martes, 23 de mayo de 2023

Ya no eres mi padre

 

A ciegas se levantaba cada mañana, para no gastar luz. Sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, como si fuera un gato, ansiando casi a cada paso tropezar y hablarle a la muerte a la cara. No quería ser estorbo para nadie, ni navegar por las brumas de la indiferencia.  Vivía en silencio, ya ni encendía el televisor que las ondas digitales terrestres, habían dejado obsoleto por completo, lo hubiera sacado para que se lo llevaran los funcionarios del ayuntamiento que se ocupaban del reciclaje, de no ser porque pesaba mucho y no quería molestar a nadie. La radio sí la ponía a la hora de acostarse, no para escucharla, pues se quitaba el audífono, sino porque el sonsonete le ayudaba a dormir y a no pensar.  Cuando salía a pasear por Cuenca, también lo llevaba quitado, al principio, alguna vez estuvieron a punto de atropellarlo por dicha razón.

 

«A ver si es verdad que me atropellan y acabo de una vez» —solía responder cuando le increpaban por no haberse percatado de que estaba cometiendo una imprudencia que no solo a él le incumbía. Un día lo llegaron a atropellar de verdad, fue una muchacha que llevaba la «L». La pobre muchacha sufrió un ataque de ansiedad. Entonces comprendió, que aunque él quisiera morir, la solución no era que fuera atropellado, como él pretendía, ya que arruinaba la vida a otra persona, y eso él no lo quería. Desde ese día, nunca salía de su casa sin el audífono puesto, y nadie, en toda Cuenca, tenía más cuidado que Manuel en cruzar la calle, y si veía que alguien cruzaba imprudentemente, no dejaba de llamarle la atención para que no lo volviera a hacer.

Era una mañana fresca de principios de septiembre cuando Manuel, como otros muchos días, bajó en busca de arcilla, no para hacer botijos, hace tanto tiempo que dejó de hacerlos; sin embargo, ahora todos los días baja a por arcilla, y la pone en el torno, buscando la perfección de un secreto que nadie conoce, solo él. Al jubilarse dejó de bajar, para así dedicarle todo el tiempo necesario a su esposa, ahora, después de fallecida, todo el tiempo le sobraba.

El rocío de la mañana impregnaba árboles, flores y caminos, resultaba casi cómico verle bajar con dos bolsas de plástico y un bastón por aquellas cuestas plasmadas de humedad matutina. Caminar midiendo cada paso, fijándose dónde colocaba el bastón, el pie derecho y el izquierdo, y aún sí, resbalaba de vez en cuando cada dos por tres por aquellos umbrosos pasillos entre fresnos, álamos, sauces, abedules por los que tan felices paseos adolescentes corrió junto a su amada, cuando el parque era una alameda de la ribera del río. Afortunadamente, hay bancos de madera donde sentarse a descansar. La acción de subir la cuesta la llevaba mejor, se ahogaba; pero, no tenía miedo a resbalar y caerse, aunque se cansa mucho más.

El anciano se sienta agotado en el solitario banco del parque, frente al pequeño embalse artificial. A su alrededor, avispas revolotean, como acusándole de que él es el intruso. Él, que lleva ochenta años caminando por aquella senda, que ha visto cómo del barro pasó a la gravilla, de la gravilla al asfalto y del asfalto a aquellos adobes que intentaban darle el aspecto antiguo a lo que no dejaba de ser hormigón artificial. Abre la bolsa de plástico que lleva en la mano y saca la botella de agua, echa un trago y cierra con parsimonia la botella mirando a un punto indeterminado del suelo. Mete la botella y saca un pequeño bocadillo y la navaja, que coloca a su lado sobre el banco, le quita el papel de periódico que envuelve el bocadillo, él todavía usa el papel de prensa para liar sus bocadillos. Extiende el papel sobre el banco, y coge el pan, hace intención de ir a darle un bocado, se ríe de sí mismo antes de que el pan toque sus labios, tal vez debería haberse puesto una dentadura, pero a Carmen, su mujer, nunca le ajustó bien y le hacía llagas en las encías, así que:

—Yo con mi navajilla, poco a poco, a trocicos pequeños me apaño —y se apañaba, mal, pero se apañaba, trozo muy pequeño de pan y trozo, todavía más pequeño de embutido, jamón o queso, que una vez un trozo de queso estuvo a punto de llevarlo al otro barrio. No es que él tuviera mucho interés por estar en este mundo, que, de haber sido creyente, habría rezado para que Dios se lo llevará con su Carmen.

Al poner el pan y el jamón sobre el banco, regresan de nuevo las avispas, como siempre las ignora, así se apaciguarán, y también le ignorarán a él, convirtiéndose en invisible, como invisible parece ser para su hijo.

—Ya no eres mi padre.

Le dijo su hijo, cuando se negó a hipotecar su casa, para avalarle en una absurda aventura financiera, que al final demostró ser poco menos que una estafa, un sinsentido condenado al fracaso desde el mismo planteamiento. De nada sirvieron los consejos que desde la experiencia le dio a su hijo, tampoco los cinco millones de pesetas que le dejó cuando comprobó que no se avenía a razones. Cinco millones que él sabía que nunca serían reintegrados, y que cuando su hijo le exigió más, él se negó, puesto que para poder prestárselos no le quedaba otra alternativa que hipotecar su casa, y eso, mientras que viviera su mujer, no estaba dispuesto a hacerlo, una vez muerta, pensó más de una vez, «yo me puedo caer desde lo alto del puente de San Pablo sin llegar a perjudicar a nadie». Fue entonces fue cuando escuchó por primera vez aquellas palabras que tanto daño le hacían:

—Ya no eres mi padre.

Esas palabras sonaban en su cerebro todas las mañanas antes de levantarse, todas las tardes y todas las noches antes de acostarse. Por desgracia para él, al contrario que a las avispas, no podía ignorarlas, no podía fingir que no le afectaban, no podía engañarse. Todas las mañanas Manuel pasaba por la puerta donde vivía su hijo, antes tocaba el timbre, dispuesto a todo, a pedirle perdón, a hipotecar su casa, a darle todos sus ahorros... Nunca se abrió la puerta. Ya hace tiempo que renunció a tocar el timbre. Sabe que nunca recibirá respuesta desde arriba. A pesar de todo, quedaba la esperanza, no se había roto toda la relación, Manuel recibía la visita de su hijo y nietos todos los años, el día de Navidad, y algunos domingos sueltos, de uvas a peras.  Llegaba sin avisar. Manuel abría la puerta y su hijo pasaba por su lado como si no le viese, como si fuese invisible. Algunas veces, llegaba a escuchar de los labios de su hijo un «hola, papá»; pero, solo algunas veces, y tan bajito, que Manuel con su sordera no llegaba a oír.  Sí, es cierto lo visitaba, lo visitaba en pasado, ya no. Bien claro que lo dijo:

—Vengo por ella, por mi madre. Tú, tú ya no eres mi padre.

Y él pensaba para sus adentros, que siempre sería su padre, aunque él no quisiera ser su hijo. Y cuando se marchaba, toda la impotencia aguantada durante la visita estallaba en un desconsolador llanto, que afortunadamente, su esposa no llegaba a comprender.

Pero, Adela, su esposa enferma, había muerto.  Murió aquel verano. Ahora sabía que no volvería a recibir aquella corta visita de media hora, en silencio, frente al televisor, porque su esposa hacía tiempo que no mantenía ningún tipo de conversación, que soltaba por sus labios palabras incoherentes, sin sentido, que recibía a su hijo del mismo modo que hubiese recibido a un extraño.

—¿Quién ha venido a verte?

—¿A mí? Nadie.

—¿De qué has hablado con tu hijo?

—¿Con cuál?

Y Manuel sonreía dibujando un rictus de amargura. Al principio sí sabía quién la visitaba, cuando las visitas eran semanales, conforme se distanciaban en el tiempo, la anciana ya no sabía siquiera si tenía hijos, si era soltera, casada o viuda, si Manuel era su hermano, su marido o un novio que tuvo en su muy lejana juventud.

Como era de esperar, al fallecer su esposa, su hijo, su único hijo, exigió la parte de su madre hasta el último céntimo. Él accedió a todo, hasta permitió que se llevase las escasas joyas que tenía la anciana, la cuenta bancaria con la mitad los ahorros se la quedó su hijo. En el momento que ya no pudo sacar nada más, ya no lo volvió a ver. ¿Cómo no va a pensar todas las mañanas, todas las tardes y todas las noches en su hijo y en sus palabras?

—Ya no eres mi padre.

Tres veces y trescientas repite esa frase mientras termina el bocadillo.  Las avispas le ignoran, su hijo le ignora, los gorriones acuden a picotear las migajas que se le caen al suelo. Tras el pequeño descanso se incorpora con dificultad, masculla una blasfemia, y tras un segundo intento se incorpora con la ayuda del bastón que le sirve de soporte para poder andar. Con paso inseguro camina ahora entre fresnos y abedules de esbelto talle que buscan los rayos de sol de aquel final de la primavera castellana. Mira al cielo, sobre su cabeza, la bella estampa de San Pablo, reconvertido en Parador Nacional, con su puente, que finaliza frente a las Casas Colgadas.

Tras unos matorrales sale una pareja, que parece ser que han pasado la noche junto al río, posiblemente haciendo el amor. Ya que ella lleva una minúscula prenda en las manos de color Rosa, que, sin percatarse de la presencia del anciano, se sube la falda y supuestamente se la pone, porque después de puesta la prenda, el trasero muestra contundente a la vista un lunar que él conoce muy bien…

—¿Qué miras viejo cabrón? —Escucha la voz de un jovenzuelo a su espalda.

—Yo nada, nada. Vengo de coger barro…—titubeó Manuel, sin saber qué responder, notando cómo una fuerte mano lo cogía por el cuello de la espalda y era levantado como si fuese un gato recién nacido por la boca de su madre.

—¡Madre mía! —exclamó la muchacha —déjalo, déjalo…

—Si te estaba mirando el culo —reniega el jovenzuelo.

—Es mi abuelo Manuel…—aclara la muchacha, casi una niña,

apresurándose para darle una patada a un preservativo que está casi a sus pies —. ¿No le dirás nada a mi papá verdad, abuelito? Me mataría.

El anciano niega con la cabeza, ¿cómo le va a decir nada, si su hijo ni le habla? La muchacha se acerca y le suelta dos besos en la mejilla.

—Prometido, ¡eh! —Parece implorarle la chiquilla.

Él quiere decirle algo desde la autoridad de abuelo, pero, el mozalbete le hace un gesto con el puño.

—Y si no…

—No le hagas caso abuelito, no le hagas caso, se hace el valiente con los viejos; pero… —dice ella dándole dos nuevos besos.

En unos instantes Manuel se queda solo mirando absorto a su nieta y a aquel mozalbete maleducado. Se marchan discutiendo, él haciendo los mismos gestos amenazantes a ella que antes le hiciese a él.

—¿Qué pasa, que te gusta que te miren los viejos el culo? Lo que me faltaba…

—Que no es un viejo, que es mi abuelo, que pasaba con su barro, ha dado la casualidad…

—Y le sueltas dos besos…

—No que han sido cuatro…

—Zorra.

—Imbécil.

 Ya están muy lejos, ya no los escucha; pero no le ha gustado, piensa que si es capaz de amenazar a un viejo, ¿qué no será con una chiquilla? Pasan tantas cosas...  Recoge la bolsa de arcilla que se le había caído al suelo, y sube mucho más cansado que ningún día.

—Tengo que decirle a mi hijo, tengo que decirle a mi nieta, que no, que no me ha gustado ese muchacho. Mi hijo no me escuchará, ella menos…  

Nota que se ahoga, se agobia de pensarlo, es como si estuviese viendo el futuro. Intenta convencerse a sí mismo de que son manías de viejo. Se sienta en el siguiente banco, mete la mano en la bolsa en la que lleva la botella de agua, le quita el tapón, después se busca en los bolsillos el pastillero que lleva siempre consigo. Intenta abrirlo, le tiemblan los dedos, escucha un grito, quiere pensar que no, pero piensa en su nieta, se le cae el pastillero de las manos. Se siente sofocado, intenta levantarse, necesita ayudarle. El jovenzuelo está pegándole patadas a la chiquilla, al tiempo que la insulta. El joven se queda parado al ver al anciano, el cual se quita el cinturón dispuesto a enfrentarse al muchacho.  Este le empuja y el abuelo cae de espaldas, no puede levantarse; sin embargo, del armario desvencijado de su pecho saca fuerzas de donde no creía tenerlas, y lanza el cinturón contra las piernas del joven, y se levanta sirviéndose de una vara y de la mano que le tiende su nieta se refugia detrás de su abuelo, mientras que el joven escupe contra el suelo y ante la presencia de nuevos viandantes comienza a correr.

—Gracias, abuelo. Tú siempre serás mi abuelo…

La chiquilla comienza a besarlo dándole una y mil veces las gracias, él es feliz, como hacía mucho tiempo que no lo era. Recuerda otro lunar semejante al que momentos antes viese a su nieta, recuerda a su amada esposa. Sonríe, quiere devolverle los besos a la chiquilla; sin embargo, una paz interior le hace languidecer como si fuese de goma. Su nieta nota cómo el anciano se le escurre de entre sus brazos hasta caer al suelo con una sonrisa dibujada en los labios.

El anciano despierta en la cama del hospital Virgen de la Luz, ve que hay flores, no de floristería, sino arrancadas de algún jardín y envueltas en papel de regalo puestas en el vaso hospitalario.  Se siente confundido, no hay nadie en la habitación, cierra los ojos intentando recordar qué ha ocurrido. No recuerda nada, ve a Carmen, su esposa, levantarse de la cama, desnuda, con aquel lunar en el trasero que tanto le llamaba la atención. Se da la vuelta y le sonríe, está tan bella...

—Abuelo, abuelo…—escucha.

Ve a Carmen, él ve a otra Carmen, otra Carmen diferente, con los mismos ojos, con la misma cara, y la misma sonrisa… ¿Cómo es posible, si hace ya más de diez años de su muerte y ya era una anciana? ¿Acaso Dios ha realizado el milagro a través de sus manos y ha soplado sobre el barro la figura transformándola en persona de carne y hueso?

—Carmen, Carmen, ¿eres tú?

—¿Me has reconocido? ¡Me has reconocido!

Es su voz, su cara, todo lo que él buscaba todas las mañanas en los espejos de sus ojos. Lo único discordante era su manera de vestir. Quería verla entre las tinieblas fulgurantes de sus recuerdos. Ver su cuerpo desnudo al trasluz de la ventana entreabierta. Verla haciendo cábalas de cómo llegar a fin de mes administrando los ahorros que les quedaban, pálida de ver cómo la enfermedad le iba arrancando las ganas de vivir. No, no quería recordarla así, por eso, en su alfarería, todos los días moldeaba su figura, bella como la más bella, hermosa como la más hermosa. Se había hecho carne abandonando sus huesos y calavera, dejando de ser transparente para llevárselo y traerle aquellas flores, robadas de un jardín.  Entonces, cuando Carmen, su nieta, le besó en la mejilla y la ve emocionada repetir:

—Gracias, abuelo, tú siempre serás mi abuelo…

Entonces escucha la voz de su hijo en la puerta la habitación hablando por el celular. Reconocería esa voz entre un millón, es la misma voz que tantas veces le dijese «tú ya no eres mi padre», y que ahora parecía disculparse ante quien estaba al otro lado del teléfono:

—Cariño, cuando yo he salido esta mañana las flores estaban… Claro, claro, sí, los claveles estaban muy hermosos, ¿ni uno? ¿Pero quién va a saltar la valla? Eso es imposible, ¿no habrá sido el perro? Claro, claro, estarían en el suelo…

La enfermera sale de la habitación a llamarle la atención, está molestando a los enfermos.

—Por favor guarde silencio, esto es un hospital, y en esta habitación hay un hombre que está muy mal…

—Soy su hijo, cariño te dejo —contesta.

—¡Ah! —Parece disculparse la enfermera.

—Sí, soy su hijo, pero…

La chiquilla palidece, parece querer esconderse, se metería debajo de la cama si pudiera, no puede, no hay lugar dónde hacerlo. Se coloca delante de la mesita para que su padre no vea las flores que ella ha cortado del jardín. Manuel ve entre nebulosas a la doctora y a su hijo. Este casi lo ignora al ver a su hija.

—¿Tú qué copón haces aquí?

La chiquilla palidece, titubea algo entre los labios, sin que ni Manuel ni su padre escuchen lo que pronuncia.

—Carmen, ¿cómo te has enterado de que estaba el abuelo aquí?

Pregunta de nuevo su hijo a su hija, la cual se aprieta una mano con otra, intentando disimular sus nervios.

—¿Has sido tú quien ha arrancado las flores? Desde luego, para matarte…, ¿eres tú la de los periódicos?

—Don Manuel, su padre es un héroe, salvó a una muchacha de ser agredida.

La chiquilla hace gestos con la cabeza, cada vez más asustada.

—Don Manuel —se dirige ahora la doctora a Manuel —: está en todos los periódicos de Cuenca, ¡qué vergüenza Dios mío, qué vergüenza!

—¿Por qué? Su padre es un héroe —repite la doctora, recalcando la última palabra.

—Pero mi hija es…—y ante la mirada severa de la doctora calla. 

Manuel apenas escucha, languidece pensando en Carmen, en otra Carmen, la que conoció desde su nacimiento hasta su muerte. Lanza un suspiro surgido de no sabe dónde. La chiquilla es la primera en reaccionar, algo nota y se abraza a él con fuerza.

—Abuelo, abuelo, no te vayas, tú siempre serás mi abuelo, abuelo…

Don Manuel, el padre de la chiquilla lanza un respingo, mira el periódico que tiene la doctora en las manos, no se entretiene a leerlo, se ha ocultado el nombre de la menor para preservar su intimidad; pero, él sabe ya quién es esa menor, y quién ha cortado todas las flores susceptibles de cortarse del jardín.  Manuel, al que nadie le llamó don, y fue más Manolo que Manuel, espera inútilmente el abrazo de su hijo, los besos de su hijo, y, sobre todo, las palabras de su hijo, parecidas a las que repite su nieta una y otra vez, mientras no cesa de besarlo:

—Abuelo, abuelo, no te vayas, tú siempre serás mi abuelo…

Abraza a su nieta, mientras realiza un esfuerzo sobrehumano extendiendo su mano en busca de la de su hijo. Duele, duele pensar que después de toda una vida dedicada a él no haya una palabra de consuelo, un te quiero de última hora, que no exista el soplo necesario para marcharse con la sensación de haber sido un buen padre.

—Hijo… —llega a decir. La chiquilla se separa un poco de su abuelo, mira a su padre, mira a su abuelo. Por unos instantes, parece que va a decir algo, mueve levemente los labios, baja la mirada cuando la médica le coge la mano a la vez que agarra la del anciano. Parece que va a darle la mano, balbucea levemente algo, que nadie escucha.

—Te quiero Carmen, te quiero Manu…—el anciano lo intenta, no llega a terminar el nombre de su hijo, no le llega el último aliento; pero, si su hijo hubiese llegado a decirlo, a decir te quiero, lo habría escuchado, y no hubiese dibujado en sus labios ese extraño rictus de amargura con el que emprendió su último viaje. Dicen que alguien lo vio derramar alguna lágrima en el funeral. También cuentan, que después de seis años, todos los meses ha tenido flores frescas sobre su lápida, y que, quien las llevaba era una muchacha, retrato vivo de la foto de boda que acompañaba en una pequeña capilla a la tumba, y que siempre esa muchacha se despedía con la misma frase:

—Tú siempre serás mi abuelo.

© Paco Arenas

©Ya no eres mi padre

©Esperando la lluvia-Cuentos al calor de la lumbre

 

¿𝕐 𝕥𝕦́ 𝕢𝕦𝕖́ 𝕧𝕒𝕤 𝕒 𝕧𝕠𝕥𝕒𝕣❔



—¿Y tú qué vas a votar? —Preguntó el anciano a su borrico.

—Yo soy un borrico y no tengo DNI, pero tengo memoria.

—¡Copón! A mí me pasa lo contrario, tengo DNI y me falla la memoria. Estamos apañados. Entre los dos hacemos uno bueno.

—Siendo español es algo muy normal, la memoria es algo que no prodiga en estas tierras —rebuzna el borrico subiendo la cuesta.

—Será por la sequía…—caviló meditabundo.

—¿Qué tiene que ver la sequía para tener memoria a la hora de ir a votar? —Se paró el borrico en seco.

—La sequía mental, quería decir…

—Más que la sequía es por culpa de la tormenta de los medios de manipulación masiva. Las mentiras y bulos que os meten a través de la caja tonta, yo seré borrico, pero tengo claro muchas cosas, por ejemplo, la tontuna que has hecho de poner alarma en tu casa…

—Por los okupas…—contestó pensativo el anciano.

—¿Tú te has enterado de alguien que conozca a alguien que tenga un primo que a vez tenga un primo que conozca a alguien que tiene un primo que le ha contado que conoce a uno que tiene un primo a quien según alguien dice le han ocupado la casa?

—No.

—Pues eso. El noventa y nueve, coma nueve y medio de las noticias que dan sobre los okupas, son noticias falsas pagadas por las mafias que instalan alarmas y se benefician de los que son más borricos que yo…

—¿Tú crees? —Dudó el anciano.

—Y tanto. Tienes siete hijos en distintos puntos de España, nadie te ha contado ningún caso, pero la mitad hablan de los okupas, que te puedo asegurar que son personajes de ficción… Todo mentiras y bulos de los medios de manipulación y de la mafia política. No obstante, a tu hijo Damián y a tu hija Amparo los desocuparon de sus casas a ellos y a sus familias porque debían media docena de cuotas de la hipoteca. Les robaron las casas y los molieron a palos. Eso era mucho peor que esto de los okupas, además a tres de tus hijos los despidieron del trabajo gracias a aquella nefasta reforma laboral que mandó a la calle sin derechos a muchos que tenían  más de cuarenta y cinco años para meter de  becarios como esclavos a sus hijos. Recuerda, recuerda, que para votar, tan importante como el DNI es la memoria.

—Me estás liando, para ser un borrico…

—Un borrico sin DNI pero con memoria. Por ejemplo, ¿de qué se habla en estas elecciones? Piensa que son locales y autonómicas…

—De ETA. No se habla de otra cosa.

—¿Y qué tiene que ver ETA con las municipales y autonómicas? ETA hace doce años que no existe. De Cataluña ahora no hablan porque está la cosa tranquila. De Venezuela tampoco porque en Brasil la derecha intentó dar un golpe de Estado, en Perú lo han dado y llevan cientos de asesinatos. ¿A que en la televisión, la radio y la prensa no se habla de la dictadura peruana y sus crímenes? Tampoco nadie habla del genocidio que está cometiendo Israel con Palestina. No les interesa. ¿Qué les queda? Resucitar a ETA, la necesitan porque no tienen argumentos. Si se habla de ETA no se habla de que se gastaron ciento setenta millones de euros en un almacén que no costó ni la cuarta parte y no sirve para nada. Yo te digo que se han ido por el sumidero más de cien millones de euros, muchos más, pero todos callados como putas en Cuaresma. Si se habla de ETA no se habla de los siete mil ancianos que condenaron a morir sin asistencia por decreto. Si se habla de ETA no se habla de los negocios o estafas de las mascarillas llevada a cabo por familiares y amiguetes de políticos. Si se habla de ETA, no se habla de los recortes en la Sanidad Pública para hacer negocios privados. Si se habla de ETA, no se habla de los sesenta y cinco mil millones que robaron de la hucha de las pensiones para regalárselos a las mafias bancarias. Por cierto, ¿qué te subieron de pensión cuando estaba el misterioso M.Rajoy?

—Cincuenta céntimos de euro.

—¿Y cuánto te han subido este año? 

—Ciento diecinueve euros…

—Pues saca la cuenta.

—No hace falta.

—Pues eso.

—Pero España está muy mal. Hay que pensar en los hijos y los nietos… —volvió a la carga el anciano.

—Llevas razón, por eso no debes caer en la trampa de quienes te engañaron antes y pretenden engañarte otra vez.

—¿Y los precios? ¿Qué me dices de los precios, de la luz, del gas de los alimentos, de todo? —Preguntó el anciano.

—Ahí te voy a dar la razón. Los precios han subido una barbaridad. Con este gobierno hubo una pandemia, como en todo el mundo, hubo un volcán, se incrementó la guerra del Dombás y se extendió a toda Ucrania al invadir el fascista de Putin Ucrania, pero tampoco me fio mucho de Zelenski, que no me guarde la simiente de ninguno de los dos. Con esa guerra subió o más bien, las mafias aprovecharon para subir los precios del aceite, el gas, la luz, el petróleo y los alimentos. Gracias a la «Excepcionalidad Ibérica» del Gobierno, bajó la luz y el gas. Los alimentos es harina de otro costal. El cincuenta y cinco por ciento del mercado alimenticio está controlado por cinco empresas que actúan como mafias y se han puesto de acuerdo para subir los precios y a lo mejor, de paso derrocar al gobierno y poner a los que ya te engañaron. 

—¡Copón! Me dejas turulato. Te podías presentar a presidente. Te votaría…

—Yo soy borrico, no tengo DNI, no me puedo presentar a las elecciones. Si pudiera presentarme, ya que me pongo, me presentaría a presidente, pero de la República, pero ya ves, no puedo ni votar… ¿Y tú a quién vas a votar?

—Sabes que soy zurdo y ni Trump ni los tramposos me gustan y a mí me falla la memoria, tengo DNI, pero tú me has hecho recordar que no debo ser un borrico.

—Pues ve bajando del borrico de la ignorancia. Sólo necesitas para votar DNI y memoria, no te olvides. Y ahora me convidas a una cerveza fresca o mejor a un cubo, que esa es otra. España está muy mal y los bares llenos...

©Paco Arenas

Paco Arenas, sus libros y relatos

sábado, 6 de mayo de 2023

Gota a gota, palabra a palabra

 


 Palabra a palabra, gota a gota, se cambiará el miedo por dignidad, o eso debería pasar. Hay dolores que se repiten, historias que vuelven a ser presente sin haber curado las heridas ni evaporado las lágrimas.  Esta España amnésica que no aprende y camina en circulo como can con Alzheimer. El llanto que no cesa, que antes de que el húmedo sollozo moje la tierra, ya está seco, tirando de la piel, ajando la tierra. España, querida madrastra, ¿por qué te olvidas de tus hijos y les haces olvidar las heridas que año tras años les infringen los mismos tiranos?

¿Dónde está tu corazón? ¿Acaso en tus riñones secos como el pozo de un desierto? España seca de corazón vacío cual momia faraónica, de esas primeras, secadas al sol como mojama grotesca que no se riega como no sea con cerveza de amarga cebada.  España fortaleza de muros derruidos sen necesidad de que suenen las trompetas de Jericó, porque tus hijos se bastan y sobran para olvidarse de cerrar o abrir las puertas de las murallas o ahogarse en el foso sin necesidad de agua.

¿Estamos condenados a este círculo vicioso? Se acabaron las ideas, ¿acaso los filósofos no florecen en las tierras secas de España? ¿Tan fácil es manipular al pueblo que presumía de ser furia y coraje? ¿Los años bárbaros no fueron suficientes? ¿No crecieron suficientes amapolas de las oquedades de las calaveras?      

          Las ideas pueden ser gotas vanas y hueras caídas en saco roto y agujereado. Es lo que siempre o casi siempre suele ocurrir en este país que todos sus habitantes dicen que es el mejor del mundo, al menos para quienes pueden pagar el reflejo del espejo.

No se cambia la forma de la roca de un día para otro, ni se curte la piel de toro en un día sin que el hedor de la piel muerta. Ni el temor a lo que pasó en tiempos remotos se olvida, pero sí moldea las conciencias. España nunca será libre mientras la mordaza se la pongan los propios españoles y callen por no pecar, a pesar de no temer al infierno, porque lo tienen en la memoria.

El miedo guarda la viña, siempre se ha dicho. Lo grave es que los tiranos lo saben. Muestran los impactos de las balas que dispararon. No precisan volverlas a disparar.

Escribió Jorge Bucay, que el elefante atado a una estaca desde pequeño, cuando no tiene fuerza para arrancarla, no se planteará jamás volver intentarlo. Si alguna vez se le pasase por la cabeza, ya se lo recordarán otros, sus mismos compañeros de cautiverio, le acusaran de antisistema, de querer pervertir el orden establecido, de traidor y desleal y molerán a palos haciéndole creer que ese ensañamiento es por culpa suya y que si le clavan los puñales por la espalda, lo hacen por su bien.

Por desgracia, el espíritu de aquel que se enfrentaba a los gigantes, o no existió, o está muerto, ahora una simple estaca de madera, clavada débilmente en el suelo, nos impide caminar y el miedo nos hace olvidar los palos que acabamos de recibir.

Así es España, no volverá a intentar ser un pueblo libre y democrático, porque es un pueblo de miedosos, porque quienes le ataron a la estaca y le molieron a palos le repiten todos los días que él, el pueblo, fue el culpable, por querer ser dueño de su destino.

Así permanecerá este pueblo que fue y no es, por los siglos de los siglos. Y a quienes cojan agua fresca para despertar de tanta estupidez y cobardía, los echaremos a los leones, porque en los circos también hay leones, que aunque víctimas también, obedecen la voz de su amo.

A pesar de todo, habrá que seguir intentando, gota a gota, palabra a palabra, cambiar la forma de la maldita roca del miedo.

Salud para todos y República para España.

 

Paco Arenas, a 5 de mayo de 2016

domingo, 19 de febrero de 2023

Si estuviera aquí don Quijote, tendría mucho trabajo

 




En la televisión el ministro Luis Planas está diciendo en una entrevista:

—No creo que existan márgenes extraordinarios de las empresas de distribución, pero si un consumidor no está de acuerdo, el mejor instrumento que tiene un ciudadano o un usuario si no está de acuerdo con los precios es irse al supermercado de al lado que probablemente lo ofertará en un precio inferior...

—¿Cómo puede decir eso, si se ha puesto de acuerdo la mafia para poner todos los precios igual... ¡Qué vergüenza! —Gritó enfurecida Teresa Cascajo entrando de la calle con una bolsa de nylon.

Los cuatro hombres, que se encontraban jugando a las cartas, se giraron al escucharla.

 —¿Quién tiene la culpa, Putin, Zelenski, Biden, Borrel, los traficantes de armas, los traficantes de petróleo o los traficantes de hambre?   —De nuevo gritó la mujer de Sancho Panza, mirando ahora a los jugadores, mientras dejaba una bolsa de nylon encima de la mesa, interrumpiendo la partida de mus entre el cura Pedro, el bachiller Carrasco, el barbero Nicolás y su esposo, Sancho Panza. Los cuatro hombres miraron estupefactos, primero la bolsa de la compra y después a Teresa.

—¿Qué le has dado de comer hoy, amigo Sancho, que tan desbocada tienes a tu amada Teresa?  —Preguntó el bachiller Carrasco en tono jocoso a Sancho.

Teresa taladró con la mirada a bachiller, colocó sus brazos en jarras y cuando parecía que iba a salir el magma volcánico por su boca, giró la mirada hacia el televisor, en la que Ana Rosa Quintana justificaba las palabras del ministro, dándole la razón y el gran creador de bulos, Eduardo Inda, volvía a la carga echándole la culpa a una coleta hace meses cortada.

—¿Para qué tenéis esta mierda, si no la estáis viendo? —¿No sabéis que gasta corriente? Claro, como luego la que limpia soy yo…

—¡Calma, calma! Calma, estimada Teresa —se levantó el cura Pedro colocándole una mano sobre el hombro, hablándole de manera condescendiente y paternalista — Tranquilízate, mujer de Dios —calló el sacerdote ante la mirada iracunda de Teresa.

—¿Calma? ¿Que me calme? Hay que tener un cuajo para decir que me calme, cuando acaban de atracar, abusando de mí entre cinco sinvergüenzas con la complicidad de…

Los tres hombres que permanecían sentados se alzaron a un tiempo colocándose al lado del sacerdote y de Teresa.

 —¿Te han atracado y te han violado? —Preguntó consternado Sancho abrazándola, casi sin salirle las palabras de la boca, soltando un suspiro triste con aroma a nada frito.

Los otros tres hombres se miraron entre preocupados e incrédulos.

—Si es que con tanto extranjero. No sé a dónde vamos a parar… —dijo maese Nicolás, que había tenido que bajar los precios ante la competencia.

—La depravación moral, que si el matrimonio gay, el divorcio, el aborto —calló porque la hija del bachiller Carrasco se terminaba de casar por lo civil con la hija del jefe de la policía local, homófobo declarado. Además, sabía que el hijo del sacamuelas andaba de amores con un sobrino de Sancho Panza, aunque eso de momento era secreto de confesión y no lo podía decir. Por si fuera poco, la hija mayor del bachiller Carrasco, que ansiaba ser abuelo le confesó, aunque no en el confesionario, que se había hecho ligaduras de trompas, para no quedarse embarazada:

—Padre —le dijo Raquel Carrasco al sacerdote cuando le preguntó si sería madre pronto, pues su padre le había dicho que ansiaba ser abuelo—, se lo voy a decir claro. Tener hijos para que los Garamendi y compañía, que cobran cuatrocientos mil euros y está en contra de un salario mínimo de mil ochenta euros, o para que el bribón de un rey le dé de nuestros dineros sesenta y ocho millones de euros a su amante, y los «froilanes» o las «victorias federicas» vivan a cuerpo de rey a cargo de quienes sudamos cada miga, eso por no decir a quienes mandan a sus hijas a estudiar a Gales a costa nuestra, pues va ser que no. Antes de traer a un esclavo, ligaduras de trompas, porque el método de la aspirina no funciona, porque vocación de monja no tengo…

Tanto le dijo Raquel Carrasco, que el sacerdote se persignó con resignación, le echó su bendición y pensó: «Si tu padre que es juez supiera cómo piensas, ibas directa a la cárcel». No obstante, no le dijo nada, por si acaso se metía con la asignación de 13.000 millones que recibe la Iglesia Española del Estado, y ahí entraba en juego sus lentejas.

Volvamos a la interrupción de la partida de mus por parte de Teresa Cascajo.

—Y las leyes que no acompañan porque… —comenzó a decir el bachiller Carrasco, juez en ejercicio, (aspirante eterno a entrar en el Tribunal Supremo), ajeno a los pensamientos del sacerdote, pero calló ante los ojos penetrantes de Teresa, que lo miraba como si le perdonara la vida.

—¿Te han violado, bonica mía? ¡Ay! —insistió Sancho —. Eres tan guapa y caminas con tal donaire, que hasta yo que estoy operado de próstata siento deseos cada vez que te veo…

El bachiller Carrasco, el barbero Nicolás y hasta el cura Pedro, tuvieron que hacer esfuerzos para no reír, pensando que al igual que el difunto don Quijote veía hermosura  donde no la había, a Sancho le pasaba lo mismo con Teresa. Ella era su Dulcinea y aunque oliese a ajos y le salieran verrugones, él, estaba tan enamorado, siempre vería a la muchacha de  «rompe y rasga» de la que se enamoró.

—Anda quita, zalamero, que hay ropa tendida y alguna con sotana. Eso me lo dices esta noche en el jergón —sonrió por primera vez Teresa, separándose de su marido. 

Separándose de su marido, fue directa a la mesa y comenzó a sacar los alimentos que llevaba en ella, sin preocuparse por los naipes que había sobre la mesa, que los cuatro hombres viéndolos en peligro se lanzaron de cabeza ante el maltrato de su más barato modo de ocio del que podían disfrutar en esos momentos, jugar a las cartas con vino de la tierra y agua, eso sí, por separado, que ni buena era el agua con vino, por muy bendecida que estuviese, ni el vino hecho de polvos y aguas, que esto es La Mancha y no Caná de Galilea, que ellos tenían muchas ganas para andar con esos remedios milagrosos.

Sobre la mesa colocó una serie de alimentos que llevaba en la bolsa. Curiosamente eran productos repetidos de las marcar blancas de las cinco principales cadenas alimenticias.

—¿Cuándo he dicho yo que me hayan violado? ¿Acaso me tomáis por Garamendi que compara su escandalosa subida de sueldo con la violación de una chica con la minifalda? He dicho que han abusado de mí entre cinco sinvergüenzas y aquí está la prueba. He recorrido todos los grandes supermercados para comparar los precios, buscando las presuntas ofertas. Todos tienen el mismo precio. ¡Todooooooooooooooos! Los muy sinvergüenzas se han puesto de acuerdo para mantear a Sancho…

—Me cuesta ver a Garamendi con minifalda, ni con sotana, menudo pájaro el tal Garamendi, con cuatrocientos mil euros de sueldo y está en contra de la subida a mil ochenta de los trabajadores... ¡Ay, Señor, Señor! Baja y llévate a estos mercaderes —alzó las manos al cielo el cura Pedro.

Todos miraron sorprendidos al sacerdote y Sancho, que se veía el centro de la polémica, protestó:

—A mí no me han manteado nada más que en aquella venta de Puerto Lápice, que por cierto, el ventero se quedó con mis alforjas y mis salarios…

—Pues ahora te están manteando y robándote las alforjas y la bolsa entre esa panda de delincuentes sinvergüenzas que han multiplicado los beneficios con la excusa de la guerra, los bancos, las distribuidoras, las petroleras los de la luz… Esos te están manteando y robándonos la cartera, las televisiones son los cómplices que te hacen creer que la culpa la tiene el Coletas.  Y encima  sale el Planas y dice que no se puede frenar el saqueo y el manteamiento que nos están haciendo, porque estamos en una economía de libre mercado.

—Mujer —intervino el bachiller Carrasco —vivimos en un estado democrático de libre derecho basado en el libre mercado, no podemos intervenir en la economía de mercado…

—¿De libre mercado o de libre saqueo? —Se lanzó Teresa en dirección al bachiller Carrasco —. Lo que están haciendo las distribuidoras es libre saqueo. Son delincuentes, ladrones y si yo entro y me llevo uno de esos paquetes de arroz, me detiene la policía y me llevan al juzgado…Y tú, si tú, me condenas por ladrona, pero a ellos los justificas…

—Está claro que se han puesto de acuerdo —musitó Sancho, examinando los cinco tiques de compra. Esto señor juez altera la ley de la competencia, ¿no?

—¡Coño! No exageres tú también, amigo Sancho, que eres un hombre que se calza por los pies. Un buen español. Las mujeres ya se sabe… ¿tú qué opinas Nicolás? —Preguntó buscando apoyo el bachiller Carrasco a maese Nicolás, futuro candidato a la alcaldía por un partido de esos que eufemísticamente se autodenominan «constitucionalistas.»

—Lo que sea, lo que sea con tal de desalojar a este gobierno social-comunista. España necesita un gobierno… —respondió Maese Nicolás —En esto debemos estar todos de acuerdo, todos a una como Fuente Ovejuna, todos a una para…

—Para mantear a Sancho, ¿no? Para que nos roben las alforjas sin nadie que los llames ladrones…

—Este gobierno es ilegítimo y es preciso acabar con él, aunque sea subiendo los precios y ahogando un poco al pueblo, tal conforme dijo Montoro, hay que hundir España para levantarla después. Son los daños colaterales… 

 —Encima de machistas, golpistas de mierda —se enfrentó a ellos Teresa —. Y usted, don Pedro, como representante de la Iglesia, ¿está también de acuerdo con ellos?

—No, Teresa, no estoy de acuerdo con ellos. Pienso que llevas mucha razón. Pienso como dijo el zar de Rusia, Pedro I, que no era rojo: «Si estuviera aquí don Quijote, tendría mucho trabajo.» Así que…

—¡No me jodas Pedro! —Protestó el barbero. Tú también dices lo mismo que ese argentino usurpador del papado. ¡Coño! La Iglesia siempre ha defendido…

—El sexto mandamiento dice: «No robarás», y están robando o como dice Teresa, están manteando a Sancho y a todos los pobres de este país con la excusa de la guerra de Ucrania, que ya se habría terminado si esos y otros mafiosos no se llenasen los bolsillos…

—¡Pedro, coño! Que eres cura —protestó el bachiller Carrasco.

—A ver si vas a ser comunista como el Papa Francisco, que nos ha salido de la cáscara amarga…

—No me hagáis blasfemar, no me hagáis blasfemar, que soy cura y a Sancho lo están manteando y le han robado las alforjas…

—Pues eso —dijo Teresa — Si estuviera aquí don Quijote, tendría mucho trabajo…

 

 ©Las blasfemias del cura Pedro 

 ©Paco Arenas-Escritor


viernes, 3 de febrero de 2023

El ladrón invisible (Un relato de ¿humor?)


Sigo ausente de las redes, pero hoy he querido haceros un regalo y aprovechar para decir que estoy bien. No me pasa nada malo. Al mismo tiempo agradecer que sigáis con mis libros en el candelero a pesar de mi ausencia. Espero que os guste el relato y me perdonéis. Estáis en mi corazón a pesar de la ausencia en las redes.



El ladrón invisible

 

—No puede ser, no puede ser —se lamenta Matilde ante la estantería del arroz del supermercado —¿has visto? A uno treinta el kilo…

 

—Ya lo veo, ¿qué quieres decir? —pregunta Manolo, su marido, que lleva el carro vacío.

 

—¿Pero no te das cuenta? Está a uno treinta, el de la marca blanca, que el de marca…

 

—¿El pasillo de la cerveza? —pregunta Manolo a una empleada del supermercado.

 

—¿Vienes un día conmigo al supermercado y ni me escuchas? Te estoy hablando, te digo que el arroz está a uno treinta el kilo…

 

—Hace falta, pues lo compras y ya está —se encojé él de hombros, haciendo el gesto de ir al pasillo de la bebida.

 

Matilde agarra a su marido del brazo de la parka.

 

—Necesitas un abrigo, pero este año no podrá ser —casi musita —¿me quieres escuchar?

 

—¡Qué pesada! ¿Qué quieres?

 

—Que te están robando la cartera y no te das cuenta… ¡Imbécil! —Termina gritándole, porque Manolo instintivamente se echa mano al bolsillo donde lleva la cartera.

 

—¿Quién, ¿quién, ¿quién…? —No cesa de decir, mirando para todos lados sin ver a nadie cerca.

 

—El dueño de Mercaroba, ¡imbécil! —le vuelve a insultar sin poder evitar una sonrisa amarga.

 

—Te estás pasando —protesta él.

 

—¿Por llamarte imbécil o por decir que Juan Hurtamas,  roba?

 

—Por las dos cosas.

 

—Es un señor que da trabajo a miles de personas.

 

—Y qué te está robando la cartera sin que te des cuenta…

 

—¿A mí? A mí no me roba nadie. ¡Menudo soy yo!

 

—Un imbécil, lo que yo te diga. ¿Tú sabes a cuánto estaba el arroz en el mes de abril del año pasado?

 

—No sé, eso son cosas de mujeres. Yo he venido porque últimamente siempre te olvidas de la cerveza. Supongo que más barato, todo sube, pero el gobierno, según escuché, bajó el IVA de los alimentos el mes pasado… —Manuel calla, porque Matilde se está desternillando de risa.

 

—¿Qué equipo va el primero en la liga? ¿Y el ultimo?  —le pregunta, parece que sin venir a cuento.

 

—El Barcelona el primero y el Elche el segundo…

 

—¿Quién metió los goles en el partido del Barcelona?

 

—¿Qué tiene que ver esto con lo que estamos hablando? Tienes unas tonterías…

 

—Tú dímelo.

 

    —Por el Barcelona Rapinha en el minuto 64 y Lewandowski en el minuto 81, el Betis no marcó ninguno, fue Koundé  en propia meta en el minuto  85 y te digo el Betis…

 

—Lo que te digo, sabes cosas que no te traen beneficio y no sabes lo que costaba el kilo de arroz en el mes de abril del año pasado, ni en el mes de diciembre, ni ahora…

 

—Ahora sí, uno treinta —cortó Manolo ofendido.

 

—Te lo digo, en Mercarroba, estaba a cero sesenta y nueve, en Consumroba a cero sesenta y siete, en Liderroba a cero setenta, en Alirroba a cero sesenta y siete, En Camporroba, lo mismo, en Carroroba a cero setenta y dos. En diciembre, todos, todos, como si se hubiesen puesto de acuerdo, tenían el kilo a un euro justo…

 

—Pero el gobierno bajo el IVA, como debía haberlo bajado hacía tiempo, ya lo decía Frijoles…

 

—¡Imbécil! —Se echó a reír Matilde.

 

—Una torpeza del gobierno, cayó en la trampa de Frijoles y bajo el IVA, y lo único que consiguió fue que los ladrones robaran más —dijo cuando termino de reír.

 

—Sí bajo el IVA, debería estar a menos de un euro, ¿verdad? —Razonó Manuel dándose importancia.

 

—Sí. Exacto. El día dos de enero, cuando abrieron los supermercados, el arroz estaba a noventa y siete céntimos, el día siete de enero, en todos, pero en todos los supermercados, el mismo arroz que no llegaba a los setenta céntimos en abril, a un euro en diciembre, lo subían a uno treinta, casi el doble. El azúcar, lo mismo, la harina, el pescado, la fruta y la verdura, me entra sudores cuando me paso por las estanterías…, por suerte en las fruterías de barrio está más barato, aunque a veces…

 

—¿La cerveza también?

 

—No lo sé. Ya sabes que últimamente siempre me olvido de comprar…Mejor dicho, no me llega y es porque te están robando la cartera y no te das ni cuenta…

 

—Como se arrime a mí alguien a tocarme la cartera, le arreo un soplamocos que da palamas con las orejas…

 

Los altavoces del supermercado interrumpen el canto de las ofertas para anunciar que don Juan Hurtamás hace entrada en el centro para inaugurar la sección de comida preparada.

 

—Ahí lo tienes. Ahí tienes a quien te está robando la cartera.

 

Manolo camina decidido en dirección al dueño de la cadena de supermercados. Matilde, pone cara de preocupación, pero se siente orgullosa de su marido. Seguro que va a cantar las cuarenta a aquel sinvergüenza ladrón. Los guardaespaldas del magnate lo detienen antes de llegar. Manolo junta las manos, como si estuviera rezando, dice algo que Matilde no llega a oír. Ve como los sicarios del magnate le dejan pasar y este estrecha la mano de Manolo efusivamente, mientras que él le dice:

 

—Don Juan, hombres como usted son los que hace falta en España.

 

Cuando Manolo se vuelve orgulloso de haber estrechado la mano a Juan Hurtamás, se encuentra con el carro vacío donde antes estaba Matilde.

—¡Copón! ¡Qué cara! ¿Dónde vamos a ir a parar?



Dejo el carro y se fue al bar, donde pagó la cerveza aún más cara, pero se la tomó saboreando el momento en el que estrechó la mano de un gran hombre como era don Juan Hurtamás.



P.D. Los personajes que aparecen en el relato son ficción propia de la calenturienta imaginación del autor.

Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia...O no.



©Paco Arenas, 3 de febrero de 2023

© Lágrimas secas

 

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