A José, con cariño
De los personajes que pasaron por
el Bar Arenas el más humilde de todos fue
sin duda, José. Sí, José, sin apellidos, aunque los tuviese. Todos lo conocíamos
como José, nunca nos preocupamos por saber más. La primera vez que lo vi fue
cerca del parque de Benicalap, iba casi desnudo y era invierno. La gente se
reía de él, nunca nadie se debe burlar de esas personas inocentes. Me produzco
tristeza, pero tampoco hice nada por ayudarle, fui casi tan insensible como quienes
se reían; aunque supongo que tampoco esperaba o quería la ayuda de nadie, era
un espíritu libre.
José pasaba largas temporadas en el psiquiátrico
de Betera, y de vez en cuando lo dejaban a cargo de la familia. Durante las
primeras semanas de estar en Benicalap vestía con normalidad y tenía apariencia
aseada, mientras que se tomaba las pastillas estaba más o menos bien; sin embargo,
pronto escapaba de la disciplina familiar y se convertía en un espíritu libre,
sí, libre, mucho más que quienes se mofaban de él.
Nunca después de aquella tarde
junto al parque lo volví a ver, hasta que abrimos el bar. Llegó bien vestido y
aseado nada más levantar la persiana a las siete de la mañana, no lo reconocí.
Me pidió un café con leche y unas magdalenas, y sin que yo le dijese nada, me
dijo:
—Llevo dinero para pagar.
Me quedé extrañado. No comprendía
el motivo por el cual debía hacerme esa aclaración. Solo a la hora de poner el
dinero sobre la barra lo recordé. Puso dos o tres duros, y el café con leche
valía más. Le dije que se quedase el dinero, que lo invitaba. Se negó a recoger
el dinero. Entonces un cliente que estaba tomando su carajillo me dijo:
—Ya no te lo quitas de encima. Es
José.
Me encogí de hombros y ahí quedó
la cosa. Efectivamente, continuó yendo muchas mañanas, cada vez más descuidado,
hasta que terminaba desapareciendo, para después al cabo de una temporada
reaparecer. Nunca le negué un café con
leche y unas magdalenas. Al medio día en ocasiones también iba a comer. Siempre
llegaba cuando ya todo el mundo había comido. Pasaba por la puerta y sí veía
alguien, continuaba su camino, regresaba después. No necesitaba pedir, le poníamos
el plato del día, que siempre quería pagar, y pagaba, aunque fuese un duro o
dos. Un día dejó de ir, como en tantas
ocasiones había hecho. Ignoro qué le pasó, se dijo de todo, desde que lo había
atropellado un coche al trenet. Con el
tiempo me olvidé de él, y si ayer recordé a Queta Claver, hoy he querido
recordar al más humilde de todos cuantos pasaron por el Bar Arenas: a José, con
cariño.
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