Pasaban don Quijote y Sancho Panza por la taberna llamada
Parlamento Inglés, cuando el escudero escuchó acaloradas discusiones en el
interior.
—¿Amigo Alonso, ¿qué opinas sobre lo que ocurre en el
Congreso de los diputados, con tanto insulto y con menos vergüenza que estos
arrieros?
—Amigo Sancho, he de decirte, que vana es la empresa de
malgastar las horas en disputas ociosas sin el consuelo de un café en la mesa,
pues bien se conoce lo que acontece con el vino, y no hablemos del whisky o los
gin-tonics a precio de maravedí en la taberna del Congreso, donde se reúnen los
próceres y futuros reos, que lejía deberían tomar para limpiar su lengua de
tanto estiércol que escupen. Tan módico es el precio que sus señorías pagan,
que olvidan que fuera les espera su asno, noble bestia de ancas firmes y
dientes sin par, que requiere su ración de paja y sal, y no le vendría mal algo
de grano...
Rucio y Rocinante, que bien entienden la lengua de Castilla,
rebuzna uno y el otro relincha, dándole la razón a don Quijote y a ver si de paso
se dan por aludidos.
—Hasta hace unos días, todo parecía girar en torno al que
lleva la raya en medio de la cabeza, que no sé decir su nombre, al que escapó
en el maletero de un coche…
—Me haces reír, amigo Sancho. Llevas razón, más parece que
le preocupaba si perdonarán a aquel de la raya al centro, tan veleidoso como
ellos, cuya osadía duró menos que un suspiro al proclamar la república catalana.
—Ocho segundos, amigo Alonso, uno, dos, tres, cuatro, cinco,
seis, siete y ocho… Y el globo se desinfló. No me gusta el menda. No se puede comparar
con Junqueras, hombre de valor que siempre habla con prudencia, aunque tenga un
ojo que no mira al frente, pues nada impide la vista cuando se tiene la palabra
precisa.
Rocinante y Rucio, de nuevo en su carcelario lamento por las
riendas que le aprietan, claman por su merecida ración de paja y cebada.
Sancho, desmontando de su fiel jumento, se dispone a adentrarse en la taberna
de nombre tan inglés como El Parlamento.
—¿Entramos a ver si nos encontramos con Koldo y nos devuelve
el dinero de las mascarillas defectuosas?
—No —titubea el hidalgo don Quijote—, no conviene dejar a
nuestras monturas ante tal mesón, habiendo tantos diputados cerca, no sea que
encontremos más reos que representantes del pueblo…
— Peor sería, amigo Alonso — si las atamos frente a la
Cámara de los Comunes, y ni mencionar la Cámara de los Lores, que, por su
linaje de sangre noble, igualan a los senadores de España, quienes sin desgaste
alguno poco o nada aportan, salvo para llenar sus bolsillos con dietas y
sinecuras, sin sudar la vestimenta ni merecer lo que usurpan, tal como un
monarca que de honrado no tiene nada y anda en lejanos desiertos y de vez en
cuando se pasa por Sanxenxo. Pues la sangre de azul no ennoblece el alma, sino
que inflama la codicia y es por ello, que quien más tiene, más quiere y más ladrón
es...
—Te has desatado la lengua, amigo Sancho, y eso que
confiabas hasta en la embustera infanta, ahora solo te falta ondear la tricolor
y pedir la república…
—¡Ay, Alonso, Alonso! Dejemos eso, no vaya a ser que me
metan en la cárcel como a los titiriteros, que ya sabes que a mí, como a
Federico García Lorca, solo me gustan los reyes de la baraja.
—Sancho, Sancho, al
final siempre sale…
—Bueno, bueno. También
es que mi estómago reclama sustento. Dejemos de lado los bocados ausentes, que
el malhadado virus coronado que acechaba en cada esquina ya no está, ahora toca
reclamar claridad por las mascarillas de Koldo y del hermano de la reina Isabel.
Además, nuestros leales animales anhelan
su pesebre repleto, aguardando en la entrada, prestos a ser acogidos, sabiendo
que entre tanto asno de interior, su presencia no será bien recibida, y así,
uno relincha y el otro rebuzna, en un concierto sin fin.
Don Quijote mueve su cabeza, negando con pesar.
—Los asnos de dentro muestran menos seso que los de afuera.
Tanto es así, que diría que rivalizan en ignorancia con la «British Union»,
no solo entre los plebeyos, sino también entre los altos rangos de la Iglesia
Anglicana, e incluso las «universities». Y es que aquellos que se nutren
de la caridad, ante la ausencia de las puertas abiertas de El Corte Inglés, se
aburren sobremanera, por lo que prefieren alzar la voz con vigor y constancia,
aunque no tengan razón, pues por el silencio, nada recibirán, y nuestros
corceles igual, si callan no comen, y eso que aguantan el ardiente sol, sin que
le ofrezcan siquiera agua a los pobres…
—No alcanzo a comprenderte, amigo Alonso, que nos
encontramos en España...
—¿Qué importa,
amigo Sancho? El tedio es un mal negocio, ya lo afirmaron Sócrates,
Aristóteles, Pitágoras, quizás Platón o Cicerón, qué sé yo, si cuando visité
Grecia, la tierra que los acogió era tan ligera que el viento se la llevó. Y
los senadores y diputados del parlamento español, aburridos hasta el hastío,
necesitan armar el espectáculo para justificar el salario que perciben sin
merecerlo...
—¡Ay, amigo Alonso! Si al menos fueran honrados, con todo lo
que cobran sin merecerlo, otro sería el cantar... del gallo ¿Aburridos? ¡Por
los cielos! Les daría yo una azada para que cavaran hoyos de viña y así ganaran
el vino que ingieren... al menos...
—Amigo Sancho, en alguna parte ha de estar el Arzobispo de
Canterbury, o quizá de otro lugar que ahora no recuerdo, tal vez el de Madrid.
Solo sé que fue en una archidiócesis, con río y sin mar, ¿Támesis quizás, o
sería el Guadalaviar? y es que en memoria flaqueo y en geografía peor, me
asemejo a Feijóo que por culpa de la harina se confunde de costal más que un
títere en manos novatas...
—¡Basta ya, basta! —exclamó Sancho con ímpetu—. De manos
novatas nada, que Isabel con maestría mueve los hilos, apartó al que le
estorbaba y puso en su lugar un títere que danza al son que ella marca, aunque
sea con gaitas gallegas desafinadas, y vaya que desentona…
—¿De veras, Sancho, la vas a defender? Ni lo pienses, con
más de siete mil ancianos recordándole su maldad…
—¿Por quién me tomas, Alonso? ¿por quién me tomas? Solo
parece que tienes pocas luces, pero no es así. Todo aquel que se arrima a ella
prospera, y eso no es de necios. Lo de su consorte, nimiedades al lado de lo
que imagino que algunos habrán amasado… Ya verás, ya, cuando se descubra el
destino de los millones que, dicen, costó el hospital sin quirófanos, ese que
de nada sirve... el Zendal creo que se llama… Seguro que hay millones y
millones en comisiones… Quizás me equivoque, pero allí deberían indagar un
poco...
—No alces tanto la voz contra Isabel, que nos pulveriza y
nos borra de la historia, y jamás se hablará de nuevo de don Quijote y Sancho,
pues tiene a la mayoría de los impresores a su merced, sin olvidar a los
togados jueces, que se deshacen y babean ante su paso y sus deseos son órdenes,
aunque estén obsoletos...
—Tienes razón, amigo Alonso…, pero con tanta charlatanería,
yo tengo hambre y sed, no de agua sino de vino… Entremos al Parlamento, que
diremos que somos diputados y nos saldrá más barato que en tiempos de las pesetas,
cuando Roig no se enriquecía a nuestra costa… ¿Recuerdas?
—Y tanto. Mira que criticaron a Juan Manuel Sánchez Gordillo,
el alcalde de Marinaleda, por entrar en un supermercado para repartir entre los
necesitados y qué poco se dice ahora que los supermercados saquean a los
ciudadanos y encima se jactan de sus dividendos…
—Pero, Sancho, centrémonos en lo importante, que los cerros
de Úbeda están más llanos que mi mente cuando el requesón resbalaba por ellos. Los
supermercados, al igual que los bancos, son ladrones de guante blanco, algo que
sabe cualquiera con un ápice de juicio…
Entraron en el Parlamento Inglés y allí estaba detrás de un
atril una mujer pronunciado frases sin gracia, con cierto tono chulesco contra
el gobierno. Sin que se le pudiera escuchar bien, pues los aplausos y los
gritos de «¡presidenta, presidenta!» atronaba el local. Don Quijote y
Sancho se detuvieron en la puerta, colocando la Sancho, que era el que más sed
tenía, la puerta para que no entrase don Quijote.
—No entremos en ese terreno, amigo Alonso, que entonces con
la iglesia toparemos… y bien te conozco y sacaras la lengua contra estos enfervorecidos
votantes de la dama de hojalata… Por cierto, ¿ves a ese gigante ebrio que está
detrás de Isabel I de Madrid? ¿No será él quien le redacta los discursos?
—Así es, amigo
Sancho, es Miguel Ángel, el obispo de Canterbury, que le llamo yo. Olvidó su
sombrero arzobispal, la mitra, creo que le llaman, y siendo Valladolid un
paraje de densa niebla, conoció al Cid Campeador de la Azores, ese que hablaba
catalán en la intimidad y texano en la mesa de Bush día brilló el sol para él, lo cual trastocó su
juicio. Parece que se confundió y, en vez de elevar a su «God» y entonar
una plegaria, se entregó a la media botella de «Scotch Whisky», del más
selecto, y con báculo en mano, distribuyó las palabras al del trío de las
Azores como si fueran golpes propinados a diestro y siniestro, cantando con voz
fina, propia de un «castrato» veneciano, el «God save the Queen» con su
letra peculiar, advirtiendo a los «British» contra las maléficas
vacunas. Dictadas por el «Scotch Whisky», pronunció palabras con tales
desatinos que ni su «God» podría perdonar:
¡Dios salve a la reina, la gran Isabel!
En Madrid su trono, en España su piel,
de argumentos dejará a Casado sin miel,
aunque razón tenga, en su voz no hay clavel.
Sobre el trono vacilante, Farina se posará,
al ritmo del chotis, su destino sellará,
"Pamplinas", dirá ella, con firmeza y sin
velar,
¡Aquí mandan mis ovarios!, y el eco resonará.
—Por favor, Alonso, no entones, que ni rimas ni afinas en tu
canto. Tienes menos gracia cantando que yo filosofando…Y, lo peor, te pueden oír
estos…
—Entonces, ¿qué hacemos, amigo Sancho?
—Hemos venido a beber, pues bebamos, cerveza o vino, pero
que no sea de aquí, que el agua de Madrid algo debe tener para que la reina
Isabel siga en su trono. Bebamos y nos vamos, que aquí no pintamos nada…
—Mejor, vamos a la taberna de enfrente, a la del Laurel, que
con un poco de suerte nos servirá un mojito Inés del alma mía, que diría don
Juan Tenorio…
—¿No era Isabel Allende?
—Vaya escudero respondón me ha salido este Sancho… ¡Copón!
Salud para todos
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