Javier llegó como un géiser irlandés
El jueves 4 de enero de 2001 era un día más del mes de
invierno, aunque como suele ocurrir en Valencia, tampoco hacía frío, así que no
sé si se podría decir un día primaveral de enero. Llovió el día anterior, pero
apenas empapado el asfalto y en las hojas de los árboles en el momento que
sopló una miaja el aire y salió el sol, no quedó ni rastro de esas clandestinas
gotas de lluvia que se esfumaron sin esperar la llegada de la policía, ni el
permiso del Tribunal Constitucional, que siempre llega tarde menos cuando le
pagan bajo manga sus amos.
Yo estaba en el bar, como casi siempre, por mis manos
habían pasado ese día varías botellas de coñac, alguna de güisqui, incontables
vasos de vino y bastantes más de cerveza. También, no lo voy a negar, cientos
de botellines de todo tipo, también de agua, barras de pan, embutidos, sepia,
calamares y jamón, ¿cómo no, si era tabernero?
Mari Nieves, mi mujer, fue a una visita rutinaria al
hospital La Fe, y aquel día no la acompañé, claro, yo estaba en el bar. Y allí
llamó.
—Paco, que dicen los médicos que me quedo, que hoy
nace, sí o sí.
Me restregué los ojos a puñetazos como si precisara
despertad de un profundo sueño. Puse las manos como pidiéndome paciencia, tomé
un trago de cerveza, y casi de coñac debería haberlo tomado. Subí a mi casa,
que estaba justo encima del bar y tras pasar menos de tres minutos por la
ducha, en otros cinco estaba en la puerta del hospital, si me llega a ver la
policía me echa el alto. Menos mal que no me crucé con ninguno.
Javier todavía tardó un par de horas en llegar. En la
sala preparto, separadas por cortinas de plástico estaban más de media docena de
parturientas, algunas acompañadas por sus maridos y otras por sus madres. Una
gritaba:
—¡Te la corto! Te juro que como me vuelvas a dejar
preñada, te la corto.
Las enfermeras iban pasando, pidiendo calma y a la
gritona le pusieron algo para tranquilizarla y le dijeron que lo mejor sería
ponerle la epidural para que no lo pasará tan mal, que todavía no estaba
madura.
Otra pedía permiso para levantarse e ir a echar un
pitillo.
—Solo un ratico, que llevo desde el último polvo de
anoche sin fumar.
—Pues miré usted, ya ha dilatado bastante, así que nos
vamos, y en lugar de a echar un pol.., perdón un pitillo, al paritorio —dijo la
matrona, una mujer de un metro ochenta con gafas y con aspecto de estar enojada
por algo.
—Es que yo quería echar un pitillo, aunque fuese una
calada solo…
Y se la llevaron camino del paritorio sin dejarle
echar humo y a consecuencias de un polvo, no el de la noche anterior, sino el
de cuarenta semanas antes, y es que todo momento de placer puede tener
consecuencias dolorosas después, y hasta la prohibición de echar una calada a
un pitillo en el hospital. Todo quedó tranquilo, en silencio, como si con la
marcha de aquella muchacha el mundo se hubiese entero se hubiese despeñado por
un acantilado tras la tormenta, y todos, parturientas, enfermeras y medrosos
maridos temiéramos ser amonestados por la matrona. Entonces se escuchó a otra
muchacha:
—Me estoy cagando.
—¿Cagando? Ahora llevo la cuña —dijo una enfermera
presurosa —. ¡Criatura, si tienes la cabeza fuera!
Y no dio tiempo de que la llevasen al paritorio, casi
sin decir esta boca es mía, escuchamos los lloros de una niña, porque eso
dijeron, que nosotros la vimos.
A la una en punto, le tocó a Mari Nieves. Tras la
enésima revista, la matrona de gafas y con cara de pocos amigos preguntó.
—¿Va a venir el marido?
—¡Hombre, pues claro! Con mi hija le tuve que ayudar a
la matrona porque pilló en cambio de turno...
—Le he preguntado a ella —me cortó en un tono algo
desagradable, como deseando que Mari Nieves dijera que no.
—Sí, claro —contestó ella.
—¡Toma ya! —Pensé yo, pero no dije nada, simplemente
me encogí de hombros con una sonrisa, posiblemente estúpida.
—Es que hoy hay están los residentes y va a haber
mucha gente en el paritorio y…, bueno, vale, pero tendrá que estar en la cabecera
de su mujer sin moverse…
Y así fue como me vi desplazado, frente a las piernas
abiertas de mi mujer, con Javier llegando, diez o doce estudiantes de medicina
viendo el nacimiento de mi hijo mientras la matrona les explicaba el proceso.
Sin querer, yo iba abandonando mi puesto y me incorporaba al grupo para ver
nacer a mi hijo. De inmediato la enfermera:
—Caballero, usted a la cabecera, con su mujer.
Al minuto de nuevo la misma historia, y así hasta tres
o cuatro veces.
—Empuje, señora, que ya está.
Se lo llevaron, sin ponérselo encima, como se suele
hacer e hicieron con mi hija, y lo colocaron en una mesa redonda sin dejarme
opción de ver a Javier. Como pude, casi a codazos, me coloqué en primera fila.
La matrona me miró severa:
—¡Caballero! —casi gritó —. Le he dicho que usted con su
mujer..., no puede estar aquí…
Y de repente, como un cañonazo de agua, un manantial
torrencial, si eso se puede decir, salió cual géiser irlandés, directo a los
labios de la matrona, mojándole hasta las gafas.
Las risas irreprimibles de los jóvenes estudiantes y
hasta la de la matrona se escucharon hasta fuera del paritorio. Cuando cesaron,
tras limpiarse, dijo:
—No hay temor a que esté mal de los riñones.
Y así llegó al mundo Javier un cuatro de enero de hace
veintidós años, y a mí me parece que fue ayer.
En la calle brillaba el sol, era vísperas de la
cabalgata de reyes y a mí me corrían manadas de caballos persiguiendo mariposas
más allá del estómago.
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