miércoles, 6 de diciembre de 2023

Francisco Sevillano

 

Francisco Sevillano Bonillo junto con alguna de sus obras

Francisco Sevillano Bonillo, un nombre que resonará en los corazones y en la historia de San Clemente durante mucho tiempo. Su partida deja un vacío inmenso, pero también un legado de inspiración y bondad que perdurará por siempre.

Ayer, San Clemente se despidió de un hijo predilecto, Francisco Sevillano Bonillo, cuya vida fue un faro de dedicación y servicio al pueblo de San Clemente, tanto como alcalde, profesor, director del IES Diego Torrente Pérez y artista, Francisco Sevillano dejó una huella indeleble en la comunidad que tanto amó.  

Con pincel en mano, trazó el camino hacia un futuro más brillante, pintando con los colores de la esperanza, la unidad y la prosperidad. Como alcalde, su lienzo fue el municipio, cada decisión una pincelada de cambio, cada proyecto, una obra maestra de compromiso y pasión.

Desde su temprana pasión por el estudio hasta los sacrificios que conllevó, su determinación nunca flaqueó. Su viaje a Madrid a los 12 años marcó el comienzo de una vida de logros y contribuciones significativas. A pesar de los desafíos económicos, su familia apoyó su sed de conocimiento, un testimonio de la fuerza y el amor que lo rodeaban.

 

Su servicio en el Sahara Occidental durante la guerra de Sidi Ifní en la que realizó trabajos de topografía, terminando como cabo y con el ofrecimiento de proseguir en el ejército, algo que rechazó pues su verdadera vocación lo esperaba, la docencia y la mejora de la sociedad.

 

Como educador, Francisco nutrió las mentes jóvenes con sabiduría y guía. En el IES Diego Torrente Pérez en el cual terminó de director dejando profunda huella entre cuantos alumnos pasaron por sus clases.

Su pasión por la justicia social lo llevaron a fundar la agrupación local del PSOE en la clandestinidad y, más tarde. Ya en democracia, gobernó como alcalde San Clemente durante tres legislaturas, ganando cuatro elecciones consecutivas, hasta 1996, que pasó a la oposición, regresando a clases en el instituto. Bajo su mandato, San Clemente floreció, reflejando su integridad y su compromiso con el progreso.

 

Incluso después de su carrera política y educativa, Francisco continuó expresando su creatividad y su amor por la belleza a través del arte. Sus obras son un testimonio de su talento y su perspectiva única, enriqueciendo la cultura y el espíritu de la comunidad.

 

Pero más allá de sus logros, Francisco Sevillano será recordado por su calidad humana. Su generosidad, su honestidad y su calidez eran evidentes para todos. Su ejemplo como ser humano seguirá inspirando a quienes lo conocieron.

 

Hoy, mientras San Clemente llora su partida, también celebramos la vida de un hombre extraordinario. Francisco Sevillano Bonillo, su legado espíritu vivirá eternamente en las calles, las aulas y los lienzos que tanto amó.


Cervantes (Francisco Sevillano)


lunes, 4 de diciembre de 2023

Amparo, la mujer que descubrió el secreto que escondían los libros

 


 

En la foto, Amparo Redondo, con su hijo Luis Redondo en diciembre de 2021.

Amparo Redondo, a sus 84 años, ha superado la barrera del analfabetismo que la acompañó hasta los 70. Conocía su nombre y la palabra amor, pero poco más. La escuela nunca fue una opción para ella. Hoy, es una ávida lectora, y tengo el honor de que las palabras de este «pinarejero» capten su atención.

En su juventud, Amparo recorría los campos de Castilla y La Mancha, cosechando flores silvestres, espigas, collejas, recuerdos, penas y recuerdos, algunos dolorosos, que no merecían desvanecerse en el humo de una chimenea y olvidarse en el universo de la desmemoria. Esos recuerdos, junto con las risas y alegrías, debían fluir como un río hacia las páginas de los libros que no pudo leer hasta hace poco.

Amparo soñaba, pero la realidad la enfrentaba a menudo con una hoz en la mano derecha y una zoqueta en la izquierda, o limpiando las cenizas de chimeneas de llamas que a otros calentaban o el polvo de casas ajenas donde, sin importar las horas dedicadas, siempre sería una extraña.

 No había espacio para milagros, ni siquiera para la luz de la alfabetización que disipa las sombras de la ignorancia, un derecho que todo ser humano debería conocer desde la infancia. La oportunidad de aprender a leer y escribir le fue negada, no por sus padres, ni Rosa «Roches» ni Pedro «Madruga», sino unos políticos que veían la cultura en los pobres como una amenaza contra sus abusos.

Antes de dejar de ser una «guacha», ya estaba «sirviendo» a cambio de la «costa», desde el amanecer hasta después de esconderse la luna. En la casa donde trabajaba había libros, pero solo podía quitarles el polvo y, a veces, abrirlos con la esperanza de descifrar sus secretos. Se conformaba con ver «los santos»» o esa bella imagen de don Quijote y Sancho cabalgando por la manchega llanura, esa que tan bien conocía, en las que tantas sandalias había roto, y tanto se hundían sus pies trabajando de sol a sol con los riñones al aire, al frío y al calor. Sí, Amparo, cuando nadie la veía, hojeaba aquellos libros a ver qué le decían, y con ellos en las manos soñaba con que algún día le hablarían como lo hacen ahora.

En Santa María del Campo Rus, como muchos otros pueblos, no había futuro, solo tierra seca y abuso. Amparo emigró, como tantos hijos de Castilla, una tierra olvidada excepto en épocas electorales, algo que antes ni siquiera precisaban acordarse, no necesitaban los votos, porque no había elecciones.

Dejó de regar los campos manchegos con su sudor para regar el asfalto de Valencia. Los años fueron duros, pero al menos en la ciudad, sus hijos tenían la oportunidad de recibir la educación que a ella se le negó. Aunque siempre tuvo curiosidad por los libros, entre el trabajo y la familia, no encontraba tiempo; necesitaba 48 horas al día solo para respirar.

El sábado, al conocer a Amparo, sentí que estaba ante una gran mujer. Una mujer de pequeña estatura, que siendo «guacha» nunca desayunó «actimeles». Más de una noche se acostó con guerras de tripas revueltas llenas de aires y sabores a nada frito, ni crudo. Guerras aún más feroces que las guerras púnicas entre romanos y cartagineses, y casi tanto como la que se libraba desde julio de 1936 en las tierras de España en una guerra interminable.

Amparo, una mujer que nunca dejó de soñar con los secretos que escondían los libros, ahora finalmente puede descubrirlos.

Amparo nunca se rindió ante las adversidades, ni renunció a conocer los secretos ocultos entre líneas. La jubilación, por fin, se lanzó a la batalla con una libreta y un lapicero en la mano, como si fuese una colegiala de 15 años, acudía ilusionada a la conquista de las letras.

Con perseverancia, logró dominar incluso las letras más esquivas, y al terminar su primer libro, exclamó con satisfacción manchega: 

—¡Ea! Ahora a por otro.

Al conocerla el sábado, me cautivó con sus relatos, prometiendo compartir aún más historias. Confieso que me emocioné al escucharla.

—Los libros me han dado la vida dijo Amparo —. Es como explorar el mundo a través de las letras y la imaginación. Ansiaba leer los libros del pinarejero, de los que tanto se habla en mi pueblo, Santa María del Campo Rus.

Y al pinarejero, emocionado, se le humedecieron los ojos. Viéndola y oyéndola, sentí una profunda emoción, imaginando que mis personajes: «Águeda» o mi «Teresa», también podrían haberse llamado Amparo, la de Rosa «Roches» y Pedro «Madruga», pues ella, también hizo lo posible y lo imposible por casar letras con los sueños.

Muchas gracias, Amparo por regalarme tus palabras y por querer leer los libros del pinarejero.


Muchas gracias, Amparo por regalarme tus palabras y por querer leer los libros del pinarejero.
En la foto, Amparo Redondo, con su hijo Luis Redondo.

viernes, 10 de noviembre de 2023

¿Y si volvemos?



 

¿Y si volvemos?

 

 

—¿Y si volvemos, amigo Sancho, a esa aldea sin nombre?

Me agobia el sonido de los gritos,

las mentiras que ocultan la razón

como la piel de una granada agria.

No hay vencedores en estas batallas

ni refugio en estas calles asfaltadas

de negro alquitrán,

solo gritos y odios tras cada palabra pronunciada,

con una trinchera en cada esquina.

No quiero enarbolar ninguna bandera,

si he de disparar un fusil.

 

 

 

—¿Volver a dónde, amigo Alonso?

No hay escapatoria,

mira esa gente

que arrastra cadenas,

lanzan piedras

sin esperar razones.

¿No ves los duros olivos secos?

¿De dónde arrancará la paloma la rama,

si la lluvia no la hace crecer?

¿Acaso crece la vida en el alquitrán

o bajo los adoquines ensangrentados?

 

 

—No me digas eso, Sancho, amigo.

No te rindas, que eres mi sostén.

Si lo haces,

¿quién romperá las cadenas de esta prisión?

Miénteme,

dime que en España habrá paz,

que Caín y Abel,

no andan a garrotazos,

sin esperanza

de escapar de las garras

de esas dos Españas

que han de helarnos el corazón...

 

 

 

—Olvídate, Alonso,

Esta tierra se ha olvidado la dirección,

queriendo ir a la catedral,

llegó al camposanto.

Esta España se olvidó de que cada palabra

trabaja más que el cañón que dispara la bala.

Se arrodillan a rezar,

y no saben lo que es perdonar.

No, amigo Alonso,

No te voy a engañar.

Si quieres volvemos a nuestro lugar,

pero no allí encontrarás la paz,

ni aunque te marches a la cara oculta de la luna,

lo has de lograr.

 

 

—Dame tu bota de vino acedo,

Lo beberé con ansia,

que no me he de emborrachar,

y si lo hago,

me olvidaré de esta tierra

que tanto me ha desilusionado.

Necesito huir,

para no sentir este dolor

que me parte el corazón

desde que amanece,

hasta después de esconderse el sol,

desde que la luna sale,

hasta que el arrebol de la madrugada

tiñe de rojo la esperanza.

 

 

—¡Vámonos!

Aunque, Alonso, no esperes escapar,

esto se llama España,

y ni en la más recóndita aldea,

hay refugio ni escapatoria.

Resulta inútil huir,

somos unos cafres

de bocas desaforadas,

cerebros que se olvidaron de pensar

y corazones que se olvidaron de sentir.

Esto, querido amigo,

no lo remedia ni el bálsamo de Fierabrás.

 

 

 

—Tal vez, amigo Sancho,

la huida no nos traiga la paz,

ni en la cara oculta de la luna,

pero lo que tengo seguro

es que nunca serán las balas,

los gritos,

las mentiras

o las peleas,

las que nos den tranquilidad.

—Sin saber rezar,

no teniendo nada que añadir,

ni reconociendo otro dios

que el sentido del poco conocimiento que tengo,

no siendo objetivo,

como no lo son quienes se cargan de razón,

por quijotear algo,

siendo Sancho,

solo puedo decir, y digo, amigo Alonso:

¡Amén!

 

 

—Y yo,

para tener la última palabra,

no por ser tú escudero

y yo caballero,

sin tener vocación

de predicador de ningún dios,

te digo amigo Sancho:

Amen, amen...

Así, sin tilde ni peros…

O mejor,

como dicen que dijo un tal Jesús:

Amaos los unos a los otros…

Porque sólo el amor nos traerá la paz.

¡Amén!


 


©Paco Arenas a 9 de noviembre de 2023

jueves, 31 de agosto de 2023

Si os dicen que antes se vivía mejor...

 

A aquellos a quienes los rayos de sol quemaron sus sienes…

 

Leyendo un bello poema del poeta mexicano Amado Nervo, no he podido evitar reflexionar sobre quién soy y de dónde vengo.

 

Aquellos a quienes los rayos de sol quemaron sus sienes… No fueron arquitectos de sus propios destinos. Iban al campo con una fiambrera de tocino frito y unas pocas aceitunas a cavar olivas, hacer hoyos, sembrar ajos o coger aceitunas...

 

Sufrieron la amarga hiel y pocas veces saborearon la miel. Mayo, el hermoso mayo, era el inicio de la dura siega, y junto a junio se hacía eterno. Desde antes de que saliera el sol, hasta después de ponerse, pasaban 14 o 16 horas agachados regando con su sudor la tierra. Por la noche, sin lavarse, ni siquiera cambiarse de ropa dormían sobre el rastrojo con la paja clavándose en sus carnes, un día tras otro sin domingos ni fiestas de guardar si trabajaban para patrón, si era en sus propias tierras, eran multados por la Guardia Civil, porque el domingo era sagrado.

 

Paraban después del crepúsculo, cuando el arrebol dominaba el horizonte, la víspera de 29 de junio, día de San Pedro y san Pablo. Era la fiesta de los segadores y solían hacer bailes y verbenas. Ese día lavaban la ropa y con un poco de suerte podían bañarse. La ropa por el sudor y el barro se quedaba de pie al secarse. El río o las ramblas, después de días, sin llover, bajaba marrón, porque en las casas no tenían agua o era de pozo las artesas parecían de chocolate rojo. Luego llegaba la trilla y las noches en la era.

 

Nacer o morir en el barbecho era de lo más habitual. Las mujeres segando, vendimiando o cogiendo aceitunas, traían sus hijos al mundo. Morir por insolación estaba al orden del día. Sin mucho velatorio, porque si no trabajabas no cobrabas y había que comer.

 

A mediados de septiembre la vendimia, primero la propia, cogida de correprisa, porque para poder comer era preciso ir Socuéllamos a vendimiar.

 

Tras muchas penurias, con el otoño, quienes tenían tierras sembraban y se comían lo poco ahorrado, si es que habían ahorrado algo. Quienes no tenían tierras propias, pasaban hambre. Porque, amigos míos, todo ese sacrificio en el que participaban desde los niños hasta los viejos, todo ese trabajo de luna a luna, porque era antes de salir el sol cuando comenzaban a trabajar y mucho después, cuando dejaban de hacerlo, no les daba para pasar el invierno, solo para hambrear.

 

En ocasiones, paisanos míos, debían pasar por la usura, pedir un costal de trigo y devolver dos. Cambiar tocino magro (jamón) por tocino gordo (tocino), porque así tenían pringue para poder guisar, o peor, poner a sus hijas a servir por un pico de pan, y que al menos, no pasasen mucha hambre…

 

Sí, a veces reían, es cierto, y eran felices. Sí, la mayoría nunca perdieron la esperanza y soñaron porque nosotros fuésemos felices y fuésemos a la escuela para ser hombres y mujeres de provecho. Sabían que abusaban de ellos, pero no los engañaban, en todo momento fueron conscientes de quiénes eran los culpables de que a sus hijos les faltase el pan. Si somos lo que somos es gracias a ellos, no lo olvidéis.

 

Aunque ahora, vivamos bien, en las ciudades a las que emigramos, no olvidemos a aquellos que se tenían que conformar con la luz de un candil, porque como se suele decir:

 

«De mal a bien, todo el mundo se acostumbra, pero de bien a mal, resulta más complicado».

 

Y si alguien os dice que con Franco se vivía bien, responder sin dudarlo:

 

—Sí, lo ladrones y sinvergüenzas.

 

©Paco Arenas

 

El poema en cuestión, que me ha dado a conocer el profesor don Jaime Flores Flores es este:

 

Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,

porque nunca me diste ni esperanza fallida,

ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;

porque veo al final de mi rudo camino

que yo fui el arquitecto de mi propio destino;

que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,

fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:

cuando planté rosales, coseché siempre rosas.

...Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:

¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!

Hallé sin duda largas las noches de mis penas;

mas no me prometiste tan sólo noches buenas;

y en cambio tuve algunas santamente serenas...

Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.

¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!

 

Amado Nervo

 

 

martes, 15 de agosto de 2023

Cualquier tiempo pasado fue anterior (indios y rostros pálidos)

Primera foto en la playa: Sant Antoni de Portmany 1968 


Allá por mediados de los años sesenta se popularizaron en TVE (la única existente entonces) las películas de indios y vaqueros.
En Pinarejo apenas habría una decena de televisores, las de los seis bares y las de las cuatro familias de rostros pálidos.
Los chiquillos nos preguntábamos, a la sombra del viejo molino de viento, comiendo pipas, de dónde sacaban tantos indios para matarlos en las películas del Oeste, pues en cada filme morían muchos. Por muchas cábalas que hiciésemos, no nos llegaba el entendimiento, estando seguros de que morían realmente esos indios, con los que empatizábamos, más que con los invasores y casi siempre criminales vaqueros, en no pocas ocasiones borrachines y malvados. Entre los rostros pálidos también había buenas personas, pero...
Un día, del mismo modo que pregunté, anteriormente, a mi padre si yo era rojo y judío, tal y conforme aseguraban los hijos de los «rostros pálidos», que utilizaban tales adjetivos como insultos, además de acusarnos de ser los culpables de la muerte de Nuestro Señor, le pregunté por los indios y los rostros pálidos. Si con las anteriores dudas no me sacó del error y me dijo que no hiciera caso, que mejor callar y no replicar, en esta ocasión tiró de su humor.
— ¿Cómo tenemos nosotros la piel? —me preguntó quitándose su gorra de campesino castellano.
—Marrón, y la parte alta, usted blanca - contesté señalando la parte de su frente que le tapaba la gorra.
Se echó a reír con ganas.

—Y el culo también lo tenemos blanco —y continuó riendo.
Cuando se cansó, me preguntó:
—¿Y doña Virginia y don Gustavo, doña Elena, don Manuel o tu amigo ese que te has echado?
—Como la frente de usted, más pálida que un muerto —le contesté.
—Ellos, los ricos, son los rostros pálidos y nosotros no somos pieles rojas como los indios, somos pieles churrascadas. Ellos en verano no les quema el sol porque están a la sombra y en el invierno no se les costra la piel por el frío porque están al abrigo...
—¿Por eso ellos tienen escopetas y pistolas como los rostros pálidos y nosotros no? —le pregunté. Unos días antes mi reciente amigo Matías me invitó a subir a la cámara de su abuelo y me enseñó todas las escopetas y pistolas que tenía en un cuarto, haciéndome jurar que no se lo diría a nadie. Me mordí el labio, arrepentido por habérseme escapado el secreto.
Mi padre se echó para atrás y su rostro risueño se ensombreció, meneando la cabeza de un lado a otro.
—¿Qué dices de escopetas y pistolas? —Me preguntó.
—Padre, era un secreto, se lo juré a Matías. Me puedo morir si se lo digo…
—No digas tontunas, a mí sí me lo puedes decir, pero, lo que siempre te digo, lo que me digas a mí, ni a tu madre…
Estaba bien advertido y lo que se decía en casa, por nada del mundo debía salir de mis labios.
—Subí con Matías a la cámara de su abuelo y tenía muchas pistolas y escopetas y como ellos son rostros pálidos...
—No se te ocurra decírselo a nadie, ¿me escuchas? A nadie.
No se lo dije a nadie, pero le di muchas vueltas al asunto a lo largo de mi infancia y juventud.
Un año después mi padre estaba bajo tierra, y tras ciertas visicitudes, nos vimos obligados a salir mi madre y yo de nuestra tierra, mis hermanos ya estaban todos fuera, en Ibiza, y allí fuimos.
Un año después, yo seguía siendo un "«cara churrascada», no había plaza para mí en la escuela y estaba todo el tiempo en la calle recorriendo las calles de San Antonio Abad o en las playas de la bahía. En esos meses la piel de mi madre cambió de color, era una «rostro pálido».
Un día le pregunté a mi madre si ya éramos ricos.
—¿Por qué dices eso?
Le tuve que explicar lo dicho por mi padre.
—No, no somos ricos. Tengo la piel blanca porque no me da el sol, me meto en la cocina del restaurante a las ocho de la mañana y llego a casa a las doce de la noche, no me da el sol en todo el día. Soy un «rostro pálido» pero no somos ricos. Los ricos son las sabandijas que chupan la sangre a los pobres y hace que perdamos hasta el color de la piel. Con el sueldo que me pagan, lo único que hacen es sacarme la sangre.
Esta historia fue así y así era para la mayoría de los pobres en esa «añorada» dictadura de algunos, de ese sanguinario y cruel régimen que se sustentaba sobre las pistolas del abuelo de Matías y de otros «españoles de bien». Lo triste es que muchos de aquellos rostros churrascados o quemados y luego pálidos, se han olvidado del camino que anduvieron.
En la foto el hijo de Fermín Arenas y Vicenta la Ciriaca, con casi nueve años, aunque parezca que tenga seis o menos. El hijo de mis padres no está en la playa de vacaciones, sino porque no le dieron plaza en la escuela.
Como suele decir Nieves Concostrina, cualquier tiempo pasado fue anterior, y para los pobres peor.
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