martes, 14 de mayo de 2024

Madres

 


(A todas las madres, especialmente a aquellas que ven morir a sus hijos, a todos los hijos, especialmente a aquellos que ven morir a sus madres)
Nayla
La católica Nayla, nieta de Farid, era una muchacha de grandes ojos que fue violada por parte de un grupo de soldados israelíes ocho meses atrás en Ashkelon, donde trabajaba en un kibutz. Nayla llegó a ver a su hija nacer. Fue una niña sin padre, una «deshonra» para su estirpe, la vergüenza que su padre no toleró, echándola de su casa. La acogió su tía Amiram, que ya «deshonró» a su familia quince años atrás al unirse sin la bendición de su padre a un hombre, también cristiano pero ortodoxo. Nayla rezó a su dios para que su hija naciera y se llamase Zulema, «mujer de paz», porque quería que creciera en una Palestina libre y en paz. Según le contó su abuelo Khusih, vivían en Nablus, cuando él era niño, antes de que los colonos judíos arrasaran sus campos de olivos y sus viñas, y matasen o encarcelasen a su familia.
Rania, la comadrona, cortó el cordón umbilical que unía a Zulema con Nayla y con cariño se la colocó sobre el pecho a su madre. Zulema se agarró a la vida al instante, comenzando a succionar con ansia del manantial de la vida durante lo que duró el padrenuestro que rezaba su madre Nayla dando gracias a su Dios. Sin decir amén, Rania, Zulema, Nayla, el médico inglés George, la médica portuguesa María, el enfermero español Jaime, ni el resto de parturientas, niños recién nacidos, comadronas, médicos, enfermeras y pacientes del hospital llegaron a saber siquiera que no podrían ver correr a Zulema por las calles, que nombre no lo pronunciaría jamás Nayla. Que tampoco quedaría en ningún registro. Solo cinco minutos después del nacimiento de Zulema, mujer de paz, solo quedaban cadáveres y escombros, solo cadáveres sin nombre ni apellidos masacrados en directo ante los ojos indolentes de millones de espectadores en nombre de solo uno de los 300.000 dioses inexistentes a quienes rezan los habitantes del mundo. Ninguno de ellos hizo nada, tampoco quienes de rodillas asisten al genocidio dándose golpes de pecho.
Abdel
A la familia del anciano Abdel llegó caminando desde Jabalya viendo caer las bombas a su paso. Las fuerzas de ocupación les obligaron a huir al sur, a Rafat, donde les dijeron que estarían seguros. No tenían casa, algo nada nuevo para él, que desde los cinco años, cuando vivía en Nablus en paz y armonía con los pocos cristianos existentes y los muy escasos judíos, recién llegados de la mano de los ingleses. Gentes necesitadas, que hablaban distintas lenguas, unos alemanes, otros húngaros, también sefarditas de Salónica, que huían de la barbarie nazi. El padre de Abdel los sentó a su mesa, les dio techo, sin preguntarles a qué dios rezaban, solo sabía que necesitaban de su ayuda y aunque el pan no sobraba, se repartía.
Cinco años tenía cuando en víspera de la vendimia, las vides fueron arrancadas. Rezaron a Alá, pero no los escuchó. No obstante, ellos creyeron que sí, las lluvias fueron propicias y pensaron que al menos la cosecha de aceituna les compensaría las tierras expropiadas por los ingleses para dárselas a los recién llegados, que ya no eran pocos y comenzaban a ser numerosos. Antes de pisar los olivares contemplaron con sus ojos como eran cortados con el fruto en sus ramas. A punta de bayoneta fueron expulsados de su casa y tierras y ya nunca más supo lo que era llamar «mi casa» a ningún lugar. Su casa estaba en Nablus, él era musulmán, pero como los viejos judíos de Sefarad, su padre se llevó la llave de la puerta de su casa, y Abdel la guardaba como oro en paño esperando el regreso que nunca llegaba.
A Rafat llegaron ligeros de equipaje. Allí permanecieron sin agua ni alimentos viendo como morían los más débiles. Les prometieron que allí estarían a salvo, sin alimentos, sin agua, sin médicos, ni testigos que diesen testimonio que los estaban matando de hambre.
Luego llegaron las bombas sobre las frágiles y ruinosas casas donde hacinados sobrevivían y morían sus habitantes. Bajo las ruinas de una casa de Rafat, el anciano Abdel, escuchó los lloros de su tataranieto Farid, de apenas unos meses. Intentó gritar, desprenderse de los escombros que lo tenían atrapado. Puede ver al niño llorar a apenas dos metros de él, todavía abrazado a su madre inepte, su nieta Aida, a dos metros ve a su nuera Amira, madre de Aida y abuela de Farid. Las llamas, pero no responden. Entonces los lloros y balbuceos de otra muchacha, o niña, que contesta, pero no puede verla.
Ya hace dos horas que las bombas dejaron de caer, solo se escuchan los lloros de Farid y las palabras de aquella muchacha que dice que va, pero que no llega nunca. El viejo Abdel logra quitar los adobes que lo atrapan. No puede levantarse.
Vuelven a caer bombas sobre las ruinas, por si acaso quisieran acabar con todo atisbo de vida, matar moscas a cañonazos.
Entre el humo y el polvo ve a Dana.
—Ya veo a mi sobrino — la escucha decir.
Es apenas una niña de doce años, hermana de Aida, la madre del chiquillo y bisnieta suya, hija de Simón, un judío sefardita que estaba a favor la convivencia entre judíos y palestinos, por amor a Aida y que murió cuando salieron de Jabayla. Sonríe el anciano, a pesar de dibujar un rictus de dolor en su rostro. La ve caminar vacilante, cojeando, cayendo sobre los escombros hacia Farid. Llega hasta el bebé, cae más que se agacha, lo abraza, sonríe al niño y al anciano. El primero deja de llorar, el segundo intenta devolverle la sonrisa instantes antes de que el techo se derrumbase sobre ambos, pero el niño vuelve a llorar, aunque ya no lo ve, como tampoco ve a su bisnieta. El silencio atruena más que el ruido de las bombas.
Solo le quedaba morir en el hueco de la escalera en el que quedó atrapado. Ve la vieja radio a pilas a su lado, que antes del derrumbe estaba en la planta superior. Torpemente la enciende, el receptor habla de que en las universidades de todo el mundo gritan contra el genocidio, mientras los dirigentes mundiales se lavan las manos como Pilatos apoyando a quien mata en nombre de uno de los miles de dioses inexistentes creados por los hombres.
El viejo Abdel cierra su puño artrítico sobre la llave de su casa de Nablus con la rabia del último suspiro, maldiciendo a todos los dioses creados por los hombres para justificar sus crímenes.

© Paco Arenas a 5 de mayo de 2024

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Paco Arenas-Escritor

La foto:
‘Una mujer palestina abraza el cuerpo de su sobrina’, foto del año en el World Press Photo 2024
Fuente: Mohamed Salem / World Press Photo
La organización World Press Photo ha concedido al fotoperiodista palestino de Reuters, Mohammed Salem, el premio a la foto del año en el Concurso Mundial de Fotografía de Prensa 2024. La imagen galardonada muestra a una mujer abrazando a una niña que acaba de perder la vida en la Franja de Gaza.
Debemos recordar a aquellas madres que ven morir a sus hijos y a aquellos niños que ven morir sin el abrazo de sus madres. ¡No a las guerras! ¡No al genocidio!

©Paco Arenas a 5 de mayo de 2024

 


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