Fue el uno de enero de hace muchos años el día que supe que
debía mirar siempre donde pisaba.
Aquel día, Pinarejo presentaba un resplandeciente manto blanco
de nieve esponjosa, bajo la cual se escondía traicionera una capa de hielo de
un grosor respetable, oculto por los incesantes copos que caían livianos, cual
plumón de pichón bailando en el aire con gracia.
Yo, ahora charlatán de feria, por entonces, era un retraído
adolescente que soñaba con amores imposibles al otro lado de las infranqueables
fronteras de mi timidez. Amores de esos que leía en los libros, los cuales me
llenaban el cerebro de fantasías. Fantasías que nada tenían con la realidad palpable
a simple vista por cualquier observador, y lo que era peor, observadora. En esas imaginaciones, yo era dicharachero y
locuaz como ningún otro chaval de mi edad.
Sin embargo, eran sólo eso vanas quimeras de un apocado adolescente
vestido de estreno que no tenía la menor posibilidad de resbalar entre los
deslizantes labios de una muchacha en flor. Tampoco tenía la posibilidad de ser
rechazado por ninguna, porque no tenía el valor para hacerles la propuesta
necesaria o casual. No es que fuese un tema que me preocupase en demasía, yo
era feliz, en mis castos inviernos, con mis fantasías invernales y mis amores
literarios, de muchachas que se abrían dóciles y consentidoras, desnudando sus
cuerpos en cada una de sus páginas a mis deseos platónicos y no siempre
inocentes. mientras que en el verano, en Ibiza, disfrutaba de abrazos y besos
dados por labios escandinavos o arios, para los cuales no eran necesarias las
palabras y siendo que eran ellas las cazadoras de adolescentes latinos, no era
preciso que yo despegase los labios para recibir sus besos y caricias.
Sí, era el día de Año Nuevo, y mi madre me había puesto de
punta en blanco, con ropa «de vestir», porque en aquellos tiempos teníamos ropa de vestir, de
diario y de trabajo. Salí a cuerpo
gentil con un jersey de lana, blanco como la nieve, debajo del cual llevaba una
camisa una gruesa camiseta de felpa de manga larga y unos pantalones de tergal
azul marino y zapatos a estrenar, como todo. Hacía frío, pero no quise ponerme
mi chaqueta negra de cuero, con la pegatina del Che Guevara, para que se viese
que iba de punta en blanco, a ver si así, como ocurría en verano, eran las
chicas quienes se acercaban a mí.
Yo vivía en la casa donde nací, en el mirador de la Divina Pastora, desde donde
se divisa, a pesar en el centro del pueblo, los campos de Castilla, y en el
cerro de las eras, el viejo molino harinero.
El Mirador se encuentra en una pequeña plaza, a la cual dan sólo dos
casas, una de ellas la mía, la plaza, entonces, tenía dos posibles salidas, la
normal a una calle, y unas escaleras cavadas en la tierra por mi padre, y que,
desde su muerte, diez años antes, nadie había retocado. Mi madre me lo
advirtió:
—Paco, da la vuelta por la calle, no bajes por las
escaleras, que con la nieve resbalan.
Sin embargo, entre mis virtudes, de entonces y de ahora,
estaba la tozudez, y era más cabezón que tímido, y eso que era difícil. Recto y
con mirada al frente, comencé a bajar los primeros escalones. En una ventana,
tras los cristales con vaho descubrí una muchacha vistiéndose con parsimonia,
mirando para la calle, la pude ver, o creí verla, acercarse a la ventana,
desnuda sonriente. Fija en su silueta, seguí bajando escalones
Nunca sospeché que podría llegar a caerme, pero contra
todos mis pronósticos, con mi cara de bobo, embelesado por lo que se adivinaba
más que se veía, lo hice, y patiné veinte escalones como si en lugar de
peldaños se tratase de un tobogán. Fue
tal el resbalón que me pegué, que cuando mi trasero llegó veloz a la calle
Cantarranas, mi pantalón y mi jersey habían cambiado de color y los cachetes
del culo me ardían tanto como me dolían.
Rápido y veloz me
levante, mirando a todos lados, escrutando todas las ventanas por si ella, o
alguien me había visto. Todas las
ventanas estaban cerradas o al menos eso me pareció a mí, aunque en la ventana
que ella estaba, habían quedado marcadas sus manos, sus labios y dos redondeces
a la altura de sus pechos, y si bien no la vi, si la escuché reír a carcajada
limpia.
Lo más rápido que pude, subí por donde debía haber bajado,
por la calle Divina Pastora. Me cambié,
herido en mi orgullo, por otra ropa de domingo, que no era nueva, me puse mi
chaqueta con la pegatina del Che Guevara, y me fui a la plaza de Pinarejo;
pero, ahora por el camino seguro, bajando por la calle buscando bien no
resbalar.
Aparte de mi madre, y esa muchacha, que debía de ser forastera, nadie supo de lo sucedido; pero aquella noche soñé que mi caída era contemplada desde todas las ventanas por las chicas del pueblo, riéndose de mis torpezas y miedos, para vergüenza mía. Mientras las veía danzar en mi imaginación, pensando en esos pechos contra el cristal, sonaban en mi cerebro estos versos de Pablo Neruda:
Mujer, yo hubiera sido tu
hijo, por beberte
la leche de los senos como de
un manantial,
por mirarte y sentirte a mi
lado y tenerte
en la risa de oro y la voz de
cristal.
Por sentirte en mis venas como
Dios en los ríos
y adorarte en los tristes
huesos de polvo y cal,
porque tu ser pasara sin pena
al lado mío
y saliera en la estrofa
-limpio de todo mal-.
Cómo sabría amarte, mujer,
cómo sabría
amarte, amarte como nadie supo
jamás!
Morir y todavía
amarte más.
Y todavía
amarte más
y más.
Paco Arenas 1 de enero de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario