A aquellos a quienes los rayos de sol quemaron sus sienes…
Leyendo
un bello poema del poeta mexicano Amado Nervo, no he podido evitar reflexionar
sobre quién soy y de dónde vengo.
Aquellos
a quienes los rayos de sol quemaron sus sienes… No fueron arquitectos de sus
propios destinos. Iban al campo con una fiambrera de tocino frito y unas pocas
aceitunas a cavar olivas, hacer hoyos, sembrar ajos o coger aceitunas...
Sufrieron
la amarga hiel y pocas veces saborearon la miel. Mayo, el hermoso mayo, era el
inicio de la dura siega, y junto a junio se hacía eterno. Desde antes de que
saliera el sol, hasta después de ponerse, pasaban 14 o 16 horas agachados
regando con su sudor la tierra. Por la noche, sin lavarse, ni siquiera
cambiarse de ropa dormían sobre el rastrojo con la paja clavándose en sus
carnes, un día tras otro sin domingos ni fiestas de guardar si trabajaban para
patrón, si era en sus propias tierras, eran multados por la Guardia Civil,
porque el domingo era sagrado.
Paraban
después del crepúsculo, cuando el arrebol dominaba el horizonte, la víspera de
29 de junio, día de San Pedro y san Pablo. Era la fiesta de los segadores y
solían hacer bailes y verbenas. Ese día lavaban la ropa y con un poco de suerte
podían bañarse. La ropa por el sudor y el barro se quedaba de pie al secarse.
El río o las ramblas, después de días, sin llover, bajaba marrón, porque en las
casas no tenían agua o era de pozo las artesas parecían de chocolate rojo.
Luego llegaba la trilla y las noches en la era.
Nacer
o morir en el barbecho era de lo más habitual. Las mujeres segando, vendimiando
o cogiendo aceitunas, traían sus hijos al mundo. Morir por insolación estaba al
orden del día. Sin mucho velatorio, porque si no trabajabas no cobrabas y había
que comer.
A
mediados de septiembre la vendimia, primero la propia, cogida de correprisa,
porque para poder comer era preciso ir Socuéllamos a vendimiar.
Tras
muchas penurias, con el otoño, quienes tenían tierras sembraban y se comían lo
poco ahorrado, si es que habían ahorrado algo. Quienes no tenían tierras
propias, pasaban hambre. Porque, amigos míos, todo ese sacrificio en el que
participaban desde los niños hasta los viejos, todo ese trabajo de luna a luna,
porque era antes de salir el sol cuando comenzaban a trabajar y mucho después,
cuando dejaban de hacerlo, no les daba para pasar el invierno, solo para
hambrear.
En
ocasiones, paisanos míos, debían pasar por la usura, pedir un costal de trigo y
devolver dos. Cambiar tocino magro (jamón) por tocino gordo (tocino), porque
así tenían pringue para poder guisar, o peor, poner a sus hijas a servir por un
pico de pan, y que al menos, no pasasen mucha hambre…
Sí,
a veces reían, es cierto, y eran felices. Sí, la mayoría nunca perdieron la
esperanza y soñaron porque nosotros fuésemos felices y fuésemos a la escuela
para ser hombres y mujeres de provecho. Sabían que abusaban de ellos, pero no
los engañaban, en todo momento fueron conscientes de quiénes eran los culpables
de que a sus hijos les faltase el pan. Si somos lo que somos es gracias a
ellos, no lo olvidéis.
Aunque
ahora, vivamos bien, en las ciudades a las que emigramos, no olvidemos a
aquellos que se tenían que conformar con la luz de un candil, porque como se
suele decir:
«De
mal a bien, todo el mundo se acostumbra, pero de bien a mal, resulta más
complicado».
Y
si alguien os dice que con Franco se vivía bien, responder sin dudarlo:
—Sí,
lo ladrones y sinvergüenzas.
©Paco
Arenas
El
poema en cuestión, que me ha dado a conocer el profesor don Jaime Flores Flores
es este:
Muy
cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,
porque
nunca me diste ni esperanza fallida,
ni
trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque
veo al final de mi rudo camino
que
yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que
si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue
porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando
planté rosales, coseché siempre rosas.
...Cierto,
a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas
tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé
sin duda largas las noches de mis penas;
mas
no me prometiste tan sólo noches buenas;
y
en cambio tuve algunas santamente serenas...
Amé,
fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida,
nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!
Amado
Nervo