domingo, 24 de enero de 2021

El Quijote boricua —Cuento absurdo ( A don Jaime Flores)

 

El Quijote boricua —Cuento absurdo

 

Don Jaime Flores 


 

El Quijote boricua —Cuento absurdo

 

Este relato es un homenaje al profesor Jaime Flores profesor de la Universidad de Puerto Rico, gran cervantista y defensor de la lengua castellana.

 

 

Tal vez estaban fuera de lugar. No era lógico ni no normal que aquellos dos estuvieran allí. Los paisanos creyeron que estaban intentando hacer girar las muelas del molino de viento, desde tiempos inmemoriales se decía que donde no hay harina no hay tremolina, y eso le pasaba a la cabeza de Paco; pero hombre, que todo un catedrático de la Universidad de Puerto Rico, se prestará a tamaña tontería.

Nada era casual, sino fruto de unas ideas locas surgidas de cabezas a las cuales no les funciona bien lo que tienen delante del occipital, y no por las resacas, que las borracheras se pasan y ya está, la tontuna es para siempre. Aquellos dos hablando sin parar de don Quijote y Sancho, delante del molino de viento, muy normal no era, esa es la verdad.

Fue Zacarías Zenón el primero en darse cuenta, que de inmediato se lo comunicó a Hilario Buendía, jefe de la oposición a la alcaldesa, que estaba en el bar tomándose su café y su copa de después de la comida, en compañía de Nicomedes Alcañiz y Ambrosio Ortiz, correligionarios suyos.

—Zacarías, esto que nos cuentas es muy grave. Habrá que ponerlo en manos de la autoridad competente —dijo Hilario Buendía, después de escuchar a su amigo.

—Esto es culpa de la alcaldesa — acuso Nicomedes señalando con el dedo hacia la barra del bar, puesto que el bar era propiedad de la alcaldesa.

—Y del Gobierno, no lo olvidemos, el gobierno es el principal culpable —añadió Ambrosio.

—Sin duda, el gobierno el principal. Es imprescindible ponerlo en mano de la autoridad competente.

—¿De la alcaldesa? —Preguntó Zacarías.

—¿Estás memo? Quiero decir en manos de los guardias.

 ***

Subieron al viejo Mercedes-Benz del edil y sin detenerse un instante tomaron rumbo al cuartel de la Guardia Civil de San Clemente. Llegaron a la garita, siendo la hora de la siesta, y que por allí no pasaba nadie, el guardia encargado de la puerta se había quedado traspuesto con un vaso de carajillo en la mano. Condescendientes, tocaron con sumo cuidado el cristal de la garita; no obstante, el guardia se alteró más de la cuenta:

—¿Qué pasa?, ¿quién ha sido? Ahora mismo limpio los cristales… No mi sargento, no he sido yo… ¿Qué coño quieren ustedes a estas horas? —Terminó despertándose, al darse cuenta la presencia de los cuatro hombres, que de manera tan insolente se atrevían a molestarlo a esas horas.

—Queríamos poner una denuncia —dijo Hilario Buendía, el cual quería llevar la iniciativa.

—¿A estás horas? ¿Tan grave es? ¿Han matado a alguien? ¡Copón que son las cuatro y media de la tarde? Parecen, ya se parecen a las teleoperadoras, siempre jodiendo la siesta…

Los paisanos se miraron extrañados ante tal batería de preguntas atropelladas. Era la primera vez que iban a poner una denuncia. En aquella comarca nunca pasaba nada, siendo lo más importante acaecido, en los últimos años, el suceso de un joven madrileño que se perdió en el monte jugando con el «Tamagotchi» o buscando «pokemons», tal vez cazando gamusinos, que para el caso es lo mismo.

—Es que ha pasado algo extraño en Pinarejo, en el molino de Pinarejo concretamente —contestó dubitativo, quien llevaba la voz cantante.

—¿No me irán a decir que don Quijote ha vuelto a cargar contra el molino y se ha quedado enganchado en las aspas? —Se burló el guardia —. Si allí sólo quedan cuatro viejos y poco más…

—Pues casi, don Quijote y Sancho…—fue a decir Zacarías, pero, el guardia lo paró en seco.

—Mejor hablen con el sargento directamente, esperen un poco, que ya les vale a estas horas venir con tonterías —cortó el guardia, llamando por el interfono al sargento.

—¿Qué coño quiere a estas horas, Rodolfo? —Se escuchó la voz soñolienta del sargento.

—Cuatro hombres que dicen que ha pasado no sé qué de don Quijote en el molino de Pinarejo…

—¿Rodolfo, sabe que no se puede beber estando de servicio, y menos en la puerta?

—Mi sargento, no es el caso —respondió nervioso el guardia, metiendo el vaso de carajillo detrás del monitor de la computadora, como si el sargento lo pudiera ver —. ¿Les digo que pasen o que se vayan por donde han venido?

—Dígale que soy Hilario Buendía, me conoce, fuimos juntos a bachillerato en La Mota del Cuervo —cortó la conversación el concejal.

—Ya lo he oído. No sé quién coño es ese Hilario, pero dígales que pasen —se escuchó a través del interfono.

—Soy el líder de la oposición en Pinarejo…

Se escuchó la risa del sargento a través del interfono.

—Pasen, pasen —rio también el guardia de la puerta — ustedes, el sargento los espera.

El sargento los recibió sentado detrás de la mesa, tras la pantalla del ordenador, indicándoles con un gesto para que se sentaran en las tres sillas que había disponibles, quedándose el Ambrosio Ortiz de pie.

—Siéntense y díganme qué es tan importante como para venir a estas horas, que, con esta calina —comenzó mirando un imaginario reloj de pulsera el sargento —, a casi las cinco de la tarde. ¿Saben que a estas horas sólo salen a la calle los borricos y los turistas? Y ustedes mucha pinta de turistas no tienen, así que ya me dirán. Espero que tengan una buena razón.

—Pues eso, decimos nosotros, que el molino es para los turistas, no para moler trigo, ¡ah!, soy Hilario Buendía, fuimos juntos al instituto de la Mota del Cuervo —contestó el llamado Hilario ofreciéndole la mano, que el sargento rechazó.

—Perdone, no me acuerdo de usted. Por favor, tengo prisa —le cortó el sargento, recordando a su interlocutor —. Si es que tenía que haber pedido otro destino. Todo por hacer caso a su mujer — pensó.

—Alguien debería haber puesto remedio en su momento —intervino Nicomedes —. La culpa es de la alcaldesa que les dio las llaves sin preguntar al consistorio.

—Una locura de personas sin seso, capaces de ponerse por sombrero un orinal cual yelmo de don Quijote —terció, Ambrosio, que era quien se había quedado de pie.

—Que no era un orinal lo que se puso don Quijote en la cabeza —lo interrumpió, dándole con el codo Zacarías en la pierna —era una bacía de barbero, vamos una palangana de toda la vida, para que nos entendamos, una zafa…

—¿Qué más da palangana, que zafa o si estaba vacía o llena?, al fin y al cabo, se colocó un bacín de barbero, lo que viene a ser un orinal, ¡Vamos, para aclararnos! —protestó el interrumpido.

—¡Por favor! ¡Céntrense! —Gritó el sargento exasperado — ¿Cómo va a ser lo mismo una bacía, una palangana y un orinal? ¿Acaso usted no ha leído El Quijote?

—¿Acaso tengo yo pinta de estar majareta? —interrogó Zacarías Zenón — Todo aquel que lee termina como don Quijote, o peor, como Paco Arenas…

—Yo leo —le interrumpió el sargento señalando un libro que tenía sobre la mesa.

—Ya decía yo, ¿qué se puede esperar de un guardia que lee? Y que conste que yo soy muy de ¡Viva la Guardia Civil y viva el rey!  Pero, reconocerá que un guardia que lee, no es un guardia como Dios manda.

—¡Calla, calla ignorante! Disculpe sargento, este es un tontaina que no ve «Pasapalabra», ni nada —cortó el tal Hilario. Dejarme a mí, que para eso tengo título y estudié con el señor capitán, perdón, sargento, pero que llegará pronto a capitán seguro —terció de nuevo Nicomedes —. Mire usted, yo le explico todo lo que tiene que ver con Paco Arenas. La verdad es que era de suponer, como ya ha dicho mi paisano, es el culpable de todo este embrollo. ¿Le hemos dicho que se calló de lo alto del molino viejo?

—Sí, o no, yo qué sé, ni tampoco me importa —contestó con sequedad el sargento armándose de paciencia, para no explotar.

 —¡Ah bueno! Lo que yo le diga, señor guardia...

—Sargento, soy sargento, ni capitán ni guardia —protestó el sargento de la Guardia Civil, señalando sus galones.

—Perdón, sargento —se disculpó y continuó Nicomedes —. El tal Paco Arenas, mucho seso no tiene desde que se cayó desde lo alto del molino viejo, ¡ah bueno! Que ya se lo había dicho. No es que tuviera mucho antes, que muy espabilado nunca fue, además ni siquiera fue mucho a la escuela. Pero eso, la caída del molino, lo trastornó aún más de la cuenta. Más de dos horas estuvo sin conocimiento, bien que me acuerdo, y luego las abejas de las colmenas de Dimas…

—Conocimiento nunca ha tenido, ni mucho juicio. Está desquiciado desde entonces —entró ahora Zacarías Zenón —. Además, es un delincuente. Nunca debería haber sacado a la luz los manuscritos de Teresa Panza, que, si ella los guardó en la cueva del Hermosomío, su razón tendría. Debería haberlos entregado a la Universidad, no apropiárselos de esa manera, o al ayuntamiento, lo que es del pueblo, es del pueblo y todos paisanos tenemos derecho a las ganancias, a Dios lo que es de Dios y al Cesar lo que es del Cesar, que mucho predicar y de dar trigo na de na...

—Señor guardia, bueno señor sargento, por si sirve de algo —intervino de nuevo Hilario Buendía, que no quería quedarse callado, bajando la voz y acercando sus labios al oído del sargento de la Guardia Civil, señalando con el dedo al funcionario —, el tal Paco es un poco revoltosete, de cascara amarga, usted ya me entiende, como los del gobierno…

—No, no lo entiendo y ya les he dicho que no estoy para tonterías —se encogió de hombros el sargento un tanto molesto, metiendo prisa a los cuatro paisanos que le habían interrumpido la siesta, en aquel pueblo que nunca pasaba nada.

—¡Copón, cabo!¡No me joda usted! Que esto es algo muy serio, que Paco Arenas quiere hacer la república independiente de Pinarejo, «igualico» que los catalanes, imagine usted que un día escribió Pinarejo república independiente y con salida al mar, así mismo —Ambrosio, ante lo para él era algo bastante evidente.

—Sargento, si a usted no le importa… —protestó el sargento ante la degradación llevada a cabo a su persona por el pinarejero, con lo que le había costado conseguir los galones de sargento.

—Pues, eso, que es un poco rojo, bueno un poco, es un decir, a veces se mete hasta con el Tortas…, perdón, perdón, no me lo tenga en cuenta usted, que yo no quería faltar... Me he equivocado de persona, no era eso lo que quería decir…—titubeó nervioso Zacarías.

—Entonces, ¿no es el tal Paco Arenas al que quieren denunciar?

—Sí, sí claro, lo que queremos decirle que habla mal del rey, y esta pulsera con la bandera nacional, no se la pone ni borracho, es rojeras…—apostilló Zacarías, que ya parecía llevar la voz cantante, en detrimento de Hilario.

—Bueno, pero que no se ponga pulseras, no es delito, yo tampoco me las pongo, lo veo una estupidez. La patria se lleva en el corazón, y no en procesión.  Estamos en democracia, otra cosa es lo que pueda decir del rey. Si injuria a la Corona, eso sí es delito ¿qué piensa el tal Paco del rey? Que ya, con tal de que me dejen tranquilo, soy capaz de meterlo entre rejas a él y a ustedes... juntos, ¡Copón! Que ya hasta me hacen hablar mal.

—Pues lo mismo que pensamos todos, que el rey no sirve para nada, y que es un gasto inútil para el Estado…—saltó el Zacarías, queriendo estar a tono con las palabras del cabo, no fuera a ser que fuese a la cárcel. 

—Perdoné mi sargento —intervino bruscamente Hilario, dándole un codazo tan fuerte a Zacarías Zenón, que lo tiró contra el suelo —, mi paisano no quería decir eso, ninguno de quienes estamos aquí pensamos esas cosas, pensamos y decimos lo mismo que usted sobre el rey. Somos españoles como Dios manda…

—¿Lo mismo que yo? Si piensan y dicen lo mismo que yo, tendré que detenerlos por injurias a la Corona, así que vayan sacando sus «deneis», que les aplique la Ley de Seguridad Ciudadana… 

—Pero hombre, si nosotros venimos a denunciar, no a ser denunciados por usted. Somos los denunciantes. Además, somos españoles, muy españoles… ¡Viva la Guardia Civil! —protestó, ahora Hilario, echando mano a la cartera.

—¿Me intentan sobornar? —Preguntó ofendido el sargento de la Guardia Civil.

—No, es para darle el «denei» —se disculpó Hilario Buendía que ya tenía la cartera en la mano y un billete de cincuenta euros fuera, que de inmediato metió en la cartera, sacando el «denei»

—Es igual, vale, con cincuenta euros es suficiente, bueno, mejor cien. Cada uno, claro. La vida está muy cara…

Los cuatro echaron con disgusto manos a la cartera, Zacarías miro a sus compañeros, sólo tenía veinte euros, como siempre iba de gorra, comenzando a contar con los dedos.

—¿Me dejáis mil duros? Bueno treinta euros, me faltan cinco mil pesetas… para la multa…

—Es broma —era broma, dijo echándose a reír el sargento —. Lo que ocurre es que no sé qué coño han venido a denunciar. Porque ese Paco Arenas sea rojo o republicano, es legal, otra cosa es que quiera cometer un delito…

 ***

—Pues cabo Urbano no pensaba igual, pegaba unas hostias a los rojos más grandes que los panes de la tahona de Pinarejo, menudo era…

—Claro, claro, pero Urbano era un guardia franquista, yo soy demócrata. No todos los guardias no somos unos fascistas. Eso era antes. Ahora si me hacen el favor, me dicen qué quieren denunciar, sin tonterías, de lo contrario les tendré que aplicar con todo rigor la ley mordaza, perdón de Seguridad Ciudadana.

—Pero si esa ley está sólo para meter a los titiriteros y a los cantantes en la cárcel. Nosotros somos personas normales y serias, cantamos muy mal, hasta y, ni siquiera borrachos, contamos chistes y menos de su caótica majestad. Ni del que se ha fugado a los Emiratos Árabes, ni del desaparecido —protestó, ahora Ambrosio.

—Pues, hasta el momento todo esto me parece un mal chiste, sin gracia ninguna y por mejores chistes han metido en este país a gente en la cárcel. Me están cabreando, yo estaba tan ricamente echando la siesta y leyendo Magdalenas sin azúcar.

—¿Echando la siesta o leyendo? Aclárese usted a ahora, porque si estaba leyendo, no podía estar echando la siesta —intervino Hilario, bastante ofendido por el tono del sargento y por el hecho de que no lo recordará.

—Me han jodido la siesta y la lectura, justo cuando tenía un sueño cojonudo, así que aligeren o llamo a los guardias para que los metan en el calabozo.

—¡Vale, vale! Si al final vamos a tener que ir a hablar con el cura, que es el único que nos entiende, ese sí que sabe...

—Pues vaya a hablar con el cura, que yo no llevo sotana.

—Se lo decimos con claridad, pensamos que Paco Arenas ha secuestrado a un catedrático de Puerto Rico, y que lo tiene metido en el molino nuevo ¿quién va a buscar ahí?, y lo va a moler para hacer harina de otro costal…

—Váyanse ustedes a tocar los mismos a otro, dicen unas tonterías, el molino ese no muele, no giran ni las aspas, ni las muelas muelen. Donde no hay harina no hay tremolina. ¡Guardias! —llamó el sargento.

 

¡Madre mía la que se montó! Y más después de que el sargento se negara a tomar cartas en el asunto. Todo porque aquel profesor, vestido con guayabera, llegado de la Isla de Borinquén, pisó Pinarejo. Que Zacarías se alarmase, vale, que se alarmase el líder de la oposición, hombre con máster y título universitario, eso sí, falso, era más complicado. Pero, cuando Paco Arenas, alquiló un caballo y un borrico, hablando algo de molinos, de don Quijote y Sancho, de molienda y costales de trigo y harina.

—Los guardias, ya no son lo que eran. Si este caso lo pilla el cabo Urbano…—se lamentó Hilario.

Echados del cuartelillo, fueron a hablar con alguien con influencia de la diputación, al que sí convencieron, el cual quiso llamar a la Embajada de Puerto Rico, por desgracia no existía tal embajada.

—¿Cómo no va a existir la embajada de Puerto Rico, si en el Paseo de La Habana está la de Cuba y Puerto Rico es mucho Puerto Rico? —Se preguntó incrédulo Zacarías Zenón.

—Seguro que sí existe, le preguntaremos a nuestro presidente, el líder de la oposición, que se sacó la carrera sin examinarse, y un máster sin estudiar —dijo el miembro de la diputación, que también tenía máster regalado.

 

 Finalmente, tras varios intentos, lo remitieron a la embajada de los EEUU. El chismoso influyente dudó, ya veía a los marines de la Sexta Flota invadiendo la Mancha con Trump a la cabeza. Bueno, al fin y al cabo, a él siempre gustaron las hazañas bélicas, y el presidente de los Estados Unidos, era el loco más y peligroso de los presidentes americanos desde que él tenía conocimiento. Llamó a la Benemérita, pensando que a él sí le harían caso, como persona conocida y de orden que era. Lo peor es que lo conectaron con el sargento, al que contó la misma historia que le habían contado los paisanos.

—Un loco ha secuestrado a un profesor americano para atacar los molinos de viento de Iberdrola, y cambio el molino de viento por los de las eléctricas —dijo lo de «americano» pensando que así haría más fuerza que si decía puertorriqueño, y en cierto modo no mentía —. Mire sargento, el secuestrador parece que no tiene carne en el esqueleto. Como si los huesos fuesen agujas sin enhebrar, y la sesera se le hubiera secado, a fuerza de darle el aire, y parece que ya comienza a desvariar. Aunque desvariar ya desvariaba antes, desde que se cayó de lo alto del molino viejo, cuando era pequeño y jugaba a hacer el indio, o era don Quijote de la Mancha pensando que se enfrentaba a gigantes…—quiso terminar dando un tono un tanto literario a sus elucubraciones, a pesar de que nunca había leído El Quijote.

—Esas tontunas, ya me las han dicho antes cuatro gilipollas. Usted, señor diputado, disculpe, pensaba que tenía algo más de seso. Pero bueno, explíquese —contestó el sargento con tono sarcástico.

—Piense quién soy, que puedo llegar a ministro, soy el brazo derecho del líder de la oposición, aunque no dispare aceitunas con la boca. Así que escuche con atención. Los vieron anteayer, por última vez, vestidos de don Quijote y Sancho en el molino de viento, y ya no se les volvió a ver más, según todos los indicios, Paco Arenas tiene secuestrado al profesor don Jaime Flores.

—Vale, avisaré a mis superiores para que se pongan en contacto con la embajada de los Estados Unidos —contestó el sargento con tono de hastió, ante el tono del diputado.

Entonces llegaron cuatro agentes americanos, bien trajeados, hablando inglés con el acento meloso de Puerto Rico, los cuales se presentaron como funcionarios de la embajada de EEUU. Su llegada creó, aún más revuelo, que la llegada del profesor Flores en aquel tranquilo pueblo castellano del norte de la Mancha.

  Ya todo el mundo en Pinarejo y en la comarca, tenía claro de que algo grave habría ocurrido. Sólo faltaba la Guardia Civil, el reticente sargento; aunque llamó a la embajada, no mandó guardias. Los programas televisivos de la mañana, tan sensacionalistas e inventivos, ávidos de noticias; aunque fueran falsas, mandaron a sus reporteros, y por supuesto anunciar en todos los noticiarios. El presunto secuestro de un profesor puertorriqueño, por parte de un desquiciado que pretendía revivir las aventuras de don Quijote y Sancho, abría los amarillistas noticiarios. Contaban que un loco había obligado al profesor para que hiciese de don Quijote, o lo que era peor, que lo había secuestrado para pedirle su colección de libros del Quijote como rescate, pues eso dijeron en la taberna de la plaza.

Comenzó la búsqueda y por mucho que los buscaban, tanto al manchego como al profesor parecía como si se los hubiera tragado la tierra. Helicópteros y patrullas de rastreo comenzaron a peinar la zona. Hasta que por fin un pastor de la Montesina dijo haber visto un caballo y un borrico atados a una encina y a dos extraterrestres o astronautas, no estaba muy seguro, pues nunca había visto ni lo uno ni lo otro, intentando abrir un agujero en el muro de la cueva de La Montesina.

—Para entrar dentro —dijo, aclarando que no bebía vino nada más que en las comidas y sólo una gotilla.

—Dos chalados, señores americanos, dos chalados —repetía Hilario Buendía, que ya se veía como el Llanero Solitario —. Esa cueva es muy peligrosa, la tapiaron en tiempos de Franco, por lo peligrosa que es, la mismísima boca del infierno, me ha dicho mi padre.

Ante tal revuelo, el sargento cedió y Guardia Civil junto, con los funcionarios de la embajada de EEUU, se presentaron en la Montesina. Los dos hombres, boricua y manchego, ya habían salido de la gruta. Continuaban vestidos todavía con los trajes de seguridad. Las escafandras las habían sustituido por tapones en las fosas nasales, manteniéndose a cierta distancia de la entrada de la cueva. Estaban tranquilos comiendo jamón serrano, queso manchego y bebiendo vino en tragos largos de bota de cuero. Tenían todavía las pruebas del delito al lado, mazas, picos, tijeras de podar y bolsas de cuero. Todas las zarzas existentes alrededor de la cueva las habían amontonado sobre unas rocas baldías. También derribaron el muro de hormigón, con el cual, más de setenta años antes taponaron la entrada en la cueva para evitar desgracias. Se les notaba cansados, es por ello que estaban reponiendo fuerzas.

Los guardias tomaron posiciones sin mucho convencimiento, tenían orden de que obedeciesen a los funcionarios de la embajada, pero también que estaban participando en algo estúpido, aunque el cabo discrepara del sargento. Los funcionarios se dirigieron directamente al profesor Flores.

Now you are safe Míster Flores —dijo un funcionario en inglés con meloso acento de Puerto Rico, que enojó al profesor.

—Ya vienen a jeringar.  Para usted, soy señor.  Soy boricua…—replicó el profesor.

—Míster Flores, profesor, es ciudadano de Estados Unidos. Debemos protegerle…—bajando el tono—. Esta gente es peligrosa, cafres y atorrantes, ya sabe…

—Ustedes sí que son cafres…—replicó el profesor.

Paco fue a decir algo, pero de inmediato los guardias le apuntaron con sus pistolas y calló de inmediato, casi antes de abrir la boca.

—Iba a ofrecerles un trago de vino —se disculpó, mostrando la bota en una mano y el pan con el jamón y la navaja en otra.

—Suelta lo que tienes en la mano, tíralo al suelo —ordenó el cabo.

Paco soltó la navaja, pero no la bota, ni el pan, ni mucho menos el jamón. Uno de los guardias se lo arrebató de un manotazo, tirándolo al suelo.

—Eso es resistencia a la autoridad —le increpó el cabo con severidad. Mientras Paco, asustado, se encogía de hombros —tendremos que aplicarle la ley mordaza.

—¿Está usted bien? Preguntó otro funcionario al profesor, casi lanzándose sobre él, supuestamente para protegerlo.

— ¡Por Dios! ¿Cómo no estar bien?, si estoy comiendo el mejor jamón, el mejor queso y bebiendo el más delicioso vino de la tierra, sentado en la misma piedra que lo hiciera el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

El funcionario lo miró con estupefacción, no podía creerlo, la información era precisa, el profesor, también estaba trastornado como don Quijote. «¡Qué malo es leer! La gente que lee se vuelve estúpida», pensó el funcionario americano. Naturalmente no dijo eso:

—No es lo que nosotros tenemos entendido, así que, sintiéndolo mucho, debe venir con nosotros…

—De ninguna de las maneras. Ustedes me dejan abochornado, tratándome como si estuviese ajumado—. replicó con autoridad el profesor.

—Míster Flores. Estamos para ayudarle, piense en su esposa e hijos…

—Juanita está al tanto, y viene de camino, mis hijos, me quieren tanto, que no comprenden que estoy hecho un jovenzuelo…

Mientras tanto la Guardia Civil comenzaba a abrir diligencias sobre la apertura de la cueva, como ya he dicho antes tapiada con bloques de hormigón más de setenta años antes, tras desaparecer varias personas en ella.

— ¿Por qué has abierto la entrada de la cueva? ¿Acaso no sabes que está prohibido desde 1956?

—¡Uy, ni había nacido? Tengo los permisos de la diputación y hemos pedido permiso a la alcaldesa —respondió Paco, primero en broma, después en serio al ver la cara de enojo del guardia —, además, está llena de monedas de oro y plata, señalando una bolsa de lona y vaciándola en una caja de cartón que tenían al lado.

— ¿Las habéis robado? —Preguntó el guardia con ojos que reflejaban a un tiempo curiosidad y codicia al ver que la bolsa estaba llena de monedas de oro y plata.

— No. No somos ladrones. La hemos abierto a la espera de que lleguen los especialistas —respondió Paco.

— ¿Hay más? ¿Se ven? —Preguntó otro de los guardias.

—Algunas, bueno, bastantes. Se ven, ducados de oro, escudos reales, también maravedíes; pero no debemos bajar porque...—comenzó Paco.

—¿Eso quién lo dice, tú? —Preguntó el guardia que había tirado el pan y el jamón al suelo.

Paco se encogió de hombros, prefería no discutir con el guardia estando la Ley mordaza vigente.

—Son manchegos... ¿Ustedes habrán leído el Quijote? —Preguntó el profesor —. Saben lo que le pasó a don Quijote cuando bajó a la cueva de Los Montesinos...

Los guardias y los funcionarios miraron al profesor como si este estuviera loco de remate.

—¿Quién va a ser tan tonto de leer esas cosas, mejor el Marca o el As habiendo fútbol y toros? ¿Estamos locos acaso? —replicó el cabo de la Guardia civil, al mando, el sargento no quiso saber nada del asunto —¿Pero hay tesoro o no hay tesoro?

—Sí, monedas, muchas monedas, pero como les dice el profesor, recuerden lo que le ocurrió a don Quijote en la cueva de Los Montesinos..., además, hay que esperar a que lleguen los especialistas de la diputación y del Ministerio de Cultura...

—Hombre, eso lo tendremos que decidir nosotros, que para eso somos la autoridad —replicó el cabo.

—Mi cabo, se ven las monedas desde aquí —dijo uno de los guardias, señalando con una linterna al interior de la cueva, dos o tres sacos llenos de monedas de oro, brillan en la oscuridad.

 Antes de que terminase, varios guardias estaban en la abertura de la cueva, y comenzaban el descenso.

—Lean, lean, que no les ciegue la codicia —les advirtió el profesor.

—Ya leemos: el Marca y el As, El Mundo, La Razón y Libertad Digital, bueno los titulares —dijo un guardia echándose a reír.

— Que lea —dijo otro—.  Menudo par de imbéciles.  Como si no tuviéramos otras cosas importantes que hacer...

 Guardias y funcionarios americanos comenzaron el descenso, a unos y otros le increpaba el profesor Flores muy educadamente:

—No bajen, es muy peligroso, no sean avariciosos...

—Esto está lleno de monedas, parecen de oro de verdad, mirar —se escuchó la voz de uno al tiempo que varias monedas salían volando a la superficie.

Paco, aprovechando que el guardia que lo vigilaba ya no estaba pendiente de él, sacó el móvil y comenzó a marcar. De inmediato un guardia le arrebató el celular.

—¿Necesitas dos hostias o qué?  —Preguntó.

—No, sólo dos o tres ambulancias para sus compañeros —contestó tranquilamente Paco, mientras al otro lado de la línea, se escuchaba la voz de la operadora «doscientos doce de emergencias, dígame», el guardia miró hacía la entrada de la cueva, se acercó y vio como uno detrás de otro, guardias y funcionarios americanos iban cayendo en un profundo sueño.[1]

—Por favor, señor guardia, dígales que vengan con escafandras de máxima seguridad.

El guardia nervioso era incapaz de articular palabra, así que Paco arrebató el celular al guardia y explicó la situación.

Por suerte llegaron a tiempo los servicios de emergencias instalados en Honrubia, menos mal que finalmente no los quitaron, como pretendía Dolores de Cospedal.

  Una vez todo aclarado, don Jaime, supuestamente en el papel de Quijote boricua y Paco, también supuestamente, en el papel de Sancho, sobre caballo y borrico, sin adarga ni lanza, pero con vino, queso, continuaron el recorrido gastronómico cultural por tierras de la Mancha, con intención de detenerse en todos los molinos y rincones por los que anduvieron don Quijote y Sancho; pero sobre todo, por posadas y fondas, comenzando por la Posada Real de Santa María, donde Julián García, y otra vez García, ganador de dos primeros premios a la mejor paella del mundo, les tenía preparada una.

 

Por la manchega llanura[2]

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar…

 

Ponme a la grupa contigo,

caballero del honor,

ponme a la grupa contigo,

y llévame a ser contigo

pastor.

 

Por la manchega llanura

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar...



[1] En la cueva de Los Montesinos, Don Quijote se quedó profundamente dormido posiblemente por los gases que emanan del interior de la tierra.

[2] León Felipe



MIS OTROS LIBROS:
MAGDALENAS SIN AZÚCAR
LOS MANUSCRITOS DE TERESA PANZA
CARICIAS ROTAS

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