Puedes leer los primeros capítulos de la novela Magdalenas sin azúcar AQUÍ
—Porque, ¿sabes?, se me cae la baba cada vez que veo a la
chiquilla de Clara, lo graciosa que es, porque me gusta peinarla, vestirla con
la ropa que le hace su madre, pero sé que me gustaría mucho más si fuese
nuestra hija. Al levantarme, todos los días verte a mi lado, despertarme con la
guitarra, escucharte trastear mientras enciendes la lumbre, después de haber
ardido toda la noche entre las sábanas. Sin ti, mi amor, tengo frío, la casa
entera está fría y mi corazón desolado.
Y lee una y otra vez sus cartas y piensa en ella y por las
noches sueña con ella. Si está dormido, despierta.
Sí, las dudas le asaltan. Si está pensando en infidelidades,
intenta cambiar el pensamiento y fantasea con el día en que entran y le llaman
por su nombre. No para integrar la larga lista de ajusticiados, sino para
decirle que aquel día es su día, el día que deciden dejarle en libertad y le
dicen que su mujer le está esperando en la puerta, tal y conforme le dijo la
última vez. Pasear por la ciudad, cruzar juntos el puente de San Pablo en
dirección a las Casas Colgadas, después a la Plaza Mayor donde entran en la
catedral, mocha tras el derrumbe del Giraldo porque la catedral de Cuenca de la
misma manera tenía su Giraldo, como Sevilla. Recuerda que María se reía y le
llamaba ignorante. Del mismo modo que se reía cuando él le hablaba de los
cuadros auténticos de Velázquez, en el mesón de la calle Colón. Él, ofendido,
saca un periódico de la época, El Progreso Conquense, que guarda su padre como
oro en paño, y puede leer que es cierto lo que le dice orgulloso y satisfecho,
que Cuenca tuvo su Giralda o Giraldo, y su derrumbe sepultó a veintiuna
personas bajo los escombros, la mayoría niños. Incluso cuenta El Progreso
Conquense que una de las víctimas era una beata junqueña que se había
trasladado a la capital a pedir a la Virgen salud, porque prosperidad ya tenía,
pero la artrosis no le dejaba dormir por las noches. Ocurrió un día de abril de
1902, Felipe no había nacido. A pesar de ello, todavía se recuerda en toda la
provincia como una tragedia, aún mayor que el famoso Crimen de Cuenca, que
nunca ocurrió, muy cerca de Juncos, en Ossa de la Vega. Entonces, ella se
disculpa, sin parar de reír, y le dice que no es un ignorante, terminando la
disputa en un beso o haciendo el amor.
Después visitarán la catedral porque a ella le hace ilusión
ver la catedral mocha como la de Notre Dame de París. Continuarán su paseo al
lado del río, si es verano y si es invierno, comerán en el mesón de la calle
Colón, para así poder comprobar que son cuadros pintados realmente por
Velázquez.
—¡Copón! Que está hasta la firma de don Diego Velázquez y la
firma es algo muy serio.
—Sí claro, ahora me vas a decir que su mujer era de Cuenca
—se burla ella, porque sabe que sí, que el suegro de Velázquez era de Cuenca, y
que visitaba la ciudad, alojándose en la posada de San José, propiedad del
abuelo materno de su esposa…
—Pues sí, su mujer, su padre eran de Cuenca…
Ella, finge incredulidad, se ríe de él una y otra vez; a
pesar de todo Felipe insiste.
—Los cuadros los pintó Velázquez, bueno o uno de sus alumnos,
maestra de los…—y calla, porque ella lo besa mirándolo con esos ojos que le
recuerdan el mar que nunca vio.
Entonces él acepta que ella lleva razón, fingiendo enojo y
riendo, a pesar de todo, que, en realidad, Felipe es un ignorante y ella una
maestra.
—Claro, los maestros lo saben todo…—y de nuevo busca sus
labios, mientras sueña que los gruesos muros del Castillo no existen, que en
realidad aquel castillo no es una cárcel, sino una biblioteca o sabe Dios qué…
En muchas ocasiones le
hace callar. No obstante, él no es tan ignorante como ella piensa que quiere
hacerse para hacerle reír. Sueña con la brisa de un mar, que él nunca vio y del
que ella le habla enamorada de su azul, de sus olas, de su brisa húmeda, que no
tienen nada que ver con esta brisa seca de Castilla.
—Es una brisa húmeda, pegajosa, diferente, con sabor a sal
—le dice ella.
Sueña con la libertad, con cumplir todos aquellos proyectos
que juntos piensan y planean, sabiendo que eran casi imposible llevar a cabo.
Aquellos viajes imposibles que veían en los libros de su suegro o con irse
lejos. Un preso le comentó que él se iría cuando saliese de la cárcel a la
República Argentina porque allí se hacían dos cosechas y había tierras de sobra
para cultivar. Al pobre hombre le llamaron por su nombre una mañana para
decirle que iba a ser juzgado y eso significaba lo que después ocurrió frente a
un pelotón de fusilamiento. No quiere pensar en ello, quiere pensar en ese día
en que también pronuncien su nombre para decirle que puede volver a Juncos con
su mujer y su hijo. Nueve meses después de meterle preso, aún no le han juzgado
y duda que sea juzgado alguna vez. Él solo espera que un día le digan que se
puede marchar. El sol comienza a entrar entre los barrotes de las ventanas de
la cárcel cuando se escuchan los disparos contra los condenados y casi en el
mismo instante que el ruido de las llaves en las cerraduras y el correr de los
cerrojos de la puerta al abrirse. Les obligan a ponerse de pie para pasar lista.
Joaquín Pérez, el compañero que tiene frente a él en el pasillo, es un anciano
de casi setenta años, se le queda mirando en la semipenumbra, ríe.
—Felipe… ¿Te has meado? —Felipe se agacha y coge la manta
enrollándosela a la altura de la cintura, también ríe.
—Esta noche he soñado con mi mujer —Y se le dibuja una cara
de felicidad, como si en lugar de soñar se hubiese levantado de la cama después
de una noche de pasión con María.
Extracto de la novela ©Magdalenas sin azúcar, si quieres puedes descargarlo en PDF
©Extracto del capítulo IX
©Extracto del capítulo IXº Los sueños se
escapan entre los barrotes
Puedes leer los primeros capítulos de la novela Magdalenas sin azúcar AQUÍ
©Paco Arenas
La novela se puede comprar en Amazon
o a través del Messenger del autor Paco Arenas
No hay comentarios:
Publicar un comentario