martes, 17 de diciembre de 2019

Escribir hasta que se seque la sangre




Escribir hasta que se seque la sangre,
pero no escribir por escribir,
ni, aunque sean las más hermosas palabras,
lo bello por lo bello, no es nada,
sino cae el fruto del árbol
y no sacia el hambre o la sed de unos labios.
Subir a la montaña,
es hacer el esfuerzo en vano,
huera sangre que no da fruto.
Baja al barro,
cava el surco con el azadón
hasta romper el astil,
llega el origen de la vida,
riega los huesos de los muertos con tu sudor.
Pregúntales a ellos que lucharon
el porqué de la ambición,
de la miseria,
la tristeza en los ojos de un niño
que no solo de pan tiene hambre.
Busca ese surco,
hinca el arado,
destruye la espada,
moja la pluma,
y escribe con sangre,
escribe como un poeta maldito,
insultando al rey y a su corte,
señalando a los culpables,
a los ladrones de risas,
a los usurpadores de la felicidad
de los pobres.
Señala con la reja
el inicio del surco,
y con la orca de avellano
el final de la besana,
de tus versos.
Escribe contra la gran furcia,
que no santa,
que dice que Cleopatra,
la reina de todas las reinas,
la madre de todos los miserables
que ciñen corona,
en una palabra,
de todos los ladrones,
debe bañarse en leche de burra,
mientras los hijos de quienes ordeñan la teta
mueren de hambre
sin sorber una gota.
Escribe eso, poeta maldito,
escribe del hambre y sus penas,
de quienes se dan golpes de pecho,
y roban y humillan al hambriento.
Escríbelo con tu sangre,
sin miedo,
y entonces,
solo entonces,
habrá merecido la pena
vivir para escribir,
escribir para vivir
porque este viaje,
maldito poeta,
poeta maldito,
es una gran farsa
si no apartas el trigo de la paja.
Se poeta maldito,
y no te arrodilles ni para rezar.
Escribe, poeta...
maldito poeta...
¡ESCRIBE!

©Paco Arenas

domingo, 1 de diciembre de 2019

La ternura de los besos fusilados




(A ellos, a esos besos y abrazos fusilados por el odio y la sinrazón, con todo mi desprecio hacia aquellos que pretenden arrancando lápidas borrar sus nombres de la historia).

Ves sus esqueletos en los fondos de las fosas y te producen escalofríos y dolor. Imaginas esos días de angustia, que ni el olor de las flores puede borrar la falta de besos y abrazos. Muecas de dolor, de tristeza, de desprecio hacía sus asesinos. En sus ropas, lapiceros y las últimas cartas de amor en los bolsillos, en sonajero de Martín, o un lazo en atado, tal vez a sus cabellos, para si un día los rescatan del olvido sepan sus seres queridos que no son huesos, que murieron por la libertad y por el amor y que el el postrero instante de ternura, fue para ellos, justo antes de que balas asesinas les arrebataran los últimos besos y abrazos. 

 Los he visto en las fosas de Paterna, pero también están en la Almudena, en Uclés, en Cuenca, Badajoz, Cuenca, Málaga, Sevilla o en una ignorada cuneta de las muchas repartidas por España, mientras sus asesinos reposan en iglesias y catedrales, con todos los honores y sin que les falten flores.  

Y no son huesos, no son esqueletos los que se besan y abrazan con ternura, son aquellos corazones enamorados que una mañana, como otras muchas mañanas, después de una noche en vela, sin dormir, sabiendo que llegarían antes del alba, en sus caras la risa se desvaneció, el brillo de unos ojos se tornó acuosa y dolorosa oscuridad de quienes quedaron y en muerte de quienes que no querían cerrarlos para siempre.

Cuando llamaron a la puerta, de sus labios escapó el último suspiro antes del postrero beso y el penúltimo abrazo. Aquel abrazo desgarrado que auguraba la soledad eterna de la espera, el silencio de los enterradores que saben que sepultan con sus palas jóvenes vidas que dejaron tras de sí muchos besos que dar, muchos abrazos que recibir.

Amanece, y es la oscuridad lo que cubre con su negro manto los corazones, justo después de los disparos de los traidores. La tierra de España se regó con las lágrimas de madres y esposas enlutadas, de hijos que nunca recibirán el abrazo cariñoso de su padre, o de su madre, de hijos que no nacerán, porque esos peinaran los no nacidos con las estrías de sus balas al mismo tiempo que asesinan a sus madres.

Quienes se quedan, encontrarán el lecho desierto cada noche, esperando el reencuentro que no llegará hasta que la muerte les junte.

La tierra de España fue regada con lágrimas desconsoladas, con sangre valiente de hombres y mujeres, que desde sus tumbas gritan contra los miserables que ordenan el olvido, y pretenden que se borre sus crímenes de la memoria colectiva de una a quitar sus lápidas del Memorial.

Sobre esa tierra crecerán rosas, rojas como la sangre derramada, y de cada espina de sus tallos, no lo dudes, saldrán tres mil corazones, seis mil ojos, puños dispuestos a enarbolar la bandera de la libertad y desde sus cuencas vacías a los miserables, reirán ochenta y tres años después.

Cae la lluvia triste sobre Madrid, parece como si todas las ausencias se concentraran de nuevo junto a las tapias de la Almudena y de nuevo, sonaran los disparos, con cada una de las lápidas que arrancan, o pretenden arrancar de la memoria.

Las estrellas volverán a brillar, y las banderas de la Libertad a ondear, que no lo duden los patriotas de trapo. Por mucho que ladren los perros, que de un tiempo a esta parte no cesan de ladrar, no por los huesos enterrados, no por la pena causada, sino porque son perros rabiosos, y como tales se comportan. Helados tienen el corazón quienes, a las víctimas del asesino, pretende humillar de esa forma…

Llueve, sobre los corazones helados de quienes no se conmueven de ochenta años de espera para esos besos y abrazos que se dejaron de dar, porque con el atronador sonido de fusiles asesinos, asesinaron los besos.


©Paco Arenas, autor de Magdalenas sin azúcar


Ilustración ©Víctor Blake


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