jueves, 30 de noviembre de 2017

Tiene que llover hasta que entre el cielo y la tierra no quepa un papelillo de fumar. (Fermín Arenas)


Tiene que llover hasta que entre el cielo y la tierra no quepa un papelillo de fumar. (Fermín Arenas)


Mi padre cuando hablaba de lluvia o de agua, hablaba de libertad, de vida, también de la añorada república. Decía que lo peor que les podía pasar a las personas y a la tierra es que les faltase el agua. En ocasiones formaba un cuenco con sus manos y cogía el agua de algún recipiente, de un arroyo, pilón o charco e intentaba retenerla en las manos.

—Ni el viento ni el agua puede retenerse entre las manos. ¡Copón! ¿Por qué, entonces, no llueve hasta que entre el cielo y la tierra no quepa un papelillo de fumar?

Yo repetí muchas veces su pregunta o frase, como algo curioso o gracioso, todavía lo hago. Un día, muchos años después de su muerte, mi madre me dijo el significado. Para entonces yo ya ansiaba que lloviera y que entre el cielo y la tierra no cupiese un papelillo de fumar.

En contraposición situaba el tañido triste de las campanas, cada vez que la escuchaba y movía la cabeza, y curiosamente su pitillo, siempre entre sus labios, lo cogía con las puntas de índice y pulgar, miraba hacía de donde venía el tañer de las campanas y decía:

—En estos tiempos de sequía, hasta las alabanzas me suenan a muerto y guardan silencio cuando deben cantar y alaban cuando debieran callar. Están atrapadas en lo oscuro. Ojalá, Dios nos libre un día de su canto.
Como crío Que era, me extrañaba que dijese eso, me gustaba escuchar las campanadas. Más, todavía, me extrañaba cuando curiosamente estaba lloviendo y él decía que tenía que llover. Mi madre muchos años después me contó, que alguna vez llegué a preguntarle:

— Padre, si está lloviendo, ¿por qué dice usted que son tiempos de sequía y que tiene que llover?

—Porque esta lluvia no empapa, sólo moja. Hace falta una lluvia que cale hasta el tuétano.

Supongo, que yo no lo comprendía, puede que, de no habérmelo dicho mi madre, no lo hubiese llegado a comprender nunca lo que mi padre quería decir.

Tanto en días de sol como de lluvia, siempre miraba al cielo con esperanza, después, mientras liaba un cigarrillo, al horizonte. Se le veía feliz cuando se encapotaba el cielo y amenazaba tormenta, también podía quedarse minutos fijo en el discurrir del agua de los arroyos. Labraba con yunta de mulas, macho y hembra, Sacristán y Cordobesa, entonces cantaba, unas veces con tono grave, otras como un murmullo. Labraba caminando sobre los surcos mientras maldecía, cantaba. Mientras cantaba maldecía.

—Tierra sembradas de piedras, majanos vivos y reproductivos, cuánto más piedras quitas, más piedras saca el arado. Parece como si Dios hubiese sembrado los surcos de piedras y estas fuesen más fértiles que la simiente que siembra el labrador.

Algunos días, que no había escuela, me montaba entre sus piernas en la mula Cordobesa, que era la mansa, a él le gustaba montar en el macho, de nombre Sacristán y que tenía el aspecto de caballo, y me llevaba al campo para que estuviese con él.  Cuando labraba, yo procuraba ir a su paso, porque no paraba de contarme historias, cuentos y poemas, aprendidos en la guerra. Cada dos o tres tramos de surcos, al final de la besana, se acercaba al hato, miraba otra vez el cielo, se agachaba y cogía la bota, echando un largo trago de vino, después me miraba y decía:

—Tú bebe agua, que no te falte nunca el agua, hijo mío que siempre llueva en tu puerta.

—Los domingos, no, padre. Sólo los días de escuela —protestaba yo.

—No hay que ser tiquismiquis, todos los días—respondía él entre risas, mientras sacaba la petaca, liaba un cigarro, se lo ponía entre los labios y lo encendía. Después miraba el humo, al cielo y a mí.

—Que no te falte nunca la lluvia, Paco, que no te falte, aunque tropieces y te caigas en los charcos, ponte las botas de agua y salta sobre ellos...

—A mí me gusta saltar los charcos, pero madre me enseña la zapatilla en el culo.

—Pero sólo te la enseña, mientras que sólo te la ponga...—y se echaba a reír.

Cogía el botijo que llevaba envuelto en esparto, me lo arrimaba para que bebiese y de nuevo, agarraba el arado con las manos, y yo corriendo y saltando a su lado, mientras Fermín Arenas cantaba:

—Tiene que llover, tiene que llover a cántaros. .
.
Y yo añadía su frase:

—Hasta que entre cielo y tierra no quepa un papelillo de fumar.

Y los dos reíamos, él sabiendo porqué, y yo porque él reía y creía que yo hacía gracia, a pesar de que nada entendía. Murió esperando la lluvia. Aunque, aquel seis de septiembre en el cielo se desató una tormenta que empapo la tierra y que provoco que el sepelio transcurriese bajo un cielo gris que amenazaba con volver a descargar su furia sobre la tierra, el barro que pisábamos todos y el triste teñir de las campanas. Aquel día las campanas tocaban a muerto.

Y yo que entonces era un crío, y no entendía todavía, ahora espero la llegada de la lluvia; aunque, muchos años después sigo pisando aquel barro y soñando lluvias de palabras, de libertad, porque para mí, campesino trasplantado al asfalto la palabra, como la lluvia para él, es la libertad y el sueño. El sueño de los hombres, los hombres libres que quieren y desean que esa lluvia, esas palabras empapen todo y a todos, sin tener miedo a mojarnos, sin correr a refugiarnos del agua de la vida, de la libertad.

©Paco Arenas.

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