miércoles, 7 de abril de 2021

Los tropiezos de las mujeres 1ª parte (Y las mentes de Atapuerca)


Los tropiezos de las mujeres 1ª

A principios de los años sesenta del pasado siglo, en muchos pueblos se comenzaron a asfaltar las calles principales, todavía no había líneas telefónicas en los domicilios particulares y la comunicación principalmente se llevaba a cabo a través del servicio de correos, que, si bien era eficiente, no dejaba de ser un sistema lentísimo de comunicarse. Una carta de Madrid a Barcelona podría llegar a tardar dos semanas o más. Si, además, era de un núcleo rural a otro núcleo rural, el tiempo entre el envió y la recepción podría pasar más de un mes. Sí, estaban los telegramas, y el teléfono desde la centralita municipal. Pero, lo primero, el secreto no estaba garantizado, y con lo segundo menos todavía, siempre podría escucharlo, como mínimo la telefonista. Esta historia surge en aquellos tiempos del tardofranquismo.
—Don Celedonio, quería hablar con usted —murmuró el sacerdote al oído del alcalde en la procesión del Cristo crucificado.
El alcalde miró con extrañeza al anciano sacerdote, no por sus palabras, sino por su tono. El cura siempre utilizaba un tono risueño, era un cura raro hasta en sus homilías, durante las cuales siempre provocaba alguna risa que otra, siendo más frecuente en los últimos años. No eran pocos quienes murmuraban que se le estaba yendo la cabeza, y él no hacía nada por desmentirlo, puesto que le daba más libertad para decir ciertas cosas con las que no estaba muy de acuerdo.
—Usted dirá don Antonio.
—Mejor en privado, no es el momento de hablar de cosas profanas bajo el palio sagrado.
—Me asusta usted.
—No hay motivo, tengo que hacerle una confidencia y un encargo.
—Lo que usted quiera, a su entera disposición, ya lo sabe. Venga esta noche a cenar a mi casa.
—No, mejor venga usted a la mía, tengo las piernas muy mal y no me gusta salir por las noches, la rodilla me está jodiendo más de la cuenta..., además, no quiero ningún testigo.
El alcalde se echó para atrás, asombrado, aunque no debería haberlo estado, sin blasfemar, aquel cura en ocasiones utilizaba palabras que no se correspondían a su condición de sacerdote.
—Le diré a doña Marisa que le diga a Pepita que nos preparé la cena y la lleve a su casa...
—¡Copón en Dios! No traiga nada, en mi casa hay de todo. Solo quiero hablar con usted, usted y yo solos —protestó el cura alzando la voz, lo que provocó que todo el mundo volviese a la cabeza.
—Sin falta iré esta tarde —asumió el alcalde con cierto reparo.
Puntualmente, a las siete de la tarde en punto, tal y conforme habían quedado, estaba el alcalde llamando a casa del cura. Le abrió él directamente y le hizo pasar al salón, rechazando que le besara la mano.
—Déjese de tonterías, debemos imitar a nuestro santo padre...
No entendió muy bien lo que quería decir, así que se encogió de hombros, mientras observaba el lento caminar del sacerdote, «a este cura le quedan pocas misas», pensó. Al entrar al salón, miró el alcalde a su alrededor y dos de las paredes estaban con estanterías repletas de libros. No se preocupó de mirar qué leía el sacerdote, puesto que la lectura no le interesaba un comino, además, siempre decía que la gente que leía solía volverse loca. Ahora comprendía el motivo de la locura y los desvaríos del sacerdote, leía. Sonrió para sí, el cura estaba como una cabra, como don Quijote, «menos mal que él nunca leía», pensó satisfecho.
—Don Celedonio, quiero decirle que me quedan ya pocas misas...—comenzó el sacerdote ofreciendo asiento al alcalde, al tiempo que le ofrecía una jarra con algo que parecía agua hirviendo —. ¿Quiere una manzanilla?
—No, ¡qué va! No estoy malo. Eso que dice —comenzó el alcalde juntando las manos y señalando con ambos dedos índices al cura —es lo que estaba pensando al verle andar, que le quedaban a usted pocas misas; pero, que lo diga usted... ¿tiene cáncer o algo?
—No seas bruto. Anda acércate al aparador y sacando una botella de vino y un vaso y le das un tiento a la última botella que me regalaste, que tú si no tienes vino te falta tiento —señaló el cura el aparador riendo.
Ni que decir que el cura presuroso se dio la media vuelta en dirección al aparador, sorprendido al abrir las puertas de ver todas las botellas que le habían regalado, no solo él, sino otros paisanos. Agarró la botella de vino tinto, un vaso y cogió el abridor que le tendía el anciano sacerdote.
—No crea usted, yo suelo tener mucho tiento, pero...
—Ya, sé lo que vas a decirme. Prefiero beber vino de la cooperativa, así que, sin querer hacer el feo, guardo las botellas. Ahora escúcheme.
—Lo escucho…
El sacerdote fue detallando ciertos secretos de confesión, sin decir quiénes eran los pecadores; pero sí, haciéndole un encargo al alcalde.
—Con mucho tino debe decírselo al nuevo cura. Yo me voy dentro de una semana a una residencia para curas que hay en Cuenca, porque como bien dice, me quedan pocas misas que dar…
—Usted, me va a perdonar, pero mira que son las mujeres putas…—comenzó el alcalde.
—¡Calle! Usted me va a perdonar, ni putas ni cabrones, si una mujer es infiel lo hace con un hombre, no vayamos a joderla, que sin joder parió la burra, tan pecador él como ella —le recriminó con dureza el sacerdote.
—Hombre, don Antonio, no es lo mismo un hombre que una mujer. Los hombres somos hombres…, y no tenemos peligro de quedarnos preñados, además, eso, somos hombres, tenemos otras necesidades...
—La diferencia es que las mujeres pagan los platos rotos, lo que rompen ellas y los que rompen los hombres. Ellas pecan y son juzgadas y condenadas, y a los hombres se les aplaude, tropiezan hombres y mujeres y quienes caen son siempre las mujeres, las señaladas son ellas. No me fastidie y no quiera que vacíe el costal del trigo en un barrizal, que lo que se dice en el confesionario se queda en el confesionario. Así, y con esto terminamos, dígame si está dispuesto a pasarle el recado al nuevo párroco…
—¿Y no puede decirme nada? —Insistió el alcalde.
—Que quien esté libre de pecado tire la primera piedra.
—Como usted quiera. Pero, padre, digo yo…, ¿y por qué no le manda un telegrama?
—Y se entera todo el pueblo, menuda es Jacinta. No mejor decírselo a usted que es el alcalde, espero que sea fiel cumplidor de su palabra, cuando me la dé…
—¡Oiga!, que Jacinta es mi hermana —protestó el alcalde.
—En ese caso no hace falta que le diga más, que bien que la conoce…—bromeó el cura.
—Ella es decente, en mi familia todas las mujeres son muy decentes…
El sacerdote primero asintió, después meneó la cabeza de un lado a otro. El alcalde buscaba el modo de enterarse, de algo más de lo que el sacerdote estaba dispuesto a decir.
—Sí, todas las mujeres de su familia son decentes, todas las del pueblo, tanto como los hombres con los que yacen, y en ocasiones mucho más, porque alguno me sé yo que va a la capital a eso que llaman casas de citas, y comenten indecencias y no miro a nadie.
—Señor cura, que somos hombres, tenemos unas necesidades y esas mujeres, están para eso…
—¿A usted le parecería bien que su mujer fuese a casa de citas en busca de muchachos jóvenes o una de sus hijas…?
—¡Hombre! No es lo mismo. Las mujeres tienen que ser decentes, sería una indecencia, sería unas pu… —cortó alarmado el alcalde.
—Mejor me callo —le cortó a su vez el cura —, pero, con todos mis respetos, señor alcalde, le digo que hay indecencias peores que acostarse con la persona amada, o deseada. Eso no es una indecencia, es una falta de honestidad para con la persona con la que convive, da lo mismo que sea hombre o mujer. A los ojos de Dios son peores las lenguas y las injusticias, por ejemplo, cuando un terrateniente no paga el salario justo a los jornaleros, o alguien difama a una mujer por hacer lo mismo que está haciendo él …
—¡Que yo…! —fue a protestar el alcalde.
—No, no, quieto —dijo colocando las manos por delante el sacerdote, intentando apaciguar al alcalde —, que yo no estoy señalando a nadie; aunque, y usted lo sabe, hablo con conocimiento de causa. La cuestión es si usted está dispuesto a hacerme ese favor. Decirle al nuevo párroco lo que le he pedido. Sin preguntas, sin pretender saber nada más…
Y el sacerdote de manera pausada y bastante escueta, le explicó al alcalde en qué consistía el favor, este se persignó entre risas, intentando no echarse a reír.
—¿Se lo tengo que jurar?
—Me conformo con que me dé su palabra de honor, porque usted es un hombre de honor, ¿no? Al menos se que presume de ello.
—Se lo juro por Dios y el Caudillo…—comenzó el alcalde alzando la voz de manera solemne.
—Le he dicho que no necesito juramento, que es gran pecado jurar por Dios en vano, y por el Caudillo, siento decírselo, no tiene ningún valor el juramento por esa persona, ni ante Dios ni ante mí.
—¡No me joda usted! ¡Copón! El Caudillo es el garante de la Fe, el vigía de Occidente...
—Lo dicho, si jura por el Caudillo, busco a otra persona..., a él, dudó que San Pedro le abra las puertas del cielo, lo veo más bien en las calderas de Pedro Botero...
—Se come muy bien, ¡menudos zarajos! Y los chuletones de Ávila y las chuletillas… estuve una vez, ¿es el restaurante que hay a las espaldas de la catedral de Cuenca, ¿verdad? Muy bueno, aunque un poco caro ¿no? Pero claro, pagaba la diputación…
El sacerdote se echó a reír ante la ignorancia del alcalde. Finalmente asintió, siendo mentira y sacerdote:
—Ese mismo, aunque yo por eso prefiero ir al mesón de la calle Colón..., a usted le van mejor los fogones y a Franco las calderas del averno...
El alcalde se rascó la cabeza, no entendió eso del «averno», pero no sonaba bien. Lo que no tenía duda era que el sacerdote estaba loco de verdad, ¿cómo se atrevía a decir que prefería el mesón de la calle Cuenca, que, según sabía, de buena tinta, iban muchos comunistas? Dedujo, que, sin duda, acertadamente, que no estaba tan loco como quería aparentar. De no ser cura pensaría que se trataba de un rojo peligroso. Leer y además confesar que iba al mesón de Colón, eso era algo impropio de un sacerdote, de no marcharse al asilo de Cuenca, lo hablaría con el obispo de Cuenca, para que lo llamará al orden. Pero, no podía ser, y, además, era cura de toda la vida, si bien nadie sabía quién era ni de dónde había llegado. Recuerda que era un chiquillo cuando llegó aquel cura, nada más terminar la guerra. Se presentó en el pueblo cargado de libros, con su sotana negra y la sonrisa en los labios, diciendo «soy el nuevo cura», y de párroco ejerció en aquel pueblo durante más de veinticinco años, sin que nadie lo cuestionará.
El alcalde, nervioso, caminó hasta las estanterías, repletas de libros. Leyó los títulos y los autores, no conocía ninguno. Ni un solo libro era eclesiástico, ni de teología. ¿Para qué quería aquel cura tantos libros, con lo dañinos que son? Hizo un gesto de hastío casi con desprecio; no obstante, leyó algunos títulos y autores en voz alta:
—Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda, Me suena mucho. Bodas de sangre, Federico García Lorca, ¡uy, uy, madre mía, si yo le contará. Campos de Castilla, Antonio Machado, Vientos del pueblo, Miguel Hernández, Rimas y leyendas, Gustavo Adolfo Bécquer, Los placeres prohibidos, Luis Cernuda...—a medida que leía, el alcalde…
—¿Le gusta la lectura? —Le preguntó el sacerdote.
—¡Quía! Sin poemas conquisté a mi mujer, aunque mi boda faltó poco para que fuera de sangre, en estos campos de Castilla, por culpa de vientos y chismes de pueblo, que secan la sesera en verano y hielan la sangre en invierno, y, de vez en cuando, para entrar en calor no te queda otra que buscar placeres prohibidos, así que me sobran las rimas y las leyendas, que ya sabe usted lo que le pasa a la gente que lee…
Le extrañó al sacerdote el encadenamiento de títulos y que el alcalde llegará a elaborar la frase. Sus labios dibujaron una mueca de preocupación, que desapareció de inmediato cuando el alcalde continuó:
—Nunca en mi vida he cogido un libro por placer en mis manos. Soy una persona cabal, es bien sabido que quien lee mucho se le termina yendo la cabeza. Además, la poesía es cosa de maricones, se lo digo yo, hágame caso, claro que los curas como no tienen mujer, a lo mejor, bien me acuerdo de uno que..., Bueno, dejemos eso. Los poetas son todos maricones, eso me dijo don Cosme, el secretario de Falange, que es muy leído. La poesía no es cosas de hombres hechos y derechos….
—Es usted un bruto, un auténtico bruto...
—No crea que soy tan bruto por eso, que sé tener modales como el más leído, no se confunda. Pero, eso sí, estoy en mis cabales y sé muy bien lo que me digo. Bueno, a lo que vamos, le doy mi palabra de que le daré al nuevo cura el recado que me ha encomendado.
El sacerdote suspiró aliviado, pensando que tal vez no había sido buena idea el que fuera a su casa. Por suerte el alcalde era un ignorante bien vestido, solo eso. Así que le estrechó la mano y le dio las gracias.
Continuará…
El domingo la segunda parte.
Relato incluido en el libro: Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre
Continuará…
@Paco Arenas
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