiempos se pagaba con dinero en efectivo.

—¿Sabéis que el miércoles hay elecciones? —Preguntó.

Todos asentimos con la cabeza, tal vez, alguno llegó a musitar un sí, apenas audible.

—Esto de votar —comenzó —, en realidad es una tontería, y a la vez puede traer grandes males a España, a vosotros y a vuestras familias, nos jugamos la libertad de nuestra patria. En España hemos disfrutado de cuarenta años de paz y prosperidad gracias a nuestro Caudillo, sin necesidad de elecciones…

Posiblemente, ninguno de los presentes estábamos de acuerdo con sus palabras, pero nadie dijo nada. Ninguno teníamos esa prosperidad de la que nos hablaba doña Clotilde, a pesar de que, por entonces, nuestras jornadas laborales eran de once a catorce horas diarias, de lunes a domingo, a cambio de un sueldo de miseria. En mi caso, andaba ya con escarceos clandestinos contra la dictadura. No tenía edad para votar, pero la charla era para todos:

—Mirar esta foto —nos dijo, enseñándonos una foto de Mao Zedong con un grupo de sus generales—. ¿Veis estos? Son chinos. Todos visten igual. Imaginar por un momento que os obligan a vestir a todos igual, que no podéis ir al Corte Inglés o Galerías Preciados a compraros la ropa que os dé la gana, horroroso, ¿verdad?

Supongo, que todos asentimos, por no llevar la contraria, aunque, curiosamente todos, salvo ella, vestíamos uniforme, las camareras un horroroso uniforme azul marino, si lo tenían de su talla, era porque se lo habían ajustado ellas. Los camareros con pantalón negro y camisa blanca, con pajarita, los ayudantes de camareros y los cocineros, con una chaquetilla blanca, curiosamente a lo «mao», el botones con un traje gris, con corbata sujeta con goma y gorro, mientras que yo, que era el ayudante de recepción, (ella era la dueña y la recepcionista) vestía un pantalón gris a rayas y camisa blanca, acompañada de una horrorosa corbata a juego con el pantalón. Ninguno de los presentes, comprábamos en el Corte Inglés, ni en Galería Preciados, no porque no nos gustará la ropa de esos grandes almacenes, sino porque el dinero no nos llegaba para poder comprar en ellos. Digamos que teníamos libertad de comprar, pero nos faltaba el dinero para ello, y nuestras ropas de diario, tenían muchos años, algunas con remiendos y a veces a plazos, de segunda mano, (iban pasando del hijo mayor al mediano, y del mediano al pequeño).

—Pues si ganan los comunistas o los socialistas, nos obligaran a vestir a todos igual, como si fuésemos chinos. Olvidaos de comer jamón o queso. Solo podréis comer arroz hervido.  No quiero ni pensarlo. Y estudiar, nuestros hijos, tampoco podrán estudiar lo que quieran, sino que les obligarán a estudiar lo que ellos quieran, los adoctrinaran...

Yo, por aquel entonces, era un rebelde con causa. La rabia me corría por las venas por no haber podido estudiar. Pedrito, el hijo de doña Clotilde, era un crío bastante torpón, un año más joven que yo, caprichoso y todo lo que le apeteciera antes de abrir la boca lo tenía, y sin trabajar. En la escuela, a pesar de tener maestros particulares en todas las asignaturas, apenas rozaba el aprobado, yo tampoco iba muy sobrado, de los 8 a los 9, no tuve plaza en la escuela, y desde los once a los trece, alterné escuela con trabajo; a pesar de lo cual me saqué el equivalente al Graduado Escolar. Sin embargo, él al terminar la EGB, fue al Instituto, y yo, sin terminar la EGB, estaba subiendo maletas por las escaleras del hotel de sus padres. Sí, es cierto, yo tenía la libertad de estudiar lo que me diera la gana, como Pepito, el cual terminó de director de hotel; sin embargo, no tenía dinero para poder pagar esos estudios, ni mi madre se podía permitir ese lujo, ella trabajaba desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche en un restaurante, también por un sueldo de miseria, que apenas nos daba para vivir de alquiler en una habitación con derecho a cocina y baño compartido. Por tanto, ni se me pasaba por la cabeza, la posibilidad de dejar de trabajar para estudiar; además, ¿Cuándo? Si mi jornada duraba de once a catorce horas diarias, y a la media hora de coger un libro, con lo que me gustaba, me quedaba dormido. 

—Y como esto de las elecciones es algo nuevo, para que nos os equivoquéis, os he traído los sobres para votar. No hace falta que los abráis ni nada. No tenéis que hacer nada, solo ir a las escuelas el miércoles y entregar el sobre a quienes están en la urna, eso sí, no os olvidéis el carné, porque de lo contrario no podréis votar. Y esto es muy importante, votar para que España continué siendo un país que viva en paz y libertad…

 

Y nos entregó a cada uno varios sobres blancos y de color sepia, para nosotros y nuestros familiares, y antes de retirarnos, nos enseñó un billete de cinco mil pesetas.

—¡Ah!, muy importante. Si sale don Abel de diputado, a cada uno, os daré mil duros para que os lo podáis gastar como os dé la gana en total libertad. Nuestro futuro, la libertad de España está en vuestras manos. ¡Viva España! Y ¡Viva el Rey! —Terminó gritando.

Poco entusiasmo pusimos en corear sus gritos, por mucho que quisiéramos lo mejor para España. A la mayoría no nos importaba un pimiento el rey y mucho menos esa libertad de la que ella hablaba. Debió adivinarlo, porque, aunque salió sí de diputado Abel Matutes Torres, el cacique de Ibiza, no nos dio las cinco mil pesetas prometidas. Sin embargo, a muchos payeses los subieron en autobuses y con los sobres cerrados, los llevaron a votar a cambio de cinco mil pesetas o por la promesa de favores que nunca recibieron.  Y es que los enemigos de la libertad, no son gentes de fiar, y como se ha demostrado a lo largo de la historia, tampoco honrados.

Puedo asegurar que ninguno de los presentes introdujo ese sobre en la urna, sabíamos que esa libertad de la que nos hablaba doña Clotilde eran las cadenas que sufríamos desde hacía cuarenta años, que esa prosperidad de aquella España, era la prosperidad de los ricos y la miseria de los pobres.

La libertad es otra cosa, es poder con tu trabajo, tener derecho a un techo, a unos estudios para tus hijos, a una asistencia sanitaria, a poder comer todos los días. A trabajar por un sueldo digno que te permita la libertad de cambiar de trabajo sin miedo, a decir lo que quieras o consideres injusto, por miedo al despido….

La libertad, de doña Clotilde, y la libertad de quienes profanan, todavía ahora, su sagrado nombre, no es nuestra libertad, sino, muy al contrario, nuestras cadenas.

Escribió el gran Federico García Lorca:

«En la bandera de la Libertad bordé el amor más grande de mi vida.»

Ojalá, llegue el día en el cual la bandera la Libertad ondee en todos los balcones, como aquel 14 de abril de 1931, y la LIBERTAD sea algo más que una palabra, en los labios de sus enemigos.

©Paco Arenas, 11 de abril de 2021, a un día del 90 aniversario de la proclamación de la II ª República Española.

miércoles, 7 de abril de 2021

Los tropiezos de las mujeres 2ª parte




Advertencia antes de leer: si no has leído la primera parte, pincha aquí

Los tropiezos de las mujeres 2ª parte

Días después, un nuevo y joven sacerdote llegó al pueblo a mitad de mañana, el alcalde, como buen anfitrión que era, y lo ansioso que estaba por contarle el recado de don Antonio, decidió ir a recibirlo a la parada del autobús.
—Para que no se pierda el hombre —dijo doña Justa, su esposa en segundas nupcias, a la cual había encargado que preparase una comida de bienvenida:
—Encarga al Sebastián que mate un cabritillo, y prepare chuletillas, a Emilia le dices que saque unos chorizos y prepare atascaburras con mucho bacalao y ajo, no se te olvide unos buenos zarajos, queso curado en romero y también el de manteca, por supuesto, que empiece un pernil de los que tenemos en la cámara, los del lado de la ventana, que están criados con bellotas de la Montesina, que se note lo bien que comemos aquí. ¡Ah! Y el vino del bueno, de la viña del cura y resolí, que no falte resolí y de postre alajú y unas milhojas…
—Celedonio, cariño, que es un cura lo que viene, no la corte cardenalicia del Vaticano, que parece que vas a invitar a la Guardia Suiza…
—¡Quía! Nosotros no tenemos cuartos para llevarlos a Suiza. Pero, sabes una cosa, comemos bien, y la primera impresión es la que cuenta, así que… ¡Viva Cuenca!, ¡copón!
Su esposa jamás lo había visto tan emocionado, no comprendía el motivo. En teoría, era muy religioso, iba todos los domingos y fiestas de guardar a misa; pero, a nadie engañaba. Muy clerical no era, y mucho menos amigo de la moral, que él y todos sus amigos de la cofradía y del consistorio, se pasaban por el arco del triunfo. No pocos eran los domingos que después de misa, a cargo del ayuntamiento, dejaban a sus esposas en casa y él con sus respetables amigos, se marchaban a la capital a comer, para después ir a los toros o el fútbol por la tarde y terminar la noche en casas de chicas de vida alegre.
Todos ellos, eran gentes de orden, por poner algún ejemplo, iban los terratenientes don Manuel, don Jacinto, don Pascual; pero, también con Hipólito, el comerciante don Bautista, su yerno el cabo de la Guardia Civil y Francisco, el veterinario, y hasta incluso, el sacerdote del pueblo de al lado.
Por acortar la historia, iba a misa por costumbre, pero no sabía, en realidad, en qué consistía la moralidad católica, ni mucho menos la doctrina cristiana, la cual no escuchaba, pues se pasaba la misa mirando para la bancada que se encontraba a la izquierda del altar, que era donde se sentaban las mujeres, porque en aquellos tiempos, las mujeres se sentaban a la izquierda del altar y los hombres a la derecha. Y de haber escuchado a un melenudo con barba, con pinta de jipi, eso de «es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja que un rico en el reino de los cielos», sin duda lo habría denunciado a la Guardia Civil, que para eso el cabo era su yerno.
Doña Justa, decidió acompañar a su marido, también lo acompañaron su joven cuñada y su hija. Si sólo lo hubiera acompañado su esposa, habría transmitido el recado y se habrían echado unas risas; pero, así, y teniendo en cuenta que irían su hija y su cuñada, no era cuestión.
Durante la comida, el alcalde intentó hablar con el sacerdote a solas, pero fue imposible. Era muy joven, barbilampiño y muy guapo, y las mujeres de la familia acapararon su atención, sin tener oportunidad de quedarse a solas con él, menos, porque al preparar tanta comida, dio aviso a algunos miembros de la Cofradía del Cristo de Los Maciscos.
En los días sucesivos, por mucho que lo intentó, siempre había alguien cerca para impedirlo. Finalmente, se le terminó olvidando, sin que ello supusiera ningún trastorno para la normal convivencia ciudadana, salvo para el joven sacerdote, el cual cada día se inquietaba más por el cariz de ciertas confesiones, las cuales trataban sobre los tropiezos de un reducido grupo de mujeres, precisamente, las esposas de aquellos que de vez en cuando se iban a la capital a calmar sus apetitos sexuales, como hombres que eran y buenos católicos, con toda naturalidad confesaban sus infidelidades, todos menos el alcalde, que como ya he dicho, él era muy católico oficialmente, pero no creía en los curas, ni sabía nada en qué consistía eso de ser católico, incluso, consideraba que ser católico y español eran sinónimos, que era algo como ser castellano o francés. Se burlaba en ocasiones de sus amigos, y hasta bromeaba sobre los sermones cuando llevaba alguna copa de más y don Miguel, el cura del pueblo vecino, los acompañaba, algo más habitual de lo que podría ser recomendable y normal en un sacerdote. A Celedonio le gustaba hacerle rabiar al pobre cura, con un dicho de su abuelo materno, un rojo, al que tuvo que sacar su padre de la cárcel, y con el que pasaba muchas tardes de verano cuando era crío:
—Don Miguel, ¿qué es la misa? Un grupo de ignorantes escuchando a un tunante —solía preguntar y contestar sin esperar respuesta, echándose a reír, exhalando el alcohol sobrante con su aliento.
—Don Celedonio, se condenará a las llamas del infierno por sus palabras y sus actos —le recriminaba el sacerdote —. No debiera tomar a chanza la palabra de Dios, y más siendo un buen cristiano como es usted.
—Don Miguel, ¡copón! que somos amigos. Luego me confieso y usted me perdona, ¿no? —Le preguntaba el alcalde sin dejar de reír ni de beber.
—Sí, Dios perdona todos los pecados, y yo rezaría por su alma; pero, imagine que no le da tiempo a confesarse, imagine, imagine si llega ante san Pedro y lo manda de cabeza al infierno…
—Tendré que ir pensando en confesarme, desde que me casé con mi santa esposa, en segundas nupcias, no me he confesado, y fue con usted, que ya sabía mis pecados, porque a don Antonio, ante ese no me confieso ni borracho…
—Es buen hombre, un poco raro, eso sí. Yo, ya sabe, que no me llevaba mucho con él. Un día, casi llegamos a las manos. Imagine que nos liamos a hostias, dos curas partiéndose los morros. Pero, bueno, dejemos a don Antonio, no hace falta que se confiese, somos amigos, y yo los absuelvo cualquier día sin problemas, Dios me da potestad para eso y para más —contestó el sacerdote, que también llevaba su ración de alcohol.
—Pues ya está tardando, y de paso a mi yerno, que yo lo quiero mucho, ¡viva la Guardia Civil y viva mi yerno, aquí presente! —terminaba gritando y abrazando a su yerno.
—Tampoco es tan fácil la cosa, que no llevo ni la sotana, voy de incognito…
—Ande, no sea borde, y absuelva nuestros pecados a los aquí presentes. ¿No dice que usted tiene potestad? Pues no perdamos el tiempo, y como penitencia nos pone ir al Ciervo Verde, que me han dicho que han traído unas jacas que quitan el sentido —seguía en broma, medio borracho.
—En ese caso… —y don Miguel, con ganas de disfrute, algo más sereno que él, porque era más grande y tenía más aguante, no porque no bebiera como ellos, les hacía ponerse de rodillas a todos y los absolvía y bendecía latín.
— Ego te absolvo in nomine patris et filii et spiritus sancti. Amén.
—¡Viva don Miguel! La salvación de nuestras almas —gritaba alzando la copa don Celedonio, seguido del resto.
—Y ahora a rematar la faena al Ciervo Verde.
No obstante, al viejo cura, nunca lo llevaron de fiesta ni a Cuenca, ni a Madrid o Albacete, era un cura, como decían, raro, que además leía. Mientras que el nuevo, era muy joven; pero no tenían confianza todavía. Parecía, según la conversación tenida aquel primer día de su llegada, un joven viejo, tan serio y tan parco en palabras que daba no sé qué decirle nada.
—Don Miguel, cuando decida confesarme, me voy a su pueblo, con ese cura tampoco me confieso yo —le dijo al cura del pueblo vecino.
Pero las mujeres del pueblo, sí se confesaban con aquel cura tan guapo, educado y elegante, que, hasta la sotana, por su porte, le sentaba bien. Y cada vez, eran más las mujeres que iban, no sólo del pueblo, sino de algunos vecinos, no sólo a escuchar la misa, sino también a confesarse.
Pero, volvamos a meollo de la historia. Al pobre párroco le pilló de improviso el contenido de esas extrañas confesiones. La primera en confesarse fue Consuelo, la hija mayor del alcalde, fruto de su primer matrimonio, mujer de armas tomar, hermosa en todos los sentidos, muy risueña y agradable en el trato y casada con el cabo de la Guardia Civil, Edelmiro González:
—¡Ave María purísima!
—Sin pecado concebida. El Señor esté en tu corazón para que puedas arrepentirte humildemente de tus pecados, ¿Cuánto llevas sin confesarte?
—Dos semanas, desde que se marchó don Antonio, aunque yo me confieso todas las semanas; pero, con usted —dudó la muchacha —, no tengo confianza.
—Tranquila, ya la tendrás, es cuestión de tiempo. ¿De qué te acusas? Dios te escucha.
—He faltado al respeto a mi suegra, y también a la mujer de mi padre, mi madrastra; pero, es que no sabe usted lo mala persona que es…
—Nunca se ha de faltar el respeto a las personas mayores, tu suegra como madre de tu esposo, debes respetarla. En cuanto a la mujer de tu padre es como si fuera tu propia madre…
—Eso ni hablar. Además, es más joven que yo…
—A todos los efectos, es tu madre ante la Iglesia.
—No diga usted eso, no insulte de esa manera a mi madre, que era santa. Mi suegra es insufrible, y la víbora de la mujer de mi padre es todavía mucho peor. Tanto una como la otra son peor que los alacranes…, las odio.
—Hay que saber perdonar, Dios está dispuesto a perdonarte y si no tienes propósito de enmienda, no es preciso que vengas a confesarte. Así que antes de continuar, ¿estás dispuesta a perdonar tanto a tu suegra como a la mujer de tu padre, que debes quererla como a una madre?
Refunfuñando la hija del alcalde, no obstante, asintió con la cabeza, mientras que por lo bajo musitó:
—A buenas horas voy yo a perdonar a esas arpías...
—¿Qué has dicho? —Preguntó el sacerdote, que no creía haber escuchado lo que escuchó.
—Que sí, que las perdono, sí a las dos.
—¿Algo más que confesar?
—Poca cosa, en estas dos semanas he tropezado cuatro veces…, ayer dos veces seguidas.
—Hija mía, eso no es pecado, por Dios y la Virgen Santísima…, pecado es lo otro, odiar, robar, vilipendiar. Pero, tropezar, eso no es pe-ca-do —recalcó el sacerdote la última de las palabras.
Consuelo, ante la inesperada salida del sacerdote, se quedó en blanco, y el pobre cura no le quedó más remedio que recitar los mandamientos de la Ley de Dios, al llegar al sexto, la muchacha asintió, y don Antonio la animó a confesarlos.
—Lo que le he dicho, he tropezado cuatro veces…
El joven sacerdote elevó la vista al cielo, pensando: «Vuelta la borrica al trigo», pero no dijo nada de lo que pensó, simplemente murmuró:
—Mujer de Dios, ya te he dicho que eso no es pecado, si no tienes más pecados que confesar, Ego te absolvo in nomine patris et filii et spiritus sancti. Amen.
La absolvió y le mando tres padrenuestros y tres avemarías de penitencia. Consuelo, muy contenta se marchó a cumplirla, pensando:
—Esto es un cura como Dios manda, y además muy guapo y huele bien...
Lo que dijo después, mejor no mencionarlo; aunque es de suponer.
Parecida circunstancia se dio con otras muy devotas feligresas, pero ninguna tanto como con la joven esposa del alcalde, y con la jovencísima y bella hermana de la misma.
Una docena de mujeres tropezaban más de lo habitual y como el sacerdote les decía que no era pecado, la que tropezaba una vez a la semana, pasaba a tropezar dos o tres, la que tropezaba cuatro, hasta doce veces lo hacía. Viendo el estado de las calles y siendo primavera lluviosa, al sacerdote no le extrañó que tal cosa ocurriera. Así, que en el momento que el joven cura tuvo ocasión, durante la procesión del Corpus, justo cuarenta días después que el viejo sacerdote le dijera al alcalde: «Don Celedonio, quería hablar con usted», el joven párroco le dijo con gesto severo, acercando sus labios al oído del edil:
— Don Celedonio, necesito hablar con usted.
El alcalde al instante recordó el encargo realizado por el viejo cura, y no pudo menos que estallar en una carcajada impresionante, lo cual rompió el silencio de tan ceremonial procesión. El sacerdote contrariado se puso rojo como un tomate.
—Ya sé lo que me va a decir, que las mujeres de este pueblo tropiezan…—dijo sin poder parar de reír a carcajadas el alcalde, casi al oído al sacerdote.
—¿Cómo lo sabe? Aunque, realmente, a nadie debería de extrañar, cualquier día vamos a tener un disgusto, las calles están muy mal, yo mismo tropecé anteayer…
—¿Usted también tropieza?¡No me fastidie! ¡Copón! Perdone padre, perdone, ¿de verdad que usted también tropieza?
—Desde que llegué, por lo menos cinco veces y eso que no llevo zapatos de tacones como las que más tropiezan.
—¿De verdad? ¡Madre del amor hermoso! ¡Copón en Dios! Sí que son modernos los curas del Concilio ese…—y las risas no le dejaron continuar.
—No sé de qué se extraña, entre lo mal que están las calles, sin asfaltar y las lluvias del mes de abril…
—El cura también tropieza como las mujeres, será por las sayas… —casi gritó el alcalde riendo a mandíbula batiente, seguido de otros miembros de la corporación municipal, a los cuales les había confiado el secreto.
—Pues no se ría usted tanto, que su mujer, su hija Consuelo y su cuñada, son las que más tropiezan, y sus mujeres —señalando a los amigos del alcalde —,don Pascual, y no digamos su esposa don Jacinto…—saltó el sorprendido sacerdote, sin poder contener su enojo, por las risas de los miembros del consistorio, por supuesto en aquella época, todo hombres. Aludidos y señaladas, palidecieron, y comenzaron a mostrar su enojo debajo del sagrado palio.
—Si he tropezado es porque tú te has ido de fulanas con mi padre y me tienes desabastecida —recriminó Consuelo, la hija del alcalde a su marido, el cabo de la Guardia Civil.
—Yo he tropezado, sí, cada vez que te has ido a eso del Ciervo Verde, que bien que me enteré —dijo Josefa, la mujer del terrateniente don Jacinto.
Y así, una tras otra, bajo el palio y con las velas encendidas, fueron confesando sus culpas a la vez que acusaban a sus respectivos maridos, y todos señalando al alcalde por bocazas, sin que el sacerdote comprendiera nada.
Don Celedonio, nervioso, sin saber a dónde mirar, ni que, decir, ahora callaba abrumado, pensando en el lío que había montado y que su mujer, su amante y su hija eran quienes más tropezaban. La cosa se complicaba por momentos, hasta el palio bendito corría el riesgo de caer por los suelos. En estas estaban, que el alcalde no se percató del saliente de una piedra, lo cual le hizo tropezar, dando dos traspiés, arrastrando en la caída a su joven cuñada y a la vez amante, que se vio en el suelo espatarrada con las faldas levantadas y con la cabeza del alcalde entre sus piernas.
—¡Por Dios santo y adorado! ¡Silencio y decencia! —Gritó el sacerdote.
Todos lo miraron, guardando silencio, el alcalde y su cuñada desde el suelo, en una posición familiar para ambos, el resto de los asistentes a la procesión miraban escandalizados al sacerdote y a quienes iban bajo palio.
—Se ríe, de la pobre muchacha porque tropieza y usted hocica contra sus partes nobles impúdicamente. Anden, hagan el favor de levantarse, están cometiendo actos obscenos bajo el santo palio… ¡Por Dios y la Virgen! — Gritó a viva voz el sacerdote, ante el asombro de todos, que nunca le habían escuchado alzar la voz.
— Ya sé —continuó —a qué se referían las mujeres. Ellas no son las culpables, puesto que han ido al desquite de las ofensas sufridas por sus lujuriosos maridos, que se gastaban el pan de sus hijos en chicas de vida alegre....
—Eso, diga que sí padre, diga que sí ¡Viva el cura! —Gritó doña Sofía, la esposa de don Jacinto, el presidente de la Cofradía.
—¡Calma, calma! —Intentó apaciguar los ánimos el sacerdote —. No es de mi incumbencia, pero, ya que nadie estamos libre de tropezar, y quién esté libre que tire la primera piedra, vamos a hacer borrón y cuenta nueva ante la sagrada forma. Y con tanta oveja descarriada, es tiempo de perdonar, y ojalá Dios, empareje a cada oveja con su pareja…
No pudo terminar, la irritación se palpaba en el ambiente y alguien le echó la zancadilla, al tiempo que empujaba lo empujaba, por considerarlo culpable. Este, para evitar caer al suelo se agarró donde pudo, que fue a los senos de la bella alcaldesa, palpando partes nunca antes tocadas por sus castas manos. La mujer del alcalde, al ser empujada cayó a su vez al suelo, con el sacerdote tras ella, en posición parecida a la de su hermana, con respecto a su marido. Pero a su vez, como si se tratará de obedecer al sacerdote, estando desatendida tropezó con el marido de su hijastra, el cabo de la Civil, la hijastra con un joven pastor de ovejas que acudía presuroso a echar una mano, y la cuñada del alcalde y hermana de su mujer, con el alcalde y también con el cabo de la guardia civil.
Aquel día del Corpus no terminó en divorcio colectivo porque estaba prohibido, y si nadie durmió en el sofá era porque entonces, en la Mancha, no existían, y las bancas eran de madera dura, pero en cama aparte más de uno.
Cuento incluido en el libro
©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la Lumbre
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Los tropiezos de las mujeres 1ª parte (Y las mentes de Atapuerca)


Los tropiezos de las mujeres 1ª

A principios de los años sesenta del pasado siglo, en muchos pueblos se comenzaron a asfaltar las calles principales, todavía no había líneas telefónicas en los domicilios particulares y la comunicación principalmente se llevaba a cabo a través del servicio de correos, que, si bien era eficiente, no dejaba de ser un sistema lentísimo de comunicarse. Una carta de Madrid a Barcelona podría llegar a tardar dos semanas o más. Si, además, era de un núcleo rural a otro núcleo rural, el tiempo entre el envió y la recepción podría pasar más de un mes. Sí, estaban los telegramas, y el teléfono desde la centralita municipal. Pero, lo primero, el secreto no estaba garantizado, y con lo segundo menos todavía, siempre podría escucharlo, como mínimo la telefonista. Esta historia surge en aquellos tiempos del tardofranquismo.
—Don Celedonio, quería hablar con usted —murmuró el sacerdote al oído del alcalde en la procesión del Cristo crucificado.
El alcalde miró con extrañeza al anciano sacerdote, no por sus palabras, sino por su tono. El cura siempre utilizaba un tono risueño, era un cura raro hasta en sus homilías, durante las cuales siempre provocaba alguna risa que otra, siendo más frecuente en los últimos años. No eran pocos quienes murmuraban que se le estaba yendo la cabeza, y él no hacía nada por desmentirlo, puesto que le daba más libertad para decir ciertas cosas con las que no estaba muy de acuerdo.
—Usted dirá don Antonio.
—Mejor en privado, no es el momento de hablar de cosas profanas bajo el palio sagrado.
—Me asusta usted.
—No hay motivo, tengo que hacerle una confidencia y un encargo.
—Lo que usted quiera, a su entera disposición, ya lo sabe. Venga esta noche a cenar a mi casa.
—No, mejor venga usted a la mía, tengo las piernas muy mal y no me gusta salir por las noches, la rodilla me está jodiendo más de la cuenta..., además, no quiero ningún testigo.
El alcalde se echó para atrás, asombrado, aunque no debería haberlo estado, sin blasfemar, aquel cura en ocasiones utilizaba palabras que no se correspondían a su condición de sacerdote.
—Le diré a doña Marisa que le diga a Pepita que nos preparé la cena y la lleve a su casa...
—¡Copón en Dios! No traiga nada, en mi casa hay de todo. Solo quiero hablar con usted, usted y yo solos —protestó el cura alzando la voz, lo que provocó que todo el mundo volviese a la cabeza.
—Sin falta iré esta tarde —asumió el alcalde con cierto reparo.
Puntualmente, a las siete de la tarde en punto, tal y conforme habían quedado, estaba el alcalde llamando a casa del cura. Le abrió él directamente y le hizo pasar al salón, rechazando que le besara la mano.
—Déjese de tonterías, debemos imitar a nuestro santo padre...
No entendió muy bien lo que quería decir, así que se encogió de hombros, mientras observaba el lento caminar del sacerdote, «a este cura le quedan pocas misas», pensó. Al entrar al salón, miró el alcalde a su alrededor y dos de las paredes estaban con estanterías repletas de libros. No se preocupó de mirar qué leía el sacerdote, puesto que la lectura no le interesaba un comino, además, siempre decía que la gente que leía solía volverse loca. Ahora comprendía el motivo de la locura y los desvaríos del sacerdote, leía. Sonrió para sí, el cura estaba como una cabra, como don Quijote, «menos mal que él nunca leía», pensó satisfecho.
—Don Celedonio, quiero decirle que me quedan ya pocas misas...—comenzó el sacerdote ofreciendo asiento al alcalde, al tiempo que le ofrecía una jarra con algo que parecía agua hirviendo —. ¿Quiere una manzanilla?
—No, ¡qué va! No estoy malo. Eso que dice —comenzó el alcalde juntando las manos y señalando con ambos dedos índices al cura —es lo que estaba pensando al verle andar, que le quedaban a usted pocas misas; pero, que lo diga usted... ¿tiene cáncer o algo?
—No seas bruto. Anda acércate al aparador y sacando una botella de vino y un vaso y le das un tiento a la última botella que me regalaste, que tú si no tienes vino te falta tiento —señaló el cura el aparador riendo.
Ni que decir que el cura presuroso se dio la media vuelta en dirección al aparador, sorprendido al abrir las puertas de ver todas las botellas que le habían regalado, no solo él, sino otros paisanos. Agarró la botella de vino tinto, un vaso y cogió el abridor que le tendía el anciano sacerdote.
—No crea usted, yo suelo tener mucho tiento, pero...
—Ya, sé lo que vas a decirme. Prefiero beber vino de la cooperativa, así que, sin querer hacer el feo, guardo las botellas. Ahora escúcheme.
—Lo escucho…
El sacerdote fue detallando ciertos secretos de confesión, sin decir quiénes eran los pecadores; pero sí, haciéndole un encargo al alcalde.
—Con mucho tino debe decírselo al nuevo cura. Yo me voy dentro de una semana a una residencia para curas que hay en Cuenca, porque como bien dice, me quedan pocas misas que dar…
—Usted, me va a perdonar, pero mira que son las mujeres putas…—comenzó el alcalde.
—¡Calle! Usted me va a perdonar, ni putas ni cabrones, si una mujer es infiel lo hace con un hombre, no vayamos a joderla, que sin joder parió la burra, tan pecador él como ella —le recriminó con dureza el sacerdote.
—Hombre, don Antonio, no es lo mismo un hombre que una mujer. Los hombres somos hombres…, y no tenemos peligro de quedarnos preñados, además, eso, somos hombres, tenemos otras necesidades...
—La diferencia es que las mujeres pagan los platos rotos, lo que rompen ellas y los que rompen los hombres. Ellas pecan y son juzgadas y condenadas, y a los hombres se les aplaude, tropiezan hombres y mujeres y quienes caen son siempre las mujeres, las señaladas son ellas. No me fastidie y no quiera que vacíe el costal del trigo en un barrizal, que lo que se dice en el confesionario se queda en el confesionario. Así, y con esto terminamos, dígame si está dispuesto a pasarle el recado al nuevo párroco…
—¿Y no puede decirme nada? —Insistió el alcalde.
—Que quien esté libre de pecado tire la primera piedra.
—Como usted quiera. Pero, padre, digo yo…, ¿y por qué no le manda un telegrama?
—Y se entera todo el pueblo, menuda es Jacinta. No mejor decírselo a usted que es el alcalde, espero que sea fiel cumplidor de su palabra, cuando me la dé…
—¡Oiga!, que Jacinta es mi hermana —protestó el alcalde.
—En ese caso no hace falta que le diga más, que bien que la conoce…—bromeó el cura.
—Ella es decente, en mi familia todas las mujeres son muy decentes…
El sacerdote primero asintió, después meneó la cabeza de un lado a otro. El alcalde buscaba el modo de enterarse, de algo más de lo que el sacerdote estaba dispuesto a decir.
—Sí, todas las mujeres de su familia son decentes, todas las del pueblo, tanto como los hombres con los que yacen, y en ocasiones mucho más, porque alguno me sé yo que va a la capital a eso que llaman casas de citas, y comenten indecencias y no miro a nadie.
—Señor cura, que somos hombres, tenemos unas necesidades y esas mujeres, están para eso…
—¿A usted le parecería bien que su mujer fuese a casa de citas en busca de muchachos jóvenes o una de sus hijas…?
—¡Hombre! No es lo mismo. Las mujeres tienen que ser decentes, sería una indecencia, sería unas pu… —cortó alarmado el alcalde.
—Mejor me callo —le cortó a su vez el cura —, pero, con todos mis respetos, señor alcalde, le digo que hay indecencias peores que acostarse con la persona amada, o deseada. Eso no es una indecencia, es una falta de honestidad para con la persona con la que convive, da lo mismo que sea hombre o mujer. A los ojos de Dios son peores las lenguas y las injusticias, por ejemplo, cuando un terrateniente no paga el salario justo a los jornaleros, o alguien difama a una mujer por hacer lo mismo que está haciendo él …
—¡Que yo…! —fue a protestar el alcalde.
—No, no, quieto —dijo colocando las manos por delante el sacerdote, intentando apaciguar al alcalde —, que yo no estoy señalando a nadie; aunque, y usted lo sabe, hablo con conocimiento de causa. La cuestión es si usted está dispuesto a hacerme ese favor. Decirle al nuevo párroco lo que le he pedido. Sin preguntas, sin pretender saber nada más…
Y el sacerdote de manera pausada y bastante escueta, le explicó al alcalde en qué consistía el favor, este se persignó entre risas, intentando no echarse a reír.
—¿Se lo tengo que jurar?
—Me conformo con que me dé su palabra de honor, porque usted es un hombre de honor, ¿no? Al menos se que presume de ello.
—Se lo juro por Dios y el Caudillo…—comenzó el alcalde alzando la voz de manera solemne.
—Le he dicho que no necesito juramento, que es gran pecado jurar por Dios en vano, y por el Caudillo, siento decírselo, no tiene ningún valor el juramento por esa persona, ni ante Dios ni ante mí.
—¡No me joda usted! ¡Copón! El Caudillo es el garante de la Fe, el vigía de Occidente...
—Lo dicho, si jura por el Caudillo, busco a otra persona..., a él, dudó que San Pedro le abra las puertas del cielo, lo veo más bien en las calderas de Pedro Botero...
—Se come muy bien, ¡menudos zarajos! Y los chuletones de Ávila y las chuletillas… estuve una vez, ¿es el restaurante que hay a las espaldas de la catedral de Cuenca, ¿verdad? Muy bueno, aunque un poco caro ¿no? Pero claro, pagaba la diputación…
El sacerdote se echó a reír ante la ignorancia del alcalde. Finalmente asintió, siendo mentira y sacerdote:
—Ese mismo, aunque yo por eso prefiero ir al mesón de la calle Colón..., a usted le van mejor los fogones y a Franco las calderas del averno...
El alcalde se rascó la cabeza, no entendió eso del «averno», pero no sonaba bien. Lo que no tenía duda era que el sacerdote estaba loco de verdad, ¿cómo se atrevía a decir que prefería el mesón de la calle Cuenca, que, según sabía, de buena tinta, iban muchos comunistas? Dedujo, que, sin duda, acertadamente, que no estaba tan loco como quería aparentar. De no ser cura pensaría que se trataba de un rojo peligroso. Leer y además confesar que iba al mesón de Colón, eso era algo impropio de un sacerdote, de no marcharse al asilo de Cuenca, lo hablaría con el obispo de Cuenca, para que lo llamará al orden. Pero, no podía ser, y, además, era cura de toda la vida, si bien nadie sabía quién era ni de dónde había llegado. Recuerda que era un chiquillo cuando llegó aquel cura, nada más terminar la guerra. Se presentó en el pueblo cargado de libros, con su sotana negra y la sonrisa en los labios, diciendo «soy el nuevo cura», y de párroco ejerció en aquel pueblo durante más de veinticinco años, sin que nadie lo cuestionará.
El alcalde, nervioso, caminó hasta las estanterías, repletas de libros. Leyó los títulos y los autores, no conocía ninguno. Ni un solo libro era eclesiástico, ni de teología. ¿Para qué quería aquel cura tantos libros, con lo dañinos que son? Hizo un gesto de hastío casi con desprecio; no obstante, leyó algunos títulos y autores en voz alta:
—Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda, Me suena mucho. Bodas de sangre, Federico García Lorca, ¡uy, uy, madre mía, si yo le contará. Campos de Castilla, Antonio Machado, Vientos del pueblo, Miguel Hernández, Rimas y leyendas, Gustavo Adolfo Bécquer, Los placeres prohibidos, Luis Cernuda...—a medida que leía, el alcalde…
—¿Le gusta la lectura? —Le preguntó el sacerdote.
—¡Quía! Sin poemas conquisté a mi mujer, aunque mi boda faltó poco para que fuera de sangre, en estos campos de Castilla, por culpa de vientos y chismes de pueblo, que secan la sesera en verano y hielan la sangre en invierno, y, de vez en cuando, para entrar en calor no te queda otra que buscar placeres prohibidos, así que me sobran las rimas y las leyendas, que ya sabe usted lo que le pasa a la gente que lee…
Le extrañó al sacerdote el encadenamiento de títulos y que el alcalde llegará a elaborar la frase. Sus labios dibujaron una mueca de preocupación, que desapareció de inmediato cuando el alcalde continuó:
—Nunca en mi vida he cogido un libro por placer en mis manos. Soy una persona cabal, es bien sabido que quien lee mucho se le termina yendo la cabeza. Además, la poesía es cosa de maricones, se lo digo yo, hágame caso, claro que los curas como no tienen mujer, a lo mejor, bien me acuerdo de uno que..., Bueno, dejemos eso. Los poetas son todos maricones, eso me dijo don Cosme, el secretario de Falange, que es muy leído. La poesía no es cosas de hombres hechos y derechos….
—Es usted un bruto, un auténtico bruto...
—No crea que soy tan bruto por eso, que sé tener modales como el más leído, no se confunda. Pero, eso sí, estoy en mis cabales y sé muy bien lo que me digo. Bueno, a lo que vamos, le doy mi palabra de que le daré al nuevo cura el recado que me ha encomendado.
El sacerdote suspiró aliviado, pensando que tal vez no había sido buena idea el que fuera a su casa. Por suerte el alcalde era un ignorante bien vestido, solo eso. Así que le estrechó la mano y le dio las gracias.
Continuará…
El domingo la segunda parte.
Relato incluido en el libro: Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
Continuará…
@Paco Arenas
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