Este será mi nueva novela, dedicada a todas las mujeres que han sufrido la violencia machista, que por desgracia continúa existiendo. Ya le
queda poco, estoy dándole los últimos toques. En principio con la idea de
publicarla en Amazon. Me gusta más en una editorial, pero necesito trabajar o
vender libros, además La violencia machista es un tema sumamente delicado que
requiere mucha sensibilidad y aun así es fácil equivocarse y no quiero; aunque,
posiblemente lo haré en algún punto. La idea de publicarlo en Amazon y no en
una editorial convencional como Los manuscritos de Teresa Panza, y la próxima novela
que publicaré pronto, es precisamente por ese motivo, quiero estar abierto a
las críticas y enmendarlas en la medida de lo posible. Amazon al ser impresión bajo demanda permite
la corrección simultánea de un día para otro. Por otra parte, publicarla en Amazon es un modo de llegar a otros países, que por desgracia está vetado a las pequeñas editoriales, que realizan una gran labor digna de agradecer por parte de todos quienes pretendemos escribir, y que de otro modo no tendríamos esa posibilidad. Las grandes editoriales no se molestan siquiera en leer los manuscritos que mandan los autores. ¿Qué más quisiera yo que publicar en una editorial de proyección internacional?
Caricias rotas, es una novela
difícil de escribir, difícil de leer, duele. A pesar de todo es un canto a la
esperanza, al derecho de toda mujer que ha sido maltratada a ser feliz. Por
desgracia las secuelas de la violencia machista permanecen en el tiempo y
cuesta superarlas, sin embargo es preciso romper los barrotes del miedo, ser
feliz.
Caricias Rotas
No
volverá a ocurrir, mi amor…
Aurora
necesita tomar pastillas para dormir desde hace muchos años. Sin embargo, poco
a poco ha logrado reducir la dosis a la mitad. En los últimos años pocas cosas
alteran su sueño. Su hija vive con su novio en Valencia y la ve feliz, y ella
se ha acostumbrado a la rutina del día a día. Piensa que ya no necesita ningún
tipo de medicamento para poder conciliar el sueño; pero su médico no opina lo
mismo. Ella, como en un acto de rebeldía sublime, muchas noches “se olvida tomarlas”. Uno de los fines de semana que la visita su
hija, le dice:
—Mamá,
en septiembre me caso.
Nada
debería haber alterado la vida de Aurora, al fin y al cabo Lourdes llevaba dos años viviendo con su novio en Valencia. Sin embargo, se echó a llorar.
Su hija pensó que por la emoción, ella no le dijo que por desesperación y
miedo.
—No
llores mamá. Si es solo un mero trámite, por si te damos nietos… ¿sabes?
—Desde
que te fuiste ando perdida, no hay camino que no ande que no te recuerde de mi
mano. Ya eres una mujer que piensa en tener hijos...
Finge
alegría, emoción, intenta disimular su contrariedad. Oculta todo su dolor
detrás de sus ojos, la desolación tras su sonrisa. El temor se apodera de ella.
Deja de partir por la mitad las duras pastillas de color rosa. De nuevo, el
Valium le resultaba imprescindible. Le cuesta conciliar el sueño a pesar del
efecto sedante del Diazepan. Tanto como en las peores noches después de la
muerte de su marido. Nunca ha llegado tarde al trabajo, y terminan
despidiéndola, porque en la mañana no hay quien la despierte. Esa noche no quiere
tomarse el Valium, no quiere dormirse de madrugada, quiere levantarse temprano.
Abre la ventana, como un rito cotidiano y necesario, para que entre el inexistente frescor de las
noches de verano. El Diazepan le provoca el sueño, pero esa noche no lo toma. Termina
cerrando la ventana, la humedad del ambiente es incluso más molesta que el
tímido aire mediterráneo del norte de la provincia de Castellón. Enciende el
ventilador, que a pesar de silencioso, no deja de provocar un molesto zumbido
en su cerebro. Lo termina por colocar a los pies de la cama, lo más lejos que
puede, produciéndole una agradable
sensación que recorre todo su cuerpo, subiéndole desde las plantas de los pies
hasta la cabeza. Está despierta cuando comienza a sonar el despertador a las
cinco de la mañana. No obstante, actúa como si le pillase de improviso, como si
realmente le hubiese despertado el radio reloj, con su frecuencia mal modulada.
Sin incorporarse alarga la mano para apagar la radio. Se acurruca sobre sí
misma prometiéndose que en el momento que tuviese tiempo lo reemplazaría por
otro que sintonizase bien todas las emisoras, al menos las de música.
—No
sé para que lo puse, si sabía que no iba a pegar ojo en toda la noche —piensa
en voz alta —son las cinco.
Se
levanta con ademanes pausados, con una parsimonia inusual en ella, sin prisa,
despojándose del viejo camisón de seda rojo de encaje que le regaló su marido a
las pocas semanas de la boda y que pensó en quemar mil veces. Lo mantiene unos
segundos entre las manos, indecisa, toca su suave textura.
—Lo
bueno siempre es bueno. Él siempre me regalo lo mejor. Tenía tanto por lo que
pedir perdón —dice esbozando una sonrisa llena de amargura.
Tira el camisón contra las sábanas, al tiempo
que un ligero temblor recorre su cuerpo. Camina dando la vuelta completa a la
cama situándose frente al ventilador notando, ahora, el aire fresco sobre su
cuerpo desnudo. Suspira y se sienta de nuevo en la cama, al lado de la mesita
de noche, sacando unas braguitas y un sujetador sin estrenar, dejando ambas
prendas sobre la cama. Sus dedos pasan
por encima del resplandeciente cristal de la mesita de noche, como buscando el polvo inexistente. Sus dedos
se detienen en los botones del radio reloj, que de nuevo se pone en
funcionamiento. Comienza a buscar en el dial una emisora musical.
—Hoy
puede ser un gran día, plantéatelo así, aprovecharlo o que pase de largo,
depende en parte de ti. Dale el día libre a la experiencia para comenzar, y
recíbelo como si fuera fiesta de guardar. —canta Serrat su canción, que ella a
tararea a la par, hasta que el vecino de al lado da dos golpes en la pared.
—Qué
son las cinco, y además sábado —escucha la voz de su vecino acompañando a los
golpes.
—Perdona
Pepe, el radio despertador. No me había dado cuenta y he comenzado a
cantar…—sintiéndose estúpida al decirlo, porque el tono de su voz es bastante
más fuerte que el de la radio.
Apaga
la radio de inmediato, y deja de cantar. Piensa que su vecino le soltará alguna
fresca, pero no es así, más interesado en dormir que en armarla.
—Sí.
Hoy puede ser un gran día, nada tiene por qué ser igual —musita en voz baja,
mientras agudiza el oído hasta llegar a percibir el rumor de un lejano oleaje,
tal vez, imaginario.
Resulta
infrecuente que el pasado forme parte de un futuro incierto, cuando el peligro
de antaño yace en el nicho de un lejano cementerio, como el mar que ella
pretende percibir a nueve kilómetros de la costa. Aurora no puede evitar que ciertas sensaciones
olvidadas se presientan de manera palpable como posibles. En ocasiones como una
amenaza, una espada de Damocles dispuesta a dar el último golpe de gracia desde
el olvido, desde la tumba. Sin embargo, esa mañana calurosa de verano quiere
pensar que del mismo modo cabe la remota posibilidad de escuchar el rumor de
las olas, los malos presentimientos se transformen en esperanza ilusionante
para su hija. Tal vez, solo tal vez, también para ella hoy puede ser un gran
día.
Imposible
mantener la frialdad precisa ante instantes tan decisivos como es la boda de tu
hija. Quimérico evitar que te asalten recuerdos de rosas ensangrentadas, de mejillas
maquilladas en extremo, cual flores marchitas, a las cuales en un último intento
rocías con agua sus pétalos. Más cuando sabes que más que marchitas, están
tumefactas de tantos golpes recibidos.
Incluso
después de tantos años podía sentir el dolor, el calor y el escozor de los
golpes. No quiere imaginarlo, sin embargo a su mente le llega el recuerdo de la
sangre corriendo por su piel, de sus labios o nariz. No en vano en alguna
ocasión se quedó frente al espejo observando el lento manar de la sangre; sin
hacer nada, deseando que la hemorragia fuese tan intensa que la dejase seca.
Recuerda, y han pasado veintidós años, aquella ocasión que no se percató de
los sigilosos pasos por el pasillo hasta el cuarto de baño, pensaba que se
había marchado, como hacía siempre después de cada paliza. Tan confusa estaba
que no escuchó la puerta al abrirse. De repente vio reflejada en el espejo,
detrás de ella, la imagen de él, de su muy amado, adorado y después temido
marido. Se asustó, pensando que le
regañaría o que tal vez le volvería a pegar; pero no, aquel día se equivocó. Él se apiado de ella. Una suave caricia con
delicadeza infinita recorrió su espalda, después los labios de él se posaron en
su cuello como si fuesen mariposas que intentasen no levantar la más mínima
partícula de polvo con el aletear de sus alas. Sus labios fueron deslizándose
hasta los suyos, ensangrentados. Su mano izquierda la abrazaba con exquisita
suavidad, mientras que la derecha resbalaba hasta sus senos cual pluma de
colibrí. Ella cerró los ojos, notó su cuerpo mojado contra el suyo. La puerta
que había escuchado, momentos antes, no era la de la calle, sino la del otro
cuarto de baño. Se terminaba de duchar y no se había secado, las gotas de agua
permanecían en su cuerpo como si se tratase de cristal líquido. Era tal la
ternura que desprendía, el susurro tan suave de sus palabras, que no sintió
dolor en las llagas sangrantes de sus labios.
—No
volverá a ocurrir, mi amor. No volverá a ocurrir —repetía lloroso, mientras
mordisqueaba sus labios, más que besándolos acariciándolos.
—Vete,
por favor vete —pidió ella sin fuerza. Aquella fue una de las primeras palizas
recibidas, después de las sufridas durante la luna de miel.
—Perdóname,
por Dios y por la Virgen. Te juro por la Virgen de Pilar que no volverá a
ocurrir…
—He
dicho que te vayas. Por lo que más quieras.
—Tú
eres lo que más quiero. Si no te quisiese tanto. Nada como tú me hace sentir,
vivir, ansiar la vida…
Y
su voz regada con lágrimas que parecían sinceras sonaba a promesas firmes de
caricias futuras y amor sincero. Después de aquella paliza la trató con un
cariño grandioso. Fue tal la ternura que
costaba imaginar que minutos antes
hubiese sido él quien le pegase una brutal paliza.
Sin
dejar de besarla, de acariciarla, cogió gasas y algodones. Comenzó a curarle
las heridas cuidadosamente, el labio, la ceja, la nariz; regalándole los oídos…
El
temor iba desapareciendo ante cada nueva caricia. Notaba como su cuerpo ardía
en llamas, olvidando el dolor, provocando el deseo, transformando la
indignación y rabia en locura demencial de ser poseída por su verdugo.
A pesar de todo ese despliegue de seducción, la táctica, por repetitiva, con el tiempo deja
de ser eficaz. Llega el día que deja de ser la mujer que sufre el síndrome de
Estocolmo. No por ello se transforma en la mujer luchadora que se revela. Más
bien, se convierte en la sumisa esposa que prefiere respirar la paz dúctil y
frágil de quien aprendió a aceptar como irremediable y normal la agresión del
guerrero cruel, sin presentar batalla. Se acostumbra a esa cruel normalidad que
después del beso apasionado —cual pérfida memoria —olvida el golpe inmediato, la bofetada o el
puñetazo.
Un
día decide que no quiere más rosas rojas, ni pasión fingida. Ya nada importa o
tal vez sí, importa ella, puede que ni ella. Fue a finales del invierno cuando decide
que no puede más. Él tenía turno de tarde y no regresaría hasta la hora de
cenar. Está muriendo ahogada en su angustia. Necesita aire, aire fresco, abre
todas las ventanas de par en par. En la calle sopla un aire frío que hiela
hasta las entrañas. A pesar de todo, deja que entre el aire y va abriendo
ventana tras ventana mientras baila al ritmo de una canción de Boney M. Observa
con melancolía la calle mientras decide
por qué ventana saldrá ella. Duda, tiene miedo, le invade una tristeza
infinita. No sabe lo que desea, se siente confusa, quisiera huir de la
pesadilla; pero sería una cobardía. La ventana de una de las habitaciones da a la plaza donde varios niños juegan a la
pelota o la comba. Se imagina su cuerpo aplastado contra la acera, su barriga
de embarazada reventada, con su hija expulsada de la placenta y convertida en
una masa amorfa y sanguinolenta. Piensa
en el drama de esos niños al verla en tal estado, a algunos los conoce, incluso
los acariciado pensando que su hija podría ser como ellos. No puede, decide
esperar a la noche, cuando él esté a punto de llegar y no jueguen los niños en
la calle. Cierra las ventanas, apaga el tocadiscos, de deja caer en la cama y
se duerme. Recibirá una llamada desde el cuartel.
—Cariño,
no prepares la cena. Ponte guapa que esta noche cenamos en el restaurante de la
playa. Te recojo a las nueve y media.
Fueron casi ocho meses de muerte cotidiana,
pensando que iba a morir, ya fuese por una paliza, por un mal golpe, o por su
propia decisión. Estar viva y sentirse o imaginarse muerta, temiendo su llegada como un martirizador infierno o anhelándola como una necesidad para que
fuesen sus manos quien a través de la muerte la liberase del sufrimiento. Sentir
el deseo de vivir y a las pocas horas o minutos, incluso, de morir. Estar
sometida al caprichoso péndulo de un reloj cruel, que te empuja a tomar una
decisión u otra, vacilando en cada paso. Tomar la vida como un estado neutro,
en el cual no importa la vida, tampoco la muerte, ni tan siquiera, en
ocasiones, el ser que va creciendo en tu interior. Pidiéndole a Dios que estén
equivocados los médicos y no sea mujer para que no sufra lo que estás sufriendo
tú. También que no sea hombre para que no sea como él. Casi ocho meses deseando amarlo, inventándose sueños que
terminaban siempre en la melancolía del desengaño, frente al espejo. Tanto
tiempo curándose las heridas en la bañera, intentando borrar el rastro de sus
palabras con el ruido del agua, de su violencia y abuso. Infinidad de días y noches con el agua
ardiente disparada contra su cuerpo dolorido, contra el interior de su sexo,
provocando la asfixia en su boca. Todo lo que fuese preciso para borrar el
rastro de lo sucedido, el rastro de él.
©Paco
Arenas
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