El gran drama de la izquierda española lo relata con ironía el gran Max Aub. Se podría resumir con lo que dice uno de los contertulios de imaginario café mexicano donde se reúnen los exiliados españoles
---Ahora, cuando volvamos, no haremos las mismas tonterías...
Por desgracia desde entonces, las seguimos haciendo, y así nos va, así va a España.
I
Ignacio Jurado Martínez nació en El Cómichi, congregación
del municipio de Arizpe, en el estado de Sonora, el 8 de agosto de 1918. Tres
años después, la familia bajó al ejido del Paso Real de Bejuco, en el municipio
de Rosamorada, en Nayarit. De allí, cuando la mamá enviudó por un “quítame
estas pajas”, se trasladaron -eran cinco hijos- a la villa de Yahualica, en
Jalisco. Al cumplir los ocho años, Ignacio se largó a Guadalajara donde fue
bolero hasta que, a los quince, se descubrió auténtica vocación de mesero. Un
lustro después entró a servir en un café de la calle del 5 de Mayo, en la
capital de la República.
-¿Usted, de dónde es?
-De Guadalajara.
Ser mozo de café es prestar servicios, no famulato;
dependencia, no esclavitud; tiénese ocasión de ofrecer, indicar, recomendar,
reconocer; lazarillo de gustos ajenos; factótum, no lacayo; maestresala,
copero, no mono; camarero, no siervo ni siquiera apellidando libertad. Un
mesero tiene personalidad, mayor con los años si cuenta con parroquia fija, más
ligada ésta a la costumbre que el servidor Sólo el peluquero se le puede
comparar, y no en la asistencia, menos frecuente.
Ser mesero titular otorga derechos y conocimientos
múltiples. Nacho, del café Español, llegó a institución. Renunció a su semanal
día libre porque nada le gusta tanto como andar de la cocina a sus mesas -ocho,
del fondo-, al tanto de las conversaciones, metiendo cuchara en cualquier
ocasión, que no faltan.
Le place tener relación directa con las cosas: el mármol
-tan duro, tan fino, tan liso, tan resbaladizo al paso del trapo húmedo-; el
vidrio, todavía un poco mojado, de los vasos; la loza, blanca brillante, de
tazas y platos; las agarraderas de ébano -luego de baquelita- de las grandes
cafeteras de aluminio.
El aseo, la nitidez, el abrillantamiento de la piedra,
logrado por el rodeo vivo del paño. (No recoge los trastos; hácelo Lupe, la
«Güera»; la trata poco, teniendo en cuenta las categorías. Mándala con mirar,
pocas palabras, alguna seña de la mano.) Vierte el café y la leche con precisión,
a chorro gordo, de pronto cortado a ras del borde de la taza o vaso, con un
recorte que demuestra, a cada momento, su conocimiento profundo del oficio.
-¿Mitad y mitad?
-¿Basta?
Le molestó la introducción del café exprés, que le daba
servido el brebaje.
Desde el día de su llegada a la capital, el 7 de octubre de
1938, halló un cuarto en la azotea de una casa de la calle de 57, a dos pasos
de su trabajo; alli siguió. Bastábale su cama, una silla, una comodita, el baño
común -al final del pasillo-, un aparato de radio, para que las noticias no le
cogieran desprevenido, a la hora de los desayunos. Come y cena en el café,
según lo que sobra en la cocina. Vida sentimental nunca tuvo; carece de interés
masculino: nació neutro, lo dio por bueno. Abundaban busconas por el rumbo,
sobre todo los primeros años -las alejó el crecimiento, a borbotones, de la
capital-; le conocieron, dejándole de ofrecer sus servicios; él, en cambio, no
dejó de prestarles algunos, con lo que fue bien visto, como en todas partes; que
eran pocas. La ciudad, para él, empieza en el Zócalo, acaba en la Alameda: la
calle del 5 de Mayo, algo de las de Tacuba y Donceles; mojones impasibles, a
izquierda y derecha: la Catedral, el Palacio de Bellas Artes; enfrente, los
Ferrocarriles Nacionales: la Religión, el Arte, el Mundo, todo al alcance de la
mano; le bastaba, sin darse cuenta de ello.
Pequeño, hirsuto, canicas de obsidiana los ojos vivísimos;
barba cerrada, magro, tirando a cobrizo, limpio a medias, los dienten muy
blancos de por sí y de no fumar, se movía sin prisas, seguro de su importancia,
de llevar a cabo sus funciones con perfección -lo cual era relativo.
-Dos exprés, dos capuchinos, un tehuacán.
-Una coca, un orange, un cuarto de leche.
-Unos tibios, tres minutos; pan tostado. Dos jugos de
naranja.
-Una limonada preparada. Dos cafés americanos.
Conoció las paredes del establecimiento cremas, grises y
verdes claras (1938-1948-1956); el mostrador al fondo, luego a la izquierda
(1947); el cambio de ventiladores (1955), la subida paulatina de precio del
café, de 0,25, en 1938, a un peso, en 1958. Un cambio de dueño, en 1950, sin
que se alteraran rutina, lista de consumiciones, ni disposición del local, como
no fuese el cambio de lugar del mostrador, antes mencionado.
-Téllez renuncia la semana que viene.
-El 1 de septiembre, Casas será nombrado embajador en
Honduras.
-Ruiz pasa a Economía.
-Desaforarán a Henríquez.
-Luis Ch. es el futuro gobernador de Coahuila.
Cierto odio hacia los vendedores de billetes de la lotería
nacional, que juzga institución inútil no teniendo necesidades económicas;
añádese la protección un tanto prosopopéyica que otorga a los boleros, por su
pasado.
Con los años y el oído se hizo una “cultura”. Su concepción
del mundo es bastante clara; aceptable como está. Más, constante, la curiosidad
por los problemas de sus parroquianos y los planteados por los mismos; nada
preguntón, por oficio, seguro de que su clientela acaba revelando, a la corta o
a la larga, a unos u otros, la solución de sus casos, si la hay.
Existen, naturalmente, consumidores de paso, sin interés, a
menos que entren a dilucidar un problema, y lo logren, lo cual se refleja en la
propina. De por sí, el oído fino; lo afinó, como sucede con todo, con el diario
ejercicio. Las fuentes de su saber fueron variadas, según las horas y el
tiempo. Temprano, desayunaban en la mesa de la esquina unos altos empleados de
la Compañía de Luz y Electricidad comentando la actualidad puesta de relieve
por los titulares de los diarios. Dejando aparte a don Medardo García, bilioso,
que sólo se preocupa de su salud, a menos que salte el tema de las inversiones
extranjeras, su fuerte, y a don Gustavo Molina, frotándose siempre las manos,
lector de algunas revistas norteamericanas, que pasa por listo, a pesar de los
cuernos, apasionado por los chistes. Fijos eran, en la mesa contigua, dos
libreros, don Pepe y don Chucho, que parecen hermanos, sin serlo; dos
funcionarios de los Ferrocarriles, don Juan y don Blas, que sólo se afeitan los
miércoles; dos joyeros, don Antonio y don Sebastián; todos viejos, con
aficiones a la política aduanera, al cine y a los toros. Dos jóvenes empleados
de confianza de un banco gubernativo hablaban, con una regularidad digna de
mejor causa, de lo ingurgitado la noche anterior y sus, para ellos, naturales
consecuencias. Nacho tuvo así -a lo largo de cinco años, al cabo de los cuales,
por cambio normal de Presidente de la República, pasaron a ocuparse de los
problemas nacionales de la pesca- conocimiento preciso de casas de lenocinio de
todas calañas; lo cual le dio autoridad hasta en este tema, que no le atañía.
Juntábanse, a la misma hora, en las otras mesas, tres masones, dependientes de
la Secretaría de Comunicaciones, comentando tenidas y los avatares escondidos
de la política nacional; el sonorense se dio pronto cuenta de que no se debían
tornar muy en serio sus constantes vaticinios de cambios en los equipos
burocráticos y ministeriales. A pesar de ello, le servían, sirviendo, para
darse por enterado:
-Téllez renuncia la semana que viene.
-El 1 de septiembre, Casas será nombrado embajador en
Honduras.
-Ruiz pasa a Economía.
-Desaforarán a Henríquez.
-Luis Ch. es el futuro gobernador de Coahuila.
En las horas semivacías que siguen, aparecen forasteros; se
encuentran amigos que se ven de tarde en tarde; cuéntanse sus peripecias, el
nacimiento del último hijo, el cambio de «chamba», la perspectiva de un
negocio, cómo les fue en un viaje reciente. Algún senador bebe agua mineral con
un amigo particular en busca de recomendación; otro toma café con un conocido
apenas, que intenta lo mismo.
De dos a tres y media, el café se puebla de oficinistas: de
Comunicaciones, de Agricultura, del Senado, de Correos, de Bellas Artes, del
Banco de México, de Ferrocarriles, cuyos edificios fueron construídos alrededor
del «Español».
Es la hora menos interesante: se comentan hechos pequeños,
se truena contra los jefes y compañeros, se hacen planes para la tarde, se
habla -poco- de la familia, se interpretan las noticias de los periódicos de
mediodía, algún artículo o caricatura de los de la mañana, las agruras, el
dolor de riñones, la solapada intención de un columnista.
A las dos y treinta y cinco don Luis Rojas Calzada se
sentaba en su mesita cercana al mostrador, hablaba, con Elena Rivas, la cajera,
mientras trasegaba sus primeros tequilas antes de irse a la cantina de la
esquina, a seguir tomando y jugar dominó hasta la una de la mañana. Don Luis,
cajero de Ferrocarriles en tiempos de don Porfirio, se conservaba en alcohol;
rojito, rejileto, feliz. Faltó el 14 de junio de 1948 porque le enterraron esa
misma mañana. Sólo hablaba de lo muy pasado; el mundo, para él, acabó en 1910.
Pegado, a la calle -en la mesa que por la mañana ocupaban
los de la Compañía de Luz- se reúnen, antes de comer en un restorán de las
calles de Brasil, Celerino Pujadas, Nemesio Santos, Mauricio González y
Norberto Moreno; suele añadírseles algún conocido de todos. Para ellos no hay
más universo que el que forjaron, en la década de los veinte, Carranza, Obregón
y Calles. Discuten y añoran tranquilamente, aportando datos (todos guardan, a
su decir, documentos inéditos que causarán gran revuelo).
-Cuando Maytorena...
-Cuando el general González...
-Cuando el coronel Martínez…
-Cuando Lucio…
-Cuando Villa...
-Eso fue cuando Emiliano
-No, hermano, perdóname, fue Cárdenas, en 1929.
A lo largo de los años, Nacho tuvo por esa sola mesa, aunque
algo unilateralmente -lo reconocía-, un conocimiento pormenorizado de la
Revolución; anecdótico y parcial desde luego, pero suficiente para sus afanes
históricos, lo que compensaba ciertas exigencias acerca de la temperatura de
los brebajes que tragoneaban: tibio el café de don Nemesio, hirviendo el de don
Mauricio.
Cuando se retiran los «revolucionarios», empiezan a llegar
los «intelectuales», que ocupan, durante tres horas -de tres y media a seis y
pico-, las tres mesas del centro.
Los Revueltas, Jorge Cuesta, Xavier Villaurrutia, Octavio
Barreda, Luis Cardoza y Aragón, Lolito Montemayor, José y Celestino Gorostiza,
Rodolfo Usigli, Manuel Rodríguez Lozano, Lola Álvarez Bravo, Lupe Marín, Chucho
Guerrero Galván, Siqueiros, a veces Diego Rivera, hablan de literatura, de la guerra
española, de arte; unos de otros, mal por lo común. De teatro, de política, de
viajes, de las noticias de los ausentes. Comentan las revistas propias y
ajenas. De cine.
La noche, en México, no es propicia para el café; sí para el
amor. Entran y salen mujeres al acecho, cinturitas, jotos. Algunos empleados
cansados; varios provincianos haciendo recuerdo de lo hecho y por hacer antes
de recogerse en los hoteles cercanos. Dos o tres burócratas en mal de horas
extraordinarias.
Las meretrices callejoneras le tienen al corriente de los
chismes de unas y otras, cuidadosas de callar -como no sea de bulto- los azares
de su profesión.
A las nueve y media se bajan las Cortinas de fierro. A las
diez, tras mojar dos panes de dulce en su café con leche, a dormir despaciosamente.
Todo cambió a mediados de 1939: llegaron los refugiados
españoles.
II
Varió, ante todo, el tono: en general, antes, nadie, alzaba
la voz y la paciencia del cliente estaba a la medida del ritmo del servicio.
Los refugiados, que llenan el café de la mañana a la noche, sin otro quehacer
visible, atruenan: palmadas violentas para llamar al «camarero», psts, oigas
estentóreos, protestas, gritos desaforados, inacabables discusiones en alta
voz, reniegos, palabras inimaginables públicamente para oídos vernáculos.
Nacho, de buenas a primeras, pensó regresar a Guadalajara. Pudo más su afición
al oficio, la cercanía de su alojamiento, la comodidad, el aprecio del patrón
(feliz con el aumento consumicionero, que le permitió traspasar provechosamente
el establecimiento a los tres años). El hondo resquemor del inesperado y
furioso cambio no desapareció nunca. Sufrió el éxodo ajeno como un ejército de
ocupación.
Los recién llegados no podían suponer -en su absoluta
ignorancia americana- el caudal de odio hacia los españoles que surgió de la
tierra durante las guerras de Independencia, la Reforma y la Revolución,
amasado lo mismo con los beneficios que con las depredaciones. Ni alcanzarían a
comprenderlo, en su cerrazón nacionalista, con el orgullo que les produjo la
obra hispana que descubrieron como beneficio de inventario ajeno, de pronto
propio. Jamás las iglesias produjeron tanta jactancia, y más en cabezas, en su
mayor número, anticlericales.
Los primeros años, la prensa más leída, partidaria de
Franco, les solía llenar de lodo; mientras los revolucionarios, en el poder,
antihispanistas por definición, los acogían con simpatía política, los
opositores —carcas y gachupines- los vieron con buenos ojos, por españoles,
repudiándolos por revolucionarios. Un lío. Para Ignacio la cosa resultó más
fácil, los despreciaba por vocingleros.
A los dos meses, supo de la guerra española como el que más.
Hasta este momento, las tertulias habían sido por oficios u
oficinas, sin hostilidad de mesa a mesa. Los españoles -como de costumbre, decía
don Medardo- lo revolvieron todo con sus partidos y subdivisiones sutiles que
sólo el tiempo se encargó de aclarar en la mente nada obtusa, para estos
matices, del mesero sonorense; por ejemplo: de cómo un socialista partidario de
Negrín no podía hablar sino mal de otro socialista, si era largocaballerista o
«de Prieto», ni dirigirle la palabra, a menos que fuesen de la misma provincia;
de cómo un anarquista de cierta fracción podía tomar café con un federal, pero
no con un anarquista de otro grupo y jamás -desde luego- con un socialista,
fuera partidario de quién fuera, de la región que fuese. El haber servido en un
mismo cuerpo de ejército era ocasión de amistad o lo contrario. El cobrar los
exiguos subsidios que se otorgaron a los refugiados los primeros años,
subdividía más a los recién llegados: los del SERE frente a los del JAKE, así
fuesen republicanos, socialistas, comunistas, ácratas, federales, andaluces,
gallegos, catalanes, aragoneses, valencianos, montañeses o lo que fueran. En
una cosa estaban de acuerdo: en hablar sólo del pasado, con un acento duro,
hiriente, que trastornaba. Nacho llegó a soñar que le traspasaban la cabeza, de
oreja a oreja, con un enorme alfiler curvo, en forma de C, en un pueblo
catalán. De tanto español le nació afición por Cuauhtémoc, que supo perder
callando -rémora de cierta tertulia de los jueves por la tarde, de algunos
escritores de poco fuste y mala lengua, amenizada por un coronel de tez muy
clara y ojos azules, enemigo personal de Hernán Cortes y sus descendientes que
(para él) eran, sin lugar a duda, todos los refugiados-. A pesar de que Carmen
Villalobos -zapoteca puro- le hizo ver, el 11 de febrero de 1940 (lo hago
constar porque luego las frases se han repetido como propias), que los recién
llegados no parecían haben tenido gran cosa que ver en la toma de Tenochtitlán,
sino más bien los ancestros del bizarro coronel Chocano López.
El mal era otro: traíanse impertérritos en primer lugar y
voz en grito:
-Cuando yo...
-Cuando yo...
-Cuando yo...
-Cuando yo le dije al general...
-Cuando tomamos la Muela...
-Cuando yo, al frente de mi compañía...
De la compañía, del regimiento, de la brigada, del cuerpo de
ejército... Todos héroes. Todos seguros de que, a los seis meses, regresarían a
su país, ascendidos. A menos que empezaran a echarse la culpa, unos a otros:
-Si no es porque la 47 empezó a chaquetear
-Si no es porque los catalanes no quisieron...
-¡Qué carajo ni que coño!
-Si no es porque Prieto...
-¡Qué joder!
-Si no es porque los comunistas...
-¡No, hombre!
-¡Mira ése!
-¿Qué te has creído?
-Ese hijo de puta...
Todos con la c y la z y la ll a flor de labio, hiriendo los
aires. Horas, semanas, meses, años.
En general, los autóctonos emigraron del local. Quedaron los
del desayuno -que los españoles no eran madrugadores- y los «intelectuales».
Ese grupo creció en número y horas. A los mexicanos, se sumaron puntuales Pedro
Garfias, León Felipe -barba y bastón-, José Moreno Villa -tan fino-, José
Bergamín -con el anterior, únicos de voz baja-, Miguel Prieto, Manuel
Altolaguirre, Emilio Prados, José Herrera Petere, Juan Rejano, Francisco Giner
de los Ríos, Juan Larrea, Sánchez Barbudo, Gaya: veinte más que trajeron
aparejados otros mexicanos en edad de merecer: Alí Chumacero, José Luis
Martínez, Jorge González Durán, Octavio Paz. Con ellos transigió Nacho. A pesar
de lo parco de las consumiciones: ocupábanse del presente, hablaban de revistas
y de libros; pronto, el número se redujo por incompatibilidades personales, a
las que no solían referirse en voz alta. Además, las conversaciones variaban al
aire de las circunstancias, lo que no era el caso en las otras mesas:
-Cuando atacamos la Muela...
-Si los murcianos no hubieran empezado a gritar: ¡estamos
copados!...
-Si el gobierno no hubiera salido de naja, el 36...
-Cuando yo...
-Cuando yo...
-Cuando yo...
-No, hombre no.
-¡Qué carajo ni qué coño!
-La culpa fue...
-Pues joder...
-Ahora, cuando volvamos, no haremos las mismas tonterías...
No sólo las lides militares: los jueces, los fiscales, los
directores generales, los ministros, rememorando -siempre como si fuese ayer-,
y la esperanza, idéntica:
-Cuando caiga Franco...
Ahí estaba el quid:
-Cuando caiga Franco...
-Cuando caiga Franco...
Horas, días, meses, años. Vino la guerra, la otra; contó
poco:
-En Jaén, cuando atacamos...
-En el Norte, durante la retirada...
-En Lérida...
-¡Que te crees tú eso!
-En Brunete, cuando yo...
-Y veíamos Córdoba. Si no hubiera sido por el traidor del
general Muñoz, nos colábamos...
-Vete a hacer puñetas...
En 1945 todo parecía arreglado. No hubo tal. Algunos
murieron; otros no aparecieron más por el café, trabajando. Llegaron más: de
Santo Domingo, de Cuba, de Venezuela, de Guatemala, según los vaivenes de la
política caribeña. Lo único que no variaba era el tema, ni el tono, de las
discusiones:
-Cuando caiga Franco...
-Aquello no puede durar...
-Tiene que caer...
-¿Ya leíste que...?
-Es cuestión de días...
De semanas, de meses -a lo sumo-. Los que dudaban acababan
callando, apabullados.
El ruido, las palmadas (indicadoras de una inexistente
superioridad de mal gusto), la algarabía, la barahúnda, la estridencia de las
consonantes, las palabrotas, la altisonancia heridora; días, semanas, meses,
años, iguales a sí mismos; al parecer, sin remedio.
III
En 1952, entró a servir en otro turno Fernando Marin 0lmos,
puertorriqueño, exiliado en México por partidario de Albizu Campos, cabeza
cerrada -y encerrada- de los independentistas de Puerto Rico.
Fernando, hablar cantarino y nasal caribeño, menudo,
oliváceo, pelo lacio -tan abundante como oscuro-; nariz afilada, larga; boca
fina, de oreja a oreja, había sido maestro rural. Luego, en Nueva York, probó
toda clase de oficios; en México, después de intentar vender libros a plazos,
entró a servir al café Español; cumplido y de pocas palabras. Entendióse bien
con Nacho, que respetaba su desmedido afán por las mujeres, y aun le ayudó en
alguna ocasión en que el sueldo no le daba para satisfacer su cotidiano apetito
sexual.
Tenía Nacho sus ahorros; empujado por su compañero, que no
carecía de ideas comerciales, aunque no las supiera poner personalmente en
práctica -¿con qué?, siempre en la quinta pregunta-, empezó a prestar pequeñas
cantidades a gentecillas de los alrededores, con elevados réditos, que
acrecieron su capital con cierta rapidez. Pronto Fernando Marín fue confidente
de la indignación que le producían el tono -y las salidas del mismo-, los temas
obsesivos de los refugiados españoles. No compartió el isleño esa opinión,
antes muy al contrario. Nacho cesó inmediatamente su lamentación; le molestaba
hablar con quien no fuera de su parecer. Su reconcomio siguió, solitario,
carcomiéndole el estómago. De ahí cierta úlcera que, desde entonces, le ató al
bicarbonato y al insomnio.
-Cuando caiga Franco...
-El día que volvamos...
Las interminables discusiones hurgaban al sonorense de la
glotis al recto. Pensó, con calma, midiendo estrechamente ventajas y
desventajas, cambiar de establecimiento; tuvo proposiciones: una de San Ángel,
otra en Puente de Vigas, otra al final de la Calle de Bolívar; todas lejos de
su casa, que no quería abandonar a ningún precio, entre otras razones porque
parte de sus obligados económicos solían pagarle allí los intereses semanales
de sus préstamos; otros lo hacían en el café (el W. C. era buen despacho). Sin
contar que no quería perder la compañía de Fernando, siempre dispuesto a
sustituirle mientras despachaba con su clientela reditora. Supo corresponder,
duplicando su turno, cuando después de un frustrado atentado, en Washington, de
unos irredentos puertorriqueños contra el Presidente Truman (germen, tal vez,
de su gran idea), detenían a Marín cada vez. que llegaba a México algún
personaje norteamericano en viaje oficial (si venía de vacaciones, le dejaban
en paz).
Marin solía discutir con los refugiados españoles acerca de
las ventajas e inconvenientes del atentado personal. No comprendía cómo
habiendo tantos anarquistas en España no hubieran, por lo menos, intentado
asesinar a Franco. Los comunistas se oponían asegurando que no serviría de nada
su desaparición violenta, como no fuera para reemplazarlo por otro general de
la misma clase; los republicanos objetaban sus propios convencimientos
liberales; algún federal, opuesto a la pena de muerte, se sublevaba con la sola
idea. Los ácratas traían a colación las insalvables dificultades policíacas y
militares.
(Nacho no sabe abstraerse; no puede oír el alboroto como tal
y desentenderse: tiene que saber y, si puede, meter baza, pegar la hebra, sacar
consecuencias. Los diálogos, la cháchara, el chisme, son su sustento, si no
mete cuchara, si no echa su cuarto de espadas, si no comenta -que no es
discutir-, no está contento. Lo que le gusta del oficio es el ruido confuso del
café, pero con sentido: el palique, el cotorreo, el oír mantener opiniones
contra viento y marea, una pregunta tras otra, atropelladas; ver crecer,
aproximarse como una ola reventona, el momento en que alguien no puede zafarse
más que con insultos; resiente propias las victorias de la dialéctica, pero no
aguanta -aguantándolas- tantas alusiones, parrafadas, retruques, indirectas,
memorias, acerca de si hicieron o dejaron de hacer fulano y zutano en
Barcelona, éste o aquél en Lérida, Pedro o Juan en Valencia, Negrín, Prieto,
Caballero, Azaña, en Madrid, en Puigcerdá, en Badajoz, en Jaén, en Móstoles, en
Alcira, en Brunete, en Alicante. Todos los días, uno tras otro, durante doce
horas, desde 1939; desde hace cerca de veinte años:
-Cuando caiga Franco...
-El día que Franco se muera...
-Cuando tomamos la Muela...
-No entramos en Zaragoza por culpa de los catalanes.
-¡Vete a hacer puñetas!)
Ignacio Jurado Martínez —casi calvo, casi en los huesos (la
úlcera), casi rico (los préstamos y sus réditos)- no aguanta más. A lo largo de
sus insomnios, el frenesí ha ido forjando una solución para su rencor, entrevé
un café idílico al que ya no acuden españoles a discutir su futuro enquistados
en sus glorias multiplicadas por los espejos fronteros de los recuerdos:
resuelto el mañana, desaparecerá el ayer. Tras tanto oírlo, no duda que la
muerte de Francisco Franco resolverá todos sus problemas -los suyos y los
ajenos hispanos-, empezando por la úlcera. De oídas, de vista -fotografías de
periódicos españoles que, de tarde en tarde, pasan de mano en mano-, conoce las
costumbres del Generalísimo. Lo que los anarquistas españoles -que son millones
al decir de sus correligionarios- son incapaces de hacer, lo llevará a cabo. Lo
hizo.
(Nunca se supo cómo; hasta ahora se descubre, gracias al
tiempo y mi empeño. ¿Hasta qué punto pesaron, en la determinación de Nacho los
relatos de las arbitrariedades, de los crímenes del dictador español, tantas
veces relatados en las mesas que atendía? Lo ignoro. Él, negando, se alzaba de
hombros.)
IV
El 20 de febrero de 1959 habló con su patrón, don Rogelio
García Martí, haciéndole presente que, en veinte años, jamás había tomado
vacaciones.
-Porque usted no quiso.
-Exactamente, señor.
-¿Cuánto tiempo faltará?
-¿Mande? (A veces, desde hacía tiempo, se le iba el Santo al
cielo, aun en el servicio.) No sé. Pero no se preocupe, el Sindicato le enviará
un sustituto.
-¿Para qué? Marcial (su entenado) no tiene mucho que hacer.
¿Dónde va a ir?
-A Guadalajara.
-¿Por mucho tiempo?
-Pues a ver.
-¿Un mes, dos?
-Quién sabe.
-Pero, ¿volverá?
-Si no, ¿qué quiere que haga, señor Rogelio?
-También es cierto... Y ¿cuándo se va?
-Ya le avisaré con tiempo.
Sacó su pasaporte. Tuvo una larga conversación con Fernando:
-México no reconoce al gobierno de Franco.
El puertorriqueño le miró con cierta conmiseración:
-Chico, si no tienes algo más nuevo que decirme...
-¿Me vas a guardar el secreto?
-¿De qué? ¿De que Mexico...?
-No. Voy a ir a España.
-¿De viaje?
-¿Qué crees? ¿A quedarme en la mera mata? No, hermano; con
los que hay aquí me basta.
-Entonces ¿a qué vas?
-Eso es cuestión mía.
-Chico, perdona.
-Quiero que me hagas un favor.
-Tú mandas.
-México no reconoce al gobierno de Franco...
-Chico, y dale.
-Me molesta ir con mi pasaporte.
-¿Por qué?
-Cosas mías. Pero tú tienes un pasaporte americano.
-Por desgracia de Dios.
-Préstamelo.
-Nos parecemos como una castaña a una jirafa.
-Perico lo arregla de dos patadas. Nos cambia las fotos como
si nada.
(Perico Guzmán, «EI gendarme»; porque lo fue después de
ladrón, antes de volver a serlo. No le gustó el «orden».)
-Y yo ¿mientras tanto?
-¿Para qué lo quieres?
-Chico, a veces, sirve.
-Te quedas con el mío.
-A ti no te puedo negar nada.
Así se hizo: por mor de unos papeles, exactamente a las 11
p.m. del 12 de marzo, Ignacio Jurado Martínez se convirtió, para todas las
naciones del universo, en Fernando Marín 0lmos sin que, por el momento, hubiera
reciprocidad. El flamante ciudadano norteamericano obtuvo sin dificultad un
visado de tres meses para «pasearse» por España; añadió Francia e Italia, con
la buena intención de conocer esos países antes de regresar a la patria. Voló a
España el 2 de junio, en un avión de la compañía Iberia.
En Madrid, se alojó en el 16 de la Carrera de San Jerónimo,
en una pensión que le recomendó don Jesús López, que iba y venia con frecuencia
«de la Corte a la Ciudad de los Palacios», como le gustaba decir, rimbombante y
orondo representante de una casa de vinos de Jerez de la Frontera (gastaba una
de las pocas rayas en medio que quedaban -Peinado de libro abierto a la mitad,
como decía Juanito, el bolero- y reloj de bolsillo).
Sabía, por Fernando, que en la embajada norteamericana de la
capital española trabajaban algunos paisanos de la Isla. Como sin querer, Nacho
se relacionó, a los pocos días, con uno de ellos, en el local del consulado de
la gran república. Para curarse en salud, evitando preguntas a las que no
pudiera dar cumplida respuesta, se inventó una vida verosímil: salido niño de
San Juan, años en Nueva York (sin necesidad del inglés), muchos más en México,
de donde el modo de hablar.
Madrid le gustó. Le pareció que los de la «Villa del oso y
del madroño» -otra expresión aprendida de don Juan López— «pronunciaban» menos
que sus parroquianos del café Español. Sintióse a gusto en tantos cafés de los
que salió poco, como no fuera para acompañar a Silvio Ramírez Smith, su nuevo
amigo, empleado puntual, aficionado a los toros y a la manzanilla, deseoso de
permanecer en España, con el miedo constante de ser trasladado a Dinamarca o a
Suecia, lo que parecía muy posible; casado con una madura flaca de Iowa que, al
contrario, ansiaba abandonar la península, que la molestaba en todo.
El 21 de junio, conoció a Silvano Portas Carriedo, teniente
de infantería, ayudante de uno de los cien agregados militares de la embajada.
Liberal de sí y de sus dólares, bien parecido, menudo, de ojos verdes, no daba
abasto al tinto ni a las mujeres bien metidas en carnes, de su real gusto,
generalmente compartido. Nacho le fue útil por sus conocimientos profesionales
en ambas materias; así, por su ser natural y la úlcera, no fuera más allá de
los consejos, eso sí, excelentes; como tal, agradecidos. El sonorense iba a lo
suyo, sin esforzarse; callar y mentir no le costaba. Vivía el teniente Portas
en un hotel de la calle de Preciados, en el que ocupaba dos cuartos para mayor
facilidad de algunos compañeros que los pagaban a escote, utilizándolos de
cuando en cuando. Silvano era de los pocos solteros de la misión. (La palabra
misión hacía gracia en el caletre más bien estrecho de Nacho: la misión
norteamericana, que le recordaba las españolas de California -un poco más
arriba de su Sonora natal- y la que le llevaba a Madrid.)
Dejando aparte unos solitarios paseos por la Castellana,
Nacho Jurado no hizo nada para preparar el atentado; tenía la convicción de que
todo saldría como se lo proponía. De lo único que no prejuzgaba: de la fuga. En
el fondo, le tenía sin cuidado. Lo que llevaría a cabo, respondiendo a un
impulso natural, era completamente desinteresado, como no fuese por librarse,
si salía con bien, de las conversaciones españolas en «su» café mexicano. Puede
ser que obedeciera, sin saberlo, a los intereses de su clase meseril. De todos
modos, no esperaba agradecimiento: de ahí el anonimato en que permaneció el
autor del hecho hasta hoy.
El 18 de julio, víspera del Gran Desfile, convidó a Silvano
Portas a comer en la Villa Romana de la Cuesta de las Perdices; el invitado
prefirió dar vueltas por algunas tascas y freidurías en busca de pájaros
fritos, a los que era muy aficionado, entre otras cosas porque daban ocasión de
distinguir entre los tintos vulgares, ciencia en la que demostraba un
conocimiento que dejaba atónitos a los dueños de las tabernas. Recalaron, hacia
las tres, en el Púlpito, en la Plaza Mayor, donde comieron, muy a gusto, una
tortilla de espárragos.
-¿Qué pasa contigo hoy, viejo?
-Es mi santo.
-No es cierto.
-Bueno, mi cumpleaños.
-¿Cuántos?
-Tanto da.
Tomaron café y coñac en el Dólar, en la calle de Alcalá, y
tanto hablaron de cocina y en particular de corderos asados que, después de
haber tomado unos vasos de tinto en una taberna de la Cava Baja, donde era muy
conocido el militar puertorriqueño, fueron a comerse uno, al lado, en el Mesón
del Segoviano, tras una visita a casa de la Lola, en la calle de la Luna,
frente a las Benedictinas de San Plácido.
-Tú, ¿no?
-No.
-No eres poco, misterioso en este asunto.
-Cada uno es como es.
-¿No te gusta ninguna? Te advierto que esta trigueña no está
mal.
-Otro día.
-Tú te lo pierdes, viejo.
A las dos de la mañana fueron, paseando la noche, al
Heidelberg, en la calle de Zorrilla, a comerse un chateaubriand, como resopón.
Transigió el de la isla con un Rioja, aún emperrado:
-Con todo y todo, prefiero mi Valdepeñas...
Uva perdido, salieron los últimos.
-Me tengo que acostar temprano, viejo. Mañana tengo que
estar a las diez en la Castellana. El desfile ese de mierda.
-¿Nos tomamos un coñac? ¿El del estribo?
-¿Tú, viejo?
-Por una vez...
Mientras su invitado iba al urinario, el sonorense echó unas
gotas de un compuesto de narcotina en la copa del mílite, al que tuvo que
sostener regresando al hotel, y meter en la cama.
Lo despertó a las nueve, el de la isla no podía entreabrir
los ojos:
-Agua.
Se la dio, con más soporífero.
-No te preocupes: tienes tiempo.
Antes de dar media vuelta, Portas regresó al mundo de los
justos. Nacho se vistió, con toda calma, el uniforme de gala, recién planchado,
dispuesto en una silla. Le venía bien. Se detuvo a mirarse ante el espejo -cosa
que nunca hacía-. El verse le dio pie al único chiste que hizo en su vida, de
raíz madrileña para mayor inri:
-Hermano, das el opio.
El botones le vio salir sin asombro: los militares
norteamericanos suelen vestir de paisano. Sin embargo, pensó:
-Creí que éste no lo era.
Ignacio tomó un taxi, hizo que lo dejara en la calle de
Génova. Bajó hacia la Plaza de Colón, tranquilamente se dirigió hacia la
tribuna de los agregados militares extranjeros. Hacía un tiempo espléndido, el
desfile había comenzado; la gente se apretujaba por todas partes; aviones por
el cielo; pasaba la tropa con pasos contados y recios por el centro del paseo.
El cielo azul, los árboles verdes, los uniformes y las armas relucientes, los
espectadores bobos. Todo como debía ser.
Se acercó a la entrada de la tribuna:
-Traigo un recado urgente para el general Smith, agregado
militar norteamericano.
Se cuadró el centinela. Pidiendo perdón, Nacho se abrió paso
hacia la esquina izquierda del tablado. Apoyó la pierna zoca contra el
barandal. A diez metros, en el estrado central, Francisco Franco presidía,
serio, vestido de capitán general. Jurado sacó la pistola, apoyó el cañón en el
interior de su codo izquierdo doblado -exactamente como lo pensó- ¿quién podía
ver el estrecho círculo de la boca?). Disparó al paso bajo de unos aviones de
caza. El estruendo de los motores cubrió el de los tiros. El Generalísimo se
tambaleó. Todos se abalanzaron. Nacho entre los primeros, la pistola ya en el
bolsillo del pantalón. Poco después, se zafó de la confusión, subió por Ayala
hasta la calle de Serrano; frente a la embajada de la República Dominicana
alcanzó un taxi.
-¿Ya acabó? -preguntó el chófer, interesado.
-Sí.
Se referían a cosas distintas.
-¿Adónde vamos?
-A la Puerta del Sol.
-No se puede pasar.
-De el rodeo que sea.
-A sus órdenes, mi general.
Silvano Portas, como era de esperar, seguía dormido. Nacho
tuvo tiempo de limpiar y engrasar la pistola. A los diez días, tras dos pasados
en Barcelona, asombrado de tanto catalán, pasó a Francia. Estuvo un día en
Génova, otro en Florencia, tres en Roma, dos en Venecia, según el itinerario
establecido por la agencia Hispanoamericana de Turismo, de la plaza de España.
Llegó a París el 7 de agosto. A su asombro, le sobraba dinero, el suficiente
para quedarse un mes más en Europa. Pensando en dejar boquiabierto a Fernando
Marín se pagó un tour por Bélgica, Holanda, Dinamarca y Alemania. Desembarcó en
Veracruz el 13 de septiembre, del Covadonga que había tomado en Vigo. Dejó
pasar las fiestas patrias y se presentó a trabajar el 17, muy quitado de la
pena.
V
Parece inútil recordar los acontecimientos que, para esa
época, se habían sucedido en España: formación del Directorio Militar bajo la
presidencia del general González Tejada; el pronunciamiento del general López
Alba, en Cáceres; la proclamación de la Monarquía, su rápido derrumbamiento; el
advenimiento de la Tercera República. (Todo ello oscura razón verdadera de la
tardanza de Ignacio Jurado en regresar a México; dando tiempo a que los
refugiados volvieran a sus lares.)
Don Rogelio -el patrón- le acogió con el mayor beneplácito:
-Ya era hora. Y ¿cómo le fue?
-Bien.
-¿Cuándo entra a trabajar?
-Ahora mismo, si le parece.
-Perfecto. Ya podía haber enviado alguna postal.
Acudía presuroso Fernando Marín:
-¿Te cogió allá el bochinche?
-No. Estaba en Dinamarca.
-Chico: ¡vaya viaje!
-¿Y tú? ¿Mucho trabajo?
-No quieras saber.
-¿Qué pasa?
Lo supo enseguida. Allí estaban los de siempre -menos don
Juan Ceballos y don Pedro Torner, muertos-, todos los refugiados, discutiendo
lo mismo
-Cuando yo...
-Calla, cállate la boca.
-Cuando yo mandaba...
-Cuando tomamos la Muela...
-Cuando yo, al frente de la compañía...
-¡Qué coño ibas tú!
Más cien refugiados, de los otros, recién llegados:
-Cuando yo...
-Al carajo.
-¿Eras de la Falange o no?
-Cuando entramos en Bilbao...
-Allí estaba yo.
-¡Qué joder!
-¡Qué joder ni qué no joder!
Ignacio Jurado Martínez se hizo pequeño, pequeño, pequeño;
hasta que un día no se le vio más.
Le conocí más tarde, ya muy viejo, duro de oído, en
Guadalajara.
-El café es el lugar ideal del hombre. Lo que más se parece
al paraíso. ¿Y qué tienen que hacer los españoles en él? ¿O en México? Sus ces
serruchan el aire; todo este aserrín que hay por el suelo, a ellos se debe. Un
café, como debiera ser: sin ruido, los meseros deslizándose, los clientes
silenciosos: todos viendo la televisión, sin necesidad de preguntarles: -¿Qué
le sirvo? Se sabe de antemano, por el aspecto, el traje, la corbata, la hora,
el brillo de los zapatos, las uñas. Las uñas son lo más importante.
Hecho una ruina.
-¿Ya se va? Cuando de veras se quiere hablar de cosas que
interesan, siempre se queda uno solo. De verdad, sólo se habla con uno mismo.
¿Usted no es mexicano, verdad? A mí me hubiera gustado mucho hablar. Por eso
fui mesero; ya que no hablaba, por lo menos oía. Pero oír veinte años lo mismo
y lo mismo y lo mismo, con aquellas ces. Y eso que soy muy aguantador. Me ha
costado mucho darme cuenta de que el mundo no está bien hecho. Los hombres, a
lo más, se dividen en melolengos, nangos, guarines, guatos, guajes, guajalotes,
mensos y babosos. Cuestión de matices, como el café con leche. ¿O cree que el
café con leche ha vuelto idiota a la humanidad?
Al día siguiente, en su puesto de tacos y tortas, me contó
la verdad.
(Guadalajara, amarilla y lila, tan buena de tomar, tan dulce
de comer.)
FIN
MAX AUB