miércoles, 24 de julio de 2019
¡Al carajo!
sábado, 13 de julio de 2019
Galina, la chica de portada ¿María o Clara?
Galina y Valery en Gagra, península de Crimea
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Galina con dos ejemplares de Magdalenas sin azúcar en San Petersburgo |
martes, 9 de julio de 2019
El beso
jueves, 4 de julio de 2019
Verano fresquito (relato basado en una historia real)
Verano fresquito
Agustina siempre había sido una mujer de muchos recursos e imaginación,
con ochenta años se quedó viuda, y sus hijos decidieron ponerla a meses, como
es costumbre en la Mancha. Ella no estaba dispuesta a estar cada dos meses de
un lado para otro como si fuese un trasto viejo. Viviendo sola, en su casa pasó
más de tres años, sin que aceptase ir a vivir a casa de ninguno de sus hijos.
Llegó un momento en el cual la cabeza comenzó a fallarle, cierto día se llevó
la sorpresa de despertar con parte de sus vecinos en el interior de su casa, la
cual estaba inundada por un espeso humo negro que salía de la cocina, con olor
a habichuelas quemadas, apenas pudo decir, dándose un golpe en la frente con la
mano abierta:
—¡Copón, ya sé lo que se me olvidaba! ¡Las habichuelas!
No es preciso decir que provocó grandes carcajadas de todos los
presentes, a pesar de las caras de circunstancias de los vecinos, los cuales
habían tirado la puerta abajo para rescatarla. Siendo que todavía el humo era
muy espeso, un mozarrón de no más de dieciocho años, sin pensárselo dos veces,
la agarró de donde pudo y la sacó, ante sus protestas, de la casa sin que el
muchacho supiese el motivo de esas aireadas protestas. Una vez a salvo, el
pobre muchacho recibió una sonora bofetada.
—A mí no me toca nadie las tetas ni me mete la mano bajo las sayas. Soy
una mujer decente, ¿sabes? Solo le dejé a mi Nicasio, y lleva tres años bajo
tierra.
Lo que provocó nuevas risas de los presentes, menos del muchacho, que
tenía los cinco dedos marcados en su imberbe rostro juvenil y que al
ruborizarse se quedaron blancos por el contraste.
Sus hijos, que vivían todos en distintas ciudades de España, vieron la
oportunidad de incapacitarla y dividir, por fin la escasa herencia, pero, que
en tiempos de crisis a todos les venía bien. No lo tuvieron nada fácil, pues la
mujer, demostró que, a pesar de las lagunas de memoria, como dejarse las
habichuelas en el fuego mientras se echaba la siesta tranquilamente, algo que
le podía pasar a cualquiera, mantenía una lucidez lógica de acuerdo a sus años.
Finalmente lo consiguieron, y cada tres meses debía permanecer en casa de uno
de sus hijos. No contaban con el inconveniente de las vacaciones. Llegó el mes
de agosto, y su hijo Tomás habían decidido irse de vacaciones quince días para
celebrar que ahora, además de cierta cantidad de dinero, tenían durante tres
meses la exigua paga de la abuela. Todos muy contentos por esas vacaciones que
esperaban disfrutar toda la familia…, salvo la anciana.
—¿A dónde llevas a tu madre con esos ademanes de pueblerina? En Ibiza
hace mucho calor y no pretenderás llevártela a la playa —argumentó la nuera.
—Al fin y al cabo, es la que paga el viaje, que con los más doce mil
euros que nos ha tocado…—quiso rebatir el hijo.
—Si se va aburrir, además, está bastante bien, ella lo que necesita es
tranquilidad. Si viene, ¡dónde la metes, con los chiquillos? ¿En una cama
supletoria en nuestra habitación? ¿Qué vacaciones son esas? Si no vamos a poder
ni…, lo que tanto nos gusta.
—Se lo podemos decir a mi hermana…—balbuceó el hijo de Agustina.
—Sí hombre, —saltó la nuera —y que por quince días quiera quedarse el
mes entero. Ni hablar de peluquín, y, además, seguro que ellos también se van
de vacaciones.
—La podemos llevar a una residencia…–de nuevo, balbuceó el hijo.
—¿Sabes lo que cuesta una residencia? Pregunta, pregunta, pregunta.
Mucho más que nos cuestan las vacaciones, se van los tres meses de paga y nos
falta dinero. Ni hablar.
Al final, decidieron que la mejor opción era la pensada por su nuera.
—Agustina, sabemos que ya está harta de nosotros…—comenzó la nuera.
—¿Yo? Ni pizca, bueno un poco, no me dejáis que haga nada, y a mí
siempre me gustado hacer la comida, la casa, ver los animales…
—Ya ha trabajado usted bastante. Ahora le toca descansar de todo y de
nosotros también. Nos vamos de vacaciones…
—¡Qué bien! ¡Qué bien! —Se le iluminaron los ojos a Agustina.
—Sabíamos que se alegraría. Es lo mejor —sonrió satisfecha su nuera.
—Yo nunca he ido de vacaciones. Mi Nicasio nunca me llevó, decía que los
animales no tenían nunca vacaciones, que a las vacas había que ordeñarlas todos
los días, a los gorrinos llenarles el tornajo y a las gallinas recogerle los
huevos…más soso el pobre y no nace ¡Qué contenta! De vacaciones…
—No, mujer, no. Usted se queda aquí, tranquilica, ¿sabe usted el calor que
se pasa por ahí? Todo el día de acá para allá…, así descansa de tanto jaleo y
puede ver todos los días el cotilleo que tanto le gusta…
Agustina, que no era tonta, aunque le fallase la memoria, miró a su
nuera de arriba abajo midiéndole a palmos desde los pies a la cabeza, «bien sé
yo qué es lo que quieres tú». Le entraron ganas de soltarle cuatro frescas,
pero se calló; incluso, le dio argumentos para no ir, suspiró meneando la
cabeza, y por primera vez le llamó con ese nombre postizo que había adoptado su
nuera:
—Yanet, llevas razón. Solo soy una pobre vieja que se olvida de lo mucho
que le duelen las rodillas cuando anda más de la cuenta, que además es un
incordio. Mejor me quedo aquí, aunque no
veré el «putiferio» de la tele, que tanto te gusta a ti, veré los animales...
—Si aquí no hay animales…—se rio la nuera.
—Claro que sí, en la tele, yo los veía siempre con mi Nicasio, en paz
descanse. Aquí veo lo que te gusta a ti, el Sálvame, ¿y sabes? A estas alturas
no necesito salvarme de nada, ni sobrevivir, tampoco ir de vacaciones, a mis
años, solo necesito vivir tranquila, sabiendo quién soy y cómo me llamo…
Jacinta, que ese era su verdadero nombre, no supo que contestar, era la
frase más larga pronunciada por su suegra en los últimos meses. Agachó la cabeza
tragando saliva.
—Pues no se hable más, se queda, bueno si usted quiere venirse…
—No déjalo, ya me ha dado mucho el sol en el campo cuando iba a segar,
vendimiar o iba a coger ajos. No quiero más sol —rechazó Agustina. —por lo
menos que sepa que no me engaña —pensó.
Y se fueron de vacaciones toda la familia menos Agustina, en algún
momento se acordaron de ella cuando estaban el balneario del hotel, pero se les
pasaba pronto. Su hijo se acordó de su madre cuando estaba tan fresco en la
habitación del hotel:
—Deberíamos haber puesto aire acondicionado, o por lo menos, haber
comprado un ventilador, con el calor que hace…
—Tranquilo hombre y disfruta de las vacaciones, que los viejos siempre
tienen frío.
Cuando llegaron de regreso, por casualidad, encontraron a la anciana,
tan contenta, esperando el ascensor comiéndose un helado de turrón que se
terminaba de comprar en el supermercado de la esquina.
—Mírala, Jorge, tú preocupado, y mira que a gusto se está comiendo su
helado de turrón —dijo la nuera.
—Mamá, yo quiero también un cucurucho de tres bolas —dijo Jorgito.
—Yo también —dijo Martita.
—En casa hay todos los que queráis —dijo la nuera, extrañándole la risa
de su suegra.
—Hija mía, ¿sabes? Con estos calores solo me apetece cosas fresquitas,
así que, antes de que se pongan malos me los he comido —aclaró la anciana
sacando de la duda a su nuera.
—Madre, ¿no sabe usted que en el congelador los helados no se ponen
malos? —Le regañó su hijo.
—Diga usted que le han apetecido, y no pasa nada. Hace aquí un calor que
no se puede aguantar… —se quejó la nuera al abrir la puerta de su casa.
—Es insoportable, no sé cómo no se ha derretido usted…—dijo el hijo
dándole un beso en la frente a su madre, angustiado por el calor, con cierta
sensación de culpa pensando en lo mal que lo habría, mientras que ellos
disfrutaban de unas frescas y excelentes vacaciones gracias al adelantado
reparto de la herencia.
—Pues yo he pasado un verano muy, pero que muy fresquito —dijo con
cierto sonsonete la anciana.
—¿No ha tenido usted calor? —Se extrañó el hijo.
—Ni pizca —contestó la anciana abriendo la puerta de la cocina, donde
salía un muy fresco ambiente, como si estuvieses en la sección de refrigerados
del supermercado —. Abría las dos puertas de la nevera y me espatarraba delante
de ella, y más fresca que nunca. Hasta tiré el colchón en la cocina para estar
fresquita…
—¡Qué!
Exclamaron a un tiempo su hijo y su nuera, echándose las manos a la
cabeza, sin poder creer lo que estaban escuchando, asomando la cabeza a un
tiempo, casi empujando a la anciana. Allí estaba el frigorífico americano, de
dos mil euros, comprado también con el dinero de la anciana, el gran sueño de
su nuera, abierto de par en par, con la parte del congelador como si fuese un
glaciar, y el silencioso motor, funcionando sin parar, en el suelo, un colchón
con sus sábanas, como si fuese una cama de un hotel en estado de revista.
—Llevabais razón, esas neveras americanas son fantásticas, refrescan
toda la cocina que es una maravilla…
Se quedaron helados de repente ante tal espectáculo, mucho más helados
quedaron cuando llegó el recibo de la compañía eléctrica, pero eso es otra
historia.