lunes, 30 de julio de 2018

La noticia más importante y el extraterrestre




En mi lejana juventud, no recuerdo en qué novela, leí esta historia ambientada en un país imaginario que bien podría tener semejanzas con la España de finales de los años veinte del pasado siglo, cuando reinaba Alfonso XIII. Recuerdo que fue un regalo de mi tío Auspicio.
 Me vais a perdonar mi buena o mala memoria, puesto que escribo sirviéndome de ella y la suelo tener bastante dispersa, así que puede ser tan inventada como recordada.
Más o menos era así:
En aquellos años del siglo XX un marciano aterrizaba a las afueras de un barrio de la capital de aquel país. Su intención era comprobar el funcionamiento de gobierno en la Tierra, puesto que en Marte tenían por entonces algunas deficiencias.  Si bien es cierto que sabía que no estaba en el país adecuado, las baterías de solares se le habían agotado y precisaban de al menos un día tendidas y puestas al sol para recargarse.
 El marciano en cuestión tenía ciertos poderes, como tomar el aspecto de la primera persona que viera pasar por su lado, eso sí, no podía hacerlo cada vez que quisiera, sino cada veinticuatro horas marcianas. No siendo ese su mayor poder, o al menos el más práctico, podía ver a través de las paredes.
En una de las viviendas vio a un hombre acicalándose delante del espejo con un traje gris, le pareció elegante y tomo su forma, arrepintiéndose casi al instante al ver salir de la cama a una terrícola, que hasta despeinada y con legañas le pareció hermosa. No había vuelta atrás, al día siguiente tomaría forma femenina.
Vestido con su traje gris, muy usado y gastado para su gusto, se encaminó a la parada del taxi más cercana, también tenía esa cualidad de buscar servicios, como la de multiplicar el dinero, innecesario en Marte, pero imprescindible en la Tierra.  Sacó la cartera, y tenía solo dos billetes de peseta, dos reales y cuatro perrasgordas, se percató que eso era muy poco y multiplicó las cantidades, pero claro, de acuerdo a lo que llevaba, fueron veintidós billetes de peseta, un duro y dos reales, pero en veintidós monedas de real, y dos pesetas con veinte céntimos en moneda de perragorda. Llena cartera y bolsillos
—Buen hombre, ¿me llevaría usted al lugar donde mejor vivan de este planeta…
—¿De dónde viene usted? —preguntó el taxista, que al ver como aquel hombre con pinta de dependiente de comercio sacaba la tarjeta y le entregaba diez pesetas, se apresuró a abrirle la puerta del coche sin preguntar; aunque pensando:  —Ni que viniera de Marte ¿De Marte acaso? ¡Copón!
—¿Hay bastante? —preguntó el marciano.
—Co eso lo llevo gasta Pinarejo ida y vuelta. ¿Dónde quiere ir usted?
—A donde mejor vivan en este país.
—Eso está claro. Al Palacio Real, nadie vive mejor que el rey y su familia, que viven a cuerpo de rey, nunca mejor dicho. Pero hoy inauguran el mejor restaurante de la capital, al cual están invitados quienes mejor viven del reino.
Durante el trayecto el taxista le fue dando conversación a tan esplendido dependiente, tan desprendido en el pago.  Muy contento iba el marciano de ver que había contratado al taxista adecuado, que conocía los entresijos del país al dedillo, o al menos eso parecía.   Mucho más contento el taxista, que ya tenía en su bolsillo el sueldo de todo el día sin apenas haber comenzado la carrera.
El taxi se detuvo frente aquel afamado restaurante que terminaban de inaugurar. Ya había comenzado a entrar gente elegante con cara de satisfacción y aspecto de estar muy bien alimentada, con trajes bien planchados y aspecto de ser nuevos, no como el de él que llevaba algún remiendo que otro y los puños y cuellos de la chaqueta desgastados. Mientras que ellas engalanadas con vistosos vestidos y joyas, con máscaras de maquillaje que al marciano le parecieron ridículas. Ellas y ellos hablaban de naderías y de algo que llamaban arte y cultura, un arte desconocido para el marciano, por lo cual preguntó al taxista.
—Eso no es arte ni cultura, es tortura, meten a criaturas en una plaza, miré usted —señalando una plaza de toros, y pensando «habla como uno de Cuenca, pero parece extranjero, está en Babia, hace unas preguntas tan tontas» — y allí primero les clavan banderillas afiladas, cuando tienen al animal agonizante, un torero vestido con un ridículo disfraz de luces, lo tortura hasta matarlo…
—¿Así se divierten? —Preguntó, pero pensó «¿Me he equivocado de siglo? He llegado a la Roma de principios de la era cristiana.
—Mucha gente, ellos en los palcos a la sombra, y a los pobres que les gusta esa salvajada al sol, con eso los distraen y no piensan. ¿A usted no le gustaran los toros…? ¿verdad?
El marciano negó con la cabeza, y el taxista, le explicó cosas referentes a los toros, el circo y el pan, tampoco se adentró mucho en la cuestión, puesto que el marciano por las mesas comenzaron a aparecer manjares que nadie tocaba, como si esperaran a alguien.  Se quedó anonadado y se dispuso a regresar a su planeta dispuesto a informar del magnífico sistema de gobierno que había en la tierra, y más concretamente en aquel Reino, con excepción de esa salvajada a la que llamaban cultura, cuando en realidad era tortura.
Quienes entraban en el restaurante se iban sentando en sillas alrededor de las mesas. El marciano estaba anonadado ante tal despliegue de comida que, como ya he dicho, nadie tocaba a pesar de lo suculentas que eran las viandas.
«Con lo que hay en una mesa a buen seguro de que en mi planeta comerían, más de cien personas, y a buen seguro, que ya habrían comenzado a comer, siendo que están todas las mesas ocupadas menos una.»
  Entonces se fijó en una docena de limpiabotas que con ropa humilde y una maleta de madera entraban en el restaurante y se ponían en cuclillas ante elegantes señores, comenzando a sacar lustre a los zapatos de los futuros comensales a cambio de unas perrillas, que algunos en lugar de dárselas en la mano, las tiraban al suelo entre risas de quienes estaban sentados, incluso algunos, sin que les limpiasen los zapatos tiraban monedas al suelo. No solo perrillas, también algunas croquetas para que, como perros, fueran tras ellas los limpiabotas.  El marciano se enfureció ante lo que estaba pasando, a pesar de ser un ser pacífico. Entonces quiso comprobar si eso le ocurría solo a él y los terrestres sentían igual de indignación, y le dio esa posibilidad ver también a través de las paredes al taxista y así comprobar  su reacción.  

Vieron en los fogones sudorosos cocineros y pinches preparaban la comida soportando los gritos desaforados del dueño del restaurante, mientras que unas mujeres, con las manos comidas por los detergentes, lejías y estropajos, con gesto dolorido, por culpa del dolor de riñones, fregaban los pocos platos que comenzaban a llegar con comida, y sin apenas tocarla iban a la basura directamente. El marciano se extrañó de tal desperdicio, puesto que, según sus noticias en ese país la gente pasaba hambre y necesidades. Mientras que el taxista se relamía:
—Madre del amor de Dios, que gambas, que cigalas, jamoncico del bueno…si mis hijos lo pillaran…
—Dime, buen hombre, quiénes son esa gente que hay dentro, capaz de hacer lo que están haciendo…
—¿Quiénes van a ser? Los que no pegan un palo al agua, las garrapatas —dijo guasón el taxista, mirando como un plato de croquetas era echado a la basura.
—No entiendo lo que quieres decir, ¿no son personas, son garrapatas capaces de adaptar su apariencia a la humana…, ahora lo comprendo —dijo encogiéndose de hombros el marciano que había adoptado bien los gestos y forma humanos.
El taxista lo miro ahora como diciendo:
«Este tío está majara perdido»
Sin embargo, dijo:
—Pues quienes no trabajan. Son personas que tienen la misma función en la sociedad que las garrapatas, vivir como parásitos de los demás.  
—¿Y vuestros gobernantes y dirigentes no dicen nada? ¿Vosotros no protestáis?
—Nuestros dirigentes son también garrapatas — señalando a uno —. Miré, ese es el primer ministro, abogado, notario, diplomático, registrador de la propiedad…
—Tiene mucho mérito, debe ser muy inteligente, habrá tenido que estudiar mucho para conseguir tantos títulos académicos…
—No hombre no, a los que mandan, en las universidades, a cambio de subvenciones y nombramientos, en este país los títulos se los regalan…, mientras que a los hijos de los pobres no nos dejan estudiar o nos ponen unas tasas universitarias que la mayoría no podemos pagar, a no ser que dejemos de comer…
En ese momento llegó en un coche con banderines y escolta, cierto personaje no muy agraciado y con una nariz que de haber sido pescador no habría necesitado caña, que, al entrar, todos los comensales se levantaron y le hicieron la reverencia con baboseo evidente, tanto que el personaje estuvo a punto de resbalar de mojado que estaba el suelo.
—¿Y ese otro al que todos hacen la reverencia?  —preguntó el marciano señalando al individuo en cuestión.
—Ese el parásito mayor del Reino, la garrapata padre, el más ladrón, el más putero y sinvergüenza, quien nunca ha trabajado en su vida, ni él ni ninguno de sus ancestros, quien vive como una garrapata desde antes de nacer...
—Pero debe ser muy inteligente para que todos le rindan pleitesía…
—¡Qué va! A ese el título se lo regalan por haber nacido de un determinado coño, no necesita ningún otro título o saber. Aunque fuese el más torpe del mundo, se elogiaría su sabiduría, si fuese, que lo es el más ladrón del reino, se alabaría su honradez, se le considera el más casto y puro a pesar de que es el más putero, putas que pagamos todos…
—¿Y los tribunales de justicia no actúan, el pueblo no actúa?
—Los tribunales sí, a quien lo critica lo meten en la cárcel, a él, aunque robe, mate, prostituya o deje hijos abandonados en cada esquina, no le pasará nada, su persona jurídicamente es inviolable…
—Pero al menos, si las garrapatas, si quiénes no trabajan viven así… ¿cómo viven quienes trabajan? —preguntó con gran asombro el marciano.
—Espere usted un poco, y lo podrá comprobar.
—Vamos dentro y tomamos algo, yo convido —dijo el marciano, sacando el resto de los billetes.
—Con ese aspecto de dependiente de comercio, y con mi uniforme de faena no nos dejaran entrar —se rio el taxista.
Tal y conforme dijo, así fue, no les dejaron entrar.
 De inmediato, casi a empujones, fueron expulsados los limpiabotas. Curiosamente ninguno se marchó a su casa, sino que espero en las cercanías.  El marciano pudo comprobar, que ahora en masa, algunos platos llenos de sabrosos manjares eran arrojados a la basura. Cuando estuvo el cubo lleno, dos pinches sacaron el cubo de basura a la calle, de inmediato la media docena de limpiabotas se abalanzaron a rebuscar en cubo, casi pegándose entre ellos, que comenzaban a guardar comida en un apartado del maletín de limpiabotas, al tiempo que de vez en cuando no podían evitar llevarse una porción de comida a la boca. 
—Así viven quienes trabajan en este reino…
Al marciano salió corriendo hasta su platillo volante y creo que ya no se le ha vuelto a ver.

Así como ese marciano me he encontrado yo hoy al poner el telediario después de una semana sin ver la tele. Lo último que vi fueron las noticias sobre un tal Juan Carlos de Borbón, con ciertas semejanzas más que evidentes con sus ancestros (quien a los suyos se parece honra merece, dicen en mi tierra).  La noticia principal con la que abrían el noticiario, era que el hijo del heredero del dictador, estaba de vacaciones en Mallorca y que su hija, había pronunciado sus dos primeras palabras.  Como a los quince minutos todavía continuaban con babeante murga los locutores, ante el riesgo de que se me inundase la casa de babas, he apagado el televisor, con la pena de no tener un platillo volante y escapar de este podrido reino que babea sumiso, sin importarle que quien vive lo público esté exento de rendir cuentas ante la justicia, porque así deciden babeantes siervos.

 ©Paco Arenas

©Lágrimas secas

lunes, 23 de julio de 2018

¿Llueve?




Llueve sobre el mar,
sin calar la piel
dura de los miserables
que nunca sufrirán las inundaciones.
El niño muere en la playa,
mientras los guardacostas disparan
contra las pateras
y los ministros mandan poner cuchillas asesinas,
antes de entrar de la misa dominical
con sus agraciadas señoras
de segundas nupcias,
recambio de otras,
las cuales y los cuales,
 con fingida devoción
se persignaran
y tomaran la comunión,
sin necesidad de confesar,
que como buenos cristianos no pecan
y defienden la vida que está por nacer.
De rodillas, con la hostia en la boca,
ministros y señoras
sin remordimientos de conciencia,
si es que la tuvieran,
 piensan:
Dios tenga en cuenta nuestra oración,
y a su diestra
nos reserve un rincón…
Llueve sobre las olas de un mar,
que no admite poesías,
que no necesita rezos
ni bendiciones,
solo manos piadosas,
no que se junten para rezar,
sí que se unan a otras manos
para luchar,
trabajar...
para que las risas lleguen a la costa
y la tristeza deje de navegar.


©Paco Arenas

sábado, 14 de julio de 2018

«Alejandra - ¿Cuántas despedidas implica un regreso?» De Susana Alfaro (Reseña)






 Alejandra - ¿Cuántas despedidas implica un regreso?
  • Tapa blanda: 174 páginas
  • Editor: Createspace Independent Publishing Platform (16 de junio de 2018)

  • Idioma: Español

  • ISBN-10: 1721522026

  • ISBN-13: 978-1721522026

¿Dónde se puede comprar? Plataforma Amazon, enlaces al final de la reseña.





  • Valoración media de los clientes: 





Valoración personal


Mi valoración, excelente, muy recomendable para aquellos que quieran conocer de primera mano el conflicto salvadoreño, y digo  de primera mano, no el de la élites, el que sale en los libros de historia, sino de las personas implicadas en la lucha, la historia olvidada de quienes lo dieron todo.
La inclusión de fotografías de quienes aparecen en el libro, añade emoción a un texto ya en sí, más que emocionante. 

La reseña


«Alejandra - ¿Cuántas despedidas implica un regreso?». De Susana AlfaroPodría decirse que es una mano extendida desde la lejanía, un repaso de un pasado lejano, desde el exilio; pero, que está muy presente a pesar de los años transcurridos todo el dolor y todo el amor de la protagonista y autora hacia todas esas personas entrañables que le acompañaron en aquella lucha.

A lo largo de la narración siempre se percibe ternura infinita en el recuerdo de aquellos que cayeron, al mismo tiempo que la ausencia de odio o de ánimo de revancha contra quienes los asesinaron o traicionaron. Llama la atención que los nombres que aparecen son los de quienes lo merecen, solo de quienes lo merecen, ni más ni menos, porque se trata de honrar a quienes lucharon por sus ideales de un mundo mejor, no de otra cosa.
Resulta fácil captar la nostalgia de aquellas risas jóvenes, de aquellas noches con el sonido de acordes de guitarra escuchando canciones de Serrat cantadas por su hermano René. Me lo imagino cantando, con esa risa despreocupada de adolescente con la que aparece en la única fotografía que existe de René Alfaro, una risa de quien tiene toda la vida por delante, capaz de expandir su voz cual poema machadiano al ritmo de esa guitarra rebelde, sin saber, a pesar de ser consciente de ello, de que una bala podría ser un dulce final para lo que le esperaba. Leyendo el testimonio de Alejandra Ramírez, me parece escuchar su voz, la de René:
                                       
«—Alejandra, si ve que ya está perdida, mátese...no vaya a dejarse agarrar porque a las compas les hacen cosas terribles.».

René transita por todo el libro, con una fuerza omnipresente, está incluso cuando ya no está, así lo percibe la autora, así lo percibo yo, y creo, que lo percibirá el lector. 

  Y es que este libro es el testimonio personal de una de esas personas admirables que se cruzan en tu vida.  Es el testimonio de una mujer luchadora, de una joven cuya su única pretensión en la vida era terminar sus estudios universitarios y ser maestra. Una muchacha que vivía con la cotidianidad de cualquier joven estudiante, ajena a su alrededor, donde pasaban cosas:


«—¿Qué ve? —le preguntó su primo Carlos.»

«—El río —le contestó ella con la ingenuidad y despreocupación de sus años.»

Y su primo Carlos insistió. Había algo más que el río, vio gente que lo estaba pasando mal, que estaba sufriendo, que carecían de todo lo que ella consideraba lógico y normal para vivir con dignidad. Y entonces llegó la pregunta que le abrió los ojos:

«—¿Y le parece normal que usted tenga todo y ellos vivan así?»

Abrir los ojos no es fácil, si los mantienes cerrados llegará el día en que te toque a ti, que vendrán a por ti; pero, si los abres el riesgo es mayor, sabes que te has puesto frente a ellos y que jamás te lo perdonaran, que siempre tendrán una bala dispuesta con tu nombre. Sin embargo, una vez que has abierto los ojos, no puede ser la indiferencia tu actitud, si tienes conciencia y Susana la tenía, la tiene. Y en lugar de quedarse en su zona de confort, tomó partido por quienes lo estaban pasando mal, por quienes no sabían si verían amanecer o anochecer, si al día siguiente besarían a sus hijos, a sus padres o seres queridos. Tomar partido por los pobres, tiene ese riesgo, el vivir y sufrir como ellos. Y Susana lo hizo, lo hizo acordándose de su primo muchas veces, al que, en más de una ocasión, cuando sus piernas se hundían en el barro, agotada y sufriendo, con gusto le habría preguntado:

«—¿Le parece normal que tenga yo que andar aquí?»

Pero ya no podía porque, para su desgracia y la de todos quienes luchaban por un mundo mejor, apareció mutilado y agonizando en el Playón de Chalchuapa después de ser capturado por la guardia de Santa Ana, sin haber cumplido los 19 años. 

Pero Carlos fue uno más de una larga y dolorosa lista, a la que un día se unió su hermano René.

Alejandra Ramírez, no era una más, fue responsable política de la guerrilla, nunca llegó a disparar un solo tiro; sin embargo, no era de esos responsables políticos que desde el extranjero diseñan las estrategias sobre un mapa, con un café o un licor al lado, bien alimentados y sin peligro de que un obús o una bala les atraviese el pecho. Alejandra estaba en el frente, sufriendo las pulgas, y las ráfagas, el agua la lluvia y el viento, viendo morir todos los días a sus compañeros de lucha, pensando que cada amanecer podía ser el último. Para ella, cada compañero o compañera, tenía un nombre, un problema, un sueño, un tintineo diferente en sus risas y un brillo ilusionado en sus miradas.

Tras el triunfo de la revolución Sandinista todo se eclipsó, de los noticiarios desaparecieron las noticias de otras revoluciones en Centro América. El imperio mandaba silencio, había sido derrotado y los serviles mandatarios europeos agacharon la cerviz para besarle las botas al nuevo mandatario de extrema derecha yanqui, al nefasto Ronald Reagan, que armó a los más cruentos dictadores y criminales del mundo.

 Comenzaron nuevas estrategias por parte de las dos grandes potencias, EE.UU. y la Unión Soviética. Para ellos, las luchas y los procesos locales, eran utilizados cual peones de ajedrez que se podían sacrificar según considerasen conveniente, no para los pueblos, sino para sus estrategias militares o geopolíticas. Podría resultar fácil para los revolucionarios de salón, para los dirigentes de las organizaciones en lucha plegarse a las decisiones geoestratégicas de las grandes potencias dar órdenes desde lejos en casas lujosas con piscina; pero no para quien estaba al pie del cañón, ni para los que estaban en su mira; Mientras en los despachos se decidía el futuro de los combatientes y se soñaba con tomar el poder, los jóvenes revolucionarios, los de verdad, seguían regando con su generosa sangre las calles y tierras en El Salvador, sin otra opción ni alternativa que luchar por sobrevivir.

Oponerse a esos designios llegó a ser más peligroso que la propia lucha revolucionaria, Alejandra lo hizo. Para doblegarla le ofrecieron prebendas y la convirtieron en aclamada “heroína victoriosa”. Pero ella, pudiendo estar en los despachos, rechazó todo, porque ella no inició la lucha por un puesto, sino por un ideal.  

Lo de El Salvador no fue una guerra civil, como nos quieren presentar quienes escriben la historia a sueldo, fue la resistencia valiente de un pueblo que tan solo pretendía vivir en paz. 

«Alejandra—¿Cuántas despedidas implica un regreso?» Es un testimonio de imprescindible lectura, escrito con el corazón, desde lo más profundo del sentimiento, que nos muestra las sensaciones, miedos y esperanzas de una mujer luchadora, de una de aquellas estudiantes que se vieron obligadas a dar el paso de irse al monte.  Como dice ella:

«Soñamos el sueño de los grandes, no vivimos para nosotros, no morimos de las cosas cotidianas y cayeron bellos, valientes y jóvenes con el futuro en la mirada.
Por las risas de los pobres, por la elevación de la condición humana, vivimos y cayeron como ángeles rebeldes que no se sometieron, que no bajaron la cabeza para que les instalaran el yugo. Vivimos sabiendo que la muerte pertenecía a la realidad de todos los días: nos negamos a acallar el escalofrío con química y alcohol. A sus armas les opusimos nuestra fe inquebrantable de merecer algo mejor que cosas, que trabajar como esclavos para hacernos aceptables para los opresores.»  

  «Alejandra—¿Cuántas despedidas implica un regreso?» Es la búsqueda de un lugar en la tierra, sin otra aspiración que hacer lo que hace cualquier joven europeo, trabajar, estudiar y hasta luchar por nuestros derechos individuales o colectivos. Muchos teníamos esa consciencia que dejábamos entre paréntesis al entrar a una discoteca. Pero a ellos no les permitieron vivir en paz, a ellos los asesinaban, torturaban…, mientras en Europa mirábamos para otro lado. 

    Paco Arenas

Enlaces:






miércoles, 11 de julio de 2018

El Giraldo, el Castillo de Cuenca y Velázquez (extracto de Magdalenas sin azúcar)


Puedes leer los primeros capítulos de la novela Magdalenas sin azúcar AQUÍ

—Porque, ¿sabes?, se me cae la baba cada vez que veo a la chiquilla de Clara, lo graciosa que es, porque me gusta peinarla, vestirla con la ropa que le hace su madre, pero sé que me gustaría mucho más si fuese nuestra hija. Al levantarme, todos los días verte a mi lado, despertarme con la guitarra, escucharte trastear mientras enciendes la lumbre, después de haber ardido toda la noche entre las sábanas. Sin ti, mi amor, tengo frío, la casa entera está fría y mi corazón desolado.

Y lee una y otra vez sus cartas y piensa en ella y por las noches sueña con ella. Si está dormido, despierta.

Sí, las dudas le asaltan. Si está pensando en infidelidades, intenta cambiar el pensamiento y fantasea con el día en que entran y le llaman por su nombre. No para integrar la larga lista de ajusticiados, sino para decirle que aquel día es su día, el día que deciden dejarle en libertad y le dicen que su mujer le está esperando en la puerta, tal y conforme le dijo la última vez. Pasear por la ciudad, cruzar juntos el puente de San Pablo en dirección a las Casas Colgadas, después a la Plaza Mayor donde entran en la catedral, mocha tras el derrumbe del Giraldo porque la catedral de Cuenca de la misma manera tenía su Giraldo, como Sevilla. Recuerda que María se reía y le llamaba ignorante. Del mismo modo que se reía cuando él le hablaba de los cuadros auténticos de Velázquez, en el mesón de la calle Colón. Él, ofendido, saca un periódico de la época, El Progreso Conquense, que guarda su padre como oro en paño, y puede leer que es cierto lo que le dice orgulloso y satisfecho, que Cuenca tuvo su Giralda o Giraldo, y su derrumbe sepultó a veintiuna personas bajo los escombros, la mayoría niños. Incluso cuenta El Progreso Conquense que una de las víctimas era una beata junqueña que se había trasladado a la capital a pedir a la Virgen salud, porque prosperidad ya tenía, pero la artrosis no le dejaba dormir por las noches. Ocurrió un día de abril de 1902, Felipe no había nacido. A pesar de ello, todavía se recuerda en toda la provincia como una tragedia, aún mayor que el famoso Crimen de Cuenca, que nunca ocurrió, muy cerca de Juncos, en Ossa de la Vega. Entonces, ella se disculpa, sin parar de reír, y le dice que no es un ignorante, terminando la disputa en un beso o haciendo el amor.
Después visitarán la catedral porque a ella le hace ilusión ver la catedral mocha como la de Notre Dame de París. Continuarán su paseo al lado del río, si es verano y si es invierno, comerán en el mesón de la calle Colón, para así poder comprobar que son cuadros pintados realmente por Velázquez.


—¡Copón! Que está hasta la firma de don Diego Velázquez y la firma es algo muy serio.

—Sí claro, ahora me vas a decir que su mujer era de Cuenca —se burla ella, porque sabe que sí, que el suegro de Velázquez era de Cuenca, y que visitaba la ciudad, alojándose en la posada de San José, propiedad del abuelo materno de su esposa…

—Pues sí, su mujer, su padre eran de Cuenca…

Ella, finge incredulidad, se ríe de él una y otra vez; a pesar de todo Felipe insiste.

—Los cuadros los pintó Velázquez, bueno o uno de sus alumnos, maestra de los…—y calla, porque ella lo besa mirándolo con esos ojos que le recuerdan el mar que nunca vio.

Entonces él acepta que ella lleva razón, fingiendo enojo y riendo, a pesar de todo, que, en realidad, Felipe es un ignorante y ella una maestra.

—Claro, los maestros lo saben todo…—y de nuevo busca sus labios, mientras sueña que los gruesos muros del Castillo no existen, que en realidad aquel castillo no es una cárcel, sino una biblioteca o sabe Dios qué…

 En muchas ocasiones le hace callar. No obstante, él no es tan ignorante como ella piensa que quiere hacerse para hacerle reír. Sueña con la brisa de un mar, que él nunca vio y del que ella le habla enamorada de su azul, de sus olas, de su brisa húmeda, que no tienen nada que ver con esta brisa seca de Castilla.

—Es una brisa húmeda, pegajosa, diferente, con sabor a sal —le dice ella.

Sueña con la libertad, con cumplir todos aquellos proyectos que juntos piensan y planean, sabiendo que eran casi imposible llevar a cabo. Aquellos viajes imposibles que veían en los libros de su suegro o con irse lejos. Un preso le comentó que él se iría cuando saliese de la cárcel a la República Argentina porque allí se hacían dos cosechas y había tierras de sobra para cultivar. Al pobre hombre le llamaron por su nombre una mañana para decirle que iba a ser juzgado y eso significaba lo que después ocurrió frente a un pelotón de fusilamiento. No quiere pensar en ello, quiere pensar en ese día en que también pronuncien su nombre para decirle que puede volver a Juncos con su mujer y su hijo. Nueve meses después de meterle preso, aún no le han juzgado y duda que sea juzgado alguna vez. Él solo espera que un día le digan que se puede marchar. El sol comienza a entrar entre los barrotes de las ventanas de la cárcel cuando se escuchan los disparos contra los condenados y casi en el mismo instante que el ruido de las llaves en las cerraduras y el correr de los cerrojos de la puerta al abrirse. Les obligan a ponerse de pie para pasar lista. Joaquín Pérez, el compañero que tiene frente a él en el pasillo, es un anciano de casi setenta años, se le queda mirando en la semipenumbra, ríe.



—Felipe… ¿Te has meado? —Felipe se agacha y coge la manta enrollándosela a la altura de la cintura, también ríe.

—Esta noche he soñado con mi mujer —Y se le dibuja una cara de felicidad, como si en lugar de soñar se hubiese levantado de la cama después de una noche de pasión con María.


Extracto de la novela ©Magdalenas sin azúcar, si quieres puedes descargarlo en PDF

©Extracto del capítulo IXº  Los sueños se escapan entre los barrotes

Puedes leer los primeros capítulos de la novela Magdalenas sin azúcar AQUÍ

©Paco Arenas

La novela se puede comprar en Amazon

o a través del Messenger del autor  Paco Arenas
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